Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
—¿Y dónde comerás? —preguntó su madre—. Vicenta se viene conmigo, la necesito, la pobre Tecla no podría allí con todo, y menos ahora que llega Isabel con tus primos...
Además de Maruja y de la cocinera, había otra sirvienta, una vieja valenciana que permanecía en Barcelona hasta el mes de agosto para atender al señor Serrat, que por motivos de trabajo sólo podía pasar los fines de semana en la villa. Él protestó: “A Vicenta la necesito aquí”. “Por unos días —dijo ella— puedes comer en el restaurante.” El señor Serrat ya estaba más que harto. Se levantó. “No es cuestión de unos días, Marta, ya oíste a Saladich: la chica puede estar así lo mismo una semana que seis meses...” De pronto oyeron un sollozo apagado, en la ventana: Teresa se había levantado violentamente y estaba de espaldas. Sus hombros de miel, que el vestido rosa dejaba al descubierto, temblaban bajo las listas de luz que proyectaba la celosía.
—Teresa, hija —exclamó su madre yendo hacia ella—. Vamos, vamos, no llores...
—¡Cómo podéis hablar de todo eso estando ella ahí! —acusó la rubia politizada.
Su madre la atrajo por los hombros y la hizo sentarse a su lado. Miró a su marido como diciendo: ¿ves lo que has conseguido? Pero lo que dijo fue:
—No, si el disgusto de esta criatura nos dará que hacer, ya verás.
—¿Ha pasado ya Saladich? —bramó su marido.
—Hace media hora. Te pido por favor que ordenes a tu hija que se vaya a casa y se acueste...
Al señor Serrat, lo que le preocupaba ahora no era la llantina de su hija; lo que le preocupaba es que desde hacía tres días llegaba a todas partes con media hora de retraso.
—¿Y qué ha dicho?
Mientras le tendía un pañuelo a Teresa, la mujer suspiró:
—Qué quieres que diga, lo mismo que ayer. Que hay que esperar, que no se puede hacer nada. ¡Dios mío, yo no comprendo esta chica cómo pudo darse un golpe así...! Ya debía tener algún mal en la cabeza.
—Cálmate, Marta.
—Te digo que hay que avisar a Lucas.
—De momento no lo creo necesario. Se está haciendo todo lo que hay que hacer. Nada se pierde con esperar un poco, y si a ese hombre se le puede ahorrar un disgusto...
—Ese hombre, Lucas, era el padre de Maruja, que estaba en la finca de Reus. Resoplando de calor, el señor Serrat se dirigió hacia la puerta. “En todo caso —añadió— veré de hacer una escapada a Reus. Ahora voy a ver a Saladich. Cuando vuelva te llevo a casa.” Salió cerrando la puerta con cuidado. Teresa se había levantado de nuevo y estaba ante la celosía, de espaldas a su madre y con los brazos cruzados.
—¿Sigues con tu idea de ir al Carmelo? —le preguntó su madre.
Teresa cerró los ojos con expresión de fastidio. Al principio, la señora Serrat no se había opuesto a que se avisara al novio de Maruja, incluso se alegró de saber que la chica estaba prometida y que había alguien más dispuesto a compartir aquella desgracia; pero luego, al saber donde vivía, su actitud cambió radicalmente.
—¡El Monte Carmelo! Yo soy responsable de Maruja ante su padre —dijo—, y tú debías haberme advertido de sus relaciones con ese tipo.
—Es su novio, mamá.
—¡Su novio! Uno de esos desvergonzados que se aprovechan de las criadas, eso es lo que debe ser. Además, vive en el Carmelo. Anda, anda, hija, olvídalo. En aquel barrio nunca se sabe lo que puede pasar...
Para la señora Serrat, el Monte Carmelo era algo así como el Congo, un país remoto e infrahumano, con sus leyes propias, distintas. Otro mundo. A través de la luminaria azul de su vida presente, a veces aún le asaltaban lejanos fogonazos rojos: un viejo cañón antiaéreo disparando desde lo alto del Carmelo y haciendo retumbar los cristales de las ventanas de todo el barrio (entonces, cuando la guerra, vivían en la barriada de Gracia, y al horrendo cañón aquel la gente lo llamaba el “abuelo”). Y recordaba también, de los primeros años de la postguerra, las tumultuosas y sucias manadas de chiquillos que de vez en cuando se descolgaban del Carmelo, del Guinardó y de Casa Baró e invadían como una espesa lava los apacibles barrios altos de la ciudad con sus carritos de cojinetes a bolas, sus explosiones de carburo y sus guerras de piedras: auténticas bandas. Eran hijos de refugiados de la guerra, golfos armados con “tiradores” de goma y hondas de cuero, y rompían faroles y se colgaban detrás de los tranvías. Pensando en ello, ahora le dijo a su hija:
—Tú ya no te acordarás, pero cuando eras una niña, un salvaje del Carmelo estuvo a punto de matarte...
Teresa sonrió extrañamente: por espacio de un segundo respiró de nuevo la humedad de aquel oscuro rincón de la escalera de su casa, cerca del Paseo de San Juan, notó el aliento perdido, el intenso olor a cetona que transpiraban las ropas del muchacho y su mano roñosa al agarrar sus trenzas, obligándola a girar la cara lentamente y a pronunciar varias veces la extraña palabra (“¡Di zapastra, dilo!” “Zapastra.”).
—Sí que me acuerdo, mamá.
—Por lo menos que te acompañe Luis.
—Te he dicho que no necesito compañía.
Se volvió, sonriendo, y fue a sentarse junto a su madre. Rodeó sus hombros con el brazo: todo aquello ocurría antes, cuando las cosas iban mal para todo el mundo, ella era todavía una niña miedosa, hoy todo había cambiado, ya no había golfos en el Monte Carmelo, dijo besándola en la mejilla; con el beso daba a entender que, de todos modos, ella haría lo que quisiera. Iría sola. Y ahora fijó en su madre unos ojos entre risueños y tercos, anunciando que en todo aquello había algo más que un simple capricho de niña mimada. Cuando tuvo problemas con la policía y estuvo a punto de ser expulsada de la Universidad, ocho meses antes, su madre recibió esta misma mirada de ahora. Lo mismo que entonces, ahora dijo con cierta inquietud: “eres igual que tu pobre abuelo, hija”, y lo mismo que entonces, también ahora se equivocaba.
Cuando su marido pasó a recogerla, la señora Serrat se levantó:
—Espero— le dijo a Teresa— que no hagas tonterías y vuelvas a Blanes en seguida. Pon esta ropa en el armario. —Abrió la puerta del cuarto de Maruja y echó una mirada a la cama (“hasta pronto”, dijo a la enfermera) y luego volvió a cerrar—. Y tenme al corriente de todo, llámame mañana por teléfono... Adiós, pórtate bien.
Teresa entró en la habitación de Maruja y puso la ropa en el armario. La enfermera le sonrió: “No necesita nada de eso”. “Cosas de mamá”, respondió Teresa. Se acercó a la cabecera de la cama. Maruja seguía inmóvil, los ojos cerrados con una acusada terquedad, cejijunta, obsesionada por quién sabe qué idea fija o visión. Tiene que verla, es preciso que él la vea, se dijo Teresa. Notaba un espantoso vacío cada vez que miraba aquella lívida máscara: en los párpados de cera, en el ceño doliente, abrumado por alguna voz o visión interior, y en los labios apretados y cenicientos, Teresa buscaba en vano durante horas, más allá de los signos de la virginidad perdida, del amor y de la muerte, otros que debieran distinguir a la criada por haber cuando menos rozado ciertas verdades no vigentes, penetrado ciertas regiones desconocidas del futuro, y el por qué aquella extraña criatura gris y desvalida iba siempre por delante de ella, vivía más deprisa, más apasionada e intensamente que ella...
—Oiga —dijo repentinamente mirando a la enfermera—. ¿Puede venir a visitarla un amigo?
La enfermera mallorquina hablaba en un susurro de paloma adormecedor, muy profesional.
—El doctor no quiere ver más de dos personas en la habitación. —Y después de un breve silencio—: Claro que si no es más que un momento... ¿Quién es?
—Su novio.
La enfermera bajo los ojos. Las medias blancas engordaban sus piernas.
Muchachas lánguidas,
que salen de automóviles,
me llaman.
Pedro Salinas
Conducía el “Florida” hacia la cumbre del Carmelo lentamente, improvisando sobre la marcha una agradable y vaga personalidad de incógnito (los rubios cabellos sujetos con el pañuelo rojo y los ojos azules escudados tras las gafas de sol) y ya en la curva que roza la entrada lateral del Parque Güell, junto al Cottolengo, en la explanada de sol donde los niños juegan al fútbol, pudo contemplar con una impunidad perfecta el extraño grupo estatuario, los restos todavía disciplinados y humillados (estaban en posición de firmes) de lo que sin duda fue una banda cuartelera, dos viejos tambores y una corneta abollada que trenzaban una interminable y monótona diana en medio del abrupto paisaje, como ciegos o como tontos que al fin tenían una ocupación, un motivo de vivir, eran jovenzuelos flacos con anchos pantalones sujetos con cinturones de plástico y descoloridas camisas de mili, las cabezas rapadas, erguidas, obedeciendo lejanas órdenes con una patética marcialidad. No fue más que un instante, una señal, un guiño del sol en el latón bruñido y abollado de la corneta, una vibración desconocida en la tristeza neurótica de los tambores, pero a ella le bastó y la predispuso a cierta jubilosa y oscura promesa: “de hoy en adelante...” Siguió hasta lo alto del Carmelo y sólo cuando frenó (casualmente muy cerca del taller de bicicletas) y vio los chiquillos jugando semidesnudos y algunos mirones que se acercaban comprendió que, para empezar, debía haber dejado el coche abajo y subir a pie, para no llamar la atención. El sol de mediodía caía a plomo, no se notaba ni un soplo de aire y la corneta y los tambores parecían sonar desde todas partes.
Era hermosa la combinación muchacha-automóvil, casi irreal, se deshacía entre los párpados igual que un sueño de sesteo>: la vieron bajar del coche con su precioso vestido rosa de tirantes y sus blancos zapatos de tacón alto no sólo los niños, que ya formaban corro, sino también algunas vecinas desde los portales. Ella estuvo un momento desorientada, y luego, a un niño: “Oye, guapo ¿conoces a un chico que se llama Manolo?”. La respuesta le llegó desde la puerta de una panadería, eran dos amplias sonrisas o muecas derretidas por el calor, dos mujeres gordas y todavía jóvenes que defendían sus ojos del sol haciendo visera con la mano: “Aquí, usted, en el taller...”, dijo una de ellas, fijando una mirada torva en los hombros desnudos de la muchacha. Pero ya el niño señalaba hacia un extremo de la calle, por el lado de la ermita: “Que no, que está en la fuente”. Teresa dio las gracias y se puso en marcha precedida por la improvisada expedición infantil, al son de los tambores y la corneta. Al pasar frente al bar Delicias escuchó piropos indecentes, de una vulgaridad que sin embargo no conseguía ahogar una nota plañidera, triste, y vio en la puerta a dos jóvenes en camiseta rodeándose los hombros con el brazo, sosteniéndose mutuamente mientras la seguían con los ojos. Más allá, en torno a la fuente, Teresa vio otro grupo de niños que apenas dejaba ver el fulgor cobrizo de un pedazo de espalda desnuda, mojada, inclinada bajo el chorro de agua. Las cabezas giraron todas a una: ella avanzaba despacio, desanudando el pañuelo bajo la barbilla (las gafas de sol no pensaba quitárselas) y apareció el oro de su melena laxa. Los chiquillos la flanqueaban con su paso menudo y rápido, braceando alegremente, las cabecitas casi pegadas al vuelo airoso de la falda rosa igual que peces-piloto que la guiaran o la custodiaran. Cuando Teresa se detuvo a un par de metros de la fuente, un pequeño enviado especial se destacó voluntariamente de la expedición para señalar con el dedo: “Ése es Manolo”. Seguía con la nuca bajo el chorro y su torso desnudo oscilaba (ella evocó una noche en que le vio inclinarse sobre Maruja en el lecho, besándola) y los niños empezaron a zarandearle. Parecía dormido o drogado. No oyó el saludo de Teresa pero sí la tímida pregunta (“te acuerdas de mí, ¿verdad?”) y volvió la cara un instante para mirarla, pensó: “Maruja está muerta”, y siguió echándose agua con las manos y luego se incorporó. “Sí, hola”. El agua resbalaba sin dejar rastro sobre su piel, que relucía al sol como una oscura seda polvorienta, y sacudió la cabeza resoplando, tenso el poderoso cuello, los cabellos mojados. Tendió la mano, tanteando a ciegas, y reclamó el niki que le sostenía un niño; su abdomen, negro y musculado como el caparazón de una tortuga, registraba el ritmo de algún esfuerzo, un latido casi animal: estaba asustado.
—Usted por aquí.—Traigo malas noticias... —dijo ella—. De Maruja.
—¿Quién?
—Maruja, tu novia...
Manolo miraba el sol con los ojos entornados, ladeó la cabeza y se frotó el cuello. Tenía el niki en la mano, no se lo ponía. ¿Quería secarse más o solamente dar vida a uno de aquellos luminosos cromos que coleccionaba desde niño? Probablemente era eso, no en vano todos los chicos le miraban como esperando algo: su instinto captaba la aventura en torno al Pijoaparte, siempre, aun cuando le vieran solo y aburrido deambulando por el barrio. Ahora, allá abajo, los tambores y la corneta tocaban llamada general.
—Yo no tengo novia —dijo de pronto—. Yo no conozco a ninguna Maruja.
Teresa quedó momentáneamente sorprendida. Luego sonrió y dijo: “comprendo”, mientras el murciano parecía reflexionar, con los ojos en el suelo y los brazos en jarras. Miró a la muchacha. Aquellas gafas negras. Siempre le había irritado hablar con la gente que esconde sus ojos detrás de gafas negras. Tres días horribles, desesperantes, sin saber si había dejado a Maruja viva o muerta y ahora tenía que adivinarlo a través de unas malditas gafas negras. “¡Eh, chavales, a correr, largo de aquí!”, gritó a los niños, que apenas se movieron.
—Comprendo —volvió a decir Teresa—. Pero no tienes nada que temer. —Y en el mismo tono intencionado que un día le dijo “todos estamos con usted”, añadió—. Puedes estar tranquilo, lo sé todo.
Él le volvió la espalda y, repentinamente, acarició la cabeza rizada del niño que tenía más cerca: seguía asustado. ¿Qué pretendía la rubia? ¿Qué sabía?
—Está muy grave —dijo ella—. Resbaló en el embarcadero. Se golpeó la cabeza y lleva varios días sin conocimiento. Te llama...
El murciano había empezado a ponerse el niki (era negro, de manga muy corta, con una rosa de los vientos estampada en el pecho), lo tenía sobre su cabeza mientras tanteaba las mangas; los flancos del tórax y el revés de sus brazos eran de un color moreno pálido, casi luminoso. “¿Se cayó dónde?”, preguntó, ya más tranquilo. Pero ella parecía repentinamente abatida y le estaba hablando de otra cosa: “... culpa mía, en realidad, sólo mía, porque si no le hubiese regalado aquellas sandalias, si no le hubiese metido prisa... Ella es tan complaciente, tú ya la conoces “
—¿Donde está? ¿En la villa?