Le miré los pies, los zapatos, como había hecho en uno de nuestros iniciales encuentros, temiendo que calzara cualquier aberración, botas cortas de color verde, piel de caimán como el Mariscal Bonanza, o hasta zuecos. No era así, llevaba siempre elegantes zapatos marrones o negros, con cordones, en modo alguno eran de palurdo, sólo resultaban dudosos los chalecos de los que rara vez prescindía, si bien se los veía más anticuados o fechados que nada, como un vestigio de los años setenta en los que él habría comenzado a asomarse a la vida en serio, quiero decir con verdadero conocimiento de causa y responsabilidades, o con sentido cabal de sus opciones. Había en él algo disonante, de todas formas: con su trabajo con sus gestos, con su entorno, su acento, hasta con su propia casa tan de inglés acomodado, tan de manual o de película cara, o de ilustración de cuento. Quizá eran los abundantes rizos sobre el abultado cráneo, o los caracolillos de las sienes aparentemente tintados, quizá la boca mullida y como carente de consistencia, un chicle aún no endurecido. Sin duda parecía atractivo a mucha gente, pese al elemento repulsivo en él, nunca sabía identificarlo del todo, aislarlo con exactitud, señalarlo, puede que no dependiera de un rasgo y que fuera más bien el conjunto. Quizá lo veía yo sólo, las mujeres no debían de captarlo. Ni siquiera las perspicaces como Pérez Nuix, acostumbrada a percibirlo y adivinarlo todo, con la que seguramente se había acostado. Eso tendríamos ya en común, Tupra y yo, o era yo y Reresby. O Ure, o Dundas.
—Y en vista de eso te permites darle una paliza y un susto de muerte a un pobre idiota inofensivo, y además con mi ayuda; si llego a saber lo que le preparabas. Por nada, porque sí, porque no hay que tener en mucho a la muerte. No puedo estar más en desacuerdo. Creo que ese verso es de Rimbaud —añadí para acomplejarlo, ya me había comido demasiado terreno. Me arriesgué, no estaba seguro en absoluto.
Pero él no atendió al dato; yo era culto, conocía lenguas, había enseñado en Oxford en el pasado, no me concedió ningún mérito. Qué menos, que yo reconociera una cita. Rió con sequedad, una sola vez, como si imitara amargura.
—No hay nadie inofensivo, Jack. Nadie —dijo—. Y no pareces tener en cuenta que la culpa ha sido tuya. Piénsalo un poco.
—¿Qué quieres decir? ¿Por haberle dejado acercarse, congeniar con la señora? Ella estaba deseando ser cortejada, por el primer mameluco, por quien fuese. No te remontes tan lejos. Tú mismo me lo advertiste. —Se me había quedado rondando la palabra desde que me la confirmó Manola en italiano, y las palabras no se disipan hasta que uno las suelta cuantas veces haga falta. Claro que en inglés sonaba más rebuscada,
'mameluke'
e inapropiada, ni siquiera tiene nuestro más frecuente significado.
—No sólo por eso. Te pedí que los encontraras, que trajeras a Flavia de vuelta, que no te entretuvieras y que quitaras de en medio a ese Garza. No fuiste capaz de hacerlo. Tuve que ir yo en vuestra busca y arreglarlo. Y todavía te quejas. Para cuando di con ellos, Mrs Manoia ya tenía la mejilla marcada. Si yo no me hubiera ocupado, la cosa habría sido peor, no conoces al marido, yo sí. No podía limitarme a hacer que expulsaran al español de mierda. —Pensé que se olvidaba a veces de que yo también lo era, español, tal vez de mierda. Con una señal, con una herida en la cara de Flavia, eso a él no le habría bastado. Se habría ido por tu amigo y le habría arrancado un brazo con suerte, si es que no la cabeza. Me reprochas estupideces sin la menor importancia, vives en un mundo minúsculo que apenas existe, a resguardo de la violencia que ha sido la norma en todo tiempo y lo es en casi todas partes, es como tomar un interludio por la función entera, no tenéis ni idea, los que nunca salís de esta época ni de estos países nuestros en los que hasta anteayer mandó también la violencia. Lo que hice no fue nada. El mal menor. Y por tu culpa.
El mal menor. Así que Tupra pertenecía a esos hombres inconfundibles que siempre han existido y que también conozco en mi tiempo, son siempre tantos. A los que se justifican diciendo: 'Fue necesario y evité así un mal mayor, o eso creía; otros se habrían encargado de hacer lo mismo, sólo que con mucha más crueldad y más daño. Maté a uno para que no mataran a diez, y a diez para que no mataran a cien, no me corresponde el castigo, sino que merezco un premio'. O bien a los que responden: 'Fue necesario, defendía a mi Dios, a mi Rey, mi patria, mi cultura, mi raza; mi bandera, mi leyenda, mi lengua, mi clase, mi espacio; mi honor, a los míos, mi caja fuerte, mi monedero y mis calcetines. Y en resumen, tuve miedo'. El miedo, que exculpa tanto como el amor, del que es tan fácil decir y creer 'Es más fuerte que yo, no está en mi mano evitarlo', o que permite recurrir a la frase 'Es que yo te quiero tanto', como explicación de los actos, como coartada o disculpa o atenuante. Quizá pertenecía incluso a los que aducirían: 'Ah no, fue la época, quien no la haya vivido no puede entenderlo. Ah no, fue el lugar, era malsano, era oprimente, quien no haya estado allí no puede ni figurarse nuestra enajenación y su hechizo'. No sería, en cambio, al menos, de los que escurrirían todo el bulto, él nunca pronunciaría estas otras palabras: 'Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas del sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de la que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno'. No, Tupra no llegaría a esa bajeza a la que yo sí he llegado a vecces
,
para contarme algunos pasos. Pero entonces preferí no adentrarme en estos aspectos, sino que contesté a lo último que me había dicho:
—Yo trabajo para ti, Bertram, pero en lo que trabajo. No me pidas más. Yo estoy para interpretar y dar informes, no para reducir a gañanes borrachos. Ni siquiera para entretener a señoras declinantes, y clavármelas hasta el esternón en el pecho.
Tupra no podía evitar que le hiciera gracia lo que se la hacía. Hasta ahora no nos habíamos dado ocasión de comentar el suplicio, menos aún de reírnos, o él de mí, por mi mala suerte y mi estoicismo imperfecto.
—Picos duros, ¿eh? —Y soltó una carcajada sincera—. Ni loco habría aceptado yo su invitación al baile, con esos bastiones. —Dijo
'bulwarks’
quizá sería más ceñida su traducción por 'baluartes'.
Lo había logrado otra vez. También a mí me hace gracia lo que me la hace. No pude reprimir la risa, el enfado se deshizo momentáneamente, o se aplazó cuando ya no tocaba. Durante unos segundos reímos los dos a la vez, juntos, sin dilación ni adelanto, con la risa que une a los hombres desinteresadamente entre sí y que suspende o disuelve sus diferencias. Lo cual significaba que, pese a mi cabreo y a mi aprensión en aumento —o era ya malestar, aversión, repugnancia—, yo no le había retirado la mía del todo. Quizá llevaba camino de racionársela, pero no me había sustraído aún a ella ni se la había negado. No del todo, aún, la risa.
Tendríamos eso en común, habernos acostado con la joven Pérez Nuix ambos, estaba casi seguro aunque no se me había ocurrido preguntárselo, a él ni aún menos a ella, y eso que compartir una cama despiertos marca arbitrariamente la frontera entre la discreción y la confianza, entre el secreto y las revelaciones, entre el deferente silencio y las preguntas con sus respuestas o con sus evasivas a veces, como si entrar en el cuerpo de otro con brevedad suprimiera, además de las físicas, otras barreras de paso: biográficas, sentimentales, sin duda las del disimulo o la precaución o reserva, es algo absurdo que dos personas, tras enlazarse, se sientan más facultadas o impunes para indagar en la vida y los pensamientos del que estuvo encima o debajo, o en pie de espaldas o de frente si la cama no hizo falta, o para relatarlos prolijamente, verbosos y hasta abstraídos, hay quienes follan con alguien sólo para rajar luego a destajo, como si se hubieran ganado una patente en el entrecruzamiento. Eso me ha molestado a menudo en mis aventuras ocasionales, de una sola noche o mañana o tarde, y todas son así en primera instancia, mientras la repetición no se aparece, todas son así cuando se inauguran y no se sabe si se clausurarán acto seguido, o lo sabe una de las partes, al instante lo sabe y se lo calla educadamente y da lugar al malentendido (la educación es un veneno, nos pierde); finge que eso no va a interrumpirse en seguida, sino que en efecto algo se ha abierto que no tiene por qué cerrarse, y entonces a lo que da pie es a un gran engorro. Y a veces lo sabe uno antes incluso de la entrada en el nuevo cuerpo, sabe que quiere probar sólo esa vez, cerciorarse, quizá jactarse para sus adentros o escandalizarse de sí mismo, y hasta puede que anotar el dato con vistas a rememorarlo o es más bien a recordarlo; o aún más tenue, a tener constancia: 'Esto ha ocurrido en mi vida', podrá decirse uno ya siempre, sobre todo en la vejez o en la edad madura, cuando el pasado invade mucho el presente y éste, desinteresado o escéptico, mira rara vez ya hacia adelante.
Sí, me ha fastidiado a menudo que luego me hayan expuesto sus características e interioridades, que me hayan dibujado un retrato de sus personalidades, desviado inevitablemente, o que hayan intentado singularizarme ('Nunca me había pasado esto con ningún hombre'), en parte para halagarme y en parte para salvar su reputación que nadie había puesto en entredicho. Me ha irritado que a partir de ese momento se hayan movido por mi casa, si en ella estábamos, con excesiva familiaridad o soltura y actitud apropiativa ('¿Dónde tienes el café?', por ejemplo, dando por sentado que yo guardaba café y que podían hacérselo ellas directamente; o bien 'Voy al cuarto de baño', en vez de preguntar si pueden ir a él, como habrían hecho un rato antes, aún vestidas o sin todavía ensartarse; una exageración, este verbo). Me ha sublevado que se hayan dispuesto a dormir una noche entera en mi cama sin ni siquiera consultármelo, dando por descontado que quedaban invitadas a demorarse en sus sábanas por haber yacido sobre su colcha un rato o haber apoyado las manos en ella para procurarse equilibrio mientras permanecían de pie, inclinadas, de espaldas a mí,
more ferarum,
subida la falda, los tacones firmes de los zapatos puestos. Me ha airado que uno o dos días después se presentaran sin avisar en mi casa, para saludar cariñosa y espontáneamente, pero en realidad para repetir con premeditación y asentarse, con la seguridad infundada de que les franquearía el paso y les dedicaría tiempo a cualquier hora y en cualquier circunstancia, estuviese o no atareado, acompañado o no de otras visitas, contento o arrepentido (pero más probablemente olvidado) de haberles permitido poner pie ayer en mi territorio. Deseoso de estar solo o echando de menos a Luisa. Y me ha reventado que me llamaran por teléfono más tarde diciendo 'Hola, soy yo', como si el trato carnal ya pretérito confiriera exclusividad o unicidad, o acentuara la identidad, o garantizara un alto grado de ocupación de mis pensamientos, o me obligara a reconocer una voz de la que acaso —eso con suerte— brotó sólo un gemido, o unos cuantos educadamente.
Pero lo que más me ha enfurecido, a veces, ha sido sentirme en deuda (absurdamente, en estos tiempos) por haberme acostado con ellas. Sin duda un vestigio de mi época de infancia, cuando aún se consideraba que el interés y la insistencia venían del varón siempre y que la mujer cedía, o aún es más, concedía u otorgaba, y era ella la que hacía un regalo valioso o un favor grande. No siempre, pero con demasiada frecuencia, me he juzgado artífice o responsable último de lo habido entre ellas y yo, aunque yo no lo hubiera buscado ni anticipado —si es que no lo he visto venir en la mayoría de las ocasiones, no me lo he maliciado—, y he supuesto que lo lamentarían nada más concluirlo y yo retirarme o hacerme a un lado, o mientras se volvían a vestir o se alisaban la ropa y se la enderezaban (hubo una casada que me solicitó una plancha: hecha un acordeón su ceñida falda, marchaba directamente a una cena de matrimonios muy finos sin poder pasar antes por casa; le presté mi buena plancha y salió muy ufana, su prenda silenciosa y sin huella de sus avatares), o si no más adelante, cuando se quedaran a solas y meditabundas, o rememorativas, mirando la misma luna a la que yo no haría caso, desde sus ventanas sentidas como nupciales de pronto, en la duermevela de la madrugada.
Y así he tenido a menudo el impulso de compensarlas en el instante, mostrándome delicado, paciente o propenso a escucharlas; atendiendo suavemente a sus cuitas o sosteniéndoles su cháchara; velando su desconocido sueño o haciéndoles caricias que no venían a cuento y que a mí no me salían, pero que me sacaba; fraguando enrevesadas excusas para irme de sus casas antes del amanecer, como un vampiro, o para salir de la mía en plena noche y darles así a entender que no podían pernoctar en ella y que debían vestirse y acompañarme abajo y conducir sus coches o coger un taxi (y he pagado de antemano al chófer), en lugar de confesarles que ahora ya no quería seguir viéndolas más, ni oyéndolas, ni respirar adormecido a su lado. Y alguna vez el impulso ha sido de recompensarlas, simbólica y ridículamente, y entonces les he improvisado un regalo o les he preparado un buen desayuno si la hora llegaba y nos encontraba aún juntos, o he accedido a un deseo que estuviera a mi alcance cumplirles y que hubieran expresado no a mí sino al aire, o a una petición sí a mí, pero implícita o no formulada, o lo bastante distanciada en el tiempo para no resultar asociable, o sólo si uno se empeñaba en vincular verbo con carne. No, en cambio, si la petición era explícita y cercana, porque en esos casos no he logrado sustraerme a una desagradable sensación de transacción o de cambalache, que falsificaba el conjunto y lo tornaba sórdido, o de hecho lo suprimía, como si no hubiera sucedido.
Quizá por eso Pérez Nuix me pidió su favor mucho antes, cuando aún no había pasado por mi cabeza que aquella noche pudiéramos acabarla tan cerca, y aun alcanzar la mañana sin habernos desprendido del todo, uno de otro. O bueno, sí había cruzado mi pensamiento, pero no como posibilidad posible sino como improbabilidad hipotética (ocurrencias en la recámara, saber que uno aceptaría lo que en modo alguno va a darse), y la primera vez había sido mientras ella bajaba y subía las cremalleras de sus botas y se secaba con mi toalla, y se le soltaba el punto de una media que degeneró en carrera ancha y larga, y sus muslos se mostraban sin preocuparse y al hacerlo no me excluían. 'Ella no me descarta, no es más que eso', había pensado. 'Nada más, eso es todo, soy yo quien se fija y lo tiene en cuenta. En realidad no es nada.' Y también: 'Y todavía medía un abismo entre el deseo y el no rechazo, entre la afirmación y la incógnita, entre la voluntariedad y la pura ausencia de planteamiento, entre un "Sí" y un "Puede", entre un "Ya" y un "Veremos" o es menos que eso, es un "En fin" o un "Ah bueno" o es ni siquiera pensarlo, un limbo, un hueco, un vacío, no me lo planteo ni se me ocurre ni tan siquiera ha cruzado mi mente'. Para ella yo era aún invisible cuando me pidió el favor, o lo fui toda la noche, y aun por la mañana. Excepto quizá el breve rato de noche en que me puso sobre las mejillas las palmas bien abiertas de sus manos como si me profesara afecto, los dos tumbados y metidos ya en mi cama para dormirnos, las palmas suaves; en que me miró a los ojos y me sonrió y se rió y con delicadeza me cogió la cara, como a veces hacía Luisa cuando su cama era aún la mía y no teníamos todavía sueño, o no el bastante para darnos las buenas noches y la espalda hasta la mañana.