Read Últimas tardes con Teresa Online
Authors: Juan Marsé
Teresa aceleró el paso, llegó junto a Maruja y se colgó de su brazo amistosamente. “Hola, mosquita muerta”, ‘dijo. La criada, que tuvo un ligero sobresalto, se echó a reír. “Sí, son el demonio —añadió Teresa, por los niños—. Pero ya te queda poco, mañana se van.” Maruja volvió a reír. Dijo que, en el fondo, les echaría de menos: con ellos se había divertido y no se había sentido tan sola. “Tienes razón, chica —dijo Teresa—a mí también empiezan a aburrirme estos veraneos que no se acaban nunca... Pero en Barcelona me aburro lo mismo. ¿Sabes una cosa?, tengo ganas de que empiece el curso.” Cogidas del brazo, mirando con una atención exagerada (de pronto no sabían qué decirse) donde ponían los pies, se internaron por el bosque siguiendo de cerca a los niños. Al fondo, por el lado de la villa, se oían las voces de los hombres.
—¿No te desnudas? —dijo Teresa cuando llegaron. Se quitaba el albornoz.
—Hoy no me baño.
Maruja distribuía las pequeñas palas y los cubos de juguete entre los niños, que en seguida se fueron corriendo hacia la orilla. El sol se escondía de vez en cuando detrás de una nube y soplaba una brisa algo molesta. Teresa se tendió sobre la toalla, con el libro abierto (“Hemos empezado a plantearnos la terrible pregunta: ¿será posible que nuestra civilización no sea la civilización?”, decía la compañera de Sartre citando a Soustelle) que dejó apoyado un momento sobre el vientre para mirar a Maruja.
—Maruja, quisiera preguntarte algo...
Se aseguró de que sus primos estaban a suficiente distancia y, quizá por un reflejo inconsciente de aquellos locos deseos que tenía de comunicarse con Maruja, hizo lo que muchas veces había hecho sola, aquí o en la terraza, pero nunca en compañía: se bajó los tirantes del bañador para exponer sus pechos a la caricia del sol. Los ojos de Maruja, que seguían las correrías de los niños por la playa, se posaron de pronto sobre los rosados pechos de su señorita sin mostrar ningún cambio de expresión: sus pensamientos estaban en otra parte. Luego, al darse cuenta, esbozó una leve sonrisa y miró a Teresa, que también sonrió.
—Chica, es un gusto —dijo Teresa, volviendo a abrir el libro—. ¿Te acuerdas, Maruja, cuando de niñas nos bañábamos en la balsa de la finca, los veranos...?
Maruja cogió un puñado de arena con aire distraído.
—Sí... ¿Querías preguntarme algo?
(“Proletario o intelectual —decía Simone— está radicalmente alejado de la realidad: su conciencia sufre pasivamente las ideas, imágenes, estados afectivos que en ella se inscriben por azar; ora los producen factores exteriores, por un juego puramente mecánico, ora los crea el sujeto mismo, presa de los delirios de la imaginación.”) Se decidió: en pocas palabras y en un tono desenfadado, le reveló a Maruja lo que había descubierto anoche. No quería herir los sentimientos de la muchacha ni dejar entrever un pudor de novicia frente a una conducta que, en el fondo, ella aprobaba. Lo único que hizo fue mostrar su disgusto y su sorpresa ante el hecho, que calificó de suicida, de que utilizasen la villa para sus citas.
Criatura, ¿no comprendes que el día menos pensado os van a descubrir? Si en vez de ser yo quien bajó anoche a la cocina llega a ser mamá o tía Isabel, figúrate la que se arma. ¿Quién es él, se puede saber?
Lo primero que hizo Maruja fue echarse a gimotear (no había entendido que la regañina no iba por lo que había hecho, sino por hacerlo en su cuarto) balbuciendo una serie de excusas en su nombre y en el de su novio que de momento confundieron a la estudiante, pero que luego ésta, al interpretarlas de acuerdo con una singular idea que ella tenía de los jóvenes obreros que se parten el pecho en la vida (había decidido que el novio de la criada tenía que ser forzosamente un obrero) habían de dejarla sorprendida y encantada.
—Nos casaremos, señorita... —empezó Maruja.
Teresa sonrió. Incorporándose, se deslizó hacia su amiga y la abrazó cariñosamente.
—Si no hablo de eso, Mari. ¿Por qué lloras? ¿Estás enamorada?
Maruja asintió con la ‘cabeza: “Tú..., tú no dirás nada ¿verdad?, no me descubrirás ¿verdad?” A veces tuteaba a Teresa, cuando estaban solas, nunca delante de alguien, y menos de la familia; sin embargo, pese a que hacía los imposibles por evitarlo, Maruja caía con frecuencia en el usted, arbitrariedad dictada por un respeto estúpido que irritaba a Teresa.
—No diré nada —prometió Teresa—. ¿Cuánto tiempo hace que os veis aquí, en tu cuarto?
—Unas semanas. Nos casaremos... Por favor, Teresa, no digas nada y yo le pediré que no vuelva más por aquí... Él es lo que es, pero es muy bueno, es como usted, muy así a veces,muy revolucionario, se enfada por cualquier cosa... Pero lo malo es que... yo creo que necesita esconderse, algunas veces, y que por eso viene a verme. Sólo por eso.
—¿Qué quieres decir?
¡Ay, señorita, no sé si debo...! No.me atrevo. Prométeme que no se lo dirás a nadie.
(“La mujer, que echa sangre y que alumbra, tendrá de las cosas de la vida un «instinto» más profundo que el biólogo. El labrador tiene de la tierra una intuición más justa que un agrónomo diplomado”, le había aclarado Simone.)
—Vamos, mujer, no seas tonta, ¿es que ya no somos amigas? ¿Por qué iba a esconderse tu novio, y de quién?
Estaba casi segura de saberlo, pero deseaba una confirmación. Aparentaba indiferencia, con el libro abierto ante sus ojos y la mirada perdida entre líneas: ciertamente, leía entre líneas, atenta a las palabras de Marujita de Beauvoir, compañera envidiable de Manolo Sartre o Jean Paul Pijoaparte, como se prefiera.
—Y bien...
—Es una cosa tan vergonzosa —decía Maruja—. Si algún día él llegara a saber que te lo he dicho se pondría furioso. Y además, que no se puede hacer nada, que es una desgracia...
—Pero bueno, hija, cálmate, ni que estuvieras hablando con mamá. Anda, cuéntame, que a lo mejor te puedo ayudar...
Maruja tragó saliva, miró a la señorita dos veces y por dos veces dijo que no con la cabeza. Teresa, que sostenía el libro con una mano y con la otra se apretaba el bañador sobre el pecho, suspiró y se tendió de espaldas otra vez, visiblemente afectada por la desconfianza de su amiga. “Como quieras, hija” (“todo burgués está prácticamente interesado en disimular la lucha de clases”, deslizó Simone a su oído).
Es ridículo —exclamó sin mirar a Maruja—. ¿Sabes que te digo? Que tú también tienes muchos prejuicios tontos, Mari.
Volvió a bajarse el bañador. Ahora el sol brillaba con fuerza. Notó una tibieza, una inyección de dulzura en la entraña de los senos, y, bruscamente, por una expansión nerviosa de sus manos, se los cubrió haciendo hueco con las palmas. Lo hizo con una especial premura, de autodefensa, pero sin pensar en nada: no sabía que, en realidad, una atmósfera sensual largamente deseada habíase adueñado de ella y de sus ideas —intuía vagamente que aquel muchacho, aquel obrero anónimo, al rondar la villa y su propia vida ociosa simbolizaba en cierto modo la evolución de la sociedad—. Cerró los ojos, quiso retener con las manos el calorcillo de los senos, y sus puntas, semejantes a uvas primerizas de color lila, asomaron entre sus dedos. Y de pronto tuvo la certeza; no supo si era la brusca irrupción del obrero en su mente o la misma caricia del sol lo que la hizo estremecerse hasta la raíz de los cabellos, pero algo la obligó a incorporarse; acaso fue lo que al fin Maruja, con una falsa decisión en la voz, le estaba confesando acerca de su Manolo; pero la criada se interrumpió nada más empezar, no se atrevió a pronunciar la terrible palabra (ladrón) que lo habría explicado todo, y el recuerdo del proyectado robo de las joyas de la señora, aunque todavía estaba en el aire, le arrancó un sollozo que disparó definitivamente la imaginación heroica de la rica universitaria.
Estaba segura —dijo Teresa como hablando consigo misma—. No sé por qué, pero estaba segura. ¿Cómo le conociste?
En la ver... en una reunión de amigos (“a ésta no le digo yo que es el mismo de la verbena, igual se cree que también allí se coló para robar algo”). Sí, en una casa particular.
—Es un obrero ¿no? Estaba segura. —No tenía ningún interés en oír la respuesta: ahora había un desaliento remoto en la voz de la bella universitaria, un leve asomo de nostalgia, como cuando de niñas le preguntaba a su amiga sobre ciertos detalles de sus apasionantes correrías con los chicos. Por algún motivo, acaso porque de pronto notó la presencia sobrehumana del joven obrero, se subió los tirantes del bañador precipitadamente—. ¿Te lleva a menudo a estas reuniones?
Pues no... ¡Ay, Teresa, yo bien le digo y le suplico que no lo haga, que es muy peligroso, que lo mejor sería casarnos y vivir tranquilos, pero él...!
—¿Dónde trabaja?
Maruja, sorprendida por el sesgo que tomaba el interrogatorio, iba a responder que desgraciadamente en ninguna parte, pero Teresa añadió:
—Y otra cosa: ¿tú le ayudas?
Maruja enrojeció de pura y santa indignación.
—¡¿Yo?! ¡Dios me libre...! Si es un loco, un desagradecido, que sólo se acuerda de mí para...! ¡Si me tiene harta, harta, harta!
Bueno, cálmate —dijo Teresa con aire pensativo—. Y no hables así. Hay cosas que tú no puedes entender, Mari.
—¿Yo...? ¿Y qué puedo hacer yo, pobre de mí? Le quiero, le quiero... ¡Y usted, usted, aún no sabe lo peor, señorita, la locura que se le ha metido ahora en la cabeza!
Iba a contar lo de las joyas. Pero la señorita no parecía escucharla; o mejor, la escuchaba y la miraba de una manera muy especial: la expresión de su rostro era la de una meló-mana: por un espejismo del entusiasmo imaginativo, miraba a la criada sin verla y atendía no exactamente a sus explicaciones, sino a cierta música que captaba entre las palabras. De pronto sonrió, rodeó de nuevo con el brazo la agitada espalda de Maruja (“todo se arreglará, chica, no te preocupes”) y luego se quedó mirando el mar con ojos soñadores. Ya estaba pensando en decírselo a Luis. Una sorpresa: el país no está tan mal como creen algunos, la vida no es tan monótona como se piensa desde esta agridulce almendra de nuestro veraneo, desde nuestra mala conciencia de señoritas. Se hacen cosas, se trabaja, se conspira. . Suspiró. Maruja no sabía qué hacer (luego recordaría una curiosa coincidencia: uno de los libros que halló sobre la cama de la señorita, al arreglar su habitación, se llamaba ¿Qué hacer?) y optó por recostarse de espaldas sobre la arena y secarse las lágrimas. En aquel momento se acercó por detrás uno de los niños, el mayor, con su pequeño cubo de plástico lleno de agua que vació sobre Teresa.
—¡José Miguel, estúpido! —chilló Teresa—. ¡No te acerques o te doy una bofetada! ¡Mira lo que has hecho!
Mojado el albornoz, la toalla, los cigarrillos, el libro de Simone de Beauvoir, los rubios cabellos y los soleados pechos de Teresa. Estaba furiosa. De pie ante ella, inmóvil, su primo se reía con el cubo en las manos. Teresa se abrochó definitivamente los tirantes del bañador. Maruja le hizo una seña al niño
—Ven, José Miguel. —Cuando le tuvo delante le quitó los mocos con un pañuelo, le ajustó el slip sobre la barriguita y lo despidió con un cariñoso azote en el trasero—. Vigila a tu hermanita, que no se acerque demasiado a la orilla. O mejor, ve a buscarla y venid todos. Jugaremos a prendas.
Teresa, mientras se secaba, miró a su amiga con ojos tristes. En silencio, le dio la vuelta a la toalla y se tendió de nuevo sobre ella. Maruja se dejó caer de espaldas sobre la arena. Su cabeza quedó a menos de un palmo de la de Teresa, y de vez en cuando, por el rabillo del ojo, veía aquel perfil tan bonito de la señorita, tan dulce, ahora con los rubios cabellos mojados, la mirada azul perdida en el cielo. ¿En qué estará pensando? ¿Ya no quiere saber nada más de Manolo? Claro. A ella nadie podía ayudarla.
—Fuma —dijo Teresa ofreciéndole los cigarrillos. Sus cabezas se juntaron sobre la llama violeta de la cerilla, inclinadas para resguardarla del viento: por unos segundos pareció que las dos estuvieran leyendo el mismo libro o compartiendo la misma curiosidad ociosa—. ¿Dónde vive?
—¿Quién? ¿Manolo?
—Sí.
—En el Monte Carmelo.
—¿El Monte Carmelo...? Ah, sí, ya recuerdo.
Sonrió de pronto, como si acabara de ocurrírsele algo divertido, y se disponía a seguir hablando cuando oyó a su espalda las voces de su padre y de su tío Javier; ninguno de los dos, a juzgar por sus risas, hablaba de los desmanes cometidos en la valla por las parejas domingueras e impúdicas que invaden las propiedades privadas. Maruja se levantó antes de que llegaran y fue a reunirse con los niños. Teresa comprendió que se iba para que no vieran que había llorado.
Todo aquello no era más que el resultado de unas emociones confusas y negligentes. Maruja se arrepintió de la confesión hecha a la señorita y desde entonces, cuando Teresa le preguntaba por su novio, sólo contestaba vaguedades. Notó que el trato que le dispensaba la señorita se hacía más flexible, más inteligente, por decirlo así, de lo que sus funciones en la casa merecían: a menudo sorprendía a Teresa observando sus quehaceres habituales (poner la mesa, por ejemplo, o responder al teléfono) con una extraña fijeza en la mirada, como si investigara en sus movimientos Dios sabe qué naturaleza íntima, una mirada que inmediatamente, al ser descubierta por Maruja, se transformaba en una sonrisa afectuosa o en un guiño de ojos que implicaba cierta complicidad. En cuanto a lo que bullía en aquella cabecita rubia en tales ocasiones, para la criada era un misterio. Cuando meses después en Barcelona, en invierno, quiso la suerte que Teresa pudiera ver de cerca al guapo murciano y cambiar con él unas palabras a través de la verja del jardín, aquella arrogante idea que ya un día en la playa se había hecho del joven obrero, al interrogar a Maruja, se instaló en su mente con la fuerza de un dogma. Antes había notado la feliz posibilidad deslizándose sobre ella de igual manera que los rayos del sol en sus pechos desnudos: como una caricia soñada; pero después de conocer al chico quedó convencida. Luis Trías no quiso creerla cuando ella le contó su maravilloso descubrimiento, por cierto con gran riqueza de detalles (adornó su versión con atrayentes elementos de un supuesto obrerismo activo que habría asombrado a la pobre Maruja) y para asegurarse, el prestigioso estudiante, que en estas cuestiones de identidad alardeaba de una grave responsabilidad
tout á fait
comité central, que impresionaba grandemente a Teresa, quiso hacerle nuevas preguntas a la criadita, la cual en esta ocasión dio una prueba definitiva, si no de su inteligencia, sí de ese instinto de conservación que caracteriza —fue lo que pensó Teresa— a los miembros disciplinados de las sociedades secretas: había hecho como que no entendía el sentido político de las preguntas. ¡Sin duda su novio le había prohibido hablar a nadie de sus actividades por razones de seguridad! ¿Quería Luis una prueba mejor que ésta?