Jorge ordena otra vuelta de bebidas. No logra sacarse la rigidez causada por la larga separación llena de culpas. David ni siquiera le escribió cuando su único hijo, Jonatán, cayó en una emboscada de Al Fatah “mientras delante del tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío”.
La conversación aburre a Olga porque muchas situaciones le son desconocidas y, para colmo, se deleitan metiendo palabras hebreas sin ton ni son en cualquier párrafo, como tics. Si
tiul
quiere decir paseo, ¿por qué diablos no dicen “paseo” en vez de
tiul?
Eso de hablar en híbrido me fastidia. —No te das cuenta —le responde Jorge al oído— cuánta vibración producen esas palabras sueltas; es como si te trasladaran a otra parte; estás aquí pero es otra parte; paseo es cualquier paseo;
tiul,
en cambio, es el tipo de paseo que hacíamos en grupo, el que esperábamos hacer en Israel, ¿me explico?; es el pasado y el futuro a la vez, emoción doble, más que doble: distinta. Pero Olga insiste: ¿por qué no estudiaste hebreo?; te conformás con las muletas; hablar en híbrido es hacerlo con muletas.
Raúl propone cruzar a la playa.
La animada reunión en torno de David tijeretea años. Salen a la noche flagrante de mar. Atraviesan filas de palmeras y hunden los pies desnudos en la arena blanda. Lanzan exclamaciones. Uno empieza la canción. Se sientan en ronda bajo las asombradas estrellas, como en los tiempos en que se juramentaban construir un hombre nuevo convirtiéndose en judíos nuevos. Los rostros plateados vuelan junto a sentimientos que se desperezan de la modorra, que resuman alegría. Jorge entusiasma a Olga, luego olvida a Olga. Renacen anhelos heroicos, infantiles, potentes; manejar el tractor y empuñar el fusil, como Uri en aquella foto, o como Isaac en el cuento de Agnon o como Daniel en la crónica que leyeron en un festival. En rondas como ésta David había contado la lucha épica contra el león británico, ese león del Mandato hipócrita, y la lucha de los guerrilleros judíos contra los nazis en Europa y, simultáneamente, la resistencia contra las bandas progromistas del Mufti, y la otra guerra, la más larga e incomparable, que edificaba el país, fertilizaba el desierto, inventaba caminos, desecaba pantanos, hacía brotar puestos sanitarios como fortines, resucitaba un idioma condenado.
Olga apoya su cabeza sobre el pecho de Jorge igual que Débora sobre el de su marido, dejándose finalmente llevar por esa corriente de sentimientos ingenuos y titánicos. Débora goza la nostalgia. Olga escucha el repiqueteo cardíaco de Jorge. En su familia no resonaron tradiciones ni conflictos ideológicos como en la de Jorge, a quien por un lado le inculcaron la identidad judía y por otro lo impulsaron a triunfar en el medio no judío; entre las humillaciones externas y el espoleo interno Jorge fue presa fácil del proselitismo sionista; pero el mandamiento opuesto no le dejó avanzar hasta las últimas consecuencias. Tras navegar en las aguas calientes de la redención colectiva, emprendió la marcha vulgar del progreso burgués. Trastrocó el “sionismo de oro” en “oro para sí mismo”. Lo altruista se hizo egoísta. Y así como durante el enardecimiento juvenil anidaba el cálculo adulto, en este último subyace —vergonzante y amonestado— el viejo ideal.
Encienden una fogata. Las alegres lenguas de fuego empiezan a despedir tules de añil y de sangre: se enroscan en la pirámide de ramas secas y enseguida se alargan en viboreante manojo, como si los astros fueran lentejuelas imantadas que las tironeasen hacia arriba. Las palmeras de la playa acercan y alejan sus copas. Un amplio círculo de arena cobra vida en la noche. Es toda una enorme cápsula iluminada la que ha desgarrado la quietud. Muchos ojos centellean reflejando las acrobacias del fuego. Y de los labios estremecidos brota una sabia, irónica, vieja canción del nunca viejo Atahualpa Yupanqui que aprendieron en fogatas similares junto con viejas y sin embargo nunca viejas canciones sobre pioneros judíos alegrándose con el agua que descubren y almacenan en el desierto, y defendiendo las fronteras y arando el páramo y estirando los brazos generosos para recibir a los hermanos perseguidos como ellos. Los viejos amigos estiran ahora los brazos buscando el hombro vecino para apoyarse y brindar apoyo y abandonarse en un balanceo amoroso al ritmo de la música que atraviesa las mentes y los años.
La ronda fraterna ondula alrededor del fuego, y se alimenta con las extrasístoles de un verso rebelde que pellizca una rodilla hasta que la ronda entera se eriza de cuerpos que empiezan a danzar, girar, saltar al compás de un ritmo creciente, belicoso, que hierve en las cabelleras arremolinadas. Los pies tajean la arena y las puntas de los dedos arrojan a las llamas nubes de granos. La fogata responde con el eco de su crepitación. La voz sobresaliente de David acentúa el vértigo. La rueda humana gira con frenesí en torno del fascinante centro de ignición; ya no bastan el canto desaforado ni la danza para satisfacer el desborde y Raúl se arranca la camisa que ofrenda a las llamas con un grito triunfal provocando un instante de asombro que desemboca en un redoblado ímpetu, ciego, descomunal, y es ya Jovita quien rompe los botones de su blusa para que también alimente las carcajadas del fuego. Se sienten fuertes, alados, temerarios y limpios (como en aquella época). No los atan las telas ni las correas ni las cadenas ni las fortunas ni los prejuicios ni la vergüenza. Son dueños del tiempo, el goce y la vida. Gira la ronda girando en ronda redonda con David empujando con el canto, los brazos, la evocación, empujando a Jorge que empuja a Débora que empuja a Raúl que empuja a Jovita que empuja la ronda que gira y gira siempre redonda en torno del fuego furioso que limpia y aligera. Jorge expulsa ambiciones, negocios, especulaciones, guerras, triquiñuelas, maniobras, volando en la ronda deleitosa que nunca debería frenar, que no frena, que sube, libre, victoriosa, jubilosa, excitada, armonizándolo con el río de sus ansias profundas que bulleron en aquel tiempo sin tiempo en que aspiraba ser un pionero construyendo colonias y vigilando fronteras para sus hijos, para su pueblo, para ejemplo y admiración universal.
Por fin caen extenuados. Cesa la danza y calla el canto. Jorge cree haber enceguecido. Se crispa en la súbita oscuridad. Siente la cabeza como de vidrio roto. Ha terminado un acto o una era, ha terminado para siempre. Cuesta reconocerlo y aceptarlo. La repentina quietud y el silencio, tanto más notables tras lo que acababa de ocurrir, le oprimen. Se han apagado las luces como en un teatro en el que recién va a comenzar la función. Pero será otra función.
Tiene miedo.
La función esperada, postergada, aún no representada, lo pondrá frente a terribles contenidos. La vivacidad de minutos antes se ha convertido en peligrosa solemnidad. Sabe que las olas se desenrulan en la arena y siente que la brisa refresca con limaduras que atraviesan la piel. Pero sabe algo peor: que la escena reciente, jubilosa a más no poder, chocará con la nueva; el contraste será intolerable. Le duelen los ojos y los oídos, nostálgicos de la alegría que fuga; y le duelen por lo que ya se avecina.
David se levanta. Su perfil apenas se distingue en la oscuridad. Esa imprecisión lo favorece porque se lo ve más alto, más corpulento. Es una mole que avanza hacia el centro de la ronda sumida ahora en silencio. La brisa mueve respetuosa sus cabellos y su barba como si fuesen el cabello y la barba de Moisés bajo las ondas del Sinaí. Su estampa imponente marca el centro del mundo. Las tempestades pueden girar alrededor de su cuerpo tal como Jorge y sus amigos giraron alrededor de la fogata. David, magnético y poderoso, es a partir de ese momento la hoguera y enseguida el incendio que se abalanzará sobre cada uno de ellos para carbonizarles el alma. La inocente fogata era la premonición. David está de pie, como un profeta ahíto de inspiración, y su silueta adquiere una fosforescencia turbadora. Desprende ondas eléctricas. Las asustadas palmeras alejan sus copas. Y el achicharrado conjunto se aprieta en la arena fría aguardando la amonestación. El estallido se produce y la amonestación derrama palabras tan duras como piedras. Jorge, Jovita, Raúl y Débora sienten los impactos en sus cabezas y pechos. El profeta los castiga rudo por su conducta plagada de gestos mezquinos y agachados y excusas que se maquillan con más excusas y agachadas: lo puro no purifica lo impuro sino que las agachadas han ensuciado los cantos y bailes.
—No canten ni bailen —ordena el trueno de su voz—, ni se alegren con un pasado que abandonaron, traicionaron y condenaron. Porque en realidad son ustedes quienes se han condenado. Y para salvarse, ahora quieren salvar un pasado que perdieron.
El rescoldo de la fogata parpadea antes de apagarse. Jovita tiembla en los brazos de su marido: David es un profeta que mete miedo, hace temblar. Jorge no sabe qué decirle a la desconcertada Olga: es un profeta que ha llorado la muerte de Jonatán, su único hijo muerto en un atentado contra el
kibutz,
y ahora nos hace llorar a nosotros, sus antiguos camaradas de juventud. Ha convertido mágicamente una ronda festiva en círculo macabro.
Débora llora sin entender su propio llanto y prefiere suponer que es por el malogrado Jonatán. Pero Jorge sabe que todos se mienten: había recibido una carta de David —no le había escrito en años— en la que transmitía la infausta novedad: “a Jonatán el rosado del alba se le venía encima mientras delante del tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío”; ahora no lloraban por su hijo muerto en el atentado, sino por culpa, la misma que hace veintiséis años le impidió ir al puerto para despedirlo y luego contestar sus cartas y visitarlo en sus giras frecuentes, la misma culpa atada a la vergüenza que le suprimió los sueños y redobló su fuga, que lo decidió a casarse con Olga, que es bonita y sexy pero no sabe nada de sionismo y apenas de judaísmo, que nada sabe de nada, excepto gastar y por eso la llena de dinero para que gaste. Él, Jorge, evita criticarse a sí mismo en público y ahora lo hace el potente David, el flaco, el burlón, el incorruptible.
La brisa cada vez más fría hiela el cuerpo para que nadie se levante. David reclama y reprocha. Amonesta en la inhóspita noche. Es un monstruo que no se endulza —pero engendra paradójica belleza— ni siquiera al repetir la tragedia de su hijo que es la tragedia de Jovita, Débora, Raúl, Aarón y Jorge, sobre todo de Jorge porque al niño le puso el nombre hebreo Jonatán en su homenaje (Jorge y Jonatán tienen cierta homofonía). “El cadáver robusto de Jonatán desapareció bajo el túmulo de tierra ganada a las rocas”, le escribió a Jorge (el amigo que no tuvo valor para despedirlo ni contestar sus cartas ni visitarlo en el
kibutz);
y Jorge, como si estuviera muerto, tampoco contestó esa carta llena de absurda y chocante poesía: “Mi hijo cumplió diecisiete años y estaba enamorado del
kibutz
donde nació y se educó; la madrugada lo sorprendía arando montes; a Jonatán el rosado del alba se le venía encima mientras delante del tractor revoloteaban los pájaros mojados por el rocío; la hierba rígida despertaba con alborozo. Entonces sobrevino la explosión”.
Jovita enjuga su llanto y se va. La sigue su marido. El poderoso profeta ha callado y observa con sus pupilas fulgurantes. Tras Jovita parten Raúl y su mujer, Aarón, Débora. El profeta circunvala los restos de la fogata y, más fosforescente que antes, camina hacia el mar. El viento eriza sus largos cabellos y le aplasta la barba. El pequeño Jorge se levanta sintiendo crujir sus articulaciones, como si hubiera envejecido. Necesita hablarle a David. En realidad necesita ser escuchado por David, convencerlo de que nunca ha muerto como amigo, y de que el nombre Jonatán puesto a su hijo como un homenaje lo padeció como reproche. Pero que no quería hacerle a su vez un reproche, sin expresarle su profundo amor y admiración. Que siempre lo recordó, incluso cuando huía de él huyendo hasta del olor judío, incluso cuando optó por Olga, cuando se convirtió en un empresario temible para compensar la angustiante frustración juvenil.
La voz de Olga pidiéndole que la acompañe a casa no perfora la malla de sus pensamientos. Todo su ser mortificado se concentra en David, en su figura hierática. No aguanta que lo ignore. Que lo abandone (como lo abandonó hace veintiséis años, al irse a Israel). El profeta ya está junto al mar. Ya sus pies tocan el agua, ya caminan en el agua. Jorge corre. Grita. También grita Olga ordenándole que vuelva. Pero Jorge no escucha a Olga ni David escucha a Jorge. El profeta ha sumergido los pies en las olas y el enervado Jorge lo abraza por los hombros. Le ruega que lo perdone, que lo entienda, que vive gracias a él; ¿te acordás de los discursos? Jorge llora, está dispuesto a pagar por el perdón, si fuera necesario. Entonces David gira su mirada despidiendo un desdén que congela. Jorge retrocede, se agrieta, cae en cuclillas sobre el agua. Se le desmoronan los pedazos. David se aleja, ignorándolo. Jorge, bañado en lágrimas, se levanta. Se levanta dolorido y tenso como una ampolla. Su alma se ha llenado de pestilencia. Emite un extraño y horrible olor de venganza. No entiende qué cosa abominable le pasa. Lo tambalea una revulsión de sentimientos encontrados. Quiere abrazar y al mismo tiempo golpear. Que David lo perdone y que al mismo tiempo le pida perdón. Quiere reconvenirle el heroísmo. ¡Heroísmo de mierda, David, infantil, enfermizo! Y al mismo tiempo murmura: Perdón, David. Te admiro y te odio, David. Tu heroísmo llenó de culpa a media humanidad —piensa Jorge en estado de confusión. Piensa Jorge que sigue pensando que el heroísmo de David no era imprescindible para vivir y merecer vivir, que entrañaba la cobardía de encerrarse en su
kibutz,
aislarse en la comodidad aseguradora de la secta, de la verdad indiscutible. Que lo admiraba y quería, sí, pero no como sectario y menos como ingenuo. Que aquel ideal era puro verso, intoxicación retórica. Y yo aprendí a pronunciar discursos (me enseñaste) hasta que se produjo una especie de milagro: dejé de creer en lo que decía.
El profeta, sin escucharlo, repite la terrible maldición que el mismo Jorge había pronunciado contra los padres que se negaban a otorgar permiso a sus hijos para radicarse en un
kibutz.
Jorge entonces se dobla. Como bajo un garrote que le partió la espalda. Y en supremo esfuerzo, mixturando rencor, amor, ofensa, dignidad, indignidad, ceguera, empuja con todas sus fuerzas a David. El profeta cae en el mar y una montaña espumosa lo devora.
Las olas aúllan el sacrificio y se yerguen con bravura para envolver, ocultar y llevarse lejos el cuerpo del profeta.