Últimas tardes con Teresa (37 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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—...que por qué no te dejas flequillo como yo. ¡Da más profundidad a la mirada!

Entonces fue cuando Manolo le pasó el brazo por los hombros (todos lo vieron) y le rozó la sien con el perfil. A Teresa le pareció tan natural, era como si él quisiera defenderla, como si quisiera impedir que contestara a la pregunta de María Eulalia con otra estupidez. Luis pidió más ginebra.

—¿Y por qué no vamos a otro sitio? —decía Jaime.

—¿No querías que Ricardo os leyera eso? —respondía María Eulalia cada vez que alguien hablaba de irse—. Sed un poco atentos con el chico, por lo menos, ¿no?

—A la Macarena —decía Luis Trías, que ya sólo pensaba en un torso juvenil y perfecto, ceñido con un niki a rayas y recostado en cierto diván tapizado de rojo. Luego estuvo mucho rato callado y cuando rompió el silencio parecía otro.

—¿Sabéis quién está en Barcelona? —dijo muy serio, y después de una pausa—: Mauricio.

—¿Le has visto? —preguntó María Eulalia.

—¿Quién te lo ha dicho? —añadió Leonor.

—Me consta que está aquí, lo sé de buena tinta. —Se volvió hacia Manolo—. ¿Conoces a Mauricio?

¡Aquí está, por fin!, se dijo él. No era todavía el golpe bajo que había estado esperando, pero si llegaba partiría de ahí. Era la segunda vez en menos de quince horas que le hacían la misma pregunta (Teresa se la había hecho esta misma tarde, en la playa). ¡Dichoso Mauricio, cuánto te aman! Dejó el encendedor sobre la mesa, cambió una mirada con Teresa (una mirada que no quería decir nada, era sólo para entrever, de paso, si los demás tenían la atención puesta en él), inclinó un poco la cabeza y dijo en un tono natural, más bien triste:

—Me habló de ti.

Se produjo un silencio.

—¿De mí? —dijo Luis—. ¿Qué quieres decir?

—Nada, hombre. Sólo eso.

Leonor se inclinó para decir algo al oído de Teresa. Todos vieron como ella movía la rubia cabeza afirmativamente, Jaime palmeó la espalda de Luis con aire de resignación. Bajo la cariñosa mirada de María Eulalia, el feliz binomio autor-lector dejó oír nuevamente su voz:

—Bueno, escuchad esto: “El autor, a quien las nuevas técnicas...”

Manolo se levantó. Todos le miraron. Aparentemente indignado (en realidad se aburría) se había levantado para ir al lavabo. Luis Trías, no repuesto aún, le pidió a Encarna tabaco negro, a gritos. Pero no había tabaco negro. Golpeó la mesa con el puño.

—Es cabreante, Encarna, que nunca tengas tabaco negro. Indignante, vamos.

—Calla, macu! —dijo la voz cavernosa.

En la mesa surgió una discusión a propósito de la indignación del hombre actual. Luis opinaba que el español ha perdido su fabulosa capacidad de indignación, que todo lo aguanta, que ya no se indigna por nada. Jaime Sangenís le dio la razón. Leonor les hizo observar que, a su entender, existía aún en el país cierta capacidad de indignación, pero que había que admitir que ya no era viril, no era nacional. Hablaba, como siempre, con rapidez y sin mucha coherencia:

La indignación del hombre es naturalmente política. Dicho de otro modo la indignación natural en el hombre, fundamentalmente, es o debería ser política. Ahora bien, cuando los hombres aplican su indignación en cosas estúpidas, en memeces, como ese loco de Pamplona, por ejemplo, que ha roto un escaparate indignado porque exhibía un bikini, lo habréis leído en el periódico de ayer, o ese otro que ha tapado con pintura el escote de Marilyn en un cartel de cine, en el Paseo de Gracia, ¿lo habéis visto?, o los que van al fútbol a berrear, o tú mismo ahora (miraba a Luis, que ya estaba mosca, y esta noche empezaba a tener razones para estarlo) con tu dichoso tabaco negro...

—¿Queréis saber una cosa? —dijo Teresa, que se había hecho servir la tercera ginebra—. Estáis pesadísimos y todo esto me parece ridículo...

Su opinión —que no merece la pena de ser transcrita aquí por carecer de interés— fue sin embargo escuchada con interés, no tanto por venir de ella como por salir de unos labios particularmente desflorados esta noche: hacían pensar en el murciano.

—¿Pero qué te pasa hoy a ti? —exclamó Jaime.

—Teresa ha cambiado —sentenció Luis—. Ha adquirido la preciosísima mala leche proletaria.

—¿Por qué no dejas de beber si no sabes, Luis?

—Por eso precisamente me encanta tu murciano —prosiguió Leonor sin darse por vencida, mientras el Pijoaparte orinaba en el retrete, precisamente en el momento de darse a todos los diablos por haberse manchado un poco los pantalones—porque en él la indignación es viril, siempre política.

Mientras, María Eulalia, cuyos muebles se iban deteriorando peligrosamente en el transcurso de la noche, ya casi había conseguido cobijar a Ricardo bajo su ala de gallina.

—¿Te gusta el libro?

—Hay que leer todo eso muy atentamente —dijo Ricardo—. ¿Me lo prestas por unos días?

—Si lo he traído para ti, pichurri, es un regalo —y emitiendo un cloqueo cerró el ala definitivamente.

Luis Trías hablaba ahora de un tal Araquistain y de su in- fluencia en los medios universitarios. Manolo no le prestaba la menor atención (veía en escorzo la garganta desnuda de Teresa y la delicada sombra que oscilaba, como la cola de un pececillo azul, entre sus pechos), ni a él ni a su Araquistain, cuyo nombre le resultaba un enigma total. María Eulalia, que casualmente escuchaba a Luis, dejó escapar una risita desquiciada que, resultaba evidente, nada tenía que ver con la conversación, sino más bien con algún favorable y subrepticio avance de su rodilla o de su brazo hacia aquella inexpugnable fortaleza de la objetividad que era Ricardo.

Manolo estaba silencioso.

—Manolo, estás muy importante —dijo Luis con sorna.

Tus muertos, pensó él. Aproximadamente a la una, Luis Trías anunció, con cierta solemnidad, que se iba a dar una vuelta. Cosa de media hora. Se hizo acompañar por Jaime haciéndole una simple seña, un discreto gesto con la cabeza. Cuando regresaron, media hora después, Luis parecía más sereno y hablaba con la autoridad y la decisión de aquellas jornadas en la Universidad que le habían dado fama. Llevaba un papel amarillo en la mano, del tamaño de un sobre, donde había algo impreso. Visto a distancia, a Manolo le pareció un folleto publicitario. Jaime y Luis se sentaron en un extremo de la barra, ahora desierta (Encarna se había acercado a la mesa y bromeaba con el grupo: “Tú eres bien documentado”, decía clavando sus alegres ojos claros en los ceñidos pantalones de Manolo, intentando recordar dónde y cuándo había visto a este chico) y siguieron hablando por lo bajo hasta que, con aire preocupado, se unieron de nuevo a ellos. Encarna regresó al mostrador con Manolo, que había pedido un cubalibre. Desde allí, mientras resonaba en su cabeza la música del tocadiscos, y aquella inmensa mujer, cuya voz entrañable, uterina, le tenía enternecido (“
fillet meu
, a ti te conozco yo y no sé de qué”) le mostraba las fotografías de su esplendorosa juventud pegadas a la pared, tendió el oído a lo que se hablaba en la mesa: Luis había reclamado la atención de todos, se le oía mal, al principio él creyó que se refería a tranvías. Intervinieron los demás. Abundaban las frases inacabadas, las interrupciones dictadas por la prudencia o el miedo, y la cuestión que se debatía abría-se camino con dificultad. Manolo oyó varias veces la palabra tranvía y algo así como “lipotimia”. Una “lipotimia” que había sido confiscada, unos folletos cuya impresión y distribución era urgente, un fallo cometido por alguien (que Luis califico de memo irresponsable) y una fecha fija, inaplazable. El murciano se concentró (aunque intuía que la biografía gráfica de la dueña del bar, con aquella esplendorosa cabellera rubia a lo Marlene Dietrich, encerraba secretos y triunfos personales mucho más interesantes y útiles para él— él, que ya se sentía hijo espiritual de aquella voz aventurera— que no los que se ventilaban en la mesa de la conspiración; pero lo dejaría para otra vez) se concentró, estaba a punto de obtener la luz. Tal pez aquello era lo que había estado esperando toda la noche sin saberlo. Tuvo una corazonada.

—Pónmelo en aquel vaso, por favor —señalando uno de color violeta, muy largo y estrecho. Y eso fue lo que hizo que Encarna le reconociera repentinamente: “¡Casi tres años sin venir por aquí! ¿No te da vergüenza,
rei meu
? ¿Dónde has estado?” Con todo el dolor del alma, pues apreciaba a esta mujer, Manolo dijo que se confundía de persona (un espejuelo de estupor y de fatiga le devolvió de pronto la imagen de sí mismo colgado en esta barra, tres años antes: un jovencito bien peinado y triste derramando una remota indiferencia por los ojos negros —tenía el difícil aire de estar perdonando pecados cometidos antes de su nacimiento— y en cuya nuca descansaban los dedos de una prostituta madura y enternecida, o las miradas de un director teatral que decía ser muy amigo de un americano llamado Tennessee. Pero éste era un pasado muerto y enterrado). Oyó a su espalda la voz amada de Teresa refiriéndose a la “lipotimia”, en tono de impaciencia:

—No es problema, caray. Me consta que hay más de una en Barcelona.

—¿Quién la tiene? —preguntó Luis.

Un silencio.

—Escuchad, puede que Manolo conozca a alguien —era la voz risueña de Leonor—. ¿No dice Teresa que el chico es...? —aquí la voz se diluyó en un siseo—. Parece que conoce a Mauricio.

—¡Humm! —hizo alguien, probablemente Ricardo Borrell. —Bah, dejémonos de fantasías —dijo Luis—. Ese es tan de la familia como yo de la Curia Romana.

—Pues te equivocas, hijo —respondió Teresa.

—Bueno, basta. A lo nuestro. A ti, Teresa, te consta que debe haber alguien que puede ocuparse de esto. Veamos ¿Quién? —Quería decir... —empezó ella— que supongo...

—Tere, por favor —cortó Luis ásperamente—. Procura ser concreta o cállate.

Probablemente se le había ocurrido ya antes, pero fue en este momento cuando se decidió a ponerlo en práctica. Le iba a parecer que todo se desarrollaba muy lentamente, pero en realidad fue muy rápido, quizá demasiado: se dirigió hacia ellos desde el mostrador con el largo vaso en la mano (Teresa fue la primera en verle) se paró junto a la mesa y se inclinó a recoger un paquete de cigarrillos caído bajo la silla de Luis:

“No tenéis ningún cuidado”, murmuró al inclinarse (pudo ver, durante un segundo, las deliciosas piernas tostadas de Teresa (valían la pena, realmente), y después de arrojar el paquete sobre la mesa se quedó allí de pie, inmóvil, sosteniendo en la mano el largo, sorprendente vaso color violeta lleno de cocacola, se frotó el cuello ladeando la cabeza con aire pensativo (Teresa adoraba ese gesto) y dijo con una voz natural, más bien cansada:

—Dame eso. Yo me encargo.

Al mismo tiempo, el folleto desapareció de las manos de Luis (los oscuros y rápidos dedos del murciano, en su trayectoria hacia abajo, se detuvieron un instante ante las narices del líder) y fue a parar a las suyas. “No juguemos, no juguemos”, dijo Luis meneando la cabeza, y alzó la mano, abierta, como esperando que le fuese restituido el papel por arte de magia. Pero Manolo no le miraba; estaba en el mismo sitio, de pie, manejaba el delicado y fino vaso con la dignidad de un celebrante y leía el folleto (en realidad sólo se fijó en las letras grandes que encabezaban el texto: ¡ Barcelonés!). Bebió un trago del vaso, dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Para cuándo dices? —preguntó.

—Lo más pronto posible —tartajeó Luis—. Pero seguro que tú...

—No se hable más —cortó Manolo. Miró a Teresa—. ¿Te vienes? Mañana tengo que madrugar.

—Un segundo —pidió Luis—. Quisiera saber adónde irá a parar esto.

—El murciano no titubeó:

—¿Conoces a Bernardo?

—No...

—¡Pues entonces! Vámonos, Teresa.

Teresa se levantó. “Nos vamos todos”, dijo alguien. Convencidos de su propia importancia (y en consecuencia desprovistos de humor, incapaces de ironía) estaban como agarrotados ante la posible importancia de otro. Sin embargo, Luis Trías se sentía obligado a insistir un poco más y se acercó a Manolo: “¿No quieres saber (y le miró a los labios) qué cantidad se necesita?” “Dejemos ahora los detalles, Teresa me lo explicará todo mañana. Vendrá conmigo. Lo más importante ya está solucionado, no te preocupes”.

Al salir del bar fue cuando ocurrió lo que él había temido en un principio, si bien ahora ya no le importaba. Las causas que iban a provocar el lamentable incidente nunca llegarían a conocerse con exactitud, pero las que Ricardo Borrell deduciría más tarde obtendrían la aprobación general: según él, al salir del bar, Luis Trías le había preguntado al murciano si ya se acostaba con Teresa, y el pobre chico (pobre chico: obsérvese la repentina falta de objetividad de Borrell) interpretando aquello como una ofensa a Teresa (“no olvidemos que los obreros son muy sanos en este sentido, quiero decir que todavía tienen ese ridículo sentido del honor, de todo hacen una cuestión personal”, aclaró Borrell) se sintió obligado a sacudirle una bofetada ‘a Luis Trías. “Este chico es un subjetivo rabioso”, concluyó Ricardo.

Pero volvamos a los hechos. Al salir del bar nada hacía sospechar lo que iba a ocurrir. “¿De verdad podrás arreglártelas tú solo, conoces a alguien...?”, aún había dicho Luis cuando ya se despedían de Encarna. A todos les pareció que la pregunta era realmente superflua. Luis y Manolo habían quedado un poco rezagados porque los dos insistieron en pagar (aquí el Pijoaparte resultó ampliamente vencido) pero tuvieron tiempo de oír las últimas palabras de Luis, por una vez cargadas de una ironía que nadie (excepto el murciano) supo captar:

—Perdona —dijo sonriendo (y miró sus labios otra vez)—pero es que aún no te veo muy definido... ¿Quién es Bernardo?

No supieron si Manolo le había contestado, no oyeron más porque ya estaba en la calle. Luego, al llegar a la segunda esquina, en Escudillers, también se retrasó Ricardo, que abandonó por un rato el calor del ala de María Eulalia para orinar en un portal oscuro. Delante iban Teresa, Jaime, Leonor y María Eulalia. Ricardito tardaba en volver junto a ellos, y María Eulalia dijo de pronto, en un tono de íntima desolación: “Qué pipí más largo”. Pero él ya volvía, y ella respiró aliviada y se iba a colgar de su brazo cuando, repentinamente, Ricardo dio una brusca media vuelta y echó a correr de nuevo en dirección al bar. No llegó a tiempo: Luis y Manolo estaban en la esquina, de pie, frente por frente.

—No estás definido —le decía Luis a Manolo. Esto le valió tener que encajar la terrible perplejidad pijoapartesca: fue mirado como un jeroglífico chino:

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