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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (3 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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Esto decía Tupra y esto pensaba yo, mientras él me iba ilustrando. Intercalaba risas breves, le hacían gracia la foto y la situación, y es verdad que la tenían.

—¿Puedo mirar cómo la titularon? ¿Puedo darle la vuelta? —le pregunté, no fuera yo a ver sin permiso lo escrito por quien se la hubiera mandado en su día.

—Claro, adelante —me contestó con un ademán de generosidad.

Nada notable ni imaginativo ni chusco, la postal sólo rezaba ‘Loren Mansfiel’, The Ludlow Collection, llegué a ver eso, no me entretuve en intentar leer lo que le habían garabateado con rotulador tiempo atrás, dos o tres frases, algún signo de admiración bromista, con una letra quizá femenina, amplia, algo redonda, mi vista cayó sobre la firma un segundo, nada más que una inicial, 'B', podía ser Beryl, también sobre la palabra
'fear',
que es 'miedo' en inglés.

Una mujer con humor, si era mujer quien se la había enviado. De hecho con un humor sobresaliente, fuera de lo común, porque una foto como esa divierte sobre todo a los hombres y por eso me reí con ganas del aprensivo rabillo del ojo de Sofía Loren, de su encogimiento y recelo ante el victorioso e intimidatorio escote transatlántico, reímos al unísono Reresby y yo con la risa que une desinteresadamente, igual que aquella vez en su despacho, cuando le hablé de los posibles zuecos del tiranuelo elegido, votado, y del estampado de estrellas patrióticas que le había visto en la camisa por televisión, y al decir yo 'liki-liki', esa palabra cómica que es imposible escuchar o leer sin querer repetirla inmediatamente: liki-liki, ya está. Me había preguntado en aquella ocasión, al reparar en las risas que tanto desarman, en la suya y la mía unidas, si en el futuro quedaría él desarmado o lo quedaría yo, o tal vez los dos. Parte de aquel mañana estaba ya aquí, y de momento, me di bien cuenta, el desarmado era yo.

'Tiene cojones', pensé con grosería a lo De la Garza, con irritación; 'ha logrado que me ría desenfadadamente en su compañía. Hace apenas un rato estaba furioso con él y en realidad lo estoy aún, esto va a durar; hace muy poco más que he asistido a su brutalidad, he temido que matara a un desgraciado con frialdad metódica, que le rebanara el cuello sin razones de peso, si es que alguna lo puede ser; que lo estrangulara con su propia redecilla ridicula y lo ahogara en el agua azul; y he visto de cerca la paliza que le ha propinado sin recurrir a sus manos para asestarle un solo golpe, pese a los guantes puestos amenazadores.' Tupra no se había olvidado de ellos; lo primero que había hecho tras avivar el fuego había sido sacarlos del bolsillo de su abrigo y arrojarlos a las llamas con las tiras de papel toalla en que los había envuelto. Por fin se iba disipando el olor a cuero y a lana quemados o era predominante el de la leña, se habrían secado bastante desde nuestra salida del cuarto de baño de los discapacitados, 'La peste no durará', había dicho al lanzarlos con gesto casi maquinal, como depositar las llaves o las monedas al regresar de la calle. Los había conservado hasta poder destruirlos, eso no se me había escapado, y en su propia casa además. Era cauto hasta con lo que no había que serlo. 'Y ahora ya está tan tranquilo, enseñándome una foto chistosa y comentándola con jovialidad. (En el abrigo sigue la espada, cuándo va a sacarla, cuándo la guardará.) Y también yo estoy tan tranquilo, viéndole la gracia a la escena y riéndome con él, oh sí, resulta un hombre simpático, en primera en penúltima instancia, y no podemos evitarlo, tendemos a llevarnos, a caernos bien.' (Ya no lo resultaba en la última, pero esa no solía llegar, aquel día sí.) Rastreé rápida, mentalmente (algo era algo, aunque no mucho para mi recobrado enfado) el origen de la postal. Durante unos instantes hasta había perdido de vista qué hacía allí aquella foto, y qué hacíamos allí él y yo. No era una noche para reírse, y sin embargo nos habíamos reído juntos poco después de que él se convirtiera en
Sir Punishment.
O en el Caballero Venganza, quizá
Sir Revenge.
Pero en ese caso de qué se había vengado, era un exagerado, un drástico: de una nimiedad, de una estupidez.

Le devolví la postal, él estaba junto a mi butaca, de pie, mirando por encima de mi hombro cómo yo miraba a las dos actrices o símbolos sexuales pretéritos —uno mucho más remoto que el otro—, compartiendo o más bien contemplando mi inesperada diversión.

—¿Qué pasa con Jayne Mansfield? —le pregunté—. ¿Qué tiene que ver con Kennedy? ¿El Presidente Kennedy, supongo? ¿También fue amante suya? ¿No era Marilyn Monroe la que se cuenta que estuvo con él y no sé qué historia de un cumpleaños sensual? Mansfield debió de ser una imitación, ¿no?

—Oh, sí, hubo varias —respondió Tupra mientras volvía la foto al sobre, el sobre a la caja y la caja al estante, todo en orden—. Hasta en Inglaterra tuvimos una, Diana Dors, ¿no recordarás a Diana Dors? Fue casi sólo de consumo nacional. Era más basta, aunque no fea ni mala actriz, con cara un poco de bruta y cejas demasiado oscuras para su melena rubio platino, no sé por qué no se lo tiñeron todo igual. Yo la conocí, ya cuarentona; coincidíamos en locales del Soho que estaban de moda, a finales de los años sesenta o en los primeros setenta, ya empezaba a amatronarse entonces, había hecho siempre sus incursiones en la bohemia, creía que eso la rejuvenecía o la modernizaba. Sí
,
era más basta que Mansfield, y también algo más turbia, menos jovial —añadió como si lo hubiera sopesado un instante—. Pero de haber estado sentada a esa mesa de la postal, ya no sé quién habría asustado a quién. En su juventud tenía una figura de clepsidra. —E hizo con las manos el movimiento antiguo de muchos hombres para dibujar una mujer llena de curvas, yo creo que la botella de Coca-Cola imitó ese trazo en el aire y no al revés.
'She had an hourglass figure',
eso dijo Tupra en inglés. Hacía largo tiempo que no veía a nadie hacer ese gesto, también ellos caen en desuso como las palabras, porque casi siempre son sustitutivos de éstas y corren por tanto su misma suerte: de hecho son decir sin decir, a veces con gravedad y eran motivo de duelo, aún lo son de desafío y muerte. Y así hasta cuando nada se dice todavía se habla y se significa y se cuenta, qué maldición; si yo me hubiera tocado la papada dos o tres veces seguidas con el envés de la mano en presencia de Manoia, él habría comprendido el ademán italiano de menosprecio o de oídos sordos al interlocutor y habría desenvainado su espada contra mí, si acaso llevaba también él una oculta, quién sabía, a su lado Reresby parecía razonable y manso.

Sí, Tupra me estaba distrayendo con sus anécdotas, con su conversación o era cháchara. Yo seguía cabreado aunque se me olvidara a ratos, y deseaba mostrárselo, pedirle cuentas por su acción salvaje, más en regla, más en serio que durante nuestra despedida falsa frente al portal de mi casa en la Square o plaza, pero él me iba conduciendo de una cosa a otra sin centrarse del todo en ninguna, sin ir al grano de lo que me había anunciado o casi exigido que oyera, dudaba que finalmente fuera a contarme nada de Constantinopla o de Tánger, había mencionado esos lugares sentado al volante, se había especializado en Historia Medieval, quién lo hubiera adivinado, en Oxford, y en ese campo sí podía haber sido oficioso discípulo de Toby Rylands, que a su pesar fue Toby Wheeler durante breve tiempo, en su lejana y borrada Nueva Zelanda, lo mismo que del hermano Peter. También me había prometido Tupra unos vídeos que guardaba en casa y no en la oficina, 'no son para que los vea cualquiera', había dicho, y en cambio a mí sí iba a enseñármelos, de qué serían y por qué había de verlos, quizá yo prefiriera no tenerlos ante mis ojos nunca; podría siempre cerrarlos, aunque cuando uno decide hacerlo se cierren inevitablemente un poco tarde, un poco demasiado tarde para no vislumbrar algo y hacerse una horrible idea, y para no enterarse. O bien cree, una vez apretados, que la visión o la escena han concluido cuando aún no lo han hecho —el sonido engaña, y aún más engaña el silencio— y entonces los abre demasiado pronto.

—¿Qué pasó con Jayne Mansfield? ¿Qué tuvo que ver con Kennedy? —le insistí. No iba a permitir que siguiera errando, con divagaciones, no aquella noche prolongada por su exigencia; que pasara de una cosa principal a otra secundaria y de ésta a un paréntesis y del paréntesis a un inciso, y que, como hacía a veces
,
no volviera nunca de sus inacabables bifurcaciones, llegaba casi siempre un momento en que sus desvíos no alcanzaban senda, sino tan sólo maleza o arena o ciénaga. Tupra era capaz de entretener a cualquiera indefinidamente, de irlo interesando en lo que carecía de interés y era accesorio, pertenecía a esa rara clase de individuos que llevan el interés consigo o lo crean, cómo decir, ellos lo traen y reside en sus labios. Son los más escurridizos de todos, también los más persuasores.

Me miró con ironía, sé que cedió porque quiso, habría podido hasta guardar largo silencio, aguantarlo tanto rato como para diluir en el aire mis dos preguntas y así borrarlas, lograr que se perdieran como si no las hubiera formulado nadie y allí yo no estuviera. Pero estaba.

—Nada. Sólo que son personas marcadas por sus episodios finales. Exageradamente señaladas por ellos, hasta el punto de que las definen o las configuran y casi anulan cuanto hicieron antes, aunque fueran cosas importantes y no las fueron las de Mansfield. Esas dos personas habrían tenido motivo para padecer de horror narrativo, como tú dijiste de Dick Dearlove, si hubieran sabido lo que las amenazaba a su término. Tanto John Kennedy como Jayne Mansfield habrían sufrido de su propio complejo, K-M según lo llamamos, si hubieran adivinado o temido sus respectivas muertes. Claro que habría muchos más, qué sé yo, desde James Dean a Abraham Lincoln, desde Keats a Jesucristo. Lo primero que recuerda todo el mundo de ellos, casi lo único, es su final llamativo o anómalo, o demasiado temprano, o extravagante: Dean muerto a los veinticuatro años en accidente de coche, cuando tenía ante sí una extraordinaria carrera de estrella y el mundo entero lo adoraba; Lincoln asesinado por John Wilkes Booth, bien teatralmente, en un palco, al poco de ganar la Guerra de Secesión y de haber sido reelegido; Keats fallecido en Roma, de tuberculosis, a los veinticinco, la literatura se perdió tantos poemas; Cristo en la cruz, un adulto en toda regla para su época, un hombre hecho y derecho y si acaso algo tardío en su obra, pero malogrado, joven sin serlo desde el punto de vista de nuestros remolones y longevos tiempos. Ya te he dicho que si lo llamamos K-M fue por empeño de Mulryan. Habría servido cualquiera de estos otros nombres, y muchos más, no son pocos quienes deben su celebridad máxima o su ausencia de olvido a su forma de morir, o a su hora, cuando habría uno dicho que aún no les tocaba, o que era injusto. Como si la muerte entendiera de justicia o le preocupara impartirla, o quisiera entender, es algo absurdo. A lo sumo es arbitraria, es caprichosa, quiero decir que establece un orden que no siempre cumple, y elige o descarta: a veces viene resuelta y con todas las probabilidades, se acerca, nos sobrevuela, mira, y de pronto decide dejarlo para otro día. Mucha memoria ha de tener para acordarse de cada vivo sin que se le escape nadie. La suya es una tarea infinita, y aun así la lleva a cabo con minuciosidad ejemplar desde hace siglos. Qué eficaz siervo, que nunca se cruza de brazos ni se cansa. Ni se olvida.

Su manera de referirse a la muerte, de personalizarla, me hizo pensar de nuevo que tenía más tratos con ella de los habituales, que la había visto actuar muchas veces y acaso la habría encarnado unas cuantas. Aquella misma noche había ido resuelto hacia De la Garza, se le había acercado, lo había sobrevolado con su lansquenete como aquel helicóptero con sus aletas que nos asustó a Wheeler y a mí en su jardín junto al río: al final se había limitado a despeinarnos, él se había limitado a cortarle la falsa coleta y a hundirle la cabeza en el agua y a golpearlo, lo había dejado para otro día, como si fuera
Sir Death
efectivamente, en una noche de descartes. O quizá, como medievalista, aunque no practicante, Tupra estaba acostumbrado a la visión antropomórfica de los viejos siglos: la anciana decrépita con la guadaña o el Caballero Muerte con su armadura completa y su espada y su lanza, de quién la consideraría 'eficaz siervo', de Dios, del Demonio, de los hombres, o de la vida que sólo así se abre paso.

—Sé lo que le ocurrió, sé cómo acabó el Presidente Kennedy, como todo el mundo —le respondí—. Pero ignoro lo que le sucedió a Jayne Mansfield. De hecho lo ignoro casi todo sobre esa clepsidra apabullante. —Y, tras citarlo así humorísticamente, añadí una nota española a lo que había dicho—: Supongo que también habría valido para el complejo el nombre de García Lorca. No sería el mismo en nuestra evocación, no se lo recordaría ni leería de igual modo si no hubiera muerto como murió, fusilado y arrojado a una fosa común por los franquistas, antes de cumplir los cuarenta. Buen poeta como fue, no se lo añoraría ni ensalzaría tanto. —Desde luego, ese es otro caso bien nítido de final determinante, de muerte siempre presente que envuelve y arrastra al personaje —contestó Tupra sin hacerme demasiado caso; me pregunté si estaría suficientemente enterado de las circunstancias del asesinato—. Jayne Mansfield, a lo largo de su breve carrera brillante y su no muy extensa declinante, hizo cuanto estuvo en su mano y a buen seguro en su busto para atraer la atención de la prensa y hacerse autopropaganda. Siempre tenía las puertas abiertas a los reporteros, allí donde estuviera, también en los hoteles cuando viajaba, en las
suites y
aun en los cuartos de baño; le encantaba que vinieran a fotografiarla a su mansión de estilo español de Sunset Boulevard, en Beverly Hills, toda de color rosa y llena de perrillos y gatos, vestida con insinuantes prendas y en posturas provocativas, nada le parecía nunca ridículo ni desdeñable, recibía a cualquier idiota o malintencionado de la publicación más mediocre. Posó desnuda en
Playboy
un par de veces
,
se casó con un húngaro musculoso, mostraba con deleite su piscina y su cama, ambas en forma de corazón, al último aprendiz de provincias. Se divorció del forzudo y de algún otro marido, fue a Vietnam a animar a las tropas con sus picardías y sus jerseys ceñidos, y cuando hasta Las Vegas le quedó ya inalcanzable, erró por Europa con espectáculos de poca monta y figuró en películas italianas de Hércules. Se dio a la bebida, armó bulla, escandalizó laboriosamente, porque en el declive de su trayectoria lo conseguía a duras penas, se le hacía muy poco caso y ademas no estaba dotada. Se contó que se había hecho adepta a la Iglesia de Satanás, un disparate inventado por un tal Antón LaVey, su Sumo Sacerdote, un calvo con pueril perilla diabólica y cuernos postizos sobre la calva, de supuesto y falso origen húngaro o transilvano, ávido de publicidad igualmente y un farsante compulsivo: se reclamaba autor de la
Biblia Satánica,
plagiada de cuatro o cinco escritores dispares, entre ellos el famoso alquimista renacentista John Dee y el novelista H G Wells, bien rastreables; decía haber mantenido relaciones sexuales con Marilyn Monroe y no iba a ser menos con Mansfield. Fantasías ambas aventuras, pero ya sabes, la gente se cree cualquier bajeza de las celebridades, cualquier mal gusto. Él estaba loco por ella y ella lo llamaba a veces desde Beverly Hills, rodeada de amigos, para reírse y burlarse de sus demoniacos ardores, le calentaba la rasurada cabeza a distancia. Más tarde se rumoreó que el despechado LaVey le lanzó una maldición al amante de ella entonces, un abogado de nombre Brody, y aquí empieza la leyenda de la muerte de Jayne Mansfield. Viajaba una noche de junio de 1967, ya de madrugada, desde un lugar llamado Biloxi, en Mississippi, en uno de cuyos clubs actuaba en sustitución de su exuberante amiga y rival Mamie Van Doren, camino de Nueva Orleans, donde al día siguiente iba a ser entrevistada en un programa de la televisión local, se tomaba todas las molestias, nada le parecía insignificante. El Buick en el que se trasladaba iba atestado: un joven que conducía, el tal Brody, ella con tres de sus cinco hijos, los habidos con el musculoso húngaro, y cuatro perros chihuahua, no es de extrañar que se la pegaran. A unas veinte millas de su destino, el coche se empotró a gran velocidad contra un camión que había frenado al toparse con un lento vehículo municipal que rociaba las marismas con un insecticida antimosquitos, Mulryan hace hincapié siempre en este detalle sórdido, cenagoso y sureño.

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