Últimas tardes con Teresa (42 page)

BOOK: Últimas tardes con Teresa
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Oyeron un trotecillo sobre el terrado: el niño corría hacia ellos desnudito, llegó, cogió el transistor, les miro un instante con sus enormes ojos líquidos, y se fue.

...mientras se dejaba caer muy despacio a los pies del elegante desconocido, doblando las rodillas poquito a poquito, sin fuerzas, la cabeza abatida sobre el pecho y las manos tanteando un apoyo en el vacío, mientras cae silenciosamente en medio del calor sofocante del taller, vencido por el sueño y la fatiga y el cada día más amenazante “yo no mantengo vagos” de su hermano, qué extraña y ajena resultaba entonces la ciudad, amor mío, qué recelosa parecía la gente, qué maulería en las voces, en el acento catalán, en las calles iluminadas, en las dos amigas que los jueves la llevan a la Plaza de Cataluña (las tres cogidas del brazo, comiendo helados y riéndose) en la tímida sonrisa del soldado y en su misma cabeza rapada (luego al crecerle el pelo vi que era rubio como un sol) recuerda los primeros besos en lo oscuro del jardín, el olor a pólvora quemada de los cohetes, a desinfectante en el agua de la piscina: pues era la misma romántica luna de la verbena pero sobre otros árboles, sobre otros besos, entonces ella era más joven y más tonta y durante todo el rato no pensó más que en el olor a cuartel que desprendía su sahariana y también en su dulce manera de hablar y en sus bonitos ojos azules de chico canario que han visto mucho mar, y cómo temía ella perderle, cómo se dio, cómo se engañó y fue engañada, qué malamente nos aferramos a cualquiera con tal de no quedarnos solas toda la vida; qué otra cosa podía hacer, di, ten en cuenta que muchas veces en la playa, con los niños de doña Isabel, ella ni siquiera tenía ánimo de hacerles jugar y menos de bañarse, piensa que se quedaba quietecita con su uniforme negro y su cofia, sentada torpemente sobre la arena y procurando no enseñar las piernas: durante meses y meses, después que él se fue para siempre, creía ver en sus rodillas una especie de marca, una señal, la sombra de las manos del soldado que nunca volvería a abrazarla en el Parque de la Ciudadela, a pocos pasos del cuartel, y la dominaba el oscuro temor y la vergüenza de que la señora viera escrito en su piel lo que él le había hecho. De vez en cuando llamaba a los niños para limpiarles los moquitos o para que no se acercaran demasiado al agua, sobre todo para que no molestasen a los señores que tomaban el sol en las hamacas, mientras en el Monte Carmelo tú sigues cayendo sobre el suelo del taller, doblándote lentamente hacia delante y bañado en un sudor frío, vas a desmayarte y nunca sabremos si fue verdad o sólo una estratagema de las tuyas para tocar el corazón del desconocido. Aquí en cambio todo fue siempre muy claro, aquí el alto y luminoso mediodía siempre estuvo lleno de risas francas y observaciones chocantes sobre el matrimonio, la familia, los negocios y ciertas señoras ausentes. Aprovechando que ella se distrae, amodorrada por el sol, o que rumia las consecuencias de tantas noches de locura, los chiquillos se acercan peligrosamente a la orilla. —Maruja. Señora... Los niños...—. Si era domingo, ella había ido a Blanes con la señora muy de mañana, en su coche, para oír misa juntas, y entonces era peor, porque tenerte en mi cama, sentirte junto a mí mientras duermes es lo único verdadero y hermoso que hay en mi vida. Pero éstas son las cosas que no se ven, las cosas que una no sabría explicar a la señora, llegado el caso, pues la señora ha sido como una madre para ella. Los demás familiares y algún invitado también han bajado a la playa a bañarse y ella mira, por la costumbre de mirar, estos grandes cuerpos lentos y tostados de los hombres, mira a la señorita y a sus amigas tendidas sobre toallas; de pronto, a veces, una repentina cordialidad las agrupa y las mueve a interesarse de veras por la chica, es tan hacendosa y tan mona, peinándose tiene mejor gusto que Nené Villalba, oh sí, mucho mejor que Nené Villalba, dónde vas a parar (la señorita Nené no vino ese día, claro) y le preguntan si ya tiene novio, ¿no?, ¿cómo es posible? Los chicos de hoy son una calamidad. Hablan y la miran, pero no la ven, parecen esas mujeres que, paradas frente a la luna de un escaparate, no ven más allá del cristal —llevan su propia imagen metida en el entrecejo, se tienen a sí mismas, escuchan constantemente su propia historia de amor que parece no tener principio ni fin—, digo, porque a una en el fondo qué le importa: te tiene a ti, y recuesta un momento la mejilla sobre la arena, de espaldas a la gente, y murmura: “Quizá venga esta noche”, pues nunca sabe cuándo llegará, saltará la ventana, la tomará violentamente en sus brazos... A veces llega con cara de fatiga y ojeras; sólo viene a dormir. El sol, el mar, las rodillas que la delatan: la señorita la mira con verdadero afecto, pero tampoco ella sabe nada. Todo empezó mal, y mal tenía que acabar: porque antes de este verano, mucho antes de haberle visto por vez primera en la verbena (en la calle, tan guapamente apoyado en tu coche, fumando y rumiando la manera de llegar hasta nosotras), mucho antes de doblar la cintura y caer desplomado sobre el sucio suelo del taller, cuando una servidora estaba aprendiendo a poner los cubiertos en la mesa y todavía hablaba por teléfono como asustada, él ya desplegaba astucias y trifulcas para que no le mandasen al pueblo. Allá va, subiendo por la ladera del Monte Carmelo con la bolsa de playa colgada al hombro. Anocheció mientras estaba en lo alto, muy quieto, contemplando la ciudad a sus pies. Seguramente, cuando su hermano le vio llegar de manera tan inesperada y le dijo: “¿Por qué has dejado sola a madre?”, y él contestó: “No la he dejado sola, se ha casado”, aún no podía saberse si mentía, pero se le notó el primer embuste al añadir que sólo había venido para hacerle una visita y conocer a la cuñada y a los sobrinos, y que se iría muy pronto— se habría dejado matar antes de volver a Ronda. Al cabo de unos días su hermano le dijo que no podía mantenerle de gorra y que en casa no había sitio para él. “Trabajaré, te ayudaré en el taller de bicicletas”, decía él. “No hay trabajo para los dos, el negocio va mal...” Fue su cuñada la que se apiadó, y por ella tuvo un colchón junto a los niños y un plato en la mesa durante el primer’ invierno. Noches enteras fuera de casa —las Ramblas, imagínate—, se pasaba horas colgado en la barra de un bar del barrio chino, dice que haciendo amistades, nunca fue muy hablador sobre este particular, cosa mala debía ser, tú aún no le conoces, Teresa. Se compró el primer traje. Inútil preguntarle de dónde sacaba el dinero: yo sé ganarme los garbanzos donde sea y como sea, dice siempre. En el taller sólo paraba un rato por la tarde, y en casa a las horas de comer, hasta que un día su hermano se cansó y dijo que no le aguantaba más; ahora verás como se tambalea y se cae: es mediodía y está dándole aire a una rueda de bicicleta, desnudo de cintura para arriba, sudando en medio del espantoso calor del taller. Su hermano le está pegando la bronca de siempre —que no mantengo vagos—, pero él no le escucha. Piensa en las cosas raras que últimamente ocurren en el taller (hay una motocicleta para reparar, pero en ella no hay nada que reparar) y es el preciso momento en que la esperada solución a todos sus problemas está cruzando el umbral: un hombre bien vestido, amable, educado, que luce un bastón de marfil, un distinguido y hermoso pelo blanco y lleva a su sobrina de la mano, una niña rubia. Nada más entrar, el desconocido se pone a discutir con su hermano (serenamente, sin alzar la voz, pero con una firmeza y autoridad que llamaba la atención, te dirá si le preguntas) acerca de una motocicleta que fue vendida sin su permiso. El mecánico no sabe qué responder, asustado, y el desconocido amenaza con exigirle un dinero que le debe desde hace mucho tiempo. Su enfado no le impide fijar su atención en la oscura espalda de un chico que está trabajando al fondo del taller, y pregunta quién es. “Mi hermano —dice el mecánico, y aprovecha la ocasión para cambiar de tema—: El chico se escapó del pueblo y ahora no hay manera de hacerle volver allí. ¡Qué pesado!” Mientras, él mira al señor por encima del hombro, con el rabillo del ojo —fue como una revelación, dice: aquel noble y distinguido cliente no podía ser otro que el rico destinatario de la motocicleta robada que su hermano ocultaba en el taller—, pero si le preguntas más detalles te dirá que solo vio amistad en sus ojos, comprensión y hasta dulzura, nada más porque repentinamente se le cayó la rueda de las manos y notó que le faltaba el aire y que se iba a caer como un fardo, te dirá que fue un mareo a causa del calor y el cansancio, que las piernas se negaron a sostenerle, que no pudo evitarlo... Oyó el golpe de su propio cuerpo dando de bruces en el suelo cuando precisamente creía poder alcanzar al señor con la mano y apoyarse en él, y cuenta que tuvo tiempo, antes de perder el sentido, de notar en su espalda la primera mano afectuosa que encontró en la ciudad —la niña, dije yo, tonta de mí, pero no, era su tío, que se había arrodillado junto a él para atenderle—. “Eso es debilidad, pobre chico”, dijo el señor, cogiéndole en brazos. Y el mecánico, apuntándole con el dedo: “Eso es comedia, le conozco” (y ahora fíjese usted, señorita: ¿cómo pudo oírles si estaba sin sentido?). Una mano blanca y fragante, que olía a agua de colonia, le golpeaba las mejillas para hacerle volver en sí. El mecánico aclaró que el chico ni siquiera era su hermano, solamente su hermanastro, y que no se sentía obligado con él; pero el señor le riñó por haber sido tan cruel y desconsiderado, y además le mandó al bar a por una copa de coñac, y a la niña la mandó a jugar a la calle. Dice que cuando recuperó el conocimiento, el amable señor le invitó a comer en su casa, y al otro día también, y le obligaba a ducharse y a lavarse con un jabón muy bueno de palmolive, y que desde entonces fue muy amigo de la niña; se pasaba días enteros en aquel chalet, y claro, empezó a conocer a todos los que formaban la cuadrilla de sinvergüenzas y que aparecían de tarde en tarde con maletas llenas de ropa, transistores, máquinas de retratar y de afeitar y no sé cuántas cosas más, sin contar las motos que iban a parar al taller y que él y su hermano desmontaban a piezas durante la noche; al principio sólo le permitieron ayudar en eso, era demasiado joven. Pero él no paró hasta hacerse el amo: después de conseguir, gracias al señor, que su hermano dejara de amenazarle con echarle de casa, empezó por acompañar a los muchachos en sus correrías nocturnas sólo para vigilar mientras ellos hacían el trabajo —eran tres: uno del Pueblo Seco, otro del Guinardó y un tal Luis Polo, que acabó en la cárcel—; era en verano y desvalijaban docenas de coches extranjeros. Dice que gracias al gran interés que el señor se tomó por él desde el primer momento (y lo dice riéndose) consiguió al fin que su hermano le dejara en paz e incluso que estuviera contento de él: se ganaba la vida estupendamente, se hizo el segundo traje —color crema, de verano, pero cruzado—. Qué oportuno desvanecimiento, él mismo lo reconoce y se pavonea muchas noches al contármelo, se ríe con esa risa golosa de los hombres cuando presumen de una conquista fácil, cuando están engañando a alguien en brazos de alguien: eran tan frescales, tan cínicos, tan descaradamente chulos algunos aspectos de su historia con la gente del Carmelo que ella, muchas noches, mientras se lo oía contar , mientras le acariciaba la cabeza apoyada sobre su vientre, en aquella cama bañada por la luna, tenía hasta como celos y sobre todo miedo, ese miedo que siempre tuvo por él, desde el primer día, y no exactamente a causa de sus delitos, que sus robos y el temor de verle en la cárcel es lo que a ella más la angustia, sí, pero no es eso: hay otra cosa en él, presiento otro delito cuya expiación podría ser la desgracia de toda su vida... Dios bendito, qué nube más negra, qué noche más larga, cógeme entre tus brazos y no me sueltes, amor mío, siempre te duermes tú el primero, pero presiento que esta noche...

Par un concubinage ardent, on peut deviner les jouissances d’un jeune ménage.

Baudelaire

El lento deterioro del mito trajo sus delicias, a pesar de todo: Teresa veía, tocaba y luego creía.

En cuanto a él, una semana después, la única señal visible de la pelea era una diminuta, rosada y demoníaca cicatriz en la ceja. Vagando por el barrio, acechando amigos para mendigar miserablemente diez o quince duros para ir tirando, aguantando, siempre con aquella sensación de dejar parte de sí mismo en ciertos rincones del Carmelo (sospechando ya, por lo menos, el turbio poder de rescate que pretendía ejercer la mirada garza de la Jeringa) consiguió todavía, a espaldas del Cardenal, que la muchacha le prestara cien pesetas una noche que fue a su casa para dejarse curar la ceja. Esta vez le costó un beso (presuntamente fraterno) y la promesa formal de llevarla a pasear en moto al día siguiente. Al salir, con el billete en el bolsillo, fue al bar Delicias y organizó una mesa de julepe a cuatro duros la puesta. Jugó hasta las dos y media de la madrugada, a puerta cerrada, y hubo suerte: las cien pesetas se convirtieron en cuatrocientas. Al día siguiente por la mañana le dio veinte duros a su cuñada —tuvo buen cuidado de hacerlo en presencia de su hermano—, con el resto se compró una camisa blanca y un frasco de colonia y luego fue a ducharse a los Baños Populares de la Travesera. Esa misma tarde, al entrar en el pequeño y desierto bar de Vía Augusta donde la universitaria le esperaba (desde primeros de septiembre no se citaban en la clínica, y él llevaba tres días sin ver a Maruja), Teresa le echó los brazos al cuello diciendo:

—Esta noche ponte elegante. Estamos invitados a cenar en casa de unos amigos.

—¿Los dos?

—Naturalmente. Se trata de tu empleo. ¿No te alegras? Para que luego digas que no me ocupo de ti.

—Yo nunca he dicho eso, Tere —protestó él—. ¿Has hablado con tu padre?

—Aún no, está en la villa. Lo que he hecho es empezar a tantear el terreno: esta mañana he hablado con Alberto Bori, un chico que estudiaba conmigo en la Universidad. Ahora trabaja en cosas de publicidad y distribución de libros, no sé exactamente, pero tiene algo que ver con la Biblioteca de Dirección y Administración de Empresas, uno de esos camelos de papá...

—¿Camelo?

—Bueno, un tinglado, ya sabes, papá está metido en negocios de ediciones comerciales y tal... No estoy muy enterada, no me interesa.

—Pues haces mal. Debería interesarte, es tu padre.

—Bueno, el caso es que Alberto sabe mejor que yo por donde se mueve papá, él nos informará. Además, los Bori son muy amigos míos. Escucha, verás lo que vamos a hacer... A las nueve te recojo en el bar del cine Roxy, no te retrases. Ponte corbata por si luego salimos a beber algo por ahí... ¿Cómo andamos de dinero?

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