Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
Qué pequeño es el mundo, ¿verdad? —dijo él—. Me estaba preguntando, mientras venía a disculparme por lo de antes (una broma pesada, lo reconozco, pero en fin, una broma), me estaba preguntando si te acordarías de mí.
Maruja no contestó, aunque sonreía y le lanzaba furtivas miradas, siempre ocupada con sus toallas. A él le pareció que esta ocupación era ficticia, que la muchacha quería ganar tiempo. Debido a la postura, el niki se le había subido en la espalda y podía verse un pedazo de piel negrísima, con las vértebras muy marcadas.
—Bueno, prácticamente —añadió él—, esos que me acompañaban no son amigos míos. Les he conocido casualmente, en Blanes... Cuando tú has llegado con tu madre, me estaba despidiendo, prácticamente.
La chica se incorporó, y, con algunas toallas bajo el brazo y los pies de pato colgados al hombro, saltó del fuera-borda al embarcadero. Al hacerlo se le cayeron los pies de pato. El Pijoaparte se apresuró a recogerlos y se los colocó de nuevo, aprovechando para dejar un rato la mano en el hombro de la muchacha.
—¿Por qué no acudiste a la cita? —preguntó cambiando el tono de voz, acercándose más a ella—. ¿O es que ya no te acuerdas?
—Sí que me acuerdo. No pude ir.
Se apartó y empezó a caminar hacia los primeros escalones de la roca, pero él, con un par de rápidas zancadas, se le plantó delante y le cortó el paso, sonriendo:
—Espera, mujer. No creerás que voy a dejarte ir así, ahora que he tenido la suerte de volver a encontrarte. ¿Sabes que me he pasado meses y meses buscándote como un loco? ¿Sabes que he pensado en ti día y noche, bonita? Di, ¿lo sabes? —No.
Maruja sonrió, bajando la cabeza. Estaban muy juntos. Sin querer, ella rozó con la rodilla la pierna del muchacho. En ese momento, alguien en la Villa encendió las luces de la terraza y un haz luminoso se esparció sobre las rocas, por encima de ellos. Al mismo tiempo, se oyeron apagadas risas de mujer y la música, repentinamente, aumentó de volumen. Para el Pijoaparte por lo menos —ya que para ella estos pequeños incidentes debían carecer de importancia y de valor simbólico— fue una especie de señal convenida, relacionada con Dios sabe qué viejo sueño. Y sin esperar más, manteniendo el hombro apoyado en la roca, en una postura tranquila, tendió el brazo y atrajo a la muchacha hacia sí en el momento en que a ella empezaban a resbalarle de nuevo los pies de pato. Antes de que su boca tuviera tiempo de recorrer el corto trayecto hacia la de ella, ésta se le pegó desesperadamente. Como aquella noche en la verbena, el Pijoaparte notó que la muchacha empezaba abrazándose a él con una intensidad y una fuerza extrañas, no exactamente en función de una voluptuosidad en pugna consigo misma, sino más bien de una oscura necesidad de protección, para luego relajarse y dejar paso al deseo, con esos imperceptibles movimientos regresivos y progresivos de la sangre, que él sabía controlar tan admirablemente en el cuerpo femenino. Era éste un lenguaje que comprendía mejor y que le tranquilizaba.
Recordaría durante muchos años el olor a polen de los pinos, el rumor de las olas, el suave chapoteo del agua en los costados de la lancha; recordaría siempre las imponentes torres de la Villa alzándose iluminadas contra el cielo estrellado, y sus grandes ventanales arrojando a la noche ráfagas de música, de luz e intimidad, fragancias conyugales, rumor de pasos y de risas, mientras la luna brillaba en lo alto ingrávida y solemne como una hostia. Desbordando aquel fino cuerpo de serpiente, el calor y las ansias de absoluto pasaron al vientre de la muchacha, que se abría como una planta sedienta recibiendo la lluvia, con tal intensidad y en una postura tan atrevida, que él no tuvo más remedio que dudar, por un instante, de su condición de señorita. De repente, la muchacha se bajó el niki y se despegó un poco, dejando la cabeza recostada en el pecho del murciano.
—Me están esperando para cenar —dijo con un hilo de voz—. Me están esperando...
El no lo pensó dos veces:
—Maruja, esta noche vendré a verte —murmuró en su oído—. Cuando todos duerman, entraré por tu ventana... —Cállate. Estás loco.
—Te juro que lo haré. Dime cuál es tu ventana.
—Déjame, déjame...
Quiso desprenderse, pero él no la dejó marchar. —No, hasta que me digas dónde duermes.
—Pero ¿qué te has creído? ¿Quién te has figurado que soy yo...? —empezó ella con el aliento perdido.
Y él la hizo callar con un nuevo beso, esta vez suavísimo, un roce apenas, ese abandonado, tierno beso de desagravio por el cual se afirma el propósito de enmienda de todos los pecados menos de aquel que se tiene intención de cometer inmediatamente. No tenía, sin embargo, esperanzas de que ella le indicara su habitación.
—¿Es aquella ventana por donde te has asomado esta tarde?
La muchacha le clavó una mirada rápida y asustada. Antes de escabullirse entre las rocas, le apretó un brazo con fuerza y le miró con los ojos húmedos: “Por favor... Gritaré si vienes, te juro que gritaré”. Y echó a correr escaleras arriba, hasta desaparecer en lo alto.
Durante cuatro horas la ventana permaneció cerrada. Unos metros más arriba, las luces de la terraza seguían festejando la noche, y él, sentado en el tronco cortado de un pino, con el mentón entre las manos y los ojos clavados en aquella ventana, creyó estar viviendo las horas más atroces de su existencia. Notaba frío en la espalda, y algo en su interior, allá dentro en las entrañas, empezaba a segregar la vieja tristeza que de niño corría por su sangre. “No quiere —se decía—, no quiere.” Oía música de discos, voces juveniles en la terraza, y vio llegar a un hombre en un coche, un caballero de pelo gris y aspecto distinguido, al que se recibió con alegres gritos de bienvenida. Luego, el miserable silencio de la hora de la cena, la despedida de unas amigas, de nuevo un rato de conversación, discreta, apacible, y por último un silencio total y definitivo. Ya ni siquiera miraba la ventana, tenía la frente abatida sobre el antebrazo, las últimas luces de la Villa, una a una, se apagaban, todo había terminado. “No quiere, maldita sea, no quiere.”
Jamás tuvo nadie una mirada tan perruna, una expresión tan triste, un conocimiento tan instantáneo y animal de la inmensidad de la noche, de la inútil vehemencia de las olas. La misma sensación de abandono le mantenía allí clavado, sin fuerzas, sin deseos, encogido sobre el tronco, con los ojos abiertos en la oscuridad e idéntica postula fetal que guardó en el vientre de su madre; abrazado a sus rodillas, la apatía del firmamento sobre su cabeza fue como un narcótico durante horas: era una inmovilidad tan perfecta del rostro (un tanto boquiabierto), una expresión tan petrificada, que parecía fundirse con la misma vacuidad cósmica que está más allá de toda frustración. ¡Aaaah...!, hizo sobre su cabeza la copa de un pino estremecida por la brisa.
Tardó un poco en darse cuenta. Primero fue el rayo de luz que se filtró entre los batientes de la ventana, y que volvió a apagarse en seguida, y luego el golpe seco de la madera en el muro: el Pijoaparte ya estaba en pie, tembloroso, iniciando con la mente más que con los pies una veloz carrera hacia la Villa, cuando aún, en realidad, permanecía inmóvil, alisando precipitadamente sus cabellos con la mano y comprobando el estado de su ropa. Luego, a medida que se acercaba al muro cubierto de hiedra, distinguió la ventana abierta y las sombras interiores, más densas aún que las de la noche. Tuvo que pisar un macizo de flores que flanqueaba la pared. Se detuvo. La ventana le llegaba al pecho. No oyó ningún ruido. Antes de saltar al interior se asomó: nada, excepto la mancha blanca de la sábana sobre la silueta informe de un cuerpo. Entró sin hacer ruido, deslizándose directamente hacia la cama.
Bocabajo, ciñendo la sábana a su cuerpo con los brazos pegados a los costados, y con media espalda dorada por el sol al descubierto, Maruja parecía dormir tranquilamente. Su perfil destacaba gracioso y nítido sobre la almohada. El intruso dudó unos segundos al pie del lecho, escuchando los latidos de su corazón, y luego se acercó a ella y se inclinó sobre su cabeza. Le penetró el cálido olor del lecho y de la piel femenina, el perfume de los cabellos, y su miedo se esfumó. Estuvo un rato susurrando el nombre de la muchacha, los labios pegados a su oído, la cogió luego muy suavemente por los hombros, pero de pronto se vio obligado a sujetarla. Maruja, con la sábana apretada al pecho, se incorporó.
—¡¿Cómo-te has atrevido...?! ¡Te he dicho que gritaría!
—Y yo te he dicho que vendría. Tenemos que hablar, Maruja, sólo quiero decirte una cosa, no me iré de aquí sin decírtela...
Ella saltó de la cama, por el otro lado, y se quedó allí de pie, envuelta en la sábana. Él también se levantó, avanzó hacia ella, que murmuraba: “¡Dios mío, no puedo creerlo!”, arrinconada junto a la mesita de noche. Su cara y sus hombros morenos se confundían con las sombras de la habitación.
—Voy a gritar si no te vas ahora mismo —dijo en un tono próximo al llanto—. ¡¿Me oyes?! ¡Voy a gritar...!
El murciano se inmovilizó. Había notado algo que le hizo desechar repentinamente cualquier duda que aún pudiera quedarle sobre sus posibilidades de éxito; no fue el tono de las amenazas de ella —tono que ahora estaba al borde del llanto, ciertamente, pero al que había faltado convicción desde el primer momento—, sino un gesto de su mano que él pudo distinguir claramente a pesar de la oscuridad, el gesto que hizo de llevarse los dedos a la nuca para atusar sus cabellos, ladeando ligeramente la cabeza con ese aire de tranquila indiferencia que brota incluso, por reflejo espontáneo de la veleidad femenina, en los momentos menos a propósito. Y, fiel a ese mandato que a veces le dictaba su instinto, el Pijoaparte avanzó hacia la muchacha tendiéndole la mano, seguro de sí mismo.
—Amor mío, no puedes engañarme —dijo—. Adelante, grita.
Hubo un silencio, y en aquel momento tuvo la absoluta certeza de que la muchacha iba a ser suya. Casi al mismo tiempo, ella empezó a gimotear débilmente, dejándose caer sentada en la cama, con la cabeza abatida sobre el pecho. El joven del Sur se sentó a su lado y la rodeó con el brazo, besó sus ojos suavemente, con una emoción auténtica, hasta que secó sus lágrimas, quemando; abrazándose a él, finalmente, la muchacha se tendió de espaldas apartando la sábana.
Sus rodillas soleadas emergieron en la penumbra, temblorosas, cubiertas de una fina película de sudor y de pasmo: ha visto su hermosa y rebelde cabeza inclinada fervorosamente, buceando en tinieblas, hasta posar la frente en una piel ya no abrasada por el estúpido sol de las playas patrimoniales, sino por el deseo. Para él, en cambio, recorrer con los labios aquel joven cuerpo bronceado, aprenderlo de memoria con los ojos cerrados, significaba además sentir el gusto de la sal en la boca, violar el impenetrable secreto de un sol desconocido, de una colección de cromos rutilantes y luminosos nunca pegados al álbum de la vida.
Y todas las playas de este mundo, caprichosos sombreritos de muchacha, prendas de finísimo tejido en azul, verde, rojo, sandalias paganas en pies morenos de uñas pintadas, parasoles multicolores, senos temblorosos bajo livianos nikis a rayas y blusas de seda, sonrisas fulgurantes, espaldas desnudas, muslos dorados y calmosos, mojados y tensos, manos, nucas, adorables cinturas, caderas podridas de dinero, todas las maravillosas playas del litoral reverberando dormidas bajo el sol, una música suave ¿de dónde viene esa música?, esbeltos cuellos, limpias y nobles frentes, cabellos rubios y gestos admirablemente armoniosos, bocas pintadas, concluidas en deliciosos cúmulos, en nubes como fresa, y tostadas, largas, lentas y solemnes antepiernas con destellos de sol igual que lagartos dorados, esa música ¿oyes?, ¿de dónde viene esa música?, mira la estela plateada de las canoas, la blanca vela del balandro, el yate misterioso, mira los maravillosos pechos de la extranjera, esa canción, esa foto, el olor de los pinos, los abrazos, los besos tranquilos y largos con dulce olor a carmín, los paseos al atardecer sobre la grava del parque, las noches de terciopelo, la disolución bajo el sol...
Luego, sobre el cuerpo de la muchacha, con los codos hincados firmemente junto a sus hombros, impuso su ritmo: en la espalda sentía las pequeñas manos deslizándose, modelando su esfuerzo, y la otra caricia sin forma pero infinitamente más tangible, con toda su real presencia, de aquello que tan orgullosamente se levantaba con la Villa entera por encima de los dos cuerpos, por encima de la oscuridad y del mismo techo: todo el peso de las demás habitaciones, de los muebles, las escaleras alfombradas, los salones, las lámparas, las voces. Entró en la muchacha como quien entra en sociedad: extasiado, solemne, fulgurante y esplendorosamente investido de una ceremonial fantasía del gesto, maravilla perdida de la adolescencia miserable.
Constató, además, un hecho importante en nuestras latitudes: la muchacha no era inexperta, circunstancia que provocó en su mente enfebrecida, transportada, una momentánea confusión. Fue, por un breve instante, como si se hubiese extraviado. No llegó a ser un sentimiento, sino una sensación, un brusco retroceso de la sangre y un vacío en la mente, pero que no pasó de ahí y que se esfumó en seguida.
Y hasta que no empezó a despuntar el día en la ventana, hasta que la gris claridad que precede al alba no empezó a perfilar los objetos de la habitación, hasta que no cantó la alondra, no pudo él darse cuenta de su increíble, tremendo error. Sólo entonces, tendido junto a la muchacha que dormía, mientras aún soñaba despierto y una vaga sonrisa de felicidad flotaba en sus labios, la claridad del amanecer fue revelando en toda su grotesca desnudez los uniformes de satín negro colgados de la percha, los delantales y las cofias, sólo entonces comprendió la espantosa realidad.
Estaba en el cuarto de una criada.
Elle n’etait pas jolie
elle était pire.
Víctor Hugo
Apenas si llegó a tener conciencia de las largas horas enfebrecidas que se habían acumulado aquí entre las tristes cuatro paredes de este dormitorio, y que tal vez algún día arroparon un sueño desamparado y enloquecido semejante al suyo: su primer impulso fue abofetearla.
Se incorporó bruscamente y se quedó sentado en la cama, anonadado, atónito, con los ojos como platos. Aparte la significación insolente y brutal que este amanecer le confería, el cuarto no tenía nada de particular: era pequeño, de techo muy alto, inhóspito, con un viejo armario de dos lunas, una mesita de noche, dos sillas y un perchero de pie. Sobre la mesita de noche había un despertador, un paquete de cigarrillos rubios, una novelita de amor de las de a duro y una fotografía enmarcada donde se veía, junto a un automóvil “Floride” parado frente a la entrada principal de la Villa, a Maruja con su uniforme de satín negro y cuello almidonado y a una muchacha rubia, en pantalones, que defendía sus ojos del sol haciendo visera con la mano: su rostro quedaba en sombras y no era fácil de reconocer. El de Maruja, en cambio, estaba perfectamente iluminado pero iniciando un movimiento hacia atrás, hacia la puerta abierta del coche, como si en el último momento hubiese pensado que cerrándola la foto quedaría mejor.