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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (23 page)

BOOK: Todos los cuentos
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Cuando llegó el apesadumbrado —y feliz— cortejo (las emociones estaban tan confundidas), Tobías se acercó al obeso presidente para recordarle que el tesorero había sido duro con los deudos y, aunque nos lastime, usted debe ser duro con los deudos de él. El presidente no le contestó y Tobías, molesto, le dijo que si no cobraba una fuerte suma, de nada valía esa muerte; volverá a imperar el maleficio. El presidente paseó una gélida mirada por sus ropas sucias, su cara empapada y sentenció: limítese a sus funciones, Tobías. Tobías le apretó el brazo: si no cobra una fuerte suma, pensarán mal de usted y de toda la mafia de la comisión directiva. El presidente se liberó de un golpe. Le espetó con desprecio: su lugar está junto a la fosa, Tobías. Y le dio la espalda.

La fauce esperaba. El cajón descendió lentamente, con ligeras oscilaciones. Como un pétalo negro. Poco a poco el pétalo fue desapareciendo. Una lúgubre cascada de tierra se deslizó hacia el fondo y en pocos minutos la boca estaba cerrada y un monstruoso labio marrón marcaba el sitio de la sepultura.

Los enardecidos vocales, revisadores de cuentas y suplentes, que tenían la sangre en el ojo por aquella violenta sesión en que se habían peleado con el tesorero, el secretario y el presidente, lograron imponer una cifra a los deudos del finado que trajo sustancial alivio a la escuela, al club y a decenas de asalariados. El presidente y el secretario temblaron por los números que danzarían tras sus respectivas muertes.

Como el maleficio había sido eficazmente deshecho, el ritmo de entierros volvió a la normalidad. Los desfiles hacia la loma exteriorizaban el retorno de la salud colectiva. El ciclo vida-muerte recordaba los buenos viejos tiempos. El bullicioso sepulturero aceleraba a los peones, al rabino, al cortejo y reclamaba artículos de limpieza, agua de colonia, mangueras, palas, vinagre, y al atardecer se quedaba a contemplar, satisfecho, el reflejo sangriento que la misteriosa loma devolvía sobre el extremo derecho de la muralla.

—Ya van dos años que acabé con el hechizo —asegura Tobías, suelto de cuerpo—. Soy un héroe; todo funciona bien. Y si alguien protesta que una lápida se ha torcido y el mantel para las colectas no es bastante negro, me río. Me río en la jeta, ¿me entiende? Porque son pequeñeces. ¿Qué valen frente al gran éxito? La muerte alimenta la vida; es una rueda. El Pulpero Fundador se metió en la cabeza del pobre intendente para frenar la rueda. Y la frenó. ¿Qué se hizo, entonces? Nada (porque las colectas son nada). Entonces yo, Tobías, al que dicen cara de caballo, nariz de remolacha, loco, irresponsable, taxista del otro mundo, traje la solución. El primer intento (importar cadáveres) no dio resultado. Lo acepto. El segundo, en cambio, romper el maleficio para que el cementerio sea
de, por
y
para
la comunidad como dicen que dijo un importante dirigente comunitario ya fallecido que yo no conozco, Abraham Lincoln, ese segundo intento sí dio resultado. Pero los miembros de la actual comisión directiva ya no son los de antes.

”Murió el tesorero iniciando la nueva era. Su muerte fue muy llorada (y festejada). Luego el presidente. Luego tres vocales. Con cada fallecimiento entraba un chorro de energía. La maquinaria empezó a funcionar y siguió funcionando. Yo soy el héroe. Antes, cuando traje dos cadáveres importados me aplaudieron. Y eso que el procedimiento fracasó. Ahora que el sistema marcha a las mil maravillas me cuestionan. Me retacean el colosal mérito. ¿Por qué? Porque se aferran a pequeñeces, porque no miran más allá de sus sombras. Porque en lugar de concentrarse en las grandes necesidades de la comunidad se prenden como desesperados a un insignificante detalle: mi utilización de cianuro.

IMPORTANCIA POR CONTACTO

... yo sé que por mí ha venido

esta gran tempestad.

JONÁS I, 12

L
a exitosa expresión "importancia por contacto” —que acuñé en mis programas televisivos para burlarme de quienes abusan de presuntos vínculos con celebridades— la inspiró Augusto Serafímer, un hombre de extraños ocios y negocios que al principio me resultó pesado, vulgar, y después festivo, sorprendente. De él voy a hablar.

En su mole física resaltaban los ojos pequeños y simiescos. Su calvicie se compensaba con el pedestal de la barbita. Los dientes separados, con manchas amarillas, hacían juego con sus risotadas. Las manos completaban el conjunto monstruoso: moviéndose lento, esas manos buscaban la nuca de los interlocutores para brindarle una caricia paternal. Manos calientes, apabullantes. Un contacto que tardaba en esfumarse.

Conocí a este curioso espécimen de la fauna que se contonea en los salones de la notoriedad durante la recepción ofrecida en la embajada de México por la delegación que acompañaba al presidente de la República durante su ruidosa visita al país. Yo concurría en carácter de periodista, odiado y admirado por mis aciduladas notas en el programa
La caída de los mitos.
Serafímer reconoció mi cara harto difundida por revistas y afiches, abandonó a su ocasional compañía y se introdujo aceitadamente en el racimo de chismosos que me envolvió después de que mantuve un altercado con Juan Rulfo. Al rato ya cambiaba conmigo los lugares comunes que dicen los habitués de los cócteles. Se montó en la frase de alguien para contar un chiste y aprovechar el ablandamiento de mi risa para deslizarme su tarjeta de color bronce. Sacudía el gordo maíz de su dentadura y sus ojitos se tornaban más pequeños. Acercándose a mi oreja musitó un dato sobre el tequila y Rulfo. Su mano planeó junto a mi nuca como un aeroplano que no se atreve a aterrizar; hizo varias caídas en tirabuzón, rozó mi hombro derecho, mi espalda, se alejó hacia Jalisco, que señaló enfáticamente, hizo una picada hacia la alfombra, remontó vuelo y por último, decepcionada, fue a esconderse en su bolsillo. Metí también mi mano en el bolsillo y palpé su metálica tarjeta. La volví a palpar cuando me refugié en el auto. Releí su nombre y decidí romperla: no más papeles inútiles. En realidad, no más personas inútiles.

Ingenuo error. Habían pasado unos meses, cuando en una conferencia que pronunció el plástico Cirilo Robirosa para la Liga contra la Obesidad, lo reconocí en un extremo de la platea. Bueno, es una forma de decir: logró que lo reconociese porque me hacía aparatosas señales. Grabé el comienzo de la disertación mientras mis ayudantes le filmaban a Robirosa el perfil anémico y los dedos incansables —lípidos y color, balanzas y caballetes, explicaba, buscando en el aire un hallazgo insólito—; mi programa tenía la originalidad de poner en evidencia los aspectos ocultos, vergonzantes y conflictivamente humanos de las figuras que idealizaba el público; hacía temer y gozar. Serafímer me alcanzó en el vestíbulo frenando en la garganta sus exclamaciones ante la orden de un acomodador. En forma cariñosa susurró que permaneciese hasta el final, que ya terminaba, que Robirosa con un grupo de amigos irían a su casa —me estaba invitando con el mayor entusiasmo— para desagraviar a la pobre obesidad con suculentas liebres a la francesa, usted no puede dejar de venir, haremos una fragorosa “caída de los mitos”, una demolición, divertidísimo, después de esta lata para snobs, ¿viene?, ¿sí? Su mano empezó a elevarse por el aire rumbo a mi nuca: infalible tenaza de persuasión. No le di tiempo; hice señas a los camarógrafos, busqué un cuaderno inexistente en mi cartera y salí. Pero Serafímer, inmune a los desplantes, volvió a entregarme su tarjeta. Hizo progresos: esta vez no la rompí.

A la semana me telefoneó (¿dónde diablos averiguó mi número que no figura en guía y en el Canal no tienen autorización para difundirlo?). Con su voz campechana y el soborno de su risa preguntó si lo recordaba, y para ahorrarse el desdén arremetió con anécdotas de nuestro primer encuentro en la embajada mexicana y nuestro segundo encuentro en la conferencia de Cirilo Robirosa y un tercer y cuarto encuentros donde él me veía (yo no) y me juzgaba con mucho y con macho cariño, porque vea, hay periodistas y periodistas y usted muestra unas agallas que hacen subir el corazón a las amígdalas, no lo tome como una excusa por la violación de su domicilio, eh, con el teléfono uno se mete en la casa de cualquiera, pero la verdad, desnudita, es que su prestigio está bien ganado; lamento de nuevo que no haya podido acompañarnos en la reunión con Robirosa, eh; la pasamos como en el Olimpo... de la joda, claro; metimos el colesterol en la metafísica y nos pusimos de acuerdo en que la obesidad es una ficción del marqués de Sade.

Mientras Serafímer desplegaba su monólogo, me sentía aliviado de saber que su enorme mano hipnótica estaba lejos —pero no lo estuvo de Robirosa, a cuya nuca se habrá prendido como collar de perro haciéndole escupir imágenes brillantes—. Este gorila comunicativo y muy viscoso —yo pensaba—, intenta sorprenderme con la paciencia y la amistad que le brinda el pintor. Quiere aumentar mi sorpresa mencionando otras celebridades que acudieron esa noche a su casa, me refriega credenciales del más alto nivel, se da besitos de lengua con lo mejor del país.

Reconozco que mi resistencia hacia Augusto Serafímer sufrió una fractura cuando reveló el motivo de su llamada: dentro de once días daré una fiesta para homenajear a mi viejo amigo, el director de la Filarmónica de Londres. Me encarecía que esta vez no faltase. ¿De dónde sacaba tamañas relaciones? Consulté mi agenda con ganas de encontrar una buena razón para volver a negarme (hizo otro progreso: ya no me alcanzaba una excusa, necesitaba una buena razón). Seguía presintiendo que tras sus vínculos estelares se ocultaba el interés por lograr algo de mí. Algo que aún escapaba a mi percepción; posiblemente sucio. Serafímer ni siquiera descollaba en el área de los hacedores de dinero, ni del hampa, ni del juego, ni de la bohemia, ni del deporte, menos del arte o la ciencia. Era un simple hombre simple. Pero había encontrado un método eficaz para dejar de serlo. Mi agenda tenía marcada una impostergable reunión con los directivos del Canal y, gracias a ella —era una buena razón—, pude zafar de nuevo.

Avancé otros pasos en la elucidación del acertijo cuando —¡oh, casualidad!— nos volvimos a encontrar durante mis vacaciones en Península Esmeralda.

En el colorido balneario yo pretendía descansar de mi rutina, es decir liberarme de personajes y personajotes que a lo largo del año entrevisto, investigo, cuestiono y muestro en el programa
La caída de los mitos,
programa que, lejos de destruirlos, los muestra más verosímiles y cercanos: por eso no me escapan, sino que me persiguen para que los tenga en cuenta. De ellos necesitaba un recreo. Me había organizado un plan desintoxicante que se basaba en la ausencia de planes. Descendía a la playa cuando aún estaba limpia de turistas, corría a lo largo de los ribetes de fría espuma, miraba el trabajo de los carperos instalando sombrillas o revisando los equipos de salvamento, me tendía a leer o me concentraba en el desplazamiento microscópico de un velero madrugador. Tendido en cruz, me ofrecía a la cocción lenta del sol hasta que empezaba a multiplicarse el tejido de voces: la gente llegaba, clavaba sombrillas, abría las perezosas, formaba grupos. Una clarinada cercana y chirriante solía referirse a primas solteras, el costo de la verdura y los horrores de la nueva peluquería a la vuelta del hotel.

La opalina que traspasaba mis párpados se oscureció. No era una nube. Me arrugué, contrariado. Vi entonces la boca de Augusto Serafímer que sonreía con todos sus amarillentos granos de maíz y lanzaba elogios al día, la luz, la arena, el mar y este “casual” y “magnífico” encuentro. Estrechó mi mano, haciéndome incorporar. Sus ojos emitían destellos de mica. Atrajo una silla y se sentó a mi lado, de cara al mar. Le gustaba el infinito.

—Como a Einstein —agregó.

—No sólo a Einstein —repliqué sin ocultar fastidio.

—Einstein en especial. Y no lo digo con referencia a la física. Vea, cuando paseábamos en el campus de la Universidad de Princeton...

—¡También fue amigo de Einstein! —lo increpé, molesto.

—Y..., sí —su rostro adquirió una intensa seriedad—. Sí, nos apreciábamos mucho.

No mentía; su expresión era convincente, y casi mortificada. Ante mi escepticismo, contó sobre sus viajes a Princeton en la década del ‘50 y sus paseos y conversaciones con el viejo sabio; incluso tenía varias fotos con él a la entrada de su vivienda y otra de gran valor histórico en la que aparecían Einstein, David Ben Gurión ofreciéndole ser candidato a la presidencia del Estado de Israel y Serafímer entre ambos. Increíble.

Una pelota de tenis rebotó en mis piernas. Serafímer la atrapó. Los jugadores, en la precaria cancha que habían dibujado sobre la arena, levantaron las raquetas para recibirla.

—Así me relacioné con Guillermo Vilas —musitó.

—¿Jugando en la playa? —ironicé.

Los cuatro tenistas peloteaban con entusiasmo; y las personas que tomaban sol bajo sus pies, barboteaban insultos.

—Devolviéndole la pelota desde la tribuna, en Wimbledon.

—¿Ah, sí? Desde la tribuna... Y eso, ¿qué?

—Regresamos juntos a Buenos Aires —prosiguió tranquilamente—. En el mes que se quedó ahí, porque tenía un programa bastante pesado, eh, cenó en casa por lo menos... a ver —contó las oportunidades y quizá los otros invitados—, por lo menos ocho veces.

—Le gustó mucho su comida.

Se torció hacia la izquierda. Su boca se fue abriendo como un estuche rosado y sus grandes dientes empezaron a bailar. Aplicó jovialmente su manaza sobre mi rodilla.

—En efecto —pretendió seguirme la corriente—, en casa se come muy bien. Nuestra cocinera y mi Mónica, Mónica es mi mujer, son estupendas. No sólo por la calidad de lo que hacen, eh, sino porque se desviven buscando en libros y revistas platos exóticos de Indochina, de Azerbaiján, de Marruecos, de Nueva Zelanda, de Turquía. No le diré que pertenezco a un círculo de gourmets, pero muchos amigos son rotundamente sensibles. Dos pertenecen al Club de Gourmets, me olvidaba. Son maniáticos; rechazan un plato mediocre con más furia que a un ratón muerto. O elogian otro con más exageración que, ¿cómo le diré?, que una economía de academia, eso. Me divierten muchísimo; para ellos la carne tiene música, el pimiento es como Venus —sus gruesas manos modelaban formas en el aire—, el ganso es un poema de García Lorca, un buen jamón evoca los paisajes de la Mancha.

Asentí mirando hacia adelante. Las aguas del mar desenrulaban sus olas. Los obstinados tenistas seguían imaginándose en una cancha pese a la continua interferencia de los bañistas y la creciente bronca de quienes pretendían tomar tranquilamente sol. Llegó una ráfaga de voces enredadas a una partida de truco que fue cruzada por el chillido rojo de una mujer próxima que daba consejos sobre restaurantes, tratamiento de callos e inversiones inmobiliarias.

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