Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
—¿A lo otro?
—Ya sabes.
El murciano no sabía, pero tenía buen olfato para el peligro.
—Otro día —propuso—. Si no te importa, hablaremos de eso otro día.
El coche arrancó con una brusca sacudida.
—Maruja me habló mucho de ti —dijo Teresa mientras ponía la segunda—. Pero no te enfades con ella...
—También hablaba de ti, no creas. Sabemos la clase de estudiante que eres, revoltosa y todo eso... ¿No puedes correr más? Tengo prisa.
—Quiero que sepas lo que hacía en aquella fábrica del Pueblo Seco. Te equivocas si crees que iba a divertirme...
—No me interesa. Me lo explicarás otro día.
Él, con los ojos bajos, miraba las rodillas bronceadas de la joven universitaria.
—¿Vendrás mañana a ver a Maruja? —preguntó ella.
—No lo sé. —Y después de un silencio—: ¿Y vienes cada día?
—Claro.
Cuando ya subían por la carretera del Carmelo, Teresa miró la mano vendada del chico y volvió a preguntar:
—¿Te duele?
Esta vez, el Pijoaparte no pudo contenerse:
—Sí. Ahora empieza.
¡Adivinas los cuerpos!
Como un insecto herido de mandatos,
adivinas el centro de la sangre y vigilas
los músculos que postergan la aurora.
Pablo Neruda
Maruja seguía en estado estacionario. Tenía mal color pero respiraba acompasadamente. Recibía alimentación líquida cada tres horas a base de caldos y batidos de carne. Dormía y dormía sin cesar, y de vez en cuando mostraba una expresión molesta, como por un sufrimiento pasajero. Los movimientos del matrimonio Serrat en torno al lecho de la enferma empezaron a adquirir poco a poco una resignación expectante, ordenada y mecánica. Deseaban vivamente verla recuperada, eso era todo lo que podían hacer por ella. Sólo Teresa iba a la clínica cada día, generalmente a primera hora de la tarde. Con una elegancia agresiva, inquietante, vestida de corsario (blusa y pantalón negros, pañuelo rojo en la cabeza) recorría los pasillos escudada en sus gafas de sol, con un libro bajo el brazo y una serena resolución en el semblante; una tristeza epidérmica sazonaba su juvenil belleza, dignificándola, y la hacía vivir por vez primera el caluroso verano de la ciudad con una nueva y extraña conciencia de su cuerpo, constante y temeraria, como ciertos seres viven su juventud: como si nunca tuviera que acabarse. No le importaba haber tenido que interrumpir sus vacaciones en la costa. Su padre, que alternaba sus ocupaciones con los fines de semana en la villa, recalaba alguna mañana en la clínica, siempre con prisas, más para hablar con el doctor Saladich que para ver a la criada. A Teresa sólo la veía durante las horas de comer. La primera semana, la señora Serrat visitó a Maruja dos veces, una de ellas en compañía de su hermana Isabel. Se inquietó no sólo por el estado de la enferma sino también por el de su hija (somnolienta, con ojeras, caprichosamente vestida: “terca, finalmente te has salido con la tuya, te has comprado esos horribles pantalones”) y quiso llevársela consigo a Blanes. “No insistas, mamá.
No pienso moverme de aquí hasta que Maruja se ponga bien”.
Por su parte, el impetuoso y afligido novio de la criada aparecía por la clínica diariamente, alrededor de las cinco de la tarde, silencioso y digno, portador de especiales amarguras e inculpaciones generales. Al verle entrar, Teresa cerraba el libro que estaba leyendo para no perder detalle de un espectáculo que día a día ganaba en sugestión: el muchacho se aproximaba respetuosamente al lecho de Maruja y se quedaba inmóvil junto a la cabecera, de pie, con aire de abatimiento; era el momento en que su mano herida (cuyo vendaje aparatoso y desmesurado, glorificación de un sentido heroico de la vida, alguien le cambiaba diariamente) colgaba inerte y rendida como en amoroso holocausto junto a la almohada de Maruja, y tan cerca de la faz macilenta de la enferma que se hacía, por decirlo así, solidaria con ésta. La piel morena del brazo contrastaba con el blanco espumoso de la gasa, cuyas vueltas y más vueltas le llegaban casi hasta el codo. Por lo demás, el rostro oscuro y hermético, la actitud estática del murciano mientras permanecía de pie mirando a Maruja (eran cuatro o cinco minutos) no reflejaba nada excepto la nobleza propia de los rasgos. Luego el muchacho se apartaba lentamente del lecho y, con los pulgares engarfiados en los bolsillos traseros del pantalón, se interesaba por el estado de la enferma; hablaba poco, con una voz extrañamente baja, dirigía todas las preguntas a la enfermera y apenas miraba a Teresa. Finalmente saludaba y se iba. Durante varios días, su comportamiento no varió. Teresa Serrat seguía preguntándose hasta qué punto el chico todavía la consideraba responsable de lo ocurrido.
Una tarde, Manolo llegó antes que Teresa. Entró sin mirar a nadie, murmurando un ronco “buenas” (había gente en el saloncito, distinguió vagamente la silueta elegante de una señora que se calló al verle entrar) y se plantó ante el lecho de Maruja. Al cabo de un rato notó pasos tras él y oyó la voz de la enfermera, que informaba a alguien sobre los vómitos que tenía Maruja, generalmente por la mañana, al cambiarla de posición. Luego la oyó decir: “es su novio”, en voz baja. Entonces notó a su lado una suave y perfumada presencia, el tintineo de unos brazaletes. Se hizo un largo silencio, pero él no se movió ni dijo nada, siguió mirando el rostro de Maruja (oscuramente pensó que cada día se parecía más a una máscara) al tiempo que notaba en el lado izquierdo de la cara la agradable presión de unos femeninos ojos interesados en su perfil; probablemente eran los de la desconocida. La madre de
Teresa, pensó. Cuando volvió la cabeza, la señora había desaparecido y la enfermera estaba sentada junto a la ventana. En este momento entró Teresa.
—Hola —saludó—. Mamá acaba de preguntarme por ti. —Ya la he informado —dijo la enfermera.
Manolo se volvió para mirarla con una curiosa desconfianza, como si quisiera poner de manifiesto su asombro ante el hecho de que las enfermeras hablen. Luego se dirigió hacia la puerta. Teresa le acompañó hasta el pasillo y le preguntó si seguía enfadado con ella.
—¿Yo? ¿Por qué? —respondió él apoyando la mano vendada en la puerta, junto a los rubios cabellos de la muchacha, que captó de nuevo aquel aroma de almendras amargas.
—No sé... Lo parece —dijo Teresa—. Quiero que sepas que nadie tiene la culpa de lo que le ha pasado a Maruja, y menos yo... Y acerca de eso quisiera hablar contigo, porque tú también tienes cosas que explicar. Puedo llevarte a casa, si quieres.
El muchacho parecía contrariado.
—Gracias. El caso es que... no voy a casa. Otro día. —Y después de reflexionar unos segundos, fríamente—: Hoy tengo algo importante que hacer.
Una semana después de haber dado la sorpresa del bautizo de sangre, el afligido novio dio otra al presentarse inesperadamente con un magnífico traje gris perla, nuevo, de corte perfecto, y el brazo en cabestrillo. Respetuoso, impecablemente vestido, mientras permaneció ante Maruja concentrado en aquella actitud casi religiosa (sus visitas empezaban realmente a tener algo de las visitas al sagrario), Teresa no pudo apartar los ojos de él. Qué sugestión la nueva línea de sus hombros, qué misterio su espalda recta, autoritaria, insospechadamente elegante. Y el brazo en cabestrillo: ¿se le había infectado la herida? El pañuelo de seda color chocolate que sostenía su mano vendada fue inmediatamente reconocido por Teresa: era un pañuelo que ella había regalado a Maruja hacía tiempo. Al verle por primera vez tan bien vestido, Teresa se inquietó sin saber por qué; había una nueva y extraña relación entre la admirable cualidad hierática de este cuerpo y el excelente traje que lo cubría, como si entre los dos elementos —que hasta hoy se habían desconocido entre sí— acabara de realizarse un pacto que en algún sentido resultaba alarmante e implicaba peligro. La aventura era inminente.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó ella señalando el brazo en cabestrillo—. Dina ha salido un momento...
—¿Quién es Dina?
—La enfermera. No tardará en volver. ¿Por qué no le enseñas la mano?
—No es nada —dijo él—. Es que así voy más descansado.
Se quedó un rato sentado junto a Teresa, hojeando distraídamente algunas revistas. Sin embargo, pese a que hoy esperaba y deseaba que Teresa Serrat se ofreciera a llevarle a casa en coche, ni siquiera fue acompañado a la puerta. Debe tener algún compromiso, pensó.
Fue al día siguiente. Salieron juntos de la clínica, y como era temprano y él no tenía nada que hacer (“estoy de vacaciones”, dijo) le propuso a la muchacha hacer un alto en el camino para tomar un refresco. No pareció que ella tuviera mucho interés, pero tampoco dijo que no. Era partidaria de algún bar en el Monte Carmelo, lo cual extrañó a Manolo.
—Allí no tenemos nada que valga la pena —dijo él—. Pero conozco un sitio que está cerca, nos pilla de paso.
Había recordado el Tibet, al pie del Carmelo. Rincón sofisticado (falsa cabaña, troncos barnizados, techo de paja, luz embotellada) en la terraza de una vieja torre de los años treinta convertida en residencia y restaurant. Un altavoz emitía una música suave. El sitio era tranquilo, solitario, y a Teresa le encantó. Ocuparon una mesa junto a la veranda que daba sobre la carretera, más allá de la cual se veían huertas y algarrobos, con una balsa de agua que centelleaba al sol como un espejo y una antigua masía que hacía años había sido apresada por la ciudad. Al atardecer verían el cielo encendiéndose sobre el Parque Güell, tras el cerro llamado Tres Cruces. Teresa estuvo largo rato admirando el paisaje, de codos en la veranda, junto a Manolo.
—Me gusta tu barrio.
—¿Ves aquellas pistas de tenis, allá abajo, entre los árboles? —Manolo señalaba con el brazo—. Es el Club de Tenis La Salud. De niño trabajé en las pistas, recogía pelotas, como Santana... A que nunca habías estado aquí.
—No creas —dijo ella mirando la colina del Carmelo—, en cierto modo todo eso me es familiar. No siempre he vivido en San Gervasio. Cuando niña vivíamos en la plaza de Joanich, en Gracia. Era después de la guerra, recuerdo que yo me escapaba a jugar a la calle, había unos chicos malísimos, pero a mí no me daban miedo. —Se echó a reír—. Mamá estaba aterrada por mi atrevimiento, y hoy todavía lo está, opina que no he cambiado nada. Allí fue donde un día, en la escalera de casa, un chico del Carmelo me tiró de las trenzas. Me hizo su prisionera y me tuvo detrás de la puerta un buen rato, hasta que pronuncié una contraseña, la palabra secreta. —Miró al muchacho con una sonrisa divertida—. Quién sabe, a lo mejor aquel chico eras tú.
—No —rió él—. Yo no vivía entonces en Barcelona. —¿De dónde eres, Manolo?
—De Málaga... Oye ¿tus padres son catalanes?
—Mi padre sí. Mamá es medio mallorquina, pero se crió aquí.
—¿Nos sentamos? Anda, ven. ¿Qué bebes?
—No sé, un cuba-libre. Háblame de Maruja, de vosotros... Tú trabajas en una fábrica, ¿no?
Se sentaron frente por frente. Manolo puso una expresión de sorpresa:
—¿Yo en una fábrica? ¡Ni que me maten! ¿Quién te ha dicho esa burrada?
Aunque sonreía, la cosa no parecía hacerle mucha gracia. Teresa se desconcertó.
—Maruja.
—Nunca entenderé a esa chica. Trabajo en los negocios de mi hermano. Compra-venta de coches. Se acabaron los malos tiempos.
Mentía, evidentemente, y Teresa Serrat creía saber por qué: “¿exceso de precauciones? —pensó—. Qué ridículo. No le he dado motivo para desconfiar de mí, al contrario”. Pero ya había decidido no meterse en esto y respetar la secreta condición del novio de Maruja. Lo que se proponía era otra cosa.
—¿Recuerdas —empezó echándose hacia atrás en la silla y poniéndose las gafas de sol— que el primer día que fuimos juntos a la clínica, al salir, en el coche, te dije que quería hablarte de algo importante...? Pues lo he pensado mejor. Veo que no te gusta que me meta en tus cosas.
—Cierto —aventuró él, que ya husmeaba el peligro.
—Pero hay algo que debes saber, algo referente a lo que me dijiste cuando querías estrangularme, en la habitación... —Se echó a reír y él la imitó—. Me reprochabas mis relaciones con un chico que trabaja en la fábrica del padre de Luis Trías, en el Pueblo Seco. ¿Cómo supiste eso?
—Ah, misterio —dijo él sonriendo.
—Bueno, tampoco me extraña, con los contactos que debes tener... Pero es que no sabes toda la verdad, de lo contrario no me habrías hablado de aquel modo. Y hay que aclarar esto, no me gustan los malentendidos. Todo lo que te hayan contado de mí y de aquel chico, de nuestros encuentros, me tiene completamente sin cuidado, en el fondo. Pero anda por ahí mucho carca disfrazado de progresista, Manolo, te lo advierto.
—Yo salgo con quién me gusta y no tengo por qué dar cuentas a nadie.
—Yo no te he preguntado nada, Teresa. Está rico el cuba-libre.
—Por otra parte —añadió la joven universitaria bajando la cabeza— he decidido que esto se acabó. No quiero volver a saber nada con los cretinos de la Facultad... ni con nadie. Hay cosas más importantes que hacer—. Al decir eso le miró muy seria, solidaria, acercando el vaso a sus labios—. ¿No crees?
—Bueno, depende.
—Últimamente he tenido una experiencia de esas que no se olvidan en la vida. —Tras las gafas de sol, los ojos de Teresa apenas eran visibles. Sus labios adquirieron de pronto una expresión ultrajada. “Si te contara”, murmuró. “Cuenta, cuenta”, dijo él. “Prefiero no hablar de ello”.
Bebió muy lentamente del vaso, mientras Manolo la observaba en silencio. Luego ella sacó un paquete de Chester y fumaron. Teresa añadió que sólo de pensar en aquello sentía asco, y que pasarían años antes de que nadie volviera a ponerle las manos encima. “Pero se trata de una decisión personal mía que no altera el valor de las cosas —dijo en tono resuelto—. A lo que iba: aquel chico que tanto parece interesarte, el de las citas en el portal de las oficinas, me lo presentó Luis Trías. Se llama Rafa, es muy simpático...” A partir de este momento, Manolo concentró toda su atención y se esforzó por penetrar de algún modo la extraña relación de afectos y desafectos que trenzaban las palabras de la universitaria. El relato era por demás complicado: ella, según decía, se había decidido a contarle todo eso no porque tuviese mala conciencia, sino para que no creyera, como otros habían creído, que hizo amistad con Rafa sólo para darse el pico con él. Añadió que este chico era el encargado o cosa así de la Sección Cultural de la empresa, y que se ocupaba de la biblioteca y dirigía un grupo teatral. El pobre no tenía mucha preparación, pero sí una gran voluntad, y en ciertos aspectos valía más que algunos estudiantes de buena familia que ella conocía. “Una amiga mía y yo —siguió diciendo Teresa— le aconsejamos que intentara representar alguna cosilla de Brecht. “¿Conoces a Brecht?”. “Sigue, sigue”, dijo él. Teresa aseguraba que el chico se interesó muchísimo por la idea, aunque no era fácil ponerla en práctica. Ella le prestó libros, revistas, y se veían a menudo y hablaban de estas cosas. Un día se le ocurrió que podían organizar círculos de estudios, después de los ensayos. Por ejemplo, si no se podía representar a Brecht, por lo menos sí leerlo (“no sé si sabes lo que pasa con Brecht aquí...”, empezó. “Sigue, sigue”, insistía Manolo). Desgraciadamente, añadió la muchacha, todo acabó en nada, en parte por culpa de Luis Trías, que se desinteresó en seguida... “Pero ésta es otra historia. Mi idea era buena, aunque quizá prematura. Se me criticó, si supieras, pero yo sigo pensando que representar a Brecht en la Universidad no tiene la menor importancia, y en cambio en un centro obrero, fíjate...”