Últimas tardes con Teresa (29 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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Al día siguiente, al salir de la clínica, Manolo propuso ir a la playa. Era a primera hora de la tarde y hacía mucho calor. Ya más seguro de sí, el murciano consideraba ciertas posibilidades favorables, si bien por otra parte la espada pendía de nuevo a unos centímetros de su cabeza: estaba a punto de quedarse sin un céntimo y no veía el modo de apañar algo sin arriesgarse demasiado. Lo de ir a la playa fue una decisión repentina y ninguno de los dos llevaba bañador, por lo que a Teresa se le ocurrió pasar por su casa.

—Encontraremos un slip de papá para ti.

No permitió que él la esperara fuera, en el coche, y le invitó a entrar.

—Tengo que cambiarme —dijo ella mientras cruzaban el jardín—. Es sólo un momento. ¿Te importa?

—No, no.

Manolo la siguió por el sendero de grava, bajo la sombra de los frondosos árboles (repentinamente se hizo de noche y era en invierno, él llevaba puesta su chaqueta de cuero y su bufanda, la señorita Teresa corría hacia la explosión de luz y de música que salía de las ventanas, corría con sus finos zapatos de tacón alto y con la gabardina blanca como la nieve echada sobre los hombros, arrastrando el cinturón por el suelo, el rojo pañuelo de seda colgando de su bolsillo...) Teresa abrió la puerta con la llave y le hizo pasar a un amplio salón lleno de luz.

—Ponte cómodo —dijo descalzándose—. Y sírvete una copa si quieres, ahí tienes todo. No tardo ni un minuto. No mires los cuadros, son horribles.

Desapareció por el recibidor, con los zapatos en una mano y desabrochándose el vestido con la otra, en el costado. Se oyó su voz mientras subía unas escaleras: “Vicenta, soy yo”. Manolo paseó por el salón. En las paredes había paisajes suizos, que a él no le parecían tan horribles, y el retrato de una señora que le miraba satisfecha desde azules regiones placenteras; el cuello esbelto, rosado, surgía de las gasas lilas que envolvían sus frágiles hombros. Debía ser mamá. Qué guapa, qué dulce su expresión. La casa se hallaba sumida en el más completo silencio; un silencio, sin embargo, que no se parecía a ningún otro: el silencio de las casas de ricos era para él como una sugestiva fuerza dormida, algo así como un silencio de ventiladores parados o un vago rumor subterráneo de calefacción. Un cuadro grande sobre el hogar: perros cazadores; pues tampoco estaba mal, debía hacer mucha compañía en invierno, al sentarse frente a la lumbre, después de un día agotador por los negocios... Se sentó en el diván, ante el hogar, y cruzó las piernas con deleitosa lentitud. De pronto oyó a su izquierda, sobre las relucientes losas, aproximándose, un alegre trotecillo de pezuñas: un pequeño fox-terrier de fosca pelambrera, la cabeza un poco ladeada, consideraba con aire tristón al desconocido visitante, le miraba fijamente con sus ojillos recelosos, apenas visibles detrás de la cortina de pelos. Manolo le observó un rato con simpatía y luego tendió la mano para acariciarle, pero el animal, irguiendo la cabeza, retrocedió y dio un par de vueltas en torno al diván. Su aire de desconfianza se acentuó curiosamente cuando, rehuyendo un segundo gesto amistoso, se sentó sobre los cuartos traseros y volvió la cabeza en dirección a la puerta del salón, esperando ver aparecer a alguien de la casa, visiblemente desinteresado, o más bien dominado por serias dudas ante la personalidad del intruso. Ahora Manolo pudo observar que se trataba de una perra. Su graciosa cabeza, que exhibía un aire de chiquilla alocada pero listísima, seguía desdeñosamente vuelta hacia un lado, y sólo de vez en cuando, bruscamente —como si quisiera atajar algún reproche incluso antes de ser formulado— se dignaba mirar al sospechoso desconocido. “Ven, chucho, ven, toma...”, murmuraba Manolo. La perrita se le acercó despacio, sin mirarle, husmeó concienzudamente la pernera de los tejanos, las zapatillas de goma, la tenebrosa mano que pretendía acariciarla, y luego, cabizbaja —como si el examen no hubiese hecho más que aumentar sus dudas— dio media vuelta y regresó a su sitio. Manolo recostó cansadamente la cabeza en el respaldo del diván y contempló de nuevo los luminosos cuadros de las paredes y la intimidad tranquila del hogar con una curiosidad vagamente insatisfecha y obsesionante, pero muy grata. Le apetecía fumarse un pitillo.

Resultaba curiosa esta sensación de seguridad que experimentaba aquí, en medio de este orden y este silencio confortables, en relación con la torpeza y dificultad cada vez mayor con que de un tiempo a esta parte se desenvolvía en su ambiente habitual, en su casa, en el mismo bar Delicias, o con el Cardenal y su sobrina (recordó la última visita que les hizo, y lo malamente que había sacado dinero), era como si hubiese perdido parte de su influencia y de su poder frente a ellos, por negligencia, por descuido, una sensación como de excesiva rapidez, de haber olvidado algo con las prisas, de haber cometido algún error que en el momento de la llegada (¿llegada adónde?) se lo iban a recordar y le pedirían cuentas. Tal vez por eso, a modo de aviso, se presentaban ahora inesperadamente las hermanas Sisters en funciones de su cargo. La tarde iba a resultar pródiga en sorpresas.

Había que aceptarlo serenamente, como un sarcasmo del destino: él, tras haberse ganado definitivamente la sumisión de la perrita, se hallaba de espaldas a la ventana abierta que daba al jardín, de pie ante el piano (no se decidía a pulsar unas teclas), por lo que no pudo ver, entre los árboles, más allá de la doble hilera de geranios, las dos figuras que bajo el sol de la tarde cruzaban en este momento la verja de la calle en dirección a la casa. Eran dos muchachas en tecnicolor (brazos y piernas de chocolate, labios violeta, ojos ribeteados de azul hasta las sienes, como diminutos antifaces), con altos peinados gonflés, rígidos, que despedían destellos, y ligeros y chillones vestidos de verano ceñidos al cuerpo como una piel. Sus rostros redondos tenían ese color moreno demasiado intenso y oscuro, que revela exceso de sustancias oleosas y de horas de sol en el terrado, y que produce acné. En su trotecillo rápido y nervioso había cierta determinación urgente, pero ficticia, que contrastaba con la expresión indiferente e incluso aburrida de sus caras de luna. Una de ellas, la más bajita, llevaba un enorme capazo de palma con dibujos de colores, y se cogía las caderas como si temiera dejar caer alguna prenda interior a causa de la prisa. Manolo oyó sonar el timbre. Nadie acudía a abrir. No vio llegar a las dos muchachas. De haberlas visto habría adivinado inmediatamente a qué venían y habría podido salirles al paso en el jardín. Afortunadamente, sin embargo, la vieja sirvienta se tomó su tiempo en acudir a abrir: ello hizo que el muchacho se decidiera a salir al recibidor en el momento en que ella ya acudía presurosa, moviendo con pesadez sus grandes caderas dentro del uniforme gris. Al pasar dirigió a Manolo una leve sonrisa convencional. Abrió. El chorro de luz fue lo primero, y por un instante a él apenas le dejó ver nada: desde la puerta del salón, vuelto a medias hacia dentro (se disponía a entrar de nuevo, ya vagamente decidido a pulsar unas teclas del piano), al reconocer a las dos golfas, Manolo se quedó helado: aquello no podía ser, aquello era sin duda una broma pesada, la suerte negra que persigue a los pobres, no la simple casualidad, sino tal vez un aviso, una advertencia que le llegaba desde su propio barrio.

En realidad, su sorpresa no debía ser tal, pues sabía muy bien que las hermanas Sisters operaban preferentemente en barrios residenciales y durante las vacaciones con el fin de encontrar solas a las sirvientas. Manolo no las veía desde el invierno pasado, sabía que ya no tenían tratos con el Cardenal pero que seguían practicando su especialidad, una operación conocida como el timo de “la prenda íntima”.

Sabía también el peligro que representaba aquella visita inesperada e inoportuna (un encuentro con la verdadera intriga, aquella que la joven universitaria no sospechaba), algo que amenazaba con echarlo todo a rodar: “Si estas golfas me reconocen delante de Teresa, listo”. Porque Teresa, en este preciso momento, con la bolsa de playa al hombro, pantalones blancos y sandalias, apareció en el recibidor. “¿Quién es, Vicenta?”, preguntó. La perrita corrió hacia ella meneando el rabo. “Quieta, Dixi”. Mientras, las dos hermanas, de pie en el porche (qué indecencia sus vestidos, cómo se transparentan, pensó él, alarmado) componían su más inocente expresión, evidentemente desconcertadas por la presencia de Manolo. Se produjo durante un instante una situación embarazosa: la sirvienta esperaba que las visitantes hablaran, éstas cambiaban inquietas miradas con Manolo, y éste con Teresa, la cual, captando sutiles vibraciones, cierta relación entre el obrero y las dos chicas, se lanzó a una rápida y generosa deducción mental cuyo resultado, por el momento, sólo alcanzaba a esto: “O son furcias o chicas de fábrica, o las dos cosas a la vez”. Manolo, por su parte, pensaba que las Sisters no se atreverían ya a nada y que se despedirían con alguna excusa. Pero vio con horror que no estaban dispuestas a volverse atrás puesto que una de ellas (la especialista en conversaciones amenas) se disponía a soltarles el rollo sobre el elástico de la braguita de su amiga, que se le había roto en la calle, cosa que... Entonces él se precipitó hacia la puerta, sin darles tiempo a que hablaran, mientras le decía a Teresa:

—Deja, es para mí.

Las hermanas Sisters, con la palabra en la boca, vieron como el muchacho se les venía encima. Una de ellas balbuceó: —Tú...

—Es para mí, no se moleste usted —repitió Manolo, esta vez a la sirvienta, que casi atropelló a su paso. La buena mujer se retiró de la puerta mirando a su señorita con cierta expresión resignada. Manolo cogió violentamente a las dos hermanas por el brazo y salió con ellas al jardín, alejándose lo que pudo de la casa. Los tres hablaron a un mismo tiempo:

—¡Maldita sea, golfas...!

—¡Manolillo, pero qué sorpresa!

—¡Andando, fuera!

—¡Eh, despacio! —exclamó la otra—. ¿Qué puñeta haces tú aquí? ¡Ésta sí que es buena! ¡Suéltame, guapo! ¿Acaso estás en tu casa?

—Cállate si no quieres que te rompa el brazo —dijo él—. Y camina sin mirar atrás. A otra parte con el cuento, chata. Sí, encima reíros. ¿Cómo se os ha ocurrido? ¡Precisamente hoy! ¿No habéis visto el coche en la calle, locas, señal de que había alguien...?

—¿Qué pasa? Cuando encontramos a la doña pues nos vamos de vacío y sanseacabó. Pero cómo iba una a figurarse... —empezó la de la prenda averiada—. Suelta ya, rico, que haces daño. ¿Qué pintas tú aquí? ¿Te crees con derecho a avasallar?

—No tengo tiempo de explicaros. Fuera.

—Sin atropellar ¿eh? Y explícate...

—Sí, eso —dijo la otra—. ¿Se puede saber qué haces tú aquí, si es que puede saberse? —Quizá para atenuar el mal efecto de la repetición, la chica añadió, con igual fortuna—: Qué casualidad verte, oye, después de tanto tiempo sin verte...

Manolo las conducía hacia la verja.

—Largo ahora mismo. Esto lo sabrá el Cardenal.

La más alta se soltó y se encaró con él:

—¡Oye, tú, con amenazas no! Ni Cardenal ni narices. Que no le debemos nada a ese viejo roñoso...

—No quiero discutir. Marchaos, hay gente.

—¿Es que todavía sigues con él? No te creía tan pipiolo, hijo. ¡Menudo elemento el Cardenal! Ése el día menos pensado te lía, Manolo, ¡te lo digo yo! ¡Pero suéltame ya, caray!

—No grites, estúpida.

—Sin insultar, guapo.

Estaban en la verja. Él comprendió que no podía despacharlas así.

—Bueno, ya os contaré otro día... ¿Qué, cómo os va? ¿Cómo está el Paco? ¿Aún os juntáis en el terrado? ¿Y el Xoni...?

—Muy majo, más que tú, sinvergüenza. Y el Paco, pues ya verás si te echa la mano encima: todavía esperamos que nos pagues lo que nos debes, so cabrón!

—¡Chissst...! Yo no os debo nada.

—¡A ver! ¿Fuiste tú o el Cardenal?

—Fue éste, mujer —dijo su hermana—. ¿Qué no le ves la cara?

—Bueno, ahora marchaos...

—Decía yo —insistió la otra— que el Cardenal te chupa la sangre ¿es que no lo ves?

—Bueno, bueno.

—Ahora —terció la pequeña golpeándole el hombro— tenemos otro marchante. Se llama Rafael. ¿Le conoces? Su mujer acaba de tener dos mellizos nacidos de un mismo parto el mismo día. Pero bueno, ¿te molesta decirnos de una vez qué haces aquí, si no te molesta? —La menor de las Sisters siempre decía cosas insólitas, porque su lengua era mucho más rápida que su mente, pero hoy Manolo no tenía tiempo ni humor para celebrarlas—. ¿O te molesta?

—Sí, me molesta. Marchaos, por favor. Os lo contaré todo otro día...

Teresa les observaba desde la ventana del salón, esperando, con la bolsa de playa en el hombro, mientras se pasaba un peine por los cabellos. “Quieta, Dixi”, ordenó a la perrita, que se restregaba contra sus piernas. No podía oírles, pero vio como Manolo se enfurecía, gesticulaba, las empujaba hacia la calle. Ellas, riendo con una risa gruesa, se despidieron de él besándole en las mejillas (increíble: la más alta pretendió de pronto besarle en la boca, Teresa vio como se la buscaba ansiosa y desvergonzadamente, jugando con sus cabellos, echándole al cuello aquellos negroides y rollizos brazos, mientras él se defendía y la empujaba hacia la calle) y finalmente se fueron.

—¿Qué querían ésas? —preguntó cuando él entraba. Y sin dejar de peinarse, remedando graciosamente con la expresión y el tono cierto tipo de interrogatorio que debía serle familiar, bromeó apuntándole con el dedo—: A ver, usted, jovencito, dígame: ¿conoce a esas chicas?

Manolo le volvió la espalda, pensativo, dirigiéndose hacia una butaca.

—¿Era a usted a quién buscaban? —insistió Teresa, riendo—. Qué curioso... Todos ustedes son unos subversivos, unos rojillos, estamos bien informados. A ver, no mienta: ¿cómo sabían ellas que estaba usted aquí?

El murciano volvió la cabeza bruscamente. No se permitió ni un segundo de vacilación:

¡Por favor, te agradeceré que no me preguntes nada! —Suavizó el tono—. Dejé dicho en casa que siempre que hubiese algo urgente me encontrarían en la clínica o aquí... Una reunión, esta noche. Así que perdona la libertad.

Ella le miraba, azorada y bajó la cabeza.

—Por mí no te preocupes. Lo comprendo. Sólo quería bromear un poco.

Pues no bromees —dijo él secamente, pero con todo el dolor del alma: Teresina era un encanto de criatura, había que reconocerlo—. Y perdóname, no tengo ningún derecho a gritarte, pero la cosa es más seria de lo que te imaginas. No quiero mezclarte en todo eso, no hay ninguna necesidad.

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