Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
De un violento manotazo la fotografía fue a parar al suelo. Como a la luz de un relámpago, como esos moribundos que, según dicen, ven pasar vertiginosamente ante sus ojos ciertas imágenes entrañables de la película de sus vidas segundos antes de morir, el Pijoaparte, en el preciso instante de volver a dejarse caer de espaldas en el lecho, antes de que su mano se lanzara instintivamente a despertar a bofetadas a la criada, tuvo tiempo de ver como cruzaba por su recuerdo, durante una fracción de segundo, una de las imágenes más obsesionantes de su infancia, la que quizá se le había grabado con más detalle y para siempre: ingrávido en el tiempo, bajo un palpitante cielo estrellado, abrazaba de nuevo a una niña en pijama de seda.
Maruja se ovilló sobre la cama, con los ojos cerrados. No lanzó ni un gemido. Estuvo un rato cubriéndose la cara con los brazos y luego ni siquiera eso: inmóvil, insensible a los golpes, sometida, el total relajamiento de músculos bajo la pie/ morena parecía anunciar la inminencia de un nuevo estremecimiento de placer que él no había previsto, de modo que la mano del murciano, pasmada, se detuvo a unos centímetros del cuerpo desnudo y cálido, que ahora se dio la vuelta hacia él: era como si el ser despertada a bofetadas no representara para ella ninguna sorpresa, como si ya estuviese hecha a la idea desde hacía tiempo. Luego, el Pijoaparte saltó de la cama y fue hacia la ventana, donde apoyó los codos y quedóse mirando fuera, a lo lejos, más allá de las sombras que todavía flotaban en el pinar. Una vaga y triste sonrisa bailaba en sus labios.
—Conque una marmota —murmuraba para sí mismo—. ¡Una vulgar y cochina marmota! ¡Tiene gracia la cosa!
Ella no se atrevía a moverse. Le ardían las mejillas y los antebrazos. Encogida en un extremo de la cama, tendió lentamente la mano hacia el suelo para recuperar la sábana y cubrirse, pero se inmovilizó de nuevo al oír la exclamación del chico: “¡Coño, si tiene gracia!” La mano volvió prontamente a su sitio, sobre el corazón. Con las rodillas se tocaba el pecho. Sus ojos asustados vigilaban ahora los movimientos del murciano.
—¿De quién es esta Villa? —preguntó él, volviéndose—. ¿No me oyes?
Maruja no contestó. Lanzaba rápidas y llorosas miradas al muchacho, miradas temerosas, somnolientas, llenas de una especial simpatía cuya naturaleza proponía algo, sugería algo profundo y sórdido que él conocía muy bien y que identificó en seguida: la aceptación de la pobreza; era esa dulce mirada fraterna que implora la unión en la desventura, el mutuo consuelo entre seres caídos en la misma desdicha, en la misma miseria y en el mismo olvido; era esa ráfaga de atroz solidaridad que se abate sobre las multitudes unidas por la desgracia, como en los campos de concentración, o sobre destinos idénticos, como en los prostíbulos: un vasto sentimiento de renuncia y de resignación que al Pijoaparte le aterraba desde niño y contra el cual habría de luchar durante toda su vida.
—¡Contesta, raspa! ¿De quién es la Villa?
Seguía apoyado en la ventana y miraba a la muchacha. Ella presentía el poder de este cuerpo: la leve flexión de la vigorosa espalda, debido a una postura negligente y perezosa que arrancaba de la cadera, hacía que la pálida luz de la madrugada se deslizara suavemente desde los hombros hasta difuminarse en la cintura esbelta y prieta.
La muchacha bajó los ojos.
—¿Por qué quieres saberlo...?
—Eso a ti no te importa una mierda. Contesta, ¿quién vive aquí?
—Unos señores. Los dueños de la Villa.
—¿Tus señores?
—¿Cómo se llaman?
—Serrat.
El Pijoaparte meneó tristemente la cabeza. Una sonrisa burlona luchaba por abrirse paso en medio de su expresión desdeñosa.
—¡Vaya trabajo el tuyo! —dijo—. ¿Y qué hacen aquí, además de bañarse y tocarse los huevos todo el día?
—Nada... Veranean.
—¿Son muy ricos?
—Sí... Creo que sí.
—¡Sí, creo que sí! Ni siquiera sabes en qué mundo vives, menuda estúpida estás tú hecha. ¿Son muchos?
—¿Cómo? —Maruja hablaba en un susurro—. No. El señor sólo viene los fines de semana.
—Pues anoche había mucha gente.
—Amigos de la señorita...
—¡No te oigo!
—Amigos de la señorita.
Maruja volvió a cerrar los ojos. Él la estuvo mirando un rato con curiosidad: la misma extraña combinación de sueños que le había traído a este dormitorio le hacía considerar ahora la situación de la muchacha con una ironía no exenta de cierta pena. Se acercó a la cama.
—Te crees muy lista ¿verdad, muñeca?
Ella negó con imperceptibles movimientos de cabeza. De nuevo estaba a punto de llorar. Se mordía el labio inferior y sus ojos brillaban en la penumbra como dos ascuas.
Ricardo... —susurró.
—¡Yo no me llamo Ricardo! Aquí vamos a aclarar muchas cosas, y tú la primera.
Se arrodilló sobre la cama. Maruja se incorporó y quedó sentada en el borde, al otro lado, dándole la espalda. Se atusó los cabellos con la mano.
—Ahora tengo que vestirme —dijo con un resto de voz—. Hay que preparar el desayuno.
—Quieta. Es temprano.
—Ella siempre se levanta muy temprano...
—¡No me des la espalda cuando yo te hablo! —bramó él. Adivinó el escalofrío que recorrió la espina dorsal de la muchacha y que la dejó erguida. Con la mano todavía en los cabellos, Maruja rectificó su posición y se sentó un poco de lado, dándole el perfil con los ojos bajos—. Así está mejor. ¿Quién es ella?
—La señorita Teresa.
—¿Quién? —Se quedó pensativo, le pareció recordar—. ¿La rubia de la verbena, la que dijiste que era tu amiga...? —Sí...
Despacio, el murciano se tendió de espaldas sobre la cama, con cierta voluptuosidad. “Teresa”, murmuró con los ojos clavados en el techo, y por su mirada se hubiese dicho que tenía conciencia de haberse equivocado no de muchacha, sino simplemente de habitación.
Cuando Maruja iba a levantarse, él, cruzándose en la cama, la cogió fuertemente del brazo y la obligó a seguir sentada.
—Y ahora cuéntame, raspa, desembucha. ¿Por qué has hecho esto?
—¿Qué he hecho yo...? Si yo no he hecho nada.
—Ya sabes a lo que me refiero. Me has mentido como una golfa.
—No es verdad. La culpa ha sido tuya, te dije que no vinieras. Yo no sé qué cosas pensarías de mí, pero yo no te he engañado nunca. Creía que...
—Qué.
—Creí que yo te gustaba un poco... que me querías un poco. En la verbena de San Juan me dijiste todas aquellas cosas tan bonitas, y también esta noche...
—¡Pero bueno, tú estás chalada! ¿Qué te crees, que me chupo el dedo? ¿Qué puñeta hacías tú en la verbena? —Por favor, suéltame, que me haces daño.
—¿Qué hacías tú allí, una marmota, entre todas aquellas señoritas? ¡Contesta!
—Ahora tengo mucha prisa —intentó levantarse—. ¡Por favor!
É 1 la obligó a volverse del todo, y, después de forcejear para que apartara los brazos, se disponía a golpearla en la cara con el revés de la mano. Pero la muchacha se abrazó a él, llorando. El murciano masculló una blasfemia; empezaba a desear darse de bofetadas a sí mismo, empezaba a sospechar que allí el único imbécil era él. Hubo un largo silencio, roto solamente por los sollozos de Maruja, que escondía la cara en el pecho del muchacho. El Pijoaparte deseó encontrarse a cien kilómetros de allí, pero algo le impedía desprenderse de la chica. De pronto, hiriendo los tímpanos con su furioso zumbido metálico, sonó el despertador de la mesilla de noche. A él le pareció que todo empezaba a temblar, tenía la sensación de que aquel maldito cacharro sonaba dentro de su propia cabeza.
—¡Maldita sea mi suerte!
—Si de verdad me quisieras, Ricardo... —empezó ella, pero el Pijoaparte se soltó bruscamente y se tumbó de nuevo en la cama.
—¡Vete al infierno, ¿me oyes? ¡Y yo no me llamo Ricardo, me llamo Manolo!
El despertador seguía sonando y tembloteando en la mesita de noche, como una irritante alimaña herida de muerte. Luego fue perdiendo fuerza poco a poco. Maruja, repentinamente dueña de sí, lo paró poniendo la mano encima y acto seguido se levantó, cabizbaja, secándose con el antebrazo las lágrimas que corrían por sus mejillas.
—Tengo que vestirme. Tecla ya se habrá levantado... —¿Quién mierda es Tecla? ¿Otra marmota? ¡Vaya hombrecito!
—Es la cocinera.
—Lárgate cuanto antes, no quiero ni verte.
Ella, desnuda, con un paso flexible y tímido, fue primero hasta la ventana y la entornó. El Pijoaparte quedó sorprendido y admirado al ver su cuerpo en movimiento: tenía la quieta suavidad de las casadas, una elasticidad en reposo, un levísimo temblor de partes blandas, independiente por completo del movimiento agresivo de las caderas ligeramente echadas hacia adelante y del juego perezoso pero ágil de las corvas: durante unos segundos se estableció una trama vital de equilibrio entre la rodilla apenas doblada, el combado contorno de la pierna avanzada y el temblor de aquellas partes más sensibles del cuerpo. El encanto emanaba de cierta contención, cierta economía de gestos que por supuesto nada tenía que ver con la timidez o el pudor sino más bien con las buenas maneras de los ricos y el adecuado régimen alimenticio que debían gozar los señores que ella servía y que de alguna manera difícil de determinar, a veces, algunas criadas naturalmente dispuestas a ello consiguen asimilar en provecho propio. “Es fina, la muy zorra, por eso me ha engañado”, se dijo. El encanto se completaba con unos hombros débiles y algo picudos que indirectamente se embellecían a causa de la robustez de las caderas; y unos pequeños pechos como limones, separados, que apuntaban no de frente sino formando un ángulo abierto, y que ahora registraban en su ligero temblor de gelatina el gracioso ritmo acompasado de los pasos de la muchacha.
Después de entornar la ventana, Maruja recogió del suelo la fotografía que él había tirado y la frotó cuidadosamente con la palma de la mano.
—¿Es tuya esa foto? —preguntó él.
—Sí.
—¿Y por qué la guardas? ¡Vaya tontería! ¿Quién es ésa que está contigo?
—La señorita. Fue cuando le compraron el coche... Ella me regaló la foto.
—¡Que bien! Eres una sentimental de mierda.
Maruja dejó la foto sobre la mesilla de noche y entonces él la cogió. “¿A ver...?”, dijo forzando un tono indiferente. Evocó en vano a la rubia de la verbena: la sombra de esta mano que hacía visera cubría el rostro por completo y solamente identificó el color y la forma del pelo, su peinado de melena laxa. Maruja fue hasta el armario y empezó a vestirse.
—Manolo —dijo—, ¿por qué hablas siempre ese lenguaje tan feo?
—Yo hablo como me da la gana, ¿te enteras?
Dejó la fotografía sobre la mesita y se quedó tendido, mirando el techo. Suspiró profundamente. De pronto tuvo conciencia de lo bien que se estaba allí...
—¿Qué, sigues enfadado? —murmuró ella al cabo de un rato, sin mirarle. El muchacho no contestó, y entonces ella, volviéndose—: ¿Qué piensas hacer? Es muy tarde.
—¿Te quieres callar ya, niña?
Maruja le sonrió tímidamente. Él cerró los ojos, las manos bajo la nuca. Al poco rato oyó un rumor de pies desnudos acercándose y luego un peso blando y cálido sobre su pecho. El dulce olor que emanaba de la piel de la muchacha le envolvió la cabeza. Oyó su voz como en sueños: “Manolo, mi vida, aquí no puedes quedarte...” Abrió los ojos y vio los de ella, negros y brillantes, risueños, a unos centímetros de su rostro. Ahora podía ver también la leve señal rojiza que algún golpe había dejado en uno de los pómulos. “Animal, se dijo, pedazo de animal”.
—Quita, raspa, no estoy de humor —masculló, pero sus manos se deslizaron hasta las nalgas de la muchacha.
—No me llames eso, por favor —dijo ella mientras le besaba y le mordisqueaba el mentón—. ¿Sabes que eres muy guapo? Eres el chico más guapo que he conocido. Casi das miedo de guapo que eres...
—Déjate de chorradas. Y dime, ¿quién fue el primero? —¿Cómo?
—Venga ya, no te hagas la estrecha. ¿Quién fue el primero? Maruja escondió el rostro en el cuello del murciano.
—¿No te reirás de mí? —preguntó—. Prométeme que no te reirás si te lo digo. Un novio que tuve... Era canario y hacía la mili en Barcelona. No le he vuelto a ver.
—¿Le querías?
—Al principio, sí.
El Pijoaparte se echó a reír.
—Un quinto tenía que ser. Mira que llegas a ser tonta. ¿No sabes que los quintos son unos granujas que sólo buscan tirarse a las tontas como tú...?
—No digas palabrotas.
—¿De dónde eres?
—¿Yo? De Granada. Pero vivo en Cataluña desde chiquita. —¿Y tus padres?
—Mi padre en Reus, es el masovero de una finca del señor Serrat, y yo me crié allí, y allí conocí a la señorita porque venía a veranear con sus padres. Nos hicimos muy amigas, desde pequeñas. Ahora no veranean en Reus, hace ya mucho tiempo, porque tienen más dinero... Cuando murió mi madre yo tenía quince años, y la señora me trajo a Barcelona para que la ayudara en la casa.
Habló también de su abuela y de un hermano que estaba a punto de entrar en quintas, todos en Reus. Él seguía acariciándola. Cuando iba a revolcarla de nuevo sobre la cama, ella se soltó y se incorporó de un salto...
—No, es tarde... Será mejor que te vayas.
—¡Pues claro, raspa!, ¿qué crees que voy a hacer? Perderte de vista cuanto antes, eso voy a hacer.
Saltó de la cama y se vistió rápidamente. Fue hacia la ventana y Maruja, cuando le vio con una pierna fuera, corrió hasta él.
—¡Espera! ¿Te vas así? ¿Cuándo te veré otra vez?
Llevaba en la mano derecha un cofrecillo de madera labrada y acababa de ponerse unos aros en las orejas, adorno con el que sin duda había pensado darle una sorpresa al muchacho. Pero él ya había saltado de la ventana y estaba en medio del macizo de flores, mirando en dirección al mar con cierta ansiedad en los ojos, al tiempo que introducía los bordes de su camisa en el pantalón. Luego se echó los cabellos hacia atrás con la mano. Desde la ventana, a medio vestir, Maruja le miraba con ojos tristes. Tras él, el pinar exhalaba todavía un pesado silencio nocturno, roto sólo por el siseo de las olas en la playa. El aire estaba quieto y nada anunciaba la salida del sol. El rostro del Pijoaparte se quedó ahora tenso, vuelto hacia la criada pero sin mirarla todavía: por su expresión parecía estar registrando alguna profunda sacudida sísmica o lejanas voces perdidas que ahora el oleaje devolvía y dejaba colgadas, vibrando, en medio del aire fresco de la madrugada. Luego, repentinamente, fijó los ojos en Maruja y una sonrisa iluminó su rostro: