Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
Venía luego la despedida y más abajo una postdata confusa y precipitada, con letra temblorosa y en algún punto descolorida, como si alguna lágrima hubiese aclarado la tinta (o tal vez no eran más que salpicaduras de agua de mar, pues algunos granitos de arena contenidos en el sobre denotaban que la carta, o cuando menos esta postdata, había sido escrita en la playa). El significado de este texto tardó algo en hacérsele claro al muchacho: “Sé rebelde, orgulloso y atrevido hasta la muerte. Una noche soñé que te veía bajo los pinos, mirando mi terraza, una noche que viniste a ver a Maruja. ¿Nunca te fijaste en lo bonita y frondosa que está la hiedra? Me paso las noches en vela, con mis pensamientos y mi fiebre de ti, amor, mientras esta familia aburguesada y cursi a la que me avergüenzo de pertenecer, duerme. Siempre tuya. Besos. Teresa”.
Loco de alegría, Manolo dobló la carta cuidadosamente, se la guardó en el bolsillo de la camisa y salió a la calle. Eran las tres y media de la tarde, sábado, el día se mantenía claro y hacía calor. Obedeciendo a la tímida y confusa llamada que se desprendía de la postdata, decidió entrevistarse con Teresa aquella misma noche. Estaba seguro que después de verla todo volvería a ser como antes. La carta venía a confirmarle, entre otras cosas, que su respetuosa táctica sexual no había sido tan catastrófica: ¡Teresa seguía siendo suya y le esperaba, le esperaba! Pasó las primeras horas de la tarde en un estado de excitación que, por otra parte, le proporcionó la astucia de un loco: ante todo, nada de arriesgarse tontamente viajando en motos robadas, había demasiadas cosas en juego. Su primera idea fue ir en tren, pero no tenía dinero ni para eso; además, el tren la dejaba en Blanes, y de la estación a la villa había unos cuatro kilómetros de carretera. Recordó que el Cardenal tenía una vieja Derbi en propiedad. Eran poco más de las seis cuando llamaba a su puerta.
—Mi tío no está —dijo Hortensia. Manolo entró y pasó al jardín seguido por la muchacha. Allí se encaminó con paso vivo hacia el pequeño cobertizo del fondo, donde se hallaba la motocicleta. Mientras caminaba informó a la Jeringa: tenía que hacer un viaje urgente y necesitaba la Derbi del viejo.
—¿Muy lejos? ¿Por qué no me llevas contigo? —preguntó ella—. Me prometiste...
No puede ser —cortó él—. Otro día, hoy tengo mucha prisa.
En el cobertizo había que inclinar la cabeza, el techo era bajo. Botes de pintura y utensilios de jardinería roídos por la humedad. La moto, erguida en su caballete, sobre unos periódicos extendidos en el suelo y manchados de grasa, parecía hallarse en buen estado. Manolo empezó a desenroscar el tapón del depósito de gasolina.
Está lleno —dijo la voz de la muchacha en su espalda—. Yo misma lo llené.
El tono seco y contrariado no le pasó por alto a Manolo. Se volvió despacio, con una vaga sombra abrumada sobre los hombros. La Jeringa, que llevaba en la mano unos pantalones rojos, doblados —debía tenerlos ya preparados en algún sitio de la casa, y sin duda los había cogido al pasar— le miraba con un destello implorante en los ojos. “¿Me cambio en un momento...?”, preguntó. Él meditó un rato y luego dijo:
Mañana. Te lo prometo. Es que hoy tengo prisa, ya te lo he dicho.
Hortensia dejó caer los pantalones al suelo, le volvió la espalda e inició la salida diciendo:
—Pues si quieres llevarte la moto, tendrás que esperar a mi tío y pedírsela a él. ¡Verás lo que es bueno!
Manolo la detuvo cogiéndola por el brazo. “Espera —dijo riendo—. Espera un momento, fierecilla”. La idea de que Teresa le estaba esperando le llenaba de alegría. Hizo un rápido cálculo mental: hasta bien entrada la noche no era conveniente plantarse en la villa, de modo que tenía el tiempo suficiente de dar unas vueltas en moto con la muchacha y liquidar así de una vez aquella pequeña deuda sin importancia, pensándolo bien, incluso se alegraba de liquidarla precisamente hoy: en vísperas de grandes y felices acontecimientos, en el umbral de la cita que prometía integrarle acaso definitivamente al mundo de los adultos, satisfacer un capricho tan infantil e inocente como el de la Jeringa tenía su gracia: “Está bien, condesa —dijo sonriendo—. Te llevo. Pero prepárate, vas a saber lo que es correr”. La chica, ahogando una exclamación de júbilo, quiso ponerse los pantalones rojos, pero él dijo que no podía esperar y que la bata blanca la hacía más mujer y más guapa.
Ocurrió de la manera más simple: sin duda para asegurarse la moto, él invitó a Hortensia a dar un paseo, y también por la necesidad que hoy sentía de complacerla o tal vez complacerse oscuramente a sí mismo, ahora lo iba comprendiendo, porque de pronto no pudo evitar la agradable sensación de que iba a pasar algo. Mientras corría a toda velocidad arriba y abajo por el Paseo del Valle de Hebrón, los brazos de la muchacha estuvieron rodeando fuertemente su tórax y notaba su mejilla pegada a la espalda, sus diminutos y duros senos, su desatendido corazón palpitante que le transmitía a través de la leve tela de la camisa una ternura de bestezuela asustada. “¡Agárrate, niña, agárrate fuerte!”, le gritaba él. La muchacha no dijo nada en todo el rato: le abrazaba. Finalmente, aterida, con los ojos arrasados de lágrimas a causa del viento, le rogó que regresaran a casa porque se sentía mareada. Manolo no quiso dejar la moto fuera y la entró en el jardín por la puerta trasera. Ella, pálida, tambaleándose un poco, se dirigió al cobertizo para recuperar sus pantalones rojos todavía no estrenados. Tropezó y Manolo la sostuvo suavemente por el codo; la solitaria y temblorosa juventud de la Jeringa se restregó a ratos contra él, como a oleadas, al ritmo indeciso y torpe de sus pasos. Guardaba un silencio inquietante. El triste abandono en que se hallaba el jardín a estas horas, ya bajo el zarpazo de la noche, tendió de pronto un negro lazo familiar, esto se acaba, es una despedida de lo más triste, pero yo me largo... Hubiese querido romper este silencio de Hortensia, y buscó desesperadamente en su cabeza unas palabras banales, pero su cabeza estaba vacía: la gentil banalidad del lenguaje parecía haberse quedado repentinamente sin sentido, sin aquella facultad allanadora y risueña de que él siempre había hecho gala con la niña: esta noche, si no veía en las cosas una señal, una marca del destino, algo que encendiera el infinito y trémulo mañana, su mente no estaba dispuesta a funcionar ni sus labios a articular palabra. Sin embargo, despertó a la realidad al recordar la carta de Teresa que llevaba en el bolsillo de la camisa, sobre su corazón, y que en este momento el estremecido hombro de Hortensia chafaba y hacía crujir junto con el paquete de cigarrillos, restituyéndole un jubiloso sentido de la responsabilidad, urgente, pues ya estaba cayendo la noche, y en el cobertizo, después de inclinarse y recoger los pantalones de la muchacha, al dar la vuelta para entregárselos, vio sus ojos apagados escrutándole desde la penumbra. Su silueta, inmóvil sobre la gris claridad del exterior, en la puerta, era realmente la de Teresa, pero (¿por qué no hay luz en tus cabellos, niña, por qué están fríos tus ojos?) sólo su silueta. Si bien eso bastó: intentó salvar la situación con una mirada adusta, entre preocupada y cariñosa; palmeó la mejilla encendida de la chica, con esa especie de miserable experiencia que crece con la juventud y que acababa matándola, pero de pronto se encontró envuelto en el fresco perfume de almendras amargas, se inclinó sobre ella, atrayéndola, y empezó a besarla.
Como si se tratara de un grandioso escenario, las luces de la galería se encendieron al fondo del jardín. Oyeron en la casa la voz melosa del viejo llamando a Hortensia, pero decidieron esperar un rato. La oscuridad era cada vez más densa. Luego salieron. “Ven, vamos a pedirle que nos preste la moto”, murmuró ella tirando de su mano. Manolo se dejó llevar, aturdido. La brisa nocturna le remitió de nuevo a la realidad, y al entrar en la galería soltó la mano de la muchacha. Encontraron al Cardenal en el comedor.
No, creo que no —meditó el Cardenal—. Hasta aquí podíamos llegar.
Tengo un amigo muy enfermo —mintió el murciano—, en Moncada...
—No y no.
—Mira que es urgente que le vea, caray, ¡no me seas cabrón!
Que no.
Además de negarse a prestarle la moto, le exigió el dinero que le debía, el dinero que últimamente le había sacado a Hortensia con “manitas y falsas promesas de noviazgo”.
Eso es mentira —protestó él.
El viejo leía un periódico sentado en el diván, Hortensia, con las mejillas todavía arreboladas, iba y venía por el pasillo con fajos de ropa lavada (tenía ya la tabla de planchar apoyada sobre el respaldo de dos sillas, en un rincón del comedor, junto a la lámpara de pie) hasta que por fin lo dejó todo y se sentó en la mesa a escucharles. Ahora llevaba los cabellos recogidos en un moño medio deshecho. Su tío se levantó, arrojó el periódico al suelo y súbitamente inició uno de aquellos rituales, solemnes y devotos peregrinajes por todo el chalet (Manolo siguiéndole de cerca, rozando los airosos y purpúreos faldones de su batín como un acólito que solicitara una audiencia especial), por la planta baja y el primer piso, bajando y subiendo escaleras, enderezando aquí un cuadro, allá un candelabro, soplando el polvo de una estatuilla, rectificando los pliegues de una cortina, la posición de una silla, de un jarrón, de unos almohadones. Con gestos de maníaco y desgranando su interminable monólogo de cornudo sentimental, el buen viejo rehusaba toda discusión con el muchacho y sólo parecía atender a una voz interior. “¿Dices un íntimo amigo, enfermo, en Mancada...? Embustero”, repetía como para sí mismo. La urgencia que veía asomada a los ojos del joven murciano tenía indiscutiblemente nombre de muchachita (ni siquiera de mujer). Pero eso no era lo peor; para un hombre como él, con ideas generales sobre la vida y habiendo ya llegado al difícil reconocimiento de sus propios errores cósmicos (se había equivocado de época, de país, de religión y de sexo) juntamente con ciertas conclusiones no por amargas menos ciertas, la verdadera razón de los males que de un tiempo a esta parte venían aquejando a un muchacho tan listo como Manolo se reducía a esta doble máxima que él repetía con frecuencia: “Qué poco amamos a los que amamos y cómo nos gusta salirnos de madre”. Por lo demás, él no tenía nada contra “esa muchacha” que le había sorbido los sesos, pero... “Conviene vivir un tiempo con una persona, lo sé, aunque sólo sea para darse el gusto de volver a ella; pero para darse el gusto de volver a ella es preciso antes abandonarla, y ahí está el problema. Hijo, las mujeres no saben comprender estos movimientos de ida y vuelta, tan sustanciosos en la vida del hombre”. “No me vengas con puñetas, Cardenal, y préstame la moto. ¡Tienes más rollo!”. “No, no y no”, y seguía explicándole la vida y sus peligros. Llevaba años haciéndolo, y como si nada. “Te vas a pegar una hostia por ahí que tendrán que recogerte con pinzas —profetizaba—. Pero claro, nadie quiere curarse de la juventud, que es una enfermedad”. Por la voz no parecía haber bebido mucho, pero desplegaba un inútil y frenético mimetismo y toda esa conmovedora actividad andariega y manual de los borrachos habituados a defenderse de la soledad.
Tal vez porque el espectáculo no era nuevo para ella, la Jeringa no les siguió en su recorrido por la casa. Pero luego, cuando su tío, presa de una repentina fatiga, se dejó caer sentado en el sillón de mimbres recostando la cabeza en la almohada (en su complicado y disparatado quehacer doméstico había dejado una cama sin cabezal para recalar seguidamente en el cenador del jardín, bajo el iluminado esqueleto de madera donde parecía haberse recogido toda la luz del cielo en su declinar) Manolo sorprendió a la muchacha tras él, de pie, mirando algo en el suelo con fijeza; hundía las manos en los bolsillos de su blanca bata de farmacéutica, presionando hacia abajo todo lo que la tela daba de sí, y acababa de soltarse el pelo otra vez y de calzarse sus zapatos de tacón. Estos detalles él no los recordaría hasta más tarde: al extraer el paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa para invitar al Cardenal, la Jeringa aún esbozaba aquella sonrisa sin luz; pero luego él no la vio, sólo notó que se le acercaba por la espalda y que se inclinaba hacia el suelo para volver a alejarse rápidamente. Mientras, el Cardenal seguía negándole la moto con terquedad, y él amenazó distraídamente con irse de esta casa para no volver más. Pero aún probó a invitarle de nuevo, recibiendo otra negativa (“¿Un cigarrillo? ¡No! ¡De rodillas, de rodillas, mal hijo!”) y luego le cogió el cabezal, se lo ahuecó amablemente golpeándolo con la mano y volvió a ponérselo al revés. “¡Quita, hipócrita!”, dijo el viejo dando un manotazo en el aire (por un sarcasmo del destino, esa costumbre del muchacho de ahuecarle los cabezales habría de adquirirla el propio Cardenal años después, ya muy anciano y sólo, en favor de los enfermos de la cárcel Modelo, recorriendo diariamente las camas de la enfermería: último y emocionado homenaje a los cuerpos ya no angélicos, cansados y agostados). Todavía entonó el murciano una última y melodiosa cancioncilla de súplica; pero el Cardenal no quería escuchar nada excepto su música interior (como un Beethoven gallego, sordo y solitario en su cumbre), ninguna de las amables tretas del murciano dio resultado, y éste decidió largarse. Suponía que Hortensia estaría planchando, pero al cruzar el comedor la vio junto a la mesa, de espaldas, con la cabeza gacha. La muchacha se volvió repentinamente, sorprendida, manteniendo las manos atrás (como si ocultara algo, pero él no se fijó en eso) y siguió a Manolo con los ojos húmedos mientras él cruzaba el comedor, hasta que los bajó sobre los propios pómulos, que de pronto parecían haberse hinchado. Antes de llegar al pasillo, él se volvió: “¿Qué te pasa, Hortensia?”. Fuera, al otro lado de los cristales de la galería, una ráfaga de viento nocturno movió los plateados cabellos del Cardenal, postrado en el sillón de mimbres: “No te vayas, cabrito”, le oyeron decir. Decididamente, el Cardenal era un limón exprimido del todo. Sin comprender muy bien, pero presintiendo la borrasca, Manolo se precipitó hacia el pasillo. Notaba clavados en la nuca los ojos garzos de la Jeringa, pero siguió hasta la puerta de la calle sin volverse. Al abrir empezó a oír las llamadas del viejo desde el jardín: “¡Manoooooooolo...!”, como si llegaran desde un pozo o desde lo más profundo de un barranco, era un risible, coqueto, agónico y lejanísimo eco que sin embargo debía oírse perfectamente desde todas partes de esta ladera del Carmelo, incluso desde arriba, desde el barrio: “¡Manoooooooo...!” Adiós, maestro, puñetero, entrañable viejo. Todo había sido inútil, y además estaba perdiendo un tiempo precioso. Pero iría a la villa aunque fuese a lomos de burra, no permitiría que nada ni nadie le retuviese aquí. Vería a Teresa, reanudaría el interrumpido noviazgo, obtendría un empleo, y, más adelante, convicto y confeso, los buenos oficios del suegro Serrat (qué remedio: un rubio pijoapartisto saltando en sus rodillas, locuras de juventud, Murcia es hermosa, a pesar de todo) le darían el definitivo empujón...