Últimas tardes con Teresa (34 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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—¿Y hoy cómo te sientes?

—Estupendamente, como nueva. —Se fijó en su traje—. ¡Oye, que elegante!

Oyeron pasos en el corredor. Se separaron un poco y Manolo ajustó instintivamente el nudo de su corbata. Pudo captar una mirada divertida de Teresa, y en aquel momento se abrió la puerta y entró la señora Serrat seguida de otras personas; venía hablando y su voz se hizo un repentino susurro al cruzar el umbral, como si entrara en su velatorio: “...y es que Teresa llegó completamente desquiciada, diciendo que Maruja se había puesto tan grave, que le habían salido unas llagas horribles en la espalda, que se nos moría, y consiguió poner a todo el mundo nervioso! Ya quería yo llamar antes de venir. Pero en fin, mejor que haya sido una falsa alarma... ¿Y Lucas, se ha ido?”, añadió mirando a Teresa. “Con papá”. Manolo se había retirado junto a la ventana y estaba a la espera. Acompañaban a la señora Serrat el doctor Saladich (alto, bronceado, muy atractivo, con una especie de reserva profesional en sus bellos ojos grises) y otra señora que debía ser tía Isabel, y que se sentó inmediatamente, muy acalorada y con aire de fatiga. Teresa se acercó a Manolo: “ven”, le dijo, pero ya su madre iba hacia ellos. “Tu padre nos espera abajo, se ha empeñado en localizar al chófer de la Compañía para que lleve a Lucas a Reus. Tus dichosos nervios, hija... (entonces se fijó en Manolo). Ah, usted debe ser ese joven...”. Teresa se lo presentó: “viene a ver a Maruja todos los días”. Ella no pareció prestarle mucha atención (no le tendió la mano, la tenía ocupada en sujetarse el pañuelo verde que le ceñía los cabellos) pero en cambio le observaban la otra señora y el médico, a los que fue igualmente presentado por Teresa. Nada especial en la actitud de la señora Serrat (mientras Teresa intentaba explicar al doctor Saladich sus temores de ayer respecto a Maruja) excepto una tibia mirada en suspenso, una mirada cuya naturaleza inquisitiva no se refería exactamente a él, o por lo menos no solamente, sino que involucraba a su hija: la señora Serrat mantenía el rostro vuelto ligeramente hacia Teresa, que era la que hablaba en este momento, pero, en realidad, miraba al muchacho, que era quien escuchaba.

—Tonterías, Teresa —dijo la señora de pronto—. Maruja está mucho mejor.

El doctor Saladich no se mostraba nada optimista pero aseguraba que, en efecto, los temores de Teresa eran infundados. Cuando ya se disponían a marchar, la señora Serrat inició una complicada conversación con su hermana y con Teresa acerca de lo que había que hacer: ella regresaba a la Villa inmediatamente (tenía invitados) en el coche de su hermana, mientras que su marido, “que desde luego no conseguirá localizar al chófer de la Compañía, porque hoy es fiesta”, dijo, no tendría más remedio que acompañar a Lucas en el otro coche. “De todos modos —añadió—, Oriol pensaba ir a la finca un día de estos.” Tía Isabel sugirió que Teresa podía acompañar a Lucas, y Oriol irse con ellas a Blanes (pero Oriol tenía cosas que hacer en la ciudad) y Teresa protestó diciendo que estaba muerta de cansancio, y que además tenía que llevar el Floride al garaje para una reparación. Manolo, junto a la ventana, esperaba inmóvil y correcto, y lo único que sacó en claro al final (lo único que le interesaba, por otra parte) fue que Teresa quedaba libre y en Barcelona.

—Pero nada de tonterías —ordenó su madre, sin ninguna autoridad en la voz—. Te estás quedando como un fideo. A ver si después de Maruja empiezas tú... Convenceré a tu padre para que te vengas a Blanes a descansar por lo menos una semana.

—Ay, no, mamá, aquello es aburridísimo. Y ya sabes que quiero estar junto a Maruja, alguien debe hacerlo.

—Está bien, está bien —concluyó su madre, que sin duda no deseaba tocar esa cuestión. Habló con su hija un momento, aparte, y Manolo pudo oír a Teresa: “Mamá, tienes que darme algún dinero”.

Se despidieron las señoras y Saladich las acompañó amablemente. Eran las seis, Teresa se dejó caer en una butaca, suspirando, e hizo saltar las sandalias de sus pies. “Huff, al fin”. Llevaba unos pantalones color naranja muy tensos, con un elástico que le cogía las plantas de los pies. “Qué hacemos”, dijo, sin ningún tono interrogativo. Los dos se miraron. “¿Regresan todos a la Villa? —preguntó él, y en seguida, riendo—: ¡Menudo follón has organizado!” Se acercó a ella, riendo todavía, la cogió una mano y tiró suavemente para que se levantara. “Venga, perezosa”. Teresa se resistía, riendo, con las piernas abiertas, firmemente apoyados los pies en el suelo: apenas podía disimular su impaciencia. “Manolo ¿te enfadaste ayer, cuando me fui sin decirte nada?”. “No”. Él dio un fuerte tirón y Teresa acabó en sus brazos. Se tambalearon un rato igual que muñecos, riendo sordamente, desfalleciendo, como si las fuerzas les hubiesen abandonado, y prolongaron la delicia de este movimiento fluctuante hasta chocar en la puerta del cuarto de Maruja. Las sonrisas se esfumaron de sus rostros y en su lugar quedó una tensión anhelante. Se besaron en la boca, muy precipitadamente, temblando.

—Dina está ahí dentro —susurró ella—. Qué alivio que lo de Maruja no fuera nada ¿verdad?

—Sí —dijo él—. Anda, vámonos.

—Espera... Yo...

—Vamos a un sitio donde estemos solos. Al Tibet.

—Sí. Pero... —Sonreía, hundió la cabeza sobre el pecho, suspiró—. Manolo, quiero que nadie sepa esto. Nadie debe saber que salimos juntos, será como un secreto entre tú y yo ¿comprendes?

—¿Has reflexionado mucho en la villa? —preguntó él. Teresa titubeó:

—Por favor, no saques conclusiones demasiado egoístas (el muchacho parpadeó, confuso). No digas nada, te lo ruego. —Le puso el dedo en los labios—. ¿Sabes?, entre mis papeles he encontrado la carta que un amigo me escribió desde la cárcel, un estudiante. Si supieras lo que dice, cómo está escrita, me devolvió la tranquilidad... Somos unos cobardes, Manolo, eso es lo que yo creo, unos cobardes por no atrevemos nunca a hacer las cosas que están bien y que nos gustan. En la carta me hablaba de Mauricio.

Sombra querida, sin duda. Él había ya observado que Teresa, siempre que hacía referencia a cualquier prestigiosa sombra querida, bajaba los ojos con el fervor receptivo de una auténtica colegiala aplicada: su mundo fantasmal de afectos, simpatías y admiraciones era no sólo más vasto y generoso que el suyo sino también capaz de una solidaridad mítica, sospechosa de conjuro, y que anunciaba un peligro. Sólo más tarde, cuando ya estaban en el coche, que por cierto Teresa no conseguía poner en marcha —no había mentido al hablar de avería— él captó las nuevas señales, el fruto de las sesudas reflexiones de la niña durante aquellas veinticuatro horas en la villa, los pormenores triviales en apariencia pero que ya llevaban la etiqueta de lujo con el precio y la indicación expresa (murcianos: no tocar): “Eso de salir de incógnito es divertido, ¿verdad? —dijo Teresa—. De todos modos te presentaré a unos amigos que desean conocerte. Son estudiantes”. “Ah”. Y él comprendió que las cosas iban a complicarse sin remedio, y que era lógico, pues no podía pretender vivir con Teresa en una esfera de cristal, o como si este verano fuese’ realmente una dichosa isla perdida. Había pues que afrontar lo que viniera por ese lado y aun tratar de aprovecharlo, tanto más cuanto que por el otro, su propio terreno, el barrio, aquella terrible venganza carmelitana arreciaba; he aquí cómo acababa la historia de la última motocicleta apañada: al echar él una distraída mirada en derredor —cuando ya Teresa había logrado poner el Floride en marcha— para comprobar que la moto seguía en su sitio (“esta noche vendré por ella”) le pareció ver en su lugar, sentado en el bordillo, riéndose, burlándose de él, al mismísimo Cardenal... No era sino el padre de Maruja (que sin duda esperaba al coche que debía llevarle a Reus) pero él estuvo a punto de soltar un grito y hacer parar a Teresa. En cuanto a la Montesa, había desaparecido juntamente con el chaval de la camisa a cuadros.

Decididamente, hoy también se había levantado con el pie izquierdo. ¿Será posible tanta hijoputez? Más contrariedades, sobresaltos, pequeñas alarmas, a menudo llegaban como señales de tráfico advirtiendo la presencia de curvas y cruces: fue durante otra improvisada tarde de playa (una pequeña cala de Garraf, con merendero y parking, él y ella tumbados junto al esqueleto de una barca abandonada cuyas costillas roídas apuntaban al cielo) cuando se presentó inesperadamente la nueva señal en la persona de una sonriente muchacha con trenzas que corría hacia Teresa, quemándose las plantas de los pies, doblada, envuelta en una toalla roja (una auténtica S sobre el fondo amarillo de la arena: curva peligrosa) y que alcanzó a la universitaria cuando ésta se dirigía hacia el merendero. Primero había estado gritando su nombre hasta quedar casi afónica. Iba con un muchacho que se quedó atrás. Manolo, tumbado junto a la barca, vio como las dos amigas se abrazaban y se besaban. Dos o tres veces volvieron la cabeza para mirarle a él, sonriendo y cuchicheando: pensó que no iba a librarse de ser presentado, erróneamente (ellas sólo consideraban aquel torso perfecto, de movimientos rítmicos). La amiga de Teresa sonreía todo el rato, con su pequeña y morena cara de luna, y no se estaba quieta ni un momento, retorciéndose envuelta en su toalla. No podía oír lo que decían, pero sabía que hablaban en catalán (lo deducía por los graciosos morritos que ponía ahora Teresa, había aprendido a leer en ellos) y eso y las risas, cada vez más desatadas, bastaba para inquietarle. Confirmando sus sospechas, el viento le trajo la terrible palabra (xarnego) pronunciada por la amiga de Teresa, y luego su risa: aquel temible y sesudo sarcasmo catalán estaba de nuevo aquí, recelando, encarnado en esta chica alegre (qué misterio su sonrisa), como una amenaza. ¿Qué estarán hablando, por qué Teresa no me llama y me presenta? Le llegaron otras palabras sueltas, turbias interrogaciones: “¿trabaja?”, “¿vacaciones?”, “chica, ten cuidado”. Vio una armonía familiar entre ellas y el paisaje, intuyó una servidumbre de los elementos: el sol, ya en decadencia, rojo, brillaba justo en medio de las dos cabecitas alocadas, y su luz se descomponía en los rubios cabellos de Teresa, arrancándole blandos sueños de dignidad (algo llamado educación o progreso, o vida plena) y ternuras infinitas que habría que merecer con el esfuerzo de la inteligencia... En fin, eran catalanas las dos, bonitas y además ricas. Se despidieron con otro beso.

—¿Quién es? —preguntó él cuando Teresa volvió.

—Leonor Fontalba, una amiga de la Facultad. Es muy simpática.

—¿Por qué os reíais?

Teresa hizo una pirueta con las piernas al tenderse a su lado.

—Hablábamos de ti —dijo—. ¿Le molesta al señor? Leonor está pasando las vacaciones en Sitges. Se ha escapado con un amigo. Oye, por cierto, dice que esta noche estarán todos en el “Saint-Germain”. ¿Te gustaría conocerles? Podemos ir a tomar una copa. Te presentaré.

—¿Quiénes son?

—Amigos.

—Pero ¿qué clase de amigos?

En el tono más natural del mundo, ella respondió:

—Estudiantes de izquierdas.

3

¿Pertenezco? ¿Realmente pertenezco? ¿Y él realmente pertenece? Y si alguien me ve hablar con él, ¿pensaría que pertenezco o que no pertenezco?

Trilling

La naturaleza del poder que ejercen es ambigua como la naturaleza misma de nuestra situación: de ellos sólo puede decirse que son de ideas contrarias. Sus primeros y juveniles desasosiegos universitarios tuvieron algo del vicio solitario. Desgraciadamente, en nuestra Universidad, donde no existía lo que Luis Trías de Giralt, en un alarde menos retórico de lo que pudiera pensarse, dio en llamar la cópula democrática, la conciencia política nació de una ardiente, gozosa erección y de un solitario manoseo ideológico. De ahí el carácter lúbrico, turbio, sibilino y fundamentalmente secreto de aquella generación de héroes en su primer contacto con la subversión. En un principio ninguno parecía tener el mando. Ocurre que de pronto, en 1956, se les ve andar como si les hubiesen dado cuerda por la espalda, como rígidos muñecos juramentados con un puñal escondido en la manga y una irrevocable decisión en la mirada de plomo.

Impresionantes e impresionados de sí mismos, misteriosos, prestigiosos y prestigiándose avanzan lentos y graves por los pasillos de la Universidad con libros extraños bajo el brazo quién sabe qué abrumadoras órdenes sobre la conciencia, levantando a su paso invisibles oleadas de peligro, de consignas, de mensajes cifrados y entrevistas secretas, provocando admiración y duda y femeninos estremecimientos dorsales junto con fulgurantes visiones de un futuro más digno. Sus nobles frentes agobiadas por el peso de terribles responsabilidades y decisiones extremas penetran en las aulas como tanques envueltos en la humareda de sus propios disparos, derriban núcleos de resistencia, fulminan rumores y envidias, aplastan teorías y críticas adversas e imponen silencio: entonces es cuando a veces se oye, como en el final brusco de un concierto, esa voz desprevenida, pillada en plena confidencia, parece una sola, larga, tartajeante y obscena palabra:

—... y pecemeparecepecepertenece.

A menudo han sido vistos dos o tres en una mesa apartada del bar de la Facultad, hablando por lo bajo, leyendo y pasándose folletos. Teresa Serrat está siempre con ellos, activa, vehemente, sofisticada, iluminada por dentro con su luz rosada igual que una pantalla. Ciertos elementos de derechas están empeñados en decir que la hermosa rubia politizada se acuesta con sus amigos, por lo menos con Luis Trías de Giralt. Pero todo el mundo sabe que, aunque son tiempos de tanteo por arriba y por abajo, de eso todavía nada.

Crucificados entre el maravilloso devenir histórico y la abominable fábrica de papá, abnegados, indefensos y resignados llevan su mala conciencia de señoritos como los cardenales su púrpura, a párpado caído humildemente, irradian un heroico resistencialismo familiar, una amarga malquerencia de padres acaudalados, un desprecio por cuñados y primos emprendedores y tías devotas en tanto que, paradójicamente, les envuelve un perfume salesiano de mimos de madre rica y de desayuno con natillas: esto les hace sufrir mucho, sobre todo cuando beben vino tinto en compañía de ciertos cojos y jorobados del barrio chino. Entre dos fuegos, condenados a verse criticados por arriba y por abajo, permanecen distantes en las aulas, impenetrables, sólo hablan entre sí y no mucho porque tienen urgentes y especiales misiones que cumplir, incuban dolorosamente expresivas miradas, acarician interminables silencios que dejan crecer ante ellos como árboles, como inteligentes perros de caza olfatean peligros que sólo ellos captan, preparan reuniones y manifestaciones de protesta, se citan por teléfono como amantes malditos y se prestan libros prohibidos.

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