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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

Tu rostro mañana (4 page)

BOOK: Tu rostro mañana
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El choque fue tan violento que el techo del Buick quedó cercenado. Mansfield, el conductor y el amante murieron en el acto, sus cuerpos salieron despedidos a la carretera. Los tres críos, dormidos en la parte de atrás, sufrieron sólo magulladuras, y de los chihuahuas no hubo noticia, seguramente porque no les pasó nada y quizá escaparon.

—Tupra hizo una pausa, arrojó algo al fuego, para mí fue invisible, tal vez una mota que se había quitado de la chaqueta o una cerilla que no le había visto encender y que sostenía entre los dedos. Lo contaba todo como si fuera un informe que tenía en la cabeza, memorizado. Se me ocurrió que, dada su profesión, podía guardar centenares o millares de ellos, de lo sucedido y de lo posible, de lo comprobado y de lo aventurado, no sólo por él, sino por mí, por Pérez Nuix, Mulryan, Rendel y otros; y por otros también del pasado como Peter Wheeler y quién sabía si su mujer Valerie y Toby Rylands y hasta la señora Berry. Acaso Tupra era un archivo andante—. La ostentosa peluca rubia de Jayne Mansfield cayó sobre el guardabarros —continuó—, lo cual dio origen a dos rumores igualmente desagradables, y que probablemente por eso se instalaron en la imaginación de la gente: según uno, la actriz habría quedado escalpada en el accidente, su cuero cabelludo arrancado de cuajo como por un indio del Salvaje Oeste; según el otro, habría sido decapitada junto con el techo del Buick, y la cabeza habría rodado por el asfalto hasta caer a la zona pantanosa plagada de mosquitos y larvas, al borde de la carretera. Ambas ideas eran demasiado irresistibles para la malignidad popular: no era bastante que la mujer cuya abundancia adornó las paredes de los garajes, los talleres y los tugurios, los camiones y las taquillas de estudiantes y soldados durante un decenio hubiera muerto con gran violencia a los treinta y cuatro años, cuando aún era deseable pese a su veloz decaimiento y podía haber sacado más partido a sus esplendores; era mucho mejor si además había quedado calva y fea en la muerte, o grotescamente descabezada y con la cabeza en el fango. A la gente le gustan los castigos crueles, y los giros sarcásticos de la fortuna, y la desposesión repentina de quien lo tuvo todo, no digamos la desposesión absoluta que es la muerte inesperada, y todavía más si es con sangre.

'¿Por qué me habla precisamente de cabezas cortadas', pensé, 'cuando él ha estado a punto de segar una ante mis ojos, hace nada?' Y pensé que Tupra me conducía hacia algún lugar, más cercano que Nueva Orleans y Biloxi, con aquella truculenta historia. Pero no lo interrumpí con preguntas y me limité a citarlo, con aquella cita suya bien conocida desde nuestro primer encuentro:

—Y además todo tiene su tiempo para ser creído, ¿no es eso lo que tú piensas?

—No lo sabes tú bien, Jack, hasta qué punto todo lo tiene —me contestó, y reanudó su relato en seguida—: Fue entonces, tras su muerte, cuando LaVey empezó a presumir publicamente de su aventura con ella (ya sabes, los muertos son tan callados y no ponen objeciones), y a propagar en la prensa que el espectacular accidente se había debido a la maldición por él lanzada contra su amante Brody, de tal potencia que se la había llevado por delante a ella sin ningún miramiento, al ir a su lado, en el lugar del riesgo. Y la gente también adora las confabulaciones y los ajustes de cuentas, lo esotérico y lo peregrino y los peligros cumplidos. La mayoría de la gente niega el azar, lo detesta, la mayoría de la gente es tonta. —Recordé que le había oído decir lo mismo o algo parecido a Wheeler, quizá era una de las convicciones, una de las bases sobre las que nuestro grupo había trabajado siempre, al igual que todo Gobierno—. Si Jayne Mansfield se había fascinado o había coqueteado con la Iglesia de Satanás, nada menos, poco tenía de extraño que su agraciado rostro hubiera acabado así, en una ciénaga y mordisqueado por los bichos hasta que se lo recogieron; o bien con su célebre cabellera rubio platino desprendida del cráneo, había sido siempre su segundo rasgo más destacado después del que resulta conspicuo en la postal que te he enseñado. La chusma quiere explicaciones para todas las cosas —Tupra utilizó esa palabra,
'rabble'
, 'chusma', hoy tan mal vista—, pero las quiere ridiculas, inverosímiles, enrevesadas y conspirativas, y cuanto más lo sean más las acepta y se las traga y más la contentan. Incomprensible, pero ese es el estilo del mundo. Así que aquel mamarracho calvo y con cuernos fue escuchado y creído, hasta el extremo de que en quienes la recuerdan y aun la veneran (y no son pocos, échale un vistazo a Internet y te quedarás sorprendido), lo que prevalece de Jayne Mansfield no son sus cuatro o cinco divertidas comedias de Hollywood, ni sus dos clamorosas portadas de
Playboy,
ni sus voluntariosos escándalos libertinos, ni su mansión rosa demente de Sunset Boulevard, ni siquiera el hecho audaz de haber sido la primera estrella de la era moderna que enseñó las tetas en una película convencional americana, sino la tétrica leyenda de su muerte humillante para un símbolo sexual como ella, quizá provocada por un satanista, un depravado, un hechicero. Eso, irónicamente, causó más sensación y le trajo más publicidad que cuanto había inventado a lo largo de su vida para procurársela, renunciando a toda intimidad diariamente, no digamos a lo que suele llamar dignidad el agobiante común de las gentes. Fue una lástima que no pudiera disfrutar de los mil reportajes que hubo sobre su figura y sobre el suceso, ver las planas enteras dedicadas a su fallecimiento tan horrendo y novelesco. De nada sirvió que el ataúd en que se la enterró fuera asimismo rosa: su nombre quedó ya envuelto en el negro, en la negrura de una maldición mortal diabólica y de una vida pecaminosa coronada por el castigo, de una carretera lóbrega, rodeada de cieno, y de una linda cabeza separada de su voluptuoso cuerpo hasta el postrer fin de los tiempos. Y hoy, si no hubiera muerto de ese modo, con esos elementos atribuidos que encienden la imaginación de la chusma, estaría casi del todo olvidada. No lo estaría Kennedy, obviamente, si se hubiera limitado a sufrir un infarto en Dallas, pero no te quepa duda de que se lo recordaría infinitamente menos y con emoción sólo discreta si su nombre no se asociara al instante con su asesinato a tiros y con alambicadas conjuras jamás resueltas. En eso consiste el complejo Kennedy-Mansfield, en el temor a quedar marcado para siempre por la forma de terminar, desvirtuado, y a que la vida entera parezca haber sido sólo un trámite, un pretexto, para llegar a un acabamiento chillón que nos retratará eternamente. Ese peligro, ojo, lo corremos todos, aunque no seamos personajes públicos sino individuos oscuros, anónimos y secundarios. Cada cual asiste a su relato, Jack. Tú al tuyo y yo al mío.

—Pero no siempre es temor, lo que hay a eso —dije—. Hay quienes desean y buscan finales así, escénicos, espectaculares, incluso con recursos sólo verbales si no tienen otros a mano. No sabes cuántos escritores se han esmerado para pronunciar una memorable última fiase. Aunque sea difícil de calcular cuál va a ser de verdad la última, y más de uno la haya malgastado, al precipitarse y hablar a destiempo. Luego ya no se le ha ocurrido nada, o ha soltado una majadería, en el momento extremo.

—Oh sí, oh bueno. Siempre es temor. El que ansía ese final llamativo es porque teme no estar a la altura de su reputación, o de su grandeza, asignada por otros o por sí mismo a solas, qué más da. Aquel que siente el horror narrativo, según tus términos, como Dick Dearlove según tu criterio, teme que se le estropee la figura, o el cuento que se ha ido contando, tanto como el que se prepara un desenlace brillante y hasta teatral y hasta excéntrico, eso depende del carácter de cada uno y de la índole del borrón, que algunos confundirán con rúbrica, y la muerte es borrón siempre. Porque no es lo mismo matar a alguien que suicidarse que ser muerto por alguien. Ser verdugo que desesperado que víctima, ni víctima heroica que víctima estúpida. Dentro de lo malo de morir antes de tiempo, y además a lo bestia, a la Jayne Mansfield viva no le habría parecido desdeñable su leyenda de muerta, aunque sin duda habría preferido no llevar peluca en aquel viaje. Y no creo que vuestro Lorca ni aquel cineasta italiano rebelde y provocador, Pasolini, hubieran quedado insatisfechos del todo de la clase de borrón que les tocó en suerte, desde un punto de vista estético, o de nuevo narrativo si quieres. Eran artistas y eran algo exhibicionistas, y sus memorias se han visto beneficiadas por sus muertes injustas y violentas, casi asimilables al martirio, ¿no? Quiero decir por parte de los palurdos. Tú y yo sabemos que ni uno ni otro se sacrificaron por nada a conciencia, sólo tuvieron mala suerte.

Tupra había empleado dos veces la palabra 'chusma' y ahora hablaba de 'palurdos' (pero ya no recuerdo si lo que dijo fue
'boors' o yokels').
'No debe de tener en mucho a la gente', pensé, 'para que le salgan esos vocablos con tanta facilidad y desenvoltura, y con desprecio natural, no subrayado. Aunque en el último esté incluyendo a personas cultas y cursis, desde biógrafos hasta periodistas, sociólogos, literatos e historiadores, a cuantos en efecto ven como mártires de causas políticas y aun sexuales a aquellos dos asesinados célebres, aún más célebres por sus asesinatos. Reresby no debe de considerar gran cosa la muerte, no le parecerá extraordinaria; tal vez por eso me ha preguntado por qué no se puede ir por ahí administrándola, quizá la juzgue un azar más el azar él no lo niega ni lo detesta, ni requiere explicaciones para las cosas todas, a diferencia de la gente tonta, que necesita ver signos y concatenaciones y vínculos por todas partes. Puede que deteste tan poco el azar que no le importe fundirse en él de vez en cuando, y erigirse en
Sir Death
con su espada, y hacerse siervo del eficaz siervo. Él debió de ser un palurdo algún día, o mucho tiempo.'

—Tú no tienes en mucho a la gente, ¿verdad? —le dije—. Tú no tienes en mucho a la muerte. A la muerte de la gente.

Tupra se mojó los labios, no con la lengua sino con los propios labios, como si frotara uno con otro y eso bastara para humedecerlos, al fin y al cabo eran muy carnosos y extensos y algo de saliva llevarían siempre. Luego bebió de su copa, tuve la sensación inquietante de que se relamía. Me ofreció licor de nuevo, ahora sí acepté, el paladar como con oblea o con un velo, me sirvió de la garrafa hasta que dije con la mano 'Basta'.

—Ahora por fin vas llegando —me contestó, y eso me hizo pensar otra vez que me conducía, hasta cuando era yo el que le pedía cuentas era él quien conducía. Mal acusado y mal testigo. Me miró con complacencia desde sus ojos azules o grises, desde sus pestañas como medias lunas, el fuego les prestaba brillo—. Ahora vas a volverme a hacer reproches, por qué he hecho lo que he hecho y todo eso. Eres de tu época, Jack, demasiado de tu época, y eso es lo peor que puede ser uno, porque se pasa mal si uno sufre por lo que sufren todos, no hay resquicio cuando todo el mundo está de acuerdo y ve lo mismo, y da importancia a las mismas cosas, y las mismas le parecen graves y las mismas insignificantes. En la unanimidad no hay claridad ni hay respiro, no hay ventilación, ni en el lugar común tan compartido. Uno tiene que salirse de eso para vivir mejor, más cómodo. También más de verdad, sin la adherencia del tiempo en el que ha nacido y en el que va a morir, nada oprime tanto, nada nubla como ese sello. Hoy se da enorme importancia a la muerte individual, se hace una falsa tragedia por cada persona que muere, más aún si es con violencia, más aún si es asesinada; aunque el pesar luego dure poco, y la condena: nadie viste ya de luto y eso es por algo, rápido el llanto pero más veloz el olvido. Hablo de nuestros países, claro, en otros sitios de la tierra no se ve así, qué remedio les queda, si en ellos tienen las muertes incorporadas al transcurrir del día. Pero aquí es cosa tremenda, en el instante al menos. Tal persona ha muerto, qué horrible desgracia; tantas se han estrellado o han volado por los aires, qué catástrofe, o qué infamia. Los políticos tienen que multiplicarse para asistir a funerales y entierros y no hacer de menos a nadie, el agudo dolor, o es el soberbio, los reclama como ornamento, porque consuelo no dan ni pueden darlo, es todo aparatosidad, aspaviento, vanidad y rango. De los vivos, el rango, pomposos y exagerados. Y sin embargo, si bien se piensa, ¿qué derecho tendríamos, cuál es el sentido de quejarnos y montar un drama con algo que ha visitado a todo bicho viviente para convertirlo en bicho muerto? ¿Qué puede haber tan grave en eso, en algo tan sumamente natural, tan corriente? Sucede en las mejores familias, ya sabes, desde hace siglos, y en las peores no digamos, con aún menos intervalos. Sucede además todo el rato y lo sabemos perfectamente, aunque finjamos asombrarnos, y asustarnos: cuenta los muertos que se mencionan en cualquier telediario, lee la lista de fallecimientos de cualquier periódico, en una sola ciudad, Madrid, Londres, esa lista es larga todos los días del año; mira las esquelas, y son muy pocos los que las ponen, mira las necrológicas, aun menos quienes las merecen, una infinitesimal minoría, pero no faltan ninguna mañana. Cuántos perecen cada fin de semana en las carreteras y cuántos han muerto en las incontables batallas. No siempre se vieron como hoy las pérdidas, a lo largo de la historia, o más bien casi nunca. Se estaba más familiarizado y también más conforme, se aceptaban el azar y la suerte, buena o mala, se admitía estar expuesto a ella a cada instante; la gente venía al mundo y desaparecía, era lo normal, a veces nada más entrar en él, la mortalidad infantil ha sido enorme hasta hace ochenta o setenta años, como la de las madres en el parto, se despedían del hijo nada más verle la cara, si les quedaban ganas, o les daba tiempo a tanto. Las plagas eran frecuentes y casi cualquier enfermedad mataba, de las que ahora ni nos enteramos o ni nos suenan los nombres; había hambrunas, había guerras continuas y además eran verdaderas, de lucha diaria y no esporádica como ahora, y los generales desdeñaban las bajas, los soldados caían y no pasaba gran cosa, sólo eran individuos para sí mismos, ni siquiera tanto para sus familias, no se libraba ni una de los cadáveres prematuros, era la regla; los gobernantes ponían cara de circunstancias y efectuaban nuevas levas, reclutaban más tropa y la enviaban al frente a seguir cayendo, casi nadie rechistaba. Se contaba con la muerte, Jack, no había tanto pánico a ella, no era una calamidad insuperable ni una tremenda injusticia; era lo que podía llegar y con frecuencia llegaba. Nos hemos hecho muy blandos, tenemos la piel muy fina, creemos que esto debe ser para siempre. Deberíamos estar acostumbrados a la provisionalidad, a lo contrario. Nos empeñamos en no estarlo, y por eso es tan fácil meternos miedo, ya lo has visto, basta con desenvainar una espada. Y así llevamos las de perder ante quienes todavía ven a los muertos como meros gajes del oficio, a los propios y a los ajenos, como accidentes del día. Ante los terroristas, por ejemplo, o ante los narcotraficantes de altura, o ante los mañosos multinacionales. Así que sí, Iago. —No me gustaba cuando me llamaba por el nombre del encizañador; me resonaba sucio, no me reconocía (yo, que me reconozco en tantos)—. Hace falta que algunos no tengamos en mucho a la muerte. A la muerte de la gente, como has dicho con escándalo, te lo he notado pese al tono neutro, buen disimulo pero insuficiente. Conviene que algunos nos salgamos de nuestra época y miremos como en tiempos más recios, los pasados y los futuros (porque volverán, te lo aseguro, aunque no sé si tú y yo los veremos), para que no nos pase colectivamente lo que dijo un poeta francés:
'Par délicatesse j'ai perdu ma vie’
—Y se molestó en traducírmelo, ahí vi un restó del palurdo atrás dejado—: 'Por delicadeza he perdido la vida'.

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