Últimas tardes con Teresa (13 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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Y al mismo tiempo que sentía una vaga decepción, en su cabeza bullía un revoltijo de extrañas posibilidades. En primer lugar, su instinto le dictó la conveniencia de guardar para sí lo que acababa de ver con el oscuro fin de obtener algún día, si la ocasión se presentaba, un posible beneficio personal:

—Oye —le dijo de pronto a Maruja—. No se te ocurra decirle a tu señorita que la hemos visto. Ni siquiera en broma, suponiendo que tuvieras confianza para hacerlo. Podría enfadarse...

Con lo cual, aunque los rasgos característicos que había captado en Teresa Serrat no alcanzaban aún la total realidad con la que pronto había de ponerse en contacto, el Pijoaparte empezaba, contra todo pronóstico, a dar muestras de aquella inteligencia que le llevaría lejos.

2

¿Com ha d’assimílar-se aquesta pura poesía de la forma quan no es resol en l’orgasme?

Llorenç Villalonga

Transcurrió aquel invierno cargado de vagos presagios y, al llegar el verano, los Serrat se trasladaron de nuevo a su Villa de Blanes con la servidumbre. Manolo reanudó sus alocadas visitas nocturnas al cuarto de la criada. Iba siempre en motocicleta, que robaba en el mismo momento de partir y que luego, al regresar a Barcelona, abandonaba en cualquier calle. Llegaba a la Villa irradiando una sensación de peligro que él parecía ignorar: electrizaban sus oblicuos ojos negros y su pelo de azabache, la nostalgia invadía sus miradas y sus ademanes; y del peligro y del esplendor juvenil de estas noches de amor, quedaría, al cabo, el arrogante y ambicioso sueño que las engendró. Porque no era solamente el deseo de poseer una vez más a la linda criadita lo que le empujaba como el viento hacia la costa, no era sólo el intrépido allanador de camas el que saltaba por la ventana de la imponente Villa amparándose en las sombras como un ladrón: algunas noches le daba miedo dormir en casa, eso era todo.

Acaso porque, como todos los años, al llegar el verano captaba de una manera particularmente aguda la vasta neurosis colectiva de felicidad y el áureo prestigio del dinero que se esparce por las viejas costas del Mediterráneo como una miel dorada, que flota en medio del estallido del sol como un germen de verdadera vida y que algunas noches especialmente cálidas y sin fin se introduce en la sangre como un alcohol. Lo que él realmente buscaba en los brazos de Maruja era todo lo que ella traía consigo al lecho al bajar de las terrazas iluminadas o de los grandes salones ya sumidos en el silencio nocturno, una vez terminado su trabajo y cuando ya los invitados se habían ido o dormían; algo recogía, en efecto, allí tendido en la cama, desnudo, algo indecible que emanaba del cuerpo de la muchacha. Lo mismo que se recoge algo de la edad del espacio al acariciar las alas de un pájaro: juntamente con el sabor a sal que hallaba en la piel, recogía fervorosamente restos de un día de playa, invisibles presencias, dulces deseos que establece el ocio, fragmentos de palabras vacías de contenido, un abandono corporal y una ternura desapasionada que ya no expresaban —felices ellos, los ricos— ninguna pena por todo aquello que nunca ha de alcanzarse en esta vida, por todo aquello que nunca ha de realizarse.

A veces, tumbado en la cama, sumido en la oscuridad, tenía que esperar a la criada durante horas. Sobre su cabeza abandonada en la almohada flotaba siempre un rumor de voces y risas que a él se le antojaba una fiesta; oía ladridos de perros que había que imaginar hermosos, grandes, majestuosos. Otras veces oía un griterío de niños. Nunca llegaría a verlos. Maruja le hablaba de aquellos chiquillos endiablados que estaban a su cuidado: eran los hijos de la hermana de la señora, todos los veranos venían a pasar quince días a la Villa. “Me dan mucha guerra —decía Maruja— y por la noche no hay quien les haga acostar, ¡pero son tan monos, tan rubios! ¿No les oyes correr cuando se me escapan? Su habitación queda justo encima de ésta.” En efecto, Manolo oía a menudo los piececillos desnudos correteando de acá para allá, los chillidos, su infatigable alegría, y cuando se hacía el silencio (señal de que Maruja no tardaría en bajar, si aquel día no había invitados) se ponía a pensar en los niños dormidos en grandes camas, arropados por indecibles atenciones presentes y futuras. A veces se dormía al mismo tiempo que ellos, como si a él también el alegre trajín de las vacaciones le hubiese dejado rendido. Se despertaba horas después con un sobresalto, malhumorado, descontento de sí mismo, preguntándose qué diablos hacía en el cuarto de una criada. Esto le ocurría particularmente después de haber estado repasando algunos cromos de su entrañable colección particular (siempre sin álbum), y en los que la rica

universitaria desempeñaba un papel cada vez más destacado: fuego, un terrible y devastador fuego, la Villa arde por los cuatro costados, él salta de la cama y se mete entre la humareda, sube las escaleras, que se derrumban tras él, corre y rescata de las llamas a la rubia de ojos celestes (desmayada al pie del lecho, con un reluciente pijama de seda que habrá de quitarle en seguida porque el fuego ya ha hecho presa en él) y luego la lleva en brazos hasta sus padres; o bien otra noche, cuando al llegar esconde la motocicleta entre los pinos, la ve paseando sola por la playa, seguida de un gran perro lobo, soñadora, triste, aburrida, con los rubios cabellos movidos por la brisa, y entonces la tierra empieza a temblar, los pinos se abaten, surgen enormes grietas en la arena, un terremoto, rápido señorita, al mar con la canoa (la precisión dialogal no le interesaba, pero en cambio cuidaba la imagen en sus menores detalles): tres meses extraviados en alta mar, solos, sin víveres, muriendo casi, y ella en sus brazos... Naturalmente siempre acababa besándola; pero no eran sueños eróticos, o por lo menos no tenían como finalidad principal la posesión de la muchacha; eran sueños fundamentalmente infantiles, donde el heroísmo y una secreta melancolía triunfaban de lo demás, por lo menos al principio; el elemento erótico se introducía siempre al final de la historia, cuando él ya había salvado a la bella; cuando ya había dado pruebas más que suficientes de su honradez, de su valor y de su inteligencia, cuando la llevaba en brazos y se disponía a entregarla a sus padres ante la admirada y asombrada concurrencia, pues entonces sentía la imperiosa necesidad de detener el tiempo y la acción, y prolongaba todo lo que podía este momento, era como caminar sobre una tierra que rodaba en sentido contrario bajo sus pies: porque sabía, intuía que él no iba a sobrevivir a este desenlace, adivinaba que estaba irremediablemente condenado a volver a la sombra, y sólo entonces, como un consuelo, o quizá como una venganza por tener que separarse de ella, la besaba tiernamente en los labios. ¡Qué impunidad dulce, casi nupcial, la de tantas aventuras revividas cada noche, de niño, encogido en el duro camastro de su chabola de Ronda! Había siempre una niña de ojos azules (durante mucho tiempo fue la misma: la hija de los Moreau) a punto de despeñarse en el Puente Nuevo; después de la inevitable entrega a los conmovidos padres, él regresaba rápidamente al punto de partida: la chica volvía a pedir auxilio colgada en un matorral sobre el Tajo, balanceándose peligrosamente en-el vacío, y él se abría paso entre la gente, desafiaba el abismo, cogía a la francesita en brazos, la llevaba a sus padres... y antes de entregarla prefería empezar de nuevo, pero al final se dormía. Al día siguiente por la noche, nada más pegar la mejilla a la almohada, ponía en orden los personajes y el paisaje (profundos barrancos, llamas devoradoras, olas enfurecidas, terremotos, guerras) y vuelta a empezar.

De aquel singular juego infantil conservaba todavía hoy su íntimo secreto: la cita prometida. Tendido en la cama de Maruja se decía a menudo, para justificar su pérdida momentánea de acción: “Estoy aquí porque la raspa tiene un cuerpo muy bueno, eso es todo”, o bien: “En el fondo, lo que espero es la ocasión de hacerme con las joyas de una puñetera vez...”

Pero el mismo acto de poseer a la muchacha, el carácter decididamente sublimado, imaginativo, de sus besos y sus abrazos, su conmovedora relación de simple adolescente, por así decirlo, con el deseo, traicionaba aquellas frías reflexiones de hombre duro.

—Te quiero, te quiero, bonita, te quiero...

El azar vino finalmente a sacarle de su inercia, y de forma sorprendente: una noche de principios de julio, después de dejar la motocicleta entre los pinos (una “Guzzi” carmesí, esplendorosa, que le hubiese gustado conservar) y escalar la ventana del cuarto de Maruja, le llamó la atención el completo silencio en que se hallaba sumida la Villa. Era ya la medianoche pasada. Maruja aún no había bajado. Él se tumbó en la cama y, según tenía por costumbre, cogió la fotografía de la mesilla de noche (el rostro de Teresa siempre oculto bajo la sombra de su mano, el de Maruja reflejando siempre aquella inquietud por cosas superfluas) y la estuvo mirando largamente. Le pareció que algo había cambiado con el tiempo, notó que la imagen de Teresa Serrat exhalaba ese efluvio desangelado y doméstico, poroso, de los cuerpos ya conocidos y poseídos. Le entró una extraña depresión. De pronto oyó el rumor de un coche llegando a la Villa, un frenazo y ruido de puertas, luego voces, le pareció distinguir las de Maruja y Teresa entre la de un hombre, y finalmente unos pasos dirigiéndose a la entrada principal.

Poco después, la puerta del dormitorio se abrió y apareció Maruja. No vestía el uniforme ni traía aquella máscara de fatiga que normalmente a estas horas se pegaba a su cara como un fino y resquebrajado barniz. Llevaba unos pantalones azules, un amplio y ligero jersey sport, demasiado largo para ella, y unas extrañísimas sandalias. Manolo la miró con sorpresa. Ella corrió hacia la cama y se arrojó en sus brazos. Las precauciones que siempre tomaba —entornar la ventana, apagar la luz y cerrar la puerta con llave— no las tomó esa noche.

—Temía que hoy no vinieras —dijo después de besarle.

Se tendió en la cama, junto a él. Tenía los ojos húmedos y chispeantes, sudaba, le ardían las mejillas y toda ella desprendía un calor febril. Sus ojos enfermos y retraídos, en los que erraba constantemente la sombra de una desgracia inminente, y que por lo general a estas horas estaban completamente apagados, parecían arder entre los párpados entornados.

—¿Qué te pasa? —preguntó él—. ¿Estás mala?... ¿Por qué vas vestida así?

—Esta tarde me he divertido mucho, me han llevado en el fuera-borda...

—Quién.

—Teresa. Y el señorito Luis, ese amigo suyo que creo será su novio... Ha sido estupendo. Teresa me ha regalado estos pantalones y las sandalias. ¿Te gustan?

Manolo le puso una mano en la frente.

—Estás ardiendo, chiquilla. ¿Sabes lo que creo? Que estás enferma.

—Sólo me siento muy fatigada, con mucho sueño... Pero déjame que te cuente...

La pesadez de los párpados atenuaba aquel brillo de su mirada. Tendida junto a él, con la boca seca, desflorada y febril, con el pecho agitado, le contó que Teresa y su amigo la habían invitado a dar unas vueltas en la canoa y que luego habían ido juntos a Blanes, en coche, a un sitio divertido donde se bailaba. Se expresaba con cierta dificultad, debatiéndose en una confusión mental que iría en aumento a lo largo de la noche y que Manolo, desde un principio, creyó que sólo era sueño y efecto del sol. Por lo demás —o quizá precisamente por ello mismo— la muchacha estaba esa noche más hermosa que nunca.

—Yo no he bailado —decía—. Ellos se han dado el lote, ¡hoy estaba la señorita!... Pero no creas que me he aburrido. Al contrario. Había extranjeros. Teresa me ha estado hablando en francés, a mí, ¡qué risa...!

—¿Y dónde están ahora, no venían contigo?

Paseando por la playa, o por el pinar... No sé, ya te digo que la señorita va hoy muy movida.

Manolo la escuchaba entre asombrado y divertido. “Ven”, dijo. Ella se echó a reír, se quedó repentinamente seria y luego se llevó la mano a la cabeza con aire pensativo. Se estremeció. Se arrimó a él, enlazó su cintura con las piernas y murmuró: “Bésame”. Él empezó a besarla y notó la fiebre y el castañeo de los dientes de la muchacha. De pronto ella le rechazó para desnudarse. Se quitó los pantalones. Manolo se levantó y fue a mirar por la ventana. Maruja dijo:

—¿Sabes que esta noche nos han dejado solos?

Él tardó muy poco en calibrar la importancia de esta noticia. Se volvió bruscamente. Maruja, ya sin el jersey pero con los brazos todavía dentro de las mangas, estaba inmóvil, completamente estirada sobre el lecho, como si durmiera. Con voz desfallecida, añadió que los señores habían ido invitados a una fiesta en Barcelona y que no regresarían hasta mañana, y que la señorita Teresa y el estudiante paseaban por ahí y, a juzgar por la intensidad de las miradas que se habían dirigido toda la tarde, tenían paseo romántico para rato; la vieja cocinera dormía y los masoveros también, de modo que estaban prácticamente solos.

—Ven conmigo —dijo Manolo dirigiéndose hacia la puerta—. Acompáñame arriba. Lo quiero ver todo.

—Espera —dijo ella. Se incorporó, apoyándose en un codo, y le miraba con ojos angustiados—. Primero ven, acércate...

—¿Qué te pasa?

—¡Ay Manolo!

Él se aproximó a la cama. Dijo:

—¿Tienes miedo?

—No es eso... Pero tú... ¿Por qué siempre piensas en lo mismo?

—¿En lo mismo? Habla más claro, niña.

—Ya me entiendes. Sé lo que estás pensando.

—No estoy pensando nada. Anda, ponte algo encima y acompáñame... ¿Qué esperas?

—¡Me gustaría tanto hablar contigo, Manolo!

—Déjate de tonterías.

—Por favor...

—Esa gente está durmiendo, no nos verán. Sólo quiero dar una vuelta, curiosear. No temas, volveremos aquí en seguida.

Maruja apagó la lámpara de la mesilla y se tendió otra vez; no exactamente para atraerle a él. En realidad, sólo era un pretexto.

—Esto no puede seguir así, Manolo. No puede seguir así.

—¿Qué puñeta te ocurre ahora? ¿Qué es lo que no puede seguir así?

—Todo, nosotros, esto... Compréndelo, no puede ser. El murciano se sentó junto a ella.

—¿Ya no me quieres, Maruja?

—Sabes que sí, más que a nada en el mundo. —¿Entonces?...

—¡Ay Manolo! Tenemos que casarnos.

Él intentó calmarla.

—No hay razón para llorar.

—¿Quién llora aquí? Tenemos que casarnos y basta, esto no puede seguir...

—Oye, ¿estás preñada?

—No. Pero te digo que esto no puede seguir.

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