La única mirada que podía seguirse o imaginarse era la de la Condesa, teniendo en cuenta que a la izquierda, pasada la elevada puerta que los distanciaba aún más (mero azar de la colocación de aquel mes), estaba colgado el retrato de su marido, hacia el que ella dirigía acaso aquellos ojos nada cálidos y quién sabía si decepcionados, o dolidos al recordar. 'Se retrataron por separado', pensé, 'el marido y padre solo, por un lado, la mujer y madre con los niños, por otro, dos tablas distintas, dos espacios estancos o aislados en vez de uno familiar y común para todos: más o menos como estoy yo, allí solo en Londres, mientras que Luisa permanece junto a Guillermo y Marina aquí en Madrid, sólo que ella sí está pendiente de nuestros hijos y ellos de ella, o así fue siempre hasta ahora, sería lamentable que ese Custardoy los estuviera alejando, a las mujeres les ocurre a veces, que de pronto no tienen ojos ni mente más que para el hombre nuevo que están conquistando o para el antiguo y amado que están perdiendo, y eso es lo único que pueden anteponer a sus criaturas de tarde en tarde y por lo que pueden relegarlas a segundo término pasajeramente, como tal vez esa Condesa fija su mirada en el soldado lejano que está fuera del cuadro y quizá de su tiempo, descuidando con ello a Troilo, Hipólito y Federico, que ya se han acostumbrado a que su madre no les haga apenas caso y viva obsesionada con el marido ausente, y tal vez a ellos los vea ya sólo como una cadena y un impedimento y un estorbo, no creo que ese pudiera ser nunca el caso de Luisa, aunque yo haya coincidido a menudo con la canguro polaca estos días, por algo será, o podría ser. Y desde luego ella no vive obsesionada conmigo, por muy ausente que yo esté. Probablemente yo le di algún motivo, pero fue ella quien me expulsó de su tiempo, y del de los niños'.
'Pedro Maria Rossi, Conde de San Segundo.
Hacia 1533-35', rezaba el cartel, y a continuación se hablaba del personaje: 'Pedro Maria Rossi (1504-1547) fue un brillante militar que sirvió a Francisco I de Francia, Cosme I de Medici y Carlos V ('Un mercenario o qué', pensé; 'a mi manera yo lo soy ahora también'). 'El retrato se pintó cuando militaba en el bando imperial, lo que explica la inclusión de la palabra "IMPERIO" y la proliferación de citas clásicas.' La mirada azul grisácea del Conde era aún más fría que la de su mujer, casi despreciativa, casi acerada y casi cruel, aunque resultaba más difícil imaginar que se la dirigía a ella que figurarse que la de ella iba a él. ('El podría ser
Sir Cruelty
', pensé.) Las barbas y el bigote largos lo avejentaban (sería un hombre de unos treinta años cuando posó) y dificultaban saber en primera instancia sí era bien parecido o sólo gallardo y severo, en segunda se veía que seguramente sí lo era (las tres cosas, quiero decir). La nariz, de trazo noble, se le veía bastante grande, más que la mía pero no tanto como la de Custardoy, que además era levemente ganchuda. Al igual que Santa Catalina y que Reresby, llevaba espada, a su izquierda (luego sería diestro), pero la suya estaba envainada y sólo asomaban la empuñadura y el áliger, no la hoja. Vestía un elegante atuendo de pieles y a la derecha se aparecía la estatua de un joven con casco y asimismo espada, presumiblemente el dios Marte. Las manos eran distinguidas, acaso de dedos demasiado finos para ser los de un guerrero. Pero casi lo más llamativo era la agresiva coquina con costura o pespuntes o como se llame eso (sería de cuero recio, no de enea o de mimbre como parecen la mayoría en los cuadros), visible y obscenamente dirigida hacia arriba, erguida —un recordatorio permanente de la erección—, mucho menos discreta y modesta, por ejemplo, que las que se les pueden ver al Emperador Carlos V y a Felipe II en sus retratos de cuerpo entero, pintados ambos por Tiziano, ahí en el mismo Museo del Prado. 'Quizá ese Conde, ese soldado, ese marido, no se corresponda conmigo', pensé, 'con el que ya se va o ya se fue; sino con el que está llegando o ya ha entrado y además es un violento que porta espada, con ese hijo de puta de Custardoy. Quizá la mirada de la mujer sea entonces de devoción y miedo y por eso parezca como paralizada y sin voluntad, son dos sentimientos tan dominantes y fuertes, juntos o por separado, tanto da, que pueden anular momentáneamente cualquier otro, los demás, incluso el del amor a los hijos. Ojalá Luisa no lo mire así, ojalá no le tenga miedo ni menos aún devoción. Pero eso, cómo lo mira ella a él, eso yo nunca lo voy a saber.'
Aparté la vista del cuadro una vez más y miré hacia Custardoy o hacia el que podía ser Custardoy y vi que él había desviado a su vez la suya y miraba hacia mi lado; durante un par de segundos tuve el convencimiento de que nuestros ojos se encontraron, pero el cruce fue tan fugitivo que cabía la posibilidad de que los dos hubiéramos echado simultáneamente un vistazo a la pintura que más o menos hacía pareja con la que cada uno teníamos delante, yo la de Pedro Maria Rossi y él la de Camilla Gonzaga con Troilo, Hipólito y Federico, hijos de ambos, allí llevaría Custardoy no menos de siete minutos garabateando palabras y trazos, desde que yo había reparado en él y seguramente estaba desde antes, eso es mucho rato para observar un solo cuadro. En ese par de segundos pude verle la cara de frente por primera vez, y al instante me produjo la impresión de un rostro obsceno y bronco y frío, con su frente amplia o con entradas, su bigote no muy poblado (pero oscuro como sus patillas) y su nariz no tan ganchuda como de perfil, lógicamente (sí, de pronto se me representó un cantante visto en televisión, de pelo largo, sería el de aquel grupo Ketama), y con unos ojos muy negros y enormes y algo separados sin apenas pestañas, y esa carencia y esa separación debían de hacer insoportable o quizá irresistible su mirada obscena sobre las mujeres que conquistara o comprara y acaso también sobre los hombres con que rivalizara. Eran ojos que asían, como manos, y una noche o un día se habían posado en la cara y el cuerpo de Luisa y la habían hecho su presa. ('Y unos ojos raros negros, no sé decirte en qué consiste, pero tienen algo raro, singular, para mí poco grato', me los había maldescrito Cristina.) Por eso, para que no les diera tiempo a fijarse en mí o no me asieran, me alejé de mi retrato del Conde, retrocedí unos pasos y me metí en una sala contigua, a la izquierda y a un nivel levemente más alto (sólo había que subir tres o cuatro escalones). Desde allí podría asomarme cada medio minuto o así para que Custardoy no se me escapara sin yo darme cuenta, y a la vez me exponía mucho menos a entrar en su campo visual de nuevo. En aquel primer relámpago de su rostro de frente me recordó a alguien que no era el cantante, a alguien que yo conocía personalmente, pero fue demasiado fugaz para saber a quién, o si el recuerdo era cierto.
La sala contigua era más o menos de dominación alemana. En ella estaba el famoso
Autorretrato
de Durero, y su
Adán
y su
Eva.
Pero la vista se me fue en seguida hacia un cuadro alargado y estrecho que llevaba viendo desde la infancia, entonces era normal que me impresionara y me diera cierto miedo teñido de curiosidad,
Las edades y la Muerte,
de Hans Baldung Grien, que también forma pareja con otro de sus mismos formato y dimensiones que se encuentra al lado,
La armonía
o
Las tres gracias.
En él la Muerte, a la derecha, tiene agarrada del brazo a una vieja, o enlazada, de la que tira sin violencia ni prisa, y la vieja le pasa el otro brazo por encima del hombro a una joven y con la mano izquierda tira de su vestimenta escasa, como si la arrastrara a su vez suavemente. La Muerte lleva la clepsidra en su mano derecha ('Una figura de clepsidra', recordé) y con la izquierda sostiene desmayadamente una lanza dos veces quebrada (casi parece un rayo sin trueno), sobre cuya punta cae o queda la mano de un niño dormido que yace a los pies del grupo, tal vez a él le falta mucho para agregarse a éste, se mantiene ajeno a sus transacciones. A su izquierda, una lechuza; al fondo, un paisaje solar que se diría lunar, sombrío, desolado y con una torre ardiente en ruinas; una inevitable cruz cuelga del cielo. Siempre me había preguntado, desde niño, si la joven y la vieja eran la misma persona a muy diferentes edades o si eran dos distintas, es decir, si la anciana tira de sí misma desde su juventud hasta su vejez, para dejarse arrebatar por la Muerte luego, o bien no, y entonces el asunto sería más enojoso y grave. Lo cierto es que les veía demasiado parecido: los ojos azules, la nariz, los labios nada carnosos, el mentón algo afilado, el pelo largo con ondulaciones, la estatura, los pechos no muy abundantes y más bien centrífugos, los pies, la figura entera, hasta la expresión presentaban semejanzas, o en todo caso no eran opuestos en modo alguno. La joven frunce el ceño con preocupación o fastidio, pero no con alarma ni con espanto, como probablemente le habría ocurrido de haber sido su arrastradora una desconocida, o tan sólo otra persona, aunque hubiera sido su madre. No lucha ni se debate ni trata de zafarse de la mano en el hombro, a lo sumo procura que no le arranquen del todo su vestimenta ligera. Por su parte, la vieja centra toda su atención en ella y no en la Muerte, y en su mirada hay una mezcla de gravedad, comprensión, firmeza y lástima, nunca inquina, como si le dijera a la joven (o a sí misma cuando era joven): 'Lo siento, pero no hay más remedio' (o 'Vamos, hay que seguir avanzando; te lo digo yo, que ya he llegado') . A la Muerte que la lleva del brazo no sólo no le hace caso, sino que tampoco se le resiste ni opone, mira más hacia su pasado que hacia su futuro, acaso porque —pese a las promesas de la cruz suspendida en el aire y de la torre infernal en llamas, con un boquete como de cañonazo— sabe que de futuro ya hay poco o nada.
'Y ahí está
Sir Death
o el Caballero Muerte', pensé, como corresponde a la tradición alemana e inglesa y en general germánica: es sin duda un varón, es
el
Muerte, porque aunque ya es cadavérico, un semiesqueleto con la piel tan pegada a los huesos que apenas los cubre —en realidad se diría que es un disfraz prestado para pisar el mundo, sobre todo si se mira a los ojos más hundidos que el resto—, se le ven unas hilazas de barba saliéndole del mentón, y otras que parecen diminutos tentáculos, más de jibia o calamar que de pulpo, asomándole por la zona del miembro y los testículos desaparecidos, ahora hay sólo un agujero donde debió de erguirse una coquilla un día. Lo que no es es el Sargento Muerte de la canción de Armagh
('And when Sergeant Death' s cold arms shall embrace me'
), un caballero en su plenitud, un guerrero brioso y fuerte y capacitado para arrancar vidas sin tregua, un profesional experto con sus fríos brazos disciplinados y atareados siempre, de hecho es la figura más débil y ajada de las tres del cuadro, o de las cuatro, con su lanza rota y sumisa, tanto que hasta la toca un niño desprevenido. Sin embargo hay determinación y energía en su escuálido brazo que agarra, y sobre todo es el dueño del tiempo, él tiene el reloj y sabe la hora y ve agotarse la arena o el agua, lo que contenga su instrumento, sus ojos rojizos están sólo atentos a eso y lo escrutan, no a la vieja ni a la joven, la hora es lo único por lo que él se guía, lo único que cuenta para este Caballero Muerte tan desnudo y decrépito como nuestra anciana latina de la guadaña, este
Sir Death
sin armadura ni yelmo ni espada.' Y me vino a la memoria el 'tic-tac tan descomunal' de aquel saloncito sepulcral en el cementerio lisboeta de Os Prazeres, que, según el viajero que 'con cierta indiscreción' lo descubrió y observó, 'era respecto al tic-tac normal lo que el grito es a la voz'; y me volvió la frase enigmática sugerida por la visión del reloj despertador que lo causaba —'de aquellos que se veían en las cocinas del tiempo de nuestros padres, redondo, con su campana en casquete esférico y dos pequeñas bolas por patas'—, la frase que decía: 'A mí me parece que es el tiempo la única dimensión en que pueden hablarse y comunicarse los vivos y los muertos, la única que tienen en común'. Quizá cuando toda la arena o toda el agua cayesen y marcasen el acabamiento de la vieja pintada por Baldung Grien que tal vez era también la joven, cuando las hubieran por fin enviado con los más influyentes y animados', aún hubiera que darle la vuelta al reloj o clepsidra para que iniciara el otro cómputo, el que mi paisano viajero se preguntaba cuál sería: si el tiempo que llevarían muertas o el que faltaba para el juicio final. Y si eran las horas de soledad, ¿contaría las ya pasadas o las que quedaban por pasar?