Últimas tardes con Teresa (11 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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La poderosa voz de la especie, ese vasto zumbido de sensatez y cordura que la hembra reducida al silencio a veces emite, sugiere algo del desasosiego fundamentalmente materno, que toda mujer siente respecto al futuro del hombre; contra todo pronóstico, esa voz ancestral habló de pronto por boca de la criadita y el joven delincuente se asustó: la brutal revelación de sus fechorías, de sus robos de motos, no sólo no significó ningún rudo golpe para la muchacha sino que reafirmó en ella aquel poder de rescate que ya había empezado a adquirir en los abrazos.

Llegó el invierno, y en la ciudad, lejos de la Villa y de sus resonancias adormecedoras, el temor de perder definitivamente a Manolo obligó a la muchacha a ir a buscarle con frecuencia a su barrio. Él nunca quiso decir dónde vivía, pero ella supo muy pronto cómo encontrarle: en el bar Delicias, junto a la estufa y jugando a la manilla con tres viejos jubilados —entre los que su juventud contrastaba de una manera inquietante—, ensimismado, olvidando o despreciando quién sabe qué placeres a cambio de la sabiduría de las cartas y de los viejos, rindiendo con ellos ese solemne culto al silencio y a la parsimonia de gestos y miradas para lo cual el joven del Sur estaba particularmente dotado, sobre todo en invierno, y cuyos motivos habría que buscar no sólo en el diario trato con el frío, con el paro y la indigencia que pululan en los suburbios y que a él le eran familiares desde niño, sino también en el hecho de que su rara disposición a la aventura, frustrada en parte por el invierno, aquí se podía sustituir momentáneamente por hieráticas formas expresivas; con las cartas en la mano, o en la butaca de un sofocante cine de barrio,- invernando como una flor trasplantada, evocaba lances en días más soleados y propicios: mientras sostenía las cartas, rumiando la jugada, ante sus ojos surgían a veces los uniformes de rayadillo, los delantales y las cofias colgando en la percha, bajo la luz rosada de un amanecer en la costa.

En sus tardes libres, los jueves y los domingos, Maruja tomaba un autobús que la dejaba en la plaza Sanllehy y luego subía a pie por la carretera del Carmelo, pasando junto al Parque Güell; antes de llegar a la última revuelta, cortaba por un sendero, caminando entre rastrojos quemados y un terraplén de escombros donde se deslizaban los niños como por un tobogán, y jadeando, con las mejillas encendidas y los ojos arrasados por el viento, llegaba a lo alto. Los habitantes del Carmelo se acostumbraron pronto a ver en sus calles aquella figura tímida bajo un paraguas azul, envuelta en un corto abrigo a cuadros pasado de moda y con una banda de terciopelo granate en los cabellos. Llegaron a ser familiares sus paseos fingidos, sus pacientes idas y venidas cuando no encontraba a Manolo. Siempre, antes de entrar en el bar Delicias, se daba unos toques al pelo y a la falda demasiado corta, y una vez dentro se quedaba de pie junto a la puerta, a prudente distancia de la mesa de juego, quieta, avergonzada, juntando las rodillas con fervor y deliciosamente obscena, encantadoramente vulgar en su espera —deseando descaradamente pertenecer a alguien, allí estaba, exactamente igual que aquel día en la verbena, cuando le esperaba a él al fondo del jardín mientras le veía desembarazarse de los señoritos— hasta que Manolo notaba su presencia. Fuera, a veces, llovía, y a través de los cristales empañados por el vaho de la taberna se veían borrosas siluetas encorvadas de vecinos afanándose contra el viento. Y dentro se refugiaba él, silencioso, taciturno, sucio, descuidado, replegado y vencido por el invierno como una serpiente esperando escondida en la espesura los luminosos días de sol, pero todavía con cierta palidez dorada en la piel, todavía envuelto, al igual que esas herrumbrosas carrocerías que dormitan en los cementerios de coches y que en tiempo fueron rutilantes y majestuosas máquinas, en el aire de su pasado esplendor y en los mil fantasmas de sus correrías. Jugaba siempre una última partida aunque sólo fuese por aquello de hacer esperar a Maruja el rato suficiente que le justificara ante los viejos —cuyas socarronas risitas él simulaba ignorar— pero nunca la recibía con desafecto ni le hacía esperar mucho rato. Tampoco daba muestras de entusiasmo; simplemente, aceptaba su presencia, se levantaba, la cogía de la mano y salían a la calle. Admitía estos encuentros con una curiosa deferencia, un tanto resignada, como esas personas que, equivocadas o no, creen ser en todo momento los forjadores de su propio destino y saben por ello aceptar ciertos hechos marginales derivados de aquél con un superior sentido de la responsabilidad, como si tales encuentros fuesen la prueba de algún misterioso pacto con las leyes ocultas de la vida.

Y porque, además, ya estaba solo: Bernardo Sans se había casado a principios de invierno con la Rosa, que pronto iba a tener un hijo (definitivo, fulminante rayo de la muerte) y su ya desmembrada banda de descuideros había terminado por deshacerse del todo. De su relación con el Cardenal, y, sobre todo, de su vida familiar, Maruja sólo sabía lo que él le había contado, que era muy poco, y acerca de su casa, Manolo le dijo en una ocasión: “cuando llueve se va la luz”, y eso fue todo. Le irritaban extraordinariamente las preguntas de ella sobre este particular, y más de una vez amenazó con plantarla si insistía. Parecía empeñado en pasar por huérfano.

—Manolo ¿nunca has pensado en...? —empezaba ella.

—¡No, no pienso cambiar de vida! Anda, ven, vamos a dar un paseo.

El descubrimiento del Carmelo significó para la criada una esperanzadora afirmación de principios: la misma materia degradada y resignada de la cual estaba hecho su amor parecía haber conformado aquel barrio casi olvidado, aislándolo, confinándolo fuera de la ciudad, reduciendo todos sus sueños a uno solo: sobrevivir. Paseaban por los senderos de la ladera occidental, entre los pinos y los abetos del Parque Guinardó, remontaban la colina, y en lo alto se paraban a mirar a los niños que manejaban sus cometas; contemplaban el Valle de Hebrón, Horta, el Tibidabo, el Turó de la Peira y Torre Baró gris por la distancia y las brumas del invierno. Iban en silencio o discutiendo (allí fue donde ella empezó a hablar de casarse) y terminaban casi siempre enlazados detrás de algún matorral. A veces, el frío o la lluvia les empujaba hacia pequeños y espesos cines de barrio o apretujados bailes de da mingo, olorosos y cálidos como un armario, y Maruja se esforzó durante todo el invierno por neutralizar y sujetar a su propio cuerpo aquel áureo fluido de nostalgia incurable, aquel ronroneo de lujoso gato encelado que trascendía de las entrañas del Pijoaparte.

Por lo demás, dejando de lado lo que para el joven delincuente fue una verdadera desdicha profesional (perder a Bernardo Sans, su último compinche), nada ocurrió este invierno digno de mención, excepto, tal vez, algunas fugaces visiones ciudadanas de Teresa Serrat. “¡Mira, la señorita!”, decía Maruja apuntándola con el dedo: vista y no vista desde un tranvía (la señorita en la puerta de la Universidad, con montgomery y bufanda a cuadros y libros bajo el brazo, fumando y hablando con un grupo de estudiantes), o desde la acera de la Vía Augusta, un día que él acompañó a la criada hasta su casa (Teresa y su coche deslizándose lentamente junto al bordillo, frente a un bar, llamando a alguien con el claxon), o desde el anfiteatro de un cine de estreno (acompañada de un joven y atlético negro, avanzando por la suave pendiente alfombrada de la platea). En otra ocasión, Maruja se la mostró fotografiada en las páginas de la revista Hola, sentada en medio de un alegre ramillete de jovencitos con smoking y muchachas vestidas de blanco: la puesta de largo de una amiga de la señorita —le informó la criada, añadiendo algo que al murciano le resultó incomprensible—: Teresa estaba furiosa por haber salido en aquella foto, y no quería que nadie la viera ni le hablara de la fiesta, hasta tal punto que había roto la revista. “Pero yo he comprado otra”, concluyó Maruja.

El primer encuentro con Teresa Serrat tuvo lugar en la verja del jardín de su casa, en San Gervasio. Sucedió un jueves, a eso de las diez de la noche, y el extraño comportamiento de la universitaria había de confundir tanto al murciano que éste sufriría una vez más aquel suplicio de no comprender, la sensación de extravío mental que a menudo le aquejaba al oír expresarse a los ricos. Durante los cinco minutos que duró la escena, Teresa Serrat permaneció distanciada, envuelta en las prestigiosas sombras de su’ jardín y aparentemente al abrigo de cualquier mirada de admiración que pudiese inspirar su soberbia presencia (todo el rato inmóvil y con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, como si estuviera empeñada en respetar una imaginaria línea de luz), por lo que él apenas si pudo leer nada en aquel bello rostro bronceado. Quizá por eso mismo, más que por el descarado tono de niña bien que Teresa utilizó para llamar la atención de la criada, Manolo se mostró particularmente incorrecto con ella. Además, acababa de pasar una tarde tormentosa con Maruja, una vez más él se había negado a formalizar sus relaciones y la chica había llorado, y cuando esto ocurría, la mala conciencia le obligaba a acompañarla hasta casa. Ya se había despedido y se alejaba —Maruja aún le miraba, llorosa, con la mano en la verja, sin decidirse a entrar—cuando le llegó la voz de Teresa llamando a la criada desde el jardín:

—¡Maruja!... Maruja, pero ¿qué haces ahí? ¡Es tardísimo! Ya verás mamá...

Oyeron sus pasos precipitados sobre la grava y en seguida la vieron llegar corriendo. Se paró repentinamente, a unos metros de la verja, bajo un árbol: brazos cruzados y una gabardina blanquísima echada con descuido sobre los hombros, sobre un vestido de falda acampanada que lanzaba fulgores cobrizos, destemplada, graciosamente estremecida por el frío, su esbelta silueta, al inmovilizarse, quedó nimbada por la luz que le llegaba desde atrás, desde el farolillo colgado en el porche y desde las ventanas iluminadas de la planta baja. Toda su persona desprendía un cálido efluvio adquirido sin duda en algún salón iluminado y lleno de gente, había una temblorosa, estremecida disposición musical en sus piernas, la excitación juvenil que anuncia una fiesta o una feliz sorpresa, y a él le hizo pensar en una de esas muchachas alocadas que a veces veía en las películas americanas saliendo, acaloradas y jadeantes, de un baile familiar para tomar el fresco de la noche en el jardín y, en una pausa emocionante, anunciarle a papá su felicidad y su alegría de vivir. Apareció corriendo y envuelta en ese pequeño desorden personal que revela la existencia del sólido y auténtico confort —el cinturón de la gabardina a punto de desprenderse y rozando el suelo con la hebilla, un rojo pañuelo de seda colgando de un bolsillo, los rubios cabellos caídos sobre el rostro y ajustando al pie, con movimientos nerviosos, un zapato que se le había desprendido al correr— esa encantadora negligencia en el detalle que es claro signo de despreocupación por el dinero, de confianza en la propia belleza y de una intensa, apasionada y prometedora vida interior: en los seres mimados por la naturaleza y la fortuna, un encanto más.

Pero lo que la hizo pararse tan repentinamente y, sobre todo, suavizar el tono irritado de sus palabras, no fue solamente el que se le hubiese desprendido un zapato, sino el haber descubierto la inesperada presencia del novio de la criada. Visiblemente sorprendida, Teresa bajó la voz para llamarle la atención a Maruja sobre la hora que era y, en un familiar tono de reconvención, recordarle que tenían invitados a cenar y que mamá estaba preocupada. Balbuceando una disculpa, Maruja se disponía a entrar cuando el Pijoaparte, con las manos en los bolsillos y la mirada altanera, dio media vuelta y le ordenó que esperase. El muchacho se acercó lentamente a la verja, se paró, con una especie de manotazo le dio una vuelta más a la gruesa bufanda que llevaba al cuello y levantó los ojos para mirar a Teresa. Preguntó que, bueno, qué narices pasa con tanta prisa, ¿se quema la casa?, y a continuación cometió el primer error: dijo que, si tanta prisa tenían, que se hicieran servir la cena por la cocinera. El convencimiento, ligeramente teñido de un orgullo viril, que hacía aún más evidente el despropósito, y la seriedad con que lo dijo, provocó la risa de Teresa, una risa clara, afectuosa, espontánea, de ningún modo burlona, sino más bien solidaria, pero terriblemente cargada —incluso él se dio cuenta— de razón.

El murciano apartó los ojos de Teresa con aire confuso y murmuró:

—Me gustaría saber por qué se ríe esta tonta.

Y lo asombroso fue que la rubia, no sólo no replicó en el tono digno y ofendido que él esperaba —y deseaba—, sino que incluso, balbuceando un perdón que apenas se oyó; inclinó la cabeza (los cabellos, resbalando como una miel, se partieron dulcemente en dos sobre su nuca) y se puso a mirar las puntas de sus zapatos como una colegiala a la que hubiesen pillado en falta. Eso al Pijoaparte le hizo cierta gracia, pero poca: no era tan estúpido como para creer que había conseguido impresionar a aquella señorita sólo por mostrarse duro con ella, y cambió una mirada interrogativa con Maruja. A causa de ello no pudo ver que ahora en las comisuras de los labios de Teresa Serrat asomaba una sonrisa imperceptible, apenas un mohín, un amago gozoso de misteriosa procedencia.

Maruja, por toda respuesta, clavó en Manolo sus pobres y enfermos ojos colorados, llenos de reproche, y dijo: —Ahora mismo voy, señorita.

—Un momento —repuso el Pijoaparte, cogiéndola del brazo—. Es tu día libre ¿no?

—Vaya, estoy muerta de frío... —empezó Teresa con una voz distinta, repentinamente vulnerable, una voz que pretendía obtener algo de ellos. Y siguió allí, hablando del tiempo, inmóvil, con las piernas muy juntas y ligeramente temblorosas, los puños cerrados bajo las axilas. Manolo se las arregló para aprovechar convenientemente algunas miradas, que arrastraba por los suelos sin ningún interés aparente por nada, y comprobar que la muchacha seguía teniendo aquella deliciosa piel color tabaco y aquellos maravillosos ojos azules que una vez le habían golpeado el corazón. A pesar de la poca luz pudo también distinguir el borrón de la boca, una rosada nebulosa, la leve hinchazón del labio superior —los dos vértices centrales deliciosamente levantados, como si la nariz airosa tirase de ellos— que esparcía por su rostro un aire mimado, un candor aburrido, una mezcla de malhumor aristocrático y de terquedad infantil.

Sonriendo, Teresa concluyó:

—Tenemos unos invitados pesadísimos y mamá está algo pocha. Una lata. Hay que ir a la farmacia, Maruja...

Lo mismo que en su mirada azul, que una particular inercia de los párpados lisos y puros detenidos a mitad de su caída hacía somnolienta, dotándola de una extraña vida estatuaria (sus pupilas, mientras hablaba, estaban fijas en la tosca bufanda de lana que Manolo llevaba colgada al cuello con descuido) también en sus palabras había ahora, excusándose medio en broma por tener que llevarse a Maruja, como un intento de expresar algo más, de establecer una complicidad, una especie de conexión con un poder oculto que podía disculparla y que daba por seguro que el muchacho también conocía, una estrategia de enlace cuyo secreto sólo conociesen ellos dos y que dejaba de lado a la pobre Maruja, o mejor, pasaba piadosamente por encima de ella: era algo cuyo significado él tardaría aún algún tiempo en comprender, y que por el momento, debido a uno de esos misterios de la emoción femenina, se realizaba a través de su tosca bufanda de lana (bufanda, que, en contra de lo que la rica universitaria creía, no había sido amorosamente tejida por las humildes y laboriosas manos de la madre del muchacho, sino que era, dicho sea de paso, un delicado y artero regalo del Cardenal).

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