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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (31 page)

BOOK: Todos los cuentos
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Julio Rav saluda al doctor Carvallo (el viejo, astuto y agrio director ejecutivo), quien lo apabulla con sus lecciones sobre la Felalí y la Comulí (cree que lo apabulla para bien).

—La Comulí es la entidad madre con sede en Viena y gravitación en las Naciones Unidas; no olvide jamás que la Comulí se compone de cinco ramas —abre grandes los dedos—, una por continente, y la Felalí es una de ellas. Comulí y Felalí suenan parecido, pero no son idénticas: la Felalí, donde usted trabaja, está contenida en la Comulí, ¿entiende?

El doctor Carvallo gira en su trono de color almendra, acaricia el cilindro gris que forman sus bigotes (lo único blando de su persona) y sigue regodeándose en martillar al receptivo Julio Rav, todo ojos y todo oídos, que la Comulí es una “organización techo”, como se dice en la jerga norteamericana, aunque se quiere evitar este calificativo —guiña el ojo derecho— por norteamericano, precisamente. Sepa, mi joven Julio, que existen presiones para trasladar la sede de la Comulí a Nueva York. Si le resulta complicado advertir la causa de tamaña iniciativa —añade cínicamente—, vaya sabiendo que el mayor aporte económico lo cubren las ligas norteamericanas. ¡Pero la Comulí no es una confederación norteamericana sino mundial! —grita salpicando las pestañas de Julio—; si a las concesiones económicas se añadieran las de residencia, entonces perderíamos el equilibrio. (Julio no entiende por qué llama concesiones a los aportes y por qué grita, pero lo reconforta darse cuenta de que se trata de un hombre franco y honorable. Piensa: “has hecho bien en aceptar el puesto de una institución como ésta”.)

Carvallo se brinda un intervalo didáctico y abandona el bigote para rascarse la calva. Sus ojos marrones, hirientes, escudriñan a Julio Rav: muchacho alto y desgarbado, incómodo dentro de su piel, ansioso, se come las uñas y sujeta su rebeldía como a un potro; es decir, en cualquier momento no la sujetará más. Esa rebeldía busca canalizarse, expandirse, dañar y reparar, todo junto. “Yo te pondré entre buenos muros —piensa Carvallo— y te enseñaré a manejar tus ímpetus en forma dosificada.”

—Métase en el centro del cerebro los principales mecanismos de la Comulí y de nuestra importantísima rama, la Felalí —ruge de nuevo, atrapándolo con la voz y la mirada—. Ellas y usted deben ser uno, ¿entiende? También me gusta que pregunte, que lea e investigue. Si alguien duda, usted no debe dudar, ¿de acuerdo? Veamos —se acomoda en el sillón—: ¿cada cuánto se realizan las Convenciones mundiales de la Comulí? es una pregunta que yo le hago ahora, Julio Rav, y que se la pueden formular otros. Pero, ¡no me conteste! ¿Lo sabe?, ah, qué bien, ¡perfecto! ¿Y cada cuánto debo yo concurrir a Viena en calidad de director ejecutivo de la Felalí? ¿Lo sabe? ¡Muy bien! ¡Fenómeno! Pero ¡ojo!, nuestra querida Felalí no funciona de la misma manera que la Comulí. ¿Por qué no? ¡Porque somos latinoamericanos! Y ahora le explico a qué viene esto; escuche bien. Las reuniones de nuestro ejecutivo se concretan por lo general cada tres meses, las grandiosas Asambleas de Representantes cada tres años (ya está encima la próxima, que será inolvidable y tremenda, lo verá) y las Convenciones mundiales cada seis años. Pero para renovar al presidente —espía ambos costados y baja el volumen de la voz— las convocatorias tardan más, todo el tiempo que el presidente en ejercicio maniobre para así alargar un cachito su mandato... —sonríe maligno—. ¡Esto es América latina!, ¿ve?

Julio se siente confundido ante semejante conclusión, ahora su conciencia le susurra: “has hecho mal en aceptar el puesto” y le brilla la frente.

El anciano y vigoroso director ejecutivo recupera la gravedad del porte. Enfatiza: —El acontecimiento fundamental, rector, mayor, no me cansaré de repetirlo, es la Asamblea de Representantes. Especialmente la próxima. —Su inflado bigote se eleva con autoridad mientras el perplejo asistente se desespera por no extraviarse bajo la catarata de informaciones importantes y de las tontas (mezcladas como los afiches).

—¿Entiende?

—Sí.

—Ahora se realizará la trigésima Asamblea de Representantes. Acuérdese: trigésima. Y de Representantes. Es decir, vendrá un delegado de la federación de ligas de
cada
país latinoamericano, uno por país; ¿está claro? Será una Asamblea revolucionaria porque cambiará al mundo; usted mismo, Julio, cambiará —modifica su mirada y su tono se vuelve tierno—: No se sienta molesto por mis insistencias; soy reiterativo. Pero es preferible que yo sea reiterativo a que usted cometa errores. No quiero errores en nuestra institución, ¿de acuerdo?

—Sí —reiteración, claridad, intoxicación por reiteración, muchos delegados, uno por país, Julio Rav mira círculos delicuescentes. Ha subido al edificio Everest, atravesó la alegre recepción llena de posters y admiró con tímido apuro las tetas de María Claudia, presentó currículum, respondió a un sutil cuestionario (¿examen?, ¿investigación policial?). Ahora está contratado, seguro y feliz (¿seguro?, ¿feliz?). No sólo se llama Julio Rav, ha cumplido veinte años, sufrió humillaciones en el colegio y tiene demasiada sensibilidad por las injusticias, sino que acaba de incluir en su portadocumentos la credencial plastificada de una organización como la Felalí, que lo asciende, casi, a rango diplomático. Lo bueno y lo malo empiezan a andar juntos, pero como el agua y el aceite. La credencial emite tonalidades verdosas, produce un sonido limpio cuando se le pellizca el borde y se desliza lubricadamente en cualquier bolsillo, concentra un poder que no debiera malgastar. Julio sospecha que a sus pies nace la escalera de incesantes progresos y compensaciones: inminente roce con personalidades del país, el continente, el mundo, acceso a información reservadísima, contacto con los motores de la prensa, viajes, gravitación en el curso de los acontecimientos mundiales.

La ambición por ganar buen dinero y convertirse en una persona importante choca con el miedo de haberse comprometido con una organización poco transparente. Las dudas forman un cóctel que se arremolina por sus venas. El doctor Carvallo, por ejemplo, viaja seguido a cada país del continente, a la central de Viena, a las reuniones de las organizaciones no gubernamentales en Nueva York o Ginebra. Exige con voz de león a la agencia que atiende sus desplazamientos que le obsequie pasajes de primera clase por el precio de segunda (alguna ventajita tiene derecho a recibir por haberle conferido la exclusividad). Y le asegura a Julio que también podrá viajar —más adelante, más adelante— cuando acumule méritos: asistirá a ceremonias oficiales, académicas, empresariales, fastos deportivos y artísticos, con traje de calle o smoking.

Los viajes son necesarios y agotadores —sigue matracando Carvallo— y dice que se somete a sus exigencias por responsabilidad, aunque de buena gana enchufaría el “honor” a otro.

Julio es recorrido por una suave electricidad que le eriza el vello y vuelve a cuestionar su ingreso en la Felalí. ¿Lo hizo para satisfacer sus oscuras ansias de notoriedad, por una repelente codicia, para formalizar alianza con los poderosos que mal gobiernan el mundo? ¿Se desespera por el smoking y las recepciones? ¿Por los viajes gratis y los reportajes huecos?

La Felalí es una entidad de nobles fines —se tranquiliza cada vez que entra en el edificio y lo sorprenden los pechos de María Claudia en medio de los afiches fulgurantes—. Contribuye a la promoción humana, canaliza el anhelo de multitudes; por eso aceptó ingresar. Pero ha dudado. Sigue dudando. ¿Sospecha de su poder, de su ética? (¿sospecha del poder y la ética de él mismo?). Julio concurre con puntualidad y se aplica al trabajo. Comenta a sus amigos el progreso de su aprendizaje. Se habitúa a las tentadoras tetas, los afiches, las reiteraciones del doctor Carvallo (sus bigotes a lo Nietzsche, voz rasposa, vehemencia inútil). Sueña con María Claudia y en el sueño camina por el campo en medio de un tumulto de luces, le rodea los hombros y le dice frases dulces. En otro sueño se burla de Carvallo, y María Claudia empieza a reír desenfrenadamente; va rompiendo los afiches que se descuelgan de las nubes y esto resulta muy cómico.

Se realiza una conferencia de prensa con motivo de la próxima Asamblea de Representantes. Julio tiene curiosidad y temor, muerde sus uñas maltratadas, piensa confiarle sus sentimientos al rostro cada vez más hermoso de María Claudia. Pero ella no es la misma del sueño porque no oye sus frases dulces, sino que dice como una autómata: la Asamblea de Representantes es inminente. Julio se siente confundido, con algo de vergüenza y algo de bronca. Se rasca los pelos rebeldes —para hacer algo, para justificar su ridícula pose de edecán sin uniforme junto al trono de color almendra— y escucha por infinitésima vez: vendrán delegados de todo el continente; se pasará revista a los problemas que urgen desde el Río Grande a Tierra del Fuego, se escucharán informes y evaluaciones audaces, se impartirán directivas. Recuerden, señores periodistas: la sabia estructura de la Felalí comprende grupos operativos y de estudio en las principales ciudades de América latina; a lo largo de todo el año —el bigote del doctor Carvallo se eleva, se eleva— estos grupos trabajan por el bienestar de las ligas y sus multitudes afiliadas. Dice ligas, multitudes, organización y cada palabra tiene la fuerza de un cañonazo, bienestar, continental, mundial, otra vez ligas y otra vez multitudes. No escapará a vuestra agudeza, queridos periodistas, que el conjunto de despachos que produce la Comisión de Resoluciones conforma un candente material que empuja a osados avances (no aclara qué avances). No importa. La conferencia de prensa es un éxito redondo.

Los periodistas controlan sus grabadores, enceguecen con sus flashes y después saborean los canapés que acompañan los tragos de rigor: señalan el fin de la parte oficial y el permiso de charlar cómodamente con quien se tenga ganas. Julio se acerca a María Claudia pero ella y sus pechos soberbios son devorados por la jauría. Julio queda solo, como un miserable meteorito en la galaxia.

Carvallo alterna con los huéspedes, cuenta chistes y prodiga simpatía en el mejor estilo de los cócteles; respeta la norma —que enseñó a Julio— de no apabullar a nadie con la esperanza de obtener un fruto: los cócteles sirven para el contacto; quien intenta más, fracasa y revela deplorable oficio. Para apabullar sirven las otras ocasiones (y Julio evoca las plúmbeas directivas que le ha impartido desde su trono, y reconoce que todavía no le sirven).

Se supone que una conferencia de prensa da lugar a importantes notas en diarios y revistas. Al día siguiente Carvallo desparrama sobre su monumental escritorio las últimas ediciones y lee la reproducción de sus palabras. Mordisquea un borde del bigote y refunfuña. Maldice. Los conoce muy bien, periodistas mediocres, irresponsables: no reproducen ni la mitad, ni un cuarto de todo lo que les dijo. Mezquinan lugar a lo importante para regalárselo a la basura. ¡Basura! En un diario ni siquiera lo mencionan a él. ¡Imbéciles! Con su mano artrítica barre el montículo de papeles y dice a Julio que ordene a los de la sección prensa que vengan a recogerlos del piso y luego los recorten y guarden. ¡Siempre lo mismo! —ruge con naciente resignación—: pero hay que seguir la lucha; la Asamblea está encima. Si toda Asamblea de Representantes ha hecho trepidar al edificio Everest antes y durante su realización, ¡qué cimbronazos producirá la trigésima, en plena erupción caribeña, inestabilidad boliviana, crisis de Polonia e incremento de la delincuencia!

Julio Rav empieza a sufrir insomnio (seguramente le sucede lo mismo a Carvallo). Tiene curiosidad por los delegados, por la forma y el contenido de las deliberaciones. Lleva a su casa los programas y resoluciones de otros eventos. Necesita aprender, comprender. Su sitio está junto al director, nada menos. María Claudia lo espía y, seguramente, registra sus progresos, o la lentitud de sus progresos. María Claudia reaparece en sueños y lo felicita por su incipiente bigote. Pero cuando los sueños se descomponen en pesadillas despierta transpirado y se levanta. Por fin decide cometer una audacia: investigar las dependencias de la Felalí antes de que llegue su personal. Con miedo ingresa en el edificio Everest aún vacío y silencioso. Se dirige a la oficina del director ejecutivo y, mordisqueando sus uñas, se aproxima al trono color almendra; lo acaricia, duda y por fin se sienta. Mira desde donde Carvallo mira y habla. Después se dirige al cuarto donde se guarda la colección de folletos titulada
Grandes de las Ligas.
Recorre cada uno de los despachos en que trabajan los cuatro jefes de sección con sus respectivos equipos. Entra en la pequeña cocina donde se preparan café y algunos aperitivos para agasajar a visitas importantes, abre las alacenas, espía tras unas cajas apiladas en un rincón. Por fin echa un vistazo a las incomprensibles escaleras que se hunden como un pseudopodio en el décimo y quizás undécimo piso —a los que sólo entra el personal de limpieza—, que sirven de depósito o permitirán una expansión futura. Sólo le queda explorar el anfiteatro barroco que trepidará con la grandiosa Asamblea de Representantes; camina entre sus butacas, recorre el breve escenario, mira tras las bambalinas, recorre los boxes de los traductores y la salita de máquinas. Regresa a su escritorio y se afloja sobre su silla; no sabe qué ha estado buscando. De todas formas, esta primera investigación ha resultado infructuosa.

Al margen de su inquietud, Julio sigue embelesado con el gordo bigote de su jefe y lo envidia diciéndose: este hombre no precisa leer actas ni estudiar resoluciones ni hacerse esquemas con fechas, nombres y siglas, como yo, porque en su cabeza están reproducidas íntegramente la Comulí y todas sus ramas; dicta cartas en varios idiomas paseándose con las manos cruzadas en la espalda, inclinado, como si su concentración en el piso le hiciera rebotar las ideas hacia lo alto. Ofrece a Julio la oportunidad de escuchar todo, ver todo, leer todo, para que sea un eficaz funcionario. Pero no le permite mirar el interior de la caja fuerte cuya combinación es secreta. Si no fuera secreta dejaría de ser caja fuerte, ¿no? —le espeta con una risita.

—¿Qué se guarda en la caja fuerte? —pregunta Julio como si no hubiese captado el mensaje que acababan de darle.

Carvallo no se turba, pareciera haber esperado tal reacción y dice: —Es bueno ser curioso, pero hay que dominar la curiosidad; por ahora confórmese con que no es el cuartito de Barba Azul, tampoco la cueva de Alí Babá, ni el resguardo de dinero, joyas o acciones. Tenga paciencia, Julio Rav, ya se enterará a su debido tiempo.

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