Últimas tardes con Teresa (27 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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—¿De veras no puedes quedarte un rato más?

—Ya volveré.

—Pues come algo, hijo, un día te caerás por ahí de debilidad.

—Si no es eso, Cardenal... Mira, me arreglaré con quinientas.

—¿Por qué? ¿Tienes algo importante que hacer esta tarde?

—Con esto me arreglo, te digo, ¡puñeta!

—Qué delgadísimo estás...

Los ojos clavados en el mantel, la cabeza gacha, vencida por el alcohol, al tiempo que hablaba iba apartando cuidadosamente todo lo que había ante él, los vasos, la copa, el cubierto y las botellas, alisando el mantel con la mano como si en el espacio libre que había quedado se propusiera hacer algo sumamente delicado. Hortensia y Manolo observaban sus movimientos con atención, temiendo que rompiera algo. Pero no rompió nada. Cuando ya toda la sangre se había retirado de su cara, cuando ésta ya no era más que una máscara lívida, repitió débilmente: “en qué mundo vives, mariposa”, y cayó suavemente de bruces sobre la mesa. Sus blancos cabellos eran como una llama sobre su frente, y dos mechones rígidos y engomados, como dos verdosas alas de pajarito, se levantaban sobre sus orejas. Quedó con la frente apoyada en el antebrazo. Manolo se precipitó hacía él, seguido de Hortensia. Entre los dos, cogiéndole por los sobacos, le levantaron de la silla. Manolo observó que la muchacha manejaba a su tío con gran soltura, como si estuviera muy acostumbrada a estas emergencias; sin duda los ataques del Cardenal se habían triplicado en los últimos meses. Él quería tenderlo en su cama, pero Hortensia, con una voz algo dura, dijo: “Afuera, al jardín, venga”. Lo sentaron en un sillón de mimbre, en el viejo cenador ya sin enredadera, hoy sólo un esqueleto de rejillas carcomidas y despintadas por donde se filtraba el sol. En el suelo había almohadones podridos por la lluvia y botellas vacías, y junto al sillón una paticoja mesilla de noche con una variada cantidad de frascos medicinales y de comprimidos. Inmóvil, siempre correcto, como esculpido en mármol sobre su propio mausoleo, el Cardenal yacía asaetado en diagonal por los rayos del sol que se filtraban por la rejilla vagamente azul del cenador. De pie junto a él, mientras ahuecaba un almohadón con las manos, Hortensia miraba fijamente a Manolo con la luz glauca de sus pupilas. Parecía tranquila. “¿Quieres alcanzarme aquel frasco? —dijo señalando la mesilla de noche—. Voy por un vaso de agua”. Desapareció en el interior de la casa. Manolo cogió el frasco e intentó desenroscar el tapón. Estaba muy duro. El Cardenal suspiró profundamente, movió la cabeza y murmuró algo. Su rincón favorito olía a polvo y a humedad, a ropas agrias, y el muchacho, mientras forcejeaba con el tapón y miraba al viejo, pensó oscuramente con qué rapidez, casi en un solo año, el tiempo había efectuado allí su deterioro al igual que en toda la casa, en lo que quedaba del jardín, en el mobiliario, en el noble rostro del Cardenal y en los ojos de Hortensia. ¡Cochina miseria!

Buscando algo para abrir el frasco, Manolo abrió el cajón de la mesilla de noche y vio, asomando por debajo de un viejo pasaporte y un fajo de cartas atadas con un cordón rosa, un par de billetes de mil pesetas.

—Este no —dijo la voz de Hortensia a su espalda; al mismo tiempo, la mano de la chica le arrebató el frasco y le dio otro—: Este. Coge uno. Sólo uno.

—¿Cómo?

—Que cojas un billete, si quieres. No se enterará.

El murciano no lo pensó un segundo. El billete pasó a su bolsillo y cerró el cajón de golpe. No sabía qué decir. Estaba casi asustado. No le pareció notar nada especial en los ojos de la muchacha al hacer saltar los comprimidos en la palma de su mano, pero tuvo de pronto la sensación de haber caído en alguna trampa: algo parecido a lo que había experimentado a veces en brazos de Maruja. El Cardenal abrió los ojos bruscamente, con una expresión pícara, y los volvió a cerrar.

—Parece que ya está mejor —dijo Manolo.

—Sí, no es nada.

—Bueno, pues adiós. —Dio media vuelta—. Ya nos veremos.

La muchacha, que estaba introduciendo los comprimidos en la boca de su tío y le acercaba el vaso de agua, se volvió un momento para mirarle. Antes de entrar en la casa, Manolo dijo:

—Dale mucho café cuando se despierte.

Cruzó el comedor, enfiló el largo corredor oscuro y cuando llegaba al zaguán le alcanzó Hortensia y le pasó para abrir. Eso era algo que él no esperaba. La chica se quedó allí muy quieta, apretada al canto de la puerta abierta, cogiéndola con las dos manos en una actitud inconsciente de fervor posesivo. Ahora llevaba el segundo botón desabrochado, y el peso de los caramelos, en el bolsillo superior izquierdo, hacía que se le abriera la solapa de la bata mostrando la huidiza sombra azulada, la pequeña cola de pez entre sus senos. Manolo se inclinó un poco hacia ella para decirle alegremente en voz baja:

—Jeringa bonita, no pienso olvidar lo que acabas de hacer por mí.

La muchacha ni siquiera parpadeó. Empujó la puerta cuando él hubo salido, pero no cerró del todo: un ojo glauco, inexpresivo, le estuvo siguiendo mientras él se alejaba bajo el sol. Era ella la que no pensaba olvidarlo.

Me amó por los peligros que he corrido.

Otelo

Al principio sólo fueron pasos discordes y confusos, un vacilante roce de caderas durante cortos paseos al atardecer.

Todo empezó una calurosa tarde de aquel mes de julio en que decidieron salir de la clínica más temprano que otras veces. La habitación de Maruja se había ya convertido para ellos en una especie de santuario del amor en ruinas (con una indiscutible sacerdotisa: Dina, la enfermera mallorquina) que imponía silencio, confusos recuerdos y demasiado respeto debido al grave estado de la enferma: ninguna reacción, ninguna mejoría, ninguna señal de vida que turbara el letargo y el silencio (aquel gran silencio de Maruja, qué extraño, que sugestión del futuro al hacerle compañía: ¿qué se podría hacer por ti, pobre y dulce amiga, que más podríamos hacer por ti?) que les remordía vagamente y les cohibía. Hasta ahora Teresa y Manolo habían pasado la mayor parte del tiempo sentados en las butacas del saloncito contiguo, hablando de Maruja y mirando revistas, con largos silencios (rasgados de tarde en tarde por el fulgor de una mirada furtiva), y sólo al atardecer se consideraban libres para irse. Manolo se mostraba prudente y reservado, en todo dejaba que ella decidiera: el sol ígneo de la decisión y la osadía aún no brillaba con todo su esplendor en el cielo pijoapartesco. A veces era la enfermera Dina, con su sonrisa misteriosa tras la que se pudrían oscuras flores románticas, la que sumergía sus cuerpos encantados en el baño tibio y verde de un indecible trópico: “¡Vaya juventud! Si yo estuviera en vuestro lugar, de vacaciones y teniendo coche, en vez de venir aquí a pasar calor y a no hacer nada —porque los dos sabéis muy bien que no podéis hacer nada por ella, no disimuléis—, pues yo en vez de perder el tiempo me iría a Sitges”. Por su manera de pronunciar Sitges (un chasquido, una irisación de nácar, y la palabra se deshacía en su violenta boca roja como un marisco fresco) forzosamente había que deducir que la mallorquina tenía razón. En efecto, ¿qué hacer con aquellas tardes sofocantes, en una ciudad como viciada, dormida?

Teresa le llevaba al Carmelo en su coche, y acostumbraban parar en algún bar para tomar un refresco. Luego navegaron un poco a la deriva por las Ramblas y el barrio chino, la universitaria escoraba por el lado izquierdo, tendía naturalmente hacia la calle Escudillers y ciertos fondos populosos y heterogéneos. La aventura no tenía aún lugar; pero se podían ya enumerar toda una serie de lances amorosos de la sangre, de pequeñas emociones unilaterales que oscilaban de un cuerpo a otro con intermitencias dictadas por el azar: a veces, de pie ante el concurrido mostrador de una taberna —resultó que la estudiante conocía no pocas tabernas curiosas, y le encantaba recorrerlas rápidamente, como si sólo deseara comprobar que seguían allí, todavía con recuerdos de su paso en compañía de amigos de la Facultad y con su misma deprimente fauna flamenca, su mismo buen vino (infecto, según pensaba Manolo, aunque no decía nada) y sus mismas prostitutas y vendedoras de lotería— muy juntos, arropados en esa impunidad ficticia de la algazara popular, sus caderas se rozaban involuntariamente: Manolo no podía saberlo, pero aquella emoción de Teresa que una noche de invierno, frente a la verja de su casa de San Gervasio, se había realizado a través de su tosca bufanda de lana, se repetía ahora en la muchacha a través de este roce de nudillos y caderas, o con unas palabras dirigidas a un tranviario, a un vendedor ambulante, a un viejo y presunto republicano hoy guitarrista. Para ella era algo más que la simple turbación causada, por ejemplo, por su fuerte mano al apretarle el brazo mientras cruzaban una calle corriendo entre los coches; aunque no le daba importancia, naturalmente: una universitaria moderna, de las del 56, dialéctica y objetiva, experta en la captación de la realidad.

Pero la realidad era todavía un feto que dormía ovillado en el dulce vientre de la doncella: antecedentes culturales de reconocida y temible fuerza ideológica la habían misteriosamente engendrado, y ella, generosa, inconsciente, preñada de luz y solidaria, buscaba ahora en su nuevo amigo cierta satisfacción moral de signo progresista, confundiendo ésta, momentáneamente con el deseo. Pero una tierna música banal cualquiera, un disco escuchado al azar en un bar bastaba a veces para que la mirada de terciopelo del murciano (que la contemplaba devorado por Dios sabe qué otra solidaridad) le hiciera entrever por un breve instante la existencia de una realidad superior, más inmediata y urgente, aquel indecible trópico que Dina la sacerdotisa les había recomendado. Eran, sin duda, sugestiones fugaces, espejismos de burguesita reprimida e insatisfecha —se decía a sí misma, muy dada a la autocrítica—, pequeños egoísmos de la carne que ahora, frente a un auténtico militante, resultaban indignos y ridículos. Por ello, debido a la ambigüedad del atractivo que sobre ella ejercía el murciano (triple seducción: el complot, el amor y la muerte) persistía aún cierto desajuste emotivo, muy curioso, casi cómico, que teñía de un rosa bufonesco estas primeras tardes; un día, por ejemplo, fue en la penumbra plateada de un cine de barrio al que ella se empeñó caprichosamente en entrar: Marlon Brando cabeceaba astuta y seductoramente (aprende, chaval) con el legendario torso desnudo y los negros mostachos de Emiliano Zapata, sentado en la cama junto a su joven esposa en la noche de bodas, mientras Teresa resbalaba en su butaca hasta apoyar la cabeza en el respaldo y dejar al descubierto, con radiante veleidad, una buena parte de sus muslos soleados. Muy infantil, relajada y feliz, mientras consideraba aquella hermética belleza de la mandíbula del astro, con el rabillo del ojo captaba turbulentas miradas de Manolo lanzadas a su perfil. La escena que se desarrollaba en la pantalla (conmovedora estampa del héroe popular: el revolucionario analfabeto que, consciente de su responsabilidad ante el pueblo, en su noche de bodas le pide a su bella esposa lecciones de gramática en lugar de placer) tenía tanta fuerza que Teresa, creyendo que el muchacho experimentaba la misma satisfacción que ella, que sus miradas expresaban emociones afines, volvía a menudo la cabeza a él y le sonreía, se mordía el labio, se ponía pensativa, aprobaba con los ojos Dios sabe qué, hasta que al fin, al inclinarse hacia el chico para hacer un comentario elogioso a propósito de los campesinos mejicanos con conciencia de clase, captó de pronto ese fluido tórrido que desprende la piel anhelante y algo en la mirada de él adorándola, adorando francamente sus piernas y su cuello y sus cabellos, por lo que nada dijo, desconcertada, fijando de nuevo su atención en la película. Al mismo tiempo notó que algo se removía bajo su cabeza, produciéndole un súbito vacío: descubrió así que la había tenido apoyada todo el rato no en el respaldo de la butaca sino en el fuerte, paciente y discreto brazo de él. Incluso con el buen cine, uno pierde el sentido de la realidad.

A propósito de estas primeras pequeñas aventuras unilaterales, la más terrible y risible se produjo en ocasión de una carrera endiablada, suicida, a la cual se lanzó Teresa con su Floride cierta noche que regresaban a la ciudad por la autopista de Castelldefels. Habían salido simplemente a dar un paseo, a última hora de la tarde, pero Teresa se había animado a ir lejos y cuando volvían era noche cerrada. Teresa llevaba una blusa a rayas de cuello corto y un rojo pañuelo de seda que flotaba al viento con sus cabellos. Tenía la radio encendida y se oía un cha-cha-cha. El murciano, que nunca había experimentando la emoción de la velocidad en un coche sport, miraba alternativamente el haz de luz de los faros sobre el asfalto, el cuenta-kilómetros (la aguja pasaba ya de los ciento veinte) y el delicioso perfil de Teresa, mientras con una mano se agarraba firmemente al cristal delantero, y mantenía el otro brazo sobre el respaldo del asiento de la muchacha. “¿Te gusta correr?”, le gritó Teresa. Él asintió vagamente con la cabeza. Sentía en las sienes el golpeteo de su propio cabello atezado y en el rostro la furia del viento pegándose, adheriéndose a la piel como una máscara cálida, mientras que en alguna parte un dulce zumbido iba en aumento y lo llenaba todo. La velocidad era cada vez mayor, y el zumbido se hacía cada vez más agudo y delgado, subía, subía primero por su vientre y luego por su pecho y de pronto inundó sus sentidos y se diluyó en una plenitud silenciosa, sideral, en una pueril emoción de luz de luna, de ingravidez... Pero Manolo desconfiaba de las emociones mecánicas (recordó oscuramente que una vez el Cardenal le habló de ciertas máquinas tragaperras que echándoles una moneda se la cascan a uno, en los Estados Unidos, debía ser un chiste) y sospechó que todo se había confabulado para aturdirle: la luna y las estrellas y la noche tan azul derramaban promesas engañosas. Su habitual desenvoltura en torno a la hembra no había previsto este ataque traicionero, esta borrachera de los sentidos, y por vez primera en la vida se sintió frágil, pequeño, vulnerable y oscuramente sucio, vencido de antemano por aquella hermosa fuerza conjunta (automóvil-ricamuchacha-cha-cha) que le lanzaba a través de la noche a velocidades de vértigo. No supo lo que fue, si el perfil adorable de Teresa con los labios entreabiertos y los rubios cabellos al viento, flotando trenzados con el rojo pañuelo (una llama fulgente en la noche) o el ardiente roce de sus caderas, o tal vez la misma velocidad, aquel vehemente zumbido que era la plenitud de algo, pero lo cierto es que en un momento dado, súbitamente, un júbilo sordo, un dulce vacío en la médula (¡para, loca, despacio!) una excitación como nunca en la vida había experimentado y un ardor punzante produjo el segundo y definitivo cambio en sus sentidos: un brusco taponamiento en los oídos, mientras ingresaba en alguna región etérea y echaba suavemente la cabeza hacia atrás (¡para, nena, para!) y miraba el firmamento, y la música del cha-cha-cha envolvió su cabeza y flotó, y se estremeció, y creyó disolverse allí mismo... en el preciso momento en que Teresa (oh niña ingrata) frenó bruscamente al borde de la autopista y, con gesto desfallecido, ella también, apoyó la cabeza despeinada en el volante y dejó escapar un profundo suspiro.

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