Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
La audaz percepción de estos vastos horizontes le impidió sin duda observar el crepúsculo de cada día, puntual e inevitable. Y cuando vislumbró la precoz combustión interna de la Hortensia ya sería demasiado tarde: para empezar, ella había salido tras él, se había deslizado carretera abajo como una sombra, le había seguido a distancia hasta la plaza Sanllehy, y por supuesto le había visto acechar esta motocicleta, en cuyo sillín él acababa ahora de saltar; le estaba mirando fijamente desde un portal, a unos veinte metros, en cuclillas y mordiéndose las uñas, y Manolo comprendió en el acto (la mano se le fue como el rayo hacia el bolsillo de la camisa) que había perdido la carta: seguramente se le había caído en el cenador al sacar el paquete de cigarrillos, y desde luego esa mocosa la había leído... No tenía tiempo, debía escapar cuanto antes si no quería ser descubierto por el dueño de la moto, quienquiera que fuese, y no obstante se quedó mirando a la muchacha con ojos hipnotizados, una rodilla doblada en el aire, el pie paralizado a unos centímetros del pedal de arranque. ¿Qué estaría pensando la Jeringa? El mismo sobresalto causado por la respuesta que se dio disparó sus nervios y éstos dispararon su pierna; abrió paso al gas inconscientemente y la máquina retumbó bajo él. Miró a la Jeringa por última vez. Más tarde pensó que debió haberle dicho algo, cualquier cosa, que le esperase en casa, que volvería pronto y que mañana la llevaría otra vez a pasear en moto, o mejor al cine, adonde quisiera ella, acaso habría bastado un gesto de la mano, una sonrisa, quién sabe (todo eso pensaría luego), pero no hizo ni dijo nada, excepto darle gas a la máquina y salir á escape en dirección a la Costa, dejando a la chica en este portal, agazapada y con aquel flujo inmensamente felino en sus pómulos anchos y húmedos, en sus malignos ojos de ceniza.
Si je mourais ta-ba sur le front de l’armée.
Apollinaire
Bajo el sol de medianoche, en las quietas aguas privadas flota olvidado un cisne de goma. Con su vientre lleno de aire se desliza lentamente por la estela plateada de la luna, da vueltas sobre sí mismo, desorientado pero gracioso e indiferente, movido por contradictorias corrientes marinas y epidérmicos escalofríos, obedeciendo mandatos remotos y extraños que provienen de alta mar. Luego la brisa lo empuja y lo lleva directamente a picotear las caderas salobres del fueraborda amarrado al embarcadero. Sólo un reverberante espíritu de glaciar, inhóspito, insólitamente ártico, se derrama ahora sobre la villa v sus alrededores blanqueando el verde profundo de los pinos y las arenas de la playa. Horas antes el poniente había escapado con su capa roja, tras una entalladura de los montes cercanos, después que su último fulgor se abatiera un instante esquinado, rasante y en abanico sobre la villa, como una luz que saliera por el resquicio de una puerta entornada. La noche cerró tras la llegada de la brisa. De forma que ahora, como elegantes invitados a punto de emprender la aventura de los salones, los jóvenes abetos del jardín se inclinan ligeramente estremecidos, impacientes y excitados, atraídos por la piel centelleante de la mar.
El Pijoaparte arqueó la espalda y apretó entre sus muslos las ardientes caderas del depósito de gasolina. Corría con una trémula joroba de viento bajo la camisa, tragando distancias y noche junto con indicadores que ya no leía (sólo uno: Costa Brava y debajo la flecha). Esta vez cabalgaba una flamante y fogosa Ducati. Sabía que era una máquina de lujo, una maravilla cromada y violeta, una llama incendiaria y mítica, capricho de campeones y niños bien (él mismo, en sus tiempos de principiante, había soñado con tener una Ducati igual a ésta), pero sabía también que era, como las yeguas jóvenes, antojadiza y voluble. Los dientes apretados contra la furia del viento, ahora dio todo el gas adhiriéndose como una lapa a la nerviosa amiga, acompasando su corazón al trepidante y generoso ritmo de ella. Corría por la Avenida Virgen de Montserrat. Adelantó a un grupo de ciclistas que volvían del trabajo, a un Dauphine gris y a un Seat que un hombre de pelo blanco, junto a un enorme perro lobo y una joven que se reía con la cabeza echada hacia atrás, conducía por el centro de la calzada con un dedo (se fijó en los detalles porque le tuvo un buen rato pegado junto a él) y sin deseos aparentes de dejarse pasar. Pero Manolo no sólo le adelantó, sino que le cruzó peligrosamente, obligándole a pisar el freno. Atravesó el Paseo Maragall sin tomar precauciones y se metió por la calle Garcilaso hasta llegar a Concepción Arenal, quitando gas, donde dobló a la izquierda y embragó en dirección a San Andrés. Durante un rato corrió flanqueando por solares en ruinas, donde los niños hacían fogatas, y cruzó la Rambla de San Andrés despacio, bajo la mirada suspicaz del urbano. Inmediatamente volvió a alcanzar los ochenta, pero al llegar a los cuarteles redujo la velocidad disponiéndose a doblar a la derecha, dejando a su izquierda la carretera de Vich; allí, incomprensiblemente (creía haberle relegado al olvido para siempre), le dio alcance el Seat negro, que sin duda iba también a la Costa y con no menos prisa que él; al arrimársele brutalmente en el viraje, el perro ladraba y la mano del tío debía seguir en la rodilla de la hermosa sobrina, puesto que él se vio obligado a echarse de repente contra el muro de los cuarteles, por encima de la acera. Sin embargo, volvería a pasarlo poco antes de llegar al puente sobre el río Besós. Ya veía las luces de Santa Coloma. Tenía frente a él unos tres kilómetros de carretera ancha y recta, con bastante tránsito, y con una leve torsión del cuerpo se metió por la izquierda, zigzagueó entre el morro porcino de un autobús y la ventanilla posterior (con visillos floreados, un verdadero hogar) de una “roulotte” y finalmente adelantó a un carro abarrotado de panochas de maíz. En dirección contraria venía poco tránsito y se echó de nuevo a la izquierda para dejar atrás a dos coches, separados por menos de dos metros, aprovechando ya el gas, sin volver a la derecha, para pasar a distancia un enorme camión resoplante y lleno de luces piloto que parecía flotar en medio de remolinos azules y que cobijaba ciclistas igual que una gallina sus polluelos. Entonces se lanzó a tumba abierta en dirección al puente, siempre desafiando a los coches que venían por la izquierda. El huraño hocico de un 600 se le vino encima en línea recta, pero él estaba seguro de verle hacerse a un lado, y así fue. La Ducati le daba formidablemente los ciento quince, vibrando toda ella como una muchacha ansiosa, pero sin espasmos inútiles ni prematuros alborozos. Un bache y al carajo, Manolo, pensó. Los postes eléctricos y las luces surgían desde el fondo del espejo retrovisor y se alejaban vertiginosamente, engullidos por una vorágine negra y cóncava que les remitía a la nada. La carrera fue tan endiablada y temeraria que los automovilistas de este fin de semana no podían dar crédito a sus ojos. Hortensia Polo Freire iba quedando atrás, borrosa, deshaciéndose también en la fría memoria del retrovisor junto con el viejo inconsolable, el taller, la familia, su casa, el barrio entero. La extraordinaria rapidez con que todo se había desarrollado estos últimos días, desde la brusca desaparición de Teresa y la consiguiente locura de los relojes, el laberinto urbano, la fatiga de la búsqueda, la sorpresa de la carta con la invitación al delirio, los besos de Hortensia, el hambre (el horario de las comidas alterado y pulverizado desde hacía semanas, quizá meses) y el mismo olor a goma quemada de resultas de un frenazo ante el ridículo trasero de un 600, sería materia de reflexión durante años. Pero el tradicional vértigo de la carrera no podría explicarlo todo, no contenía toda la realidad del impulso inicial (demasiado nocheriego, excesivamente estival y verbenero): ciertos detalles sedosos, ciertos pormenores de cálida entrepierna, en fin, el poderoso circuito de fuerzas ocultas que actuaba en torno a la orgullosa cabeza del murciano.
Leves camisones de luz de luna desmayados sobre las torres de la villa, rumor de oleaje, soledad e impunidad completas al término de 65 kilómetros. Lo demás era incierto. Ella: probablemente desvelada, pero no esperándole. Lugar: (presuntamente escogido por madame Moreau) une chambre royale pour le Pijoaparté sur la Mediterranée. Hora: las doce o cosa así.
Sería todo igual a siempre excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante). Avanzaría sigilosamente bajo los grandes eucaliptos del jardín, pisaría el lecho de hojas junto a la red metálica de la pista de tenis, se acercaría a la pared cubierta de hiedra, al pie de la terraza. Primer temblor orgástico en las manos (tranquilo, chaval) al tantear la frondosa y esmaltada catarata verde bañada por la luna, las hojas frías y húmedas de la hiedra, mientras buscaba en su interior el oculto canalón y algún tallo lo bastante grueso para ayudarse a subir. Se inmovilizó, dudó, hizo una rápida finta para evitar una mariposa de alas fúnebres, una mariposa de cementerio, y, por una mala pasada de esas que juega el recuerdo, vio el rostro de Maruja suspendido sobre la almohada, anunciando a su vez la inminente caída (distinguió en el retrovisor a la pasmada monja caminando hacia atrás, con los brazos en alto y seguramente chillando, hundiéndose extrañamente en el asfalto como en las arenas movedizas) pero tocaría al fin con la mano el nervio rugoso de la hiedra y empezaría a trepar. En cada hoja bruñida había un destello de luna. Saltó a la terraza. Un parasol, una mesita y dos hamacas (roja una, la otra amarilla) bostezando frente a los cabrilleos del mar. La luna se deslizó con él, a su lado, ayudándole a abrirse paso a través de una insólita constelación de amenazas e insultos (rostros indignados y asombrados que se asomaban todavía a las ventanillas de los coches vociferando) mientras avanzaba hacia la puerta de cristales con celosías blancas del cuarto de Teresa. Un gran tiesto, con una planta que derramaba florecillas blancas semejantes a copos de nieve, hacía guardia en la misma entrada. Dentro, un azulado paisaje lunar donde destacaba, al fondo, arrimada a la pared, la dulce cordillera de la sábana cubriendo un cuerpo femenino. Empujó el cristal, que al ceder recogió parte de la terraza con las dos hamacas (¿por qué reflejaba también un lejanísimo faro de motocicleta?) ¡Vanau!, hizo una ola al romperse en el embarcadero, y un soplo de brisa apartó los cabellos caídos sobre su frente, y el cristal crujió. Pero él ya estaba dentro. Una oleada de somnolencia por bienvenida. Se sentía ligero y siniestro como un murciélago. Cuatro pasos sobre parquet, dos sobre alfombra, dos más sobre parquet y alunizaje en la blanca cordillera del lecho. Final de trayecto.
Vestiría: un camisón imperio color malva (por favor) y una banda de terciopelo negro en los rubios cabellos. Estaba decididamente, francamente dormida en una pequeña cama-librería, de lado, dándole la espalda, casi bocabajo. La sábana la cubría hasta poco más arriba de la cintura y su posición en el lecho recordaba vagamente su manera de nadar, aquel braceo feliz y confiado en aguas poco profundas y cálidas, con un brazo doblado en torno a su cabeza y el otro rozándole la cadera, el perfil graciosamente erguido, bebiendo un sol imaginario. Con las alas humildemente recogidas, maravillado y respetuoso, el sombrío murciélago se inclinó sobre ella atraído por el fulgor broncíneo de sus hombros, observó la valerosa, intrépida vida que latía en su cuello de corza incluso estando dormida y le envolvió de pronto el flujo rosado del sueño: un fragante mediodía de cerezo en flor. ¡Y cuán débil, cuán indefensa y niña parecía! Viendo su perfil virginal, limpiamente recortado sobre el blanco de la almohada, resultaba fácil suponer la severa vigilancia materna a la que era sometida durante el día (incluso ahora, la delicada presencia de la señora Serrat parecía flotar en alguna parte del dormitorio) al cerco familiar de suspicacias y temores que debía inspirar el atrevimiento de estos labios rubios y brumosos, mohínos, casi impúdicos por su infantil enojo y por el lenguaje antiburgués que había brotado de ellos. Y coñas aparte: ¿en qué ala de la Villa debían dormir sus padres y los invitados? ¿Cerca o lejos de la hija que les salió rana?, pensó recordando la carta. Este gran supuesto de atenciones que rondaba el sueño de la muchacha, esta posible proximidad física de la catalana parentela tenía su importancia (aparte de que el moreno y guapo tenista que él había visto esta misma mañana en el jardín, el primo de Madrid, podía estar despierto, ultimando Dios sabe qué detalles acerca del nuevo saque que deseaba enseñarle a su prima) pero no precisamente por temor a que pudieran oírles (¿gimen de placer las vírgenes politizadas? Al final, seguro, como todas) sino en razón de determinado arropamiento o ternura familiar malograda en la niñez, y que, de alguna manera, en el Pijoaparte debía favorecer la eyaculación. Porque era agradable imaginar a sus padres durmiendo en su gran lecho (a ser posible con mosquiteras amarillas) mientras él se ocupaba delicadamente, con un gran sentido de la responsabilidad, como por encargo de la familia, en convertir a la niña en mujer para bien de todos. En este momento, Teresa movió una rodilla. Ahora (él había dejado la puerta de la terraza entornada) la celosía arrojaba listones de luna en su cadera. Su respiración se alteró y agitó desasosegadamente la rubia cabeza despeinada, solicitó del sueño alguna playa menos solitaria y aburrida, más popular, y a juzgar por su sonrisa le fue concedida. ¡Ay Teresina, feliz tú, que si dulce es tu sueño más dulce será tu despertar!, pensó el experto en pesadillas, huérfano murciélago, contemplándola con tierno afecto. Teresa emitió un gemido. Rozando la cadera, su mano de nadadora, con los dedos desmayados, seguían requiriendo la amistad y la protección de su amigo en medio de este mundo de locos, y entonces Manolo cogió delicadamente esa mano entre las suyas al tiempo que hincaba la rodilla junto al lecho y una luz le cegaba (lo mismo que ante el segundo frenazo del maldito Seat, antes de llegar al puente, él fuera de la carretera y con el paso cerrado, la Ducati intacta —loado sea Dios— y en la ventanilla los rostros descompuestos del perro lobo, del tío y de la sobrina, en cuyas hermosas rodillas aún descansaba la mano asesina). Esto le hizo pensar que no debía andarse con chiquitas y desnudarse y meterse en la cama y abrazar a Teresa... El de la joven universitaria seria sin duda un delicioso despertar, sin sobresaltos, prolongado a lo largo de un viaje de bodas hacia el Sur. Pero ¿y si me rechaza?, pensó. Manolo, quién te ha visto y quién te ve. Nuevo chirrido de neumáticos, viniendo ya de muy lejos, y una oscura oración (¡Tere mía, rosa de abril, princesa de los murcianos, guíame hacia la catalana parentela!), mientras besaba dulcemente sus cabellos. Su mano ardía. Antes de proceder a despertarla convenía tal vez sujetar un poco los demonios verdes, asegurarse de no meter mano antes de tiempo (quién te ha visto y quién te ve) para no sobresaltarla. Teresa estaba sola en este cuarto y la villa entera dormía encastillada, confiada y engolfada en su altísima nube: en consecuencia él no tenía nada que temer... excepto a sí mismo. Alrededor, un desorden agradablemente pueril: prendas de ropa, revistas y discos por el suelo, un osito de felpa cuyos ojos de cristal brillaban en la penumbra, una muñeca, un par de zapatillas de tenis. Apoyó la otra rodilla sobre la boca endiabladamente roja de Marilyn Monroe (un novísimo y fulgurante ejemplar de Elle, cuyo horóscopo Teresa había sin duda consultado esa noche), pero prefirió fijar la mirada en el fino jarrón con cinco rosas que había sobre la mesita de noche. Un detalle encantador, las rosas, encantador. ¿Condicionaban el sueño, lo encuadraban en alguna determinada primavera? No resistió el deseo de olerlas antes de hacer suya a Teresa, y al aspirar su fragancia los sentidos se le llenaron a rebosar de una solemnidad catedralicia, de una prenupcial consagración (Teresa de Reyes vestida de blanco, y alegremente, descaradamente encinta al pie del altar) y entonces se desató un demonio verde y pretendió abrazar a la novia (Manolo o la proclamación erótico-social de la primavera). Pero él no era un canalla ni un vulgar aprovechado, y lo único que hizo fue apretar un poco mas le mano de la muchacha para que despertara. Solución pavorosamente tímida viniendo de él, y tardía, por otra parte, puesto que Teresa iba a facilitar las cosas una vez más: libero su mano sin advertirlo, sin sospechar aún —al parecer— la presencia del sensible, cauteloso e incomprensiblemente respetuoso (quién te ha visto...) intruso, y dejó escapar un soñoliento murmullo; se revolvió quejosa, se dio la vuelta hacia él: un suspiro, un parpadeo, y de pronto, la oleada azul de sus ojos abiertos, mirándole con sorpresa.