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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (32 page)

BOOK: Todos los cuentos
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El ansioso Julio se frota los muñones de sus dedos y se prepara a recibir otro chorro de informaciones de Carvallo, informaciones y opiniones repetidas (¡cómo repite, por Dios!): que odia a los mediocres y los conformistas; que espera iniciativas de sus colaboradores, especialmente del joven Rav, para eso lo adoptó (“adoptó”, como a un hijo) en calidad de asistente, y Julio se exprime las neuronas para ofrecerle iniciativas que lo hagan quedar bien. Pero ya ha comprobado con horror que este hombre viejo y astuto abre la mano artrítica para recibir cada idea nueva como si fuese una pelotita de papel: entonces la estruja, rompe, pulveriza... y arroja al “cesto negro de las iniciativas inservibles”. Le ha pasado dos veces y a los otros funcionarios muchas más. Pide ideas, pero si no son las suyas, las mata. Desde entonces, cada vez que Julio ingresa en el amplio despacho no logra privarse de mirar el interior del cesto-cementerio para enterarse de cuántas muertes ha cometido en la jornada.

No obstante, barrunta que las arbitrariedades de Carvallo —algunas groseras como el “cesto negro de las iniciativas inservibles”— deben tener sentido: —Todavía no lo conocés bien. —Carvallo tiene derechos, ha consagrado su vida a esta causa. —Incluso el presidente de la Felalí fue electo a propuesta suya: había advertido que el hombre era un empresario de éxito, amante de la figuración, suficientemente mediocre para no atreverse a cambiarlo, y lanzó su candidatura. El presidente asumió, pues, con una deuda de gratitud que equivale a una cadena. —El viejo sabe adoptar recaudos personales; en esta jungla de alto nivel nadie descuida la espalda. —Y ahora le está enseñando como un padre. —Calma, Julio: Carvallo (a su manera) te ayuda.

Las secretarias y los cadetes, impulsados por los jefes de sección —todos muy nerviosos y asustados—, despachan miles de circulares para una fantástica lista de instituciones internacionales y nacionales, seguidas por una gacetilla especial para las agencias informativas, que es reforzada por otra circular más explícita que, a su vez, se completa con una tercera circular dirigida a diarios, revistas, radios y canales de televisión, hasta que la noticia inunda:
Trigésima Asamblea de Representantes de la Felalí en Buenos Aires atención-atención-atención.
Al mismo tiempo salen invitaciones para ministros, diplomáticos, directivos de numerosas empresas, además de invitaciones a las grandes personalidades tocadas por el aliento de una liga. Las torres de papel impreso se zambullen prodigiosamente en las torres de sobres que se empaquetan y son llevados en camiones al correo.

A Julio Rav le pone la piel de gallina la aceitada mecanización. No sería de extrañar que, a causa de la agresión publicitaria, acudiese al acto de apertura el mismo Presidente de la República. Se descuentan las medidas de seguridad, que Julio aún no conoce en detalle. Una bomba o un secuestro entran en el terreno de lo posible. Pero el hábil Carvallo no se retrae. Su atento profesionalismo hará rendir frutos para la Felalí hasta de un atentado. Hasta del secuestro —posible, previsible— de María Claudia y sus maravillosas tetas.

Carvallo irrumpe con más frecuencia en las demás oficinas para controlar. La inminencia de la Asamblea lo ha puesto frenético. Irrita a los jefes de sección repitiendo preguntas, y los desautoriza con contraórdenes. Vuelve una y otra vez hacia el largo tablón donde se apilan las carpetas azules destinadas a los delegados. Contienen el programa de la Asamblea, publicaciones de la Comulí y la Felalí, prospectos sobre Buenos Aires, un block de papel y bolígrafo. En cada carpeta se incluyen siempre cuatro folletos de la serie
Grandes de las Ligas.
Carvallo sería capaz de estrangular con sus propias artríticas manos al jefe de publicidad si llegara a cometer el sacrilegio de olvidarse de los folletos.

Los folletos
Grandes de las Ligas
forman una colección que orilla los cien títulos, con biografías de precursores, fundadores, mecenas, promotores. Carvallo dirige la serie en forma personal. Julio lo admira porque selecciona los biografiados y los escritores, retacea los honorarios, elige la imprenta y logra, con un presupuesto anémico, editar varios títulos anuales que distribuye compulsivamente en las dependencias de la Comulí, en instituciones oficiales de ciento veinte países, y a personalidades en todos los rubros de la actividad humana que integraron ligas o tienen posibilidad de hacerlo. Los ejemplares restantes son puestos en venta, y exige a cada federación que imponga el hábito de comprar la serie completa. Pero ni la distribución gratuita ni la publicidad ni la venta forzada agotan los ejemplares; entonces, a los que no tienen salida, Carvallo los hace acumular en un cuarto donde ingresa a diario el ordenanza con plumero y franela para limpiar sus lomos y rociarlos con antipolilla. Y además entra mensualmente el equipo de prensa con la misión de efectuar la solemne “rotación”. Carvallo sostiene que los folletos
Grandes de las Ligas
forman las ruedas mágicas que llevan el sentido de nuestra querida institución hasta los rincones más alejados de la Tierra y por eso deben ser “movilizados” para evitar su parálisis: el anaquel del fondo izquierdo debe trasladarse al frente derecho, porque en un ángulo hay más penumbra, en otro más viento, en uno más humedad, en otro más gérmenes. Julio Rav evoca la rotación de neumáticos que se hace luego de los primeros diez mil kilómetros. Para el doctor Carvallo ese depósito es un templo. Lo recorre con el éxtasis pintado en los ojos. Una vibración le mueve las puntas del bigote. Es el sumo pontífice de una divinidad poderosa que él mismo ha creado.

En la sección prensa se despachan febrilmente los últimos comunicados. Julio no había advertido el hecho de que abundasen tantas jarras de agua; y no había advertido que eran parte de una ceremonia insólita. En efecto, a la Asamblea de Representantes se llegaría con la lengua seca en un sentido mucho más real del imaginable. Carvallo exigía a su personal, desde el jerarquizado al ordenanza, que se enviase la última ronda de prensa en forma “comprometida”. Debían sentarse ante largas mesas dobladas por montículos de sobres e impresos. Docenas de empleados, entonces, borran sus diferencias y se convierten en iniciados de una hermandad. Entre ellos también se instala el doctor Carvallo, humilde entre los humildes. Afirma que en esta era de mecanización y artificio conviene la intervención directa del ser humano, grávida de pasión. El neófito Julio Rav contempla a María Claudia graciosamente arrebolada en medio de los otros y aguardando también el disparo de largada. Nadie se exime del sagrado requerimiento. En un organismo tan importante para la dignidad del hombre pueden esperarse originalidades como ésta. Originalidades que ya dejaron de serlo para los antiguos miembros de la Felalí y que tampoco deberían perturbar a Julio (si se esmerase en comprender los mensajes de su jefe).

Carvallo ordena empezar: todas las manos deslizan impresos en los sobres y decenas de lenguas mojan el borde gomoso. Cada solapa lleva saliva de un miembro auténtico de la Felalí: contiene algo humano y vivo. Las distancias se achican por obra de este contacto. Acción de desprendimiento, de sacrificio. Julio mira de soslayo e imita, saca la lengua, moja, pega la solapa, siente gusto desagradable, siente que la lengua se paraliza y que un extraño anestésico le contamina las encías y que tras una hora de lengüetazos ya le duelen la garganta, los ojos, y tiene ganas de huir. Pero mira a sus cofrades unidos en el trabajo, inclinados hacia los sobres con una increíble devoción. Contempla al sumo pontífice bajo cuyo bigote asoma la punta rosada a la que acerca un borde gomoso tras otro, concentrado, satisfecho. María Claudia de vez en cuando alza sus grandes ojos pardos, inspira (suspira) y regresa a su deber como una esclava sobre los plantíos de algodón. Se le ocurre que son besos de lengua repartidos a la humanidad y siente bronca hacia quienes recibirán los sobres con saliva de María Claudia sin apreciar que es la saliva de María Claudia. Carvallo ordena traer más jarras para desintoxicar la lengua. ¡Beban, beban! El agua deberá fluir durante mucho tiempo, incluso después de la maratón. Y los baños deben estar en condiciones para recibir las meadas interminables.

El presidente de la Felalí aparece por un rato al día siguiente, tras haberse hecho anunciar. Julio Rav corre a recibirlo. Viene a dar una ojeada. Su investidura no le permite dedicarse a los asuntos baladíes que despacha maravillosamente el dinámico Carvallo. El presidente es de mediana estatura, mediano abdomen, mediana visión (engancha los anteojos en el bolsillo superior del saco de manera que una patilla quede afuera y haga contraste sobre la tela), mediano carácter, mediana inteligencia. Eso sí: grandes son su fortuna y su nariz. La enorme nariz puede inspirar con energía el aire, humo y olores de un ambiente hasta purificarlo. Le han comentado a Julio que en las reuniones soporíferas los aplastados asistentes ruegan que el presidente inspire, así les extrae las moléculas del tedio. Sus fosas nasales se transforman en aspiradoras potentísimas: con sibilancia atraen las partículas flotantes, sus ojos miran hacia arriba y los dedos tamborilean el escritorio mientras el tórax se le hincha y el aire se limpia. El único inconveniente lo sufren quienes después quedan al alcance de su aliento. Carvallo, tenso por la inminencia de la Asamblea, ansía participarle al engolado y mediocre presidente los embrollos irresueltos, que el engolado y mediocre presidente rechaza blandamente: si no fueron resueltos a tiempo ya no hay tiempo y por lo tanto... ¡a otra cosa! Entonces Carvallo le enumera las enormes tareas bien concluidas para asegurar el éxito de la reunión. —Bien, Carvallo —dice con irónica sonrisa—, ya sé que usted es un genio, no hace falta que lo cuente y por lo tanto... ¡a otra cosa! —El presidente reparte palmadas aquí, allí, ¡a otra cosa!, y se aleja. —¿Nos veremos en la apertura? —Por supuesto —responde hundiéndose en el ascensor—; ¡a otra cosa!

Empiezan a llegar los representantes al aeropuerto. Cada uno, acostumbrado ya a estos trajines, se arregla con sus pertenencias, pasa la aduana, contrata un taxi y se instala en el hotel preferido donde la diligente oficina de la Felalí ha hecho la reserva. Después se dirigen al noveno piso del edificio Everest. Ahí saludan al bienquerido doctor Carvallo, se enteran de los últimos chismes y cobran el dinero correspondiente a los viáticos. El voraz representante del Perú —Carvallo hace una mueca de tolerancia— presenta la cuenta de un remise desde el aeropuerto al hotel y los gastos en taxi desde el hotel a la Felalí, siendo público que destartala su viejo esqueleto únicamente en colectivo y, cuando puede, sin pagar boleto. El representante de Chile, en cambio, es un elegante caballero que evita entrar en asuntos monetarios y hay que introducirle el sobre a presión. El de Brasil es un individuo muy gordo, muy rico y muy ordinario que mete una bulla fenomenal, ingresa en el noveno piso moviendo el trasero al ritmo de un samba y vocifera su saludo: “La Felalí no es el felacio, como el samba no es la zamba, ni el tango es la tanga”. Enseguida arropa a Carvallo en un abrazo y cuenta el último chiste sobre directores ejecutivos. Carvallo se reinstala en su escritorio —que oficia de trinchera—, saca gruesos cigarros (que le obsequian los representantes del Caribe) y empieza a preguntar por los amigos brasileños. Julio Rav parpadea, escucha, anota, se acomoda la camisa, sonríe tontamente y se empecina en hacer coherentes las incoherencias. Se pasa el dedo por el labio superior y comprueba que su bigote crece demasiado lento.

El acontecimiento se viene encima como un alud. A Julio le parece irreal que ya empiece el acto de apertura.

El servicio de seguridad controla el escenario, las butacas, los baños, la calle. Los aplausos marcan el ingreso majestuoso del comité ejecutivo de la Felalí en pleno, seguido por un representante de América del Sur, otro de América Central y el bigotudo director Carvallo. Se sientan y enseguida todos los asistentes —invitados especiales, delegados, representantes, miembros del gobierno, diplomáticos y periodistas— se incorporan al retumbar en los amplificadores las notas del Himno Nacional. Después, aplausos. Nadie se sienta. Continúa el otro esperado himno: de la Felalí. El locutor lee los mensajes enviados por el Presidente de la República, el presidente de la Comulí, varios presidentes de organizaciones no gubernamentales y una lista de telegramas. Anuncia con profundo respeto que hablará el presidente de la Felalí, quien avanza con mayestática lentitud hacia el podio; en su mano, las hojas mecanografiadas.

Julio Rav lo contempla con embeleso porque algunos opinan que su mediocridad (en todo menos en fortuna y nariz) sólo es escudo de un gran talento diplomático. El presidente —de mediana estatura, mediano abdomen, mediana visión, mediano carácter y mediana inteligencia— mira la colmada platea, mira el estrado, mira el micrófono. Aspira: la resonante sibilancia es oída en todos los rincones. El público percibe que algo cambia, sin saber exactamente que se ha purificado el aire gracias a su ciclópea nariz, y están mejor dispuestos a escuchar. Entonces el presidente empieza a leer su importante discurso (que fue escrito por el encargado de prensa hace más de un mes, corregido por el encargado de publicidad y criticado por el director ejecutivo, corregido de nuevo y, recién en su cuarta versión, pasado al presidente que, tras su ejercicio nasal, encontró un par de términos comprometedores que debían ser sustituidos por otros menos comprometedores, de manera que volvió al encorvado jefe de prensa, quien buscó sinónimos y parónimos hasta dar con los que tranquilizaban los miedos del presidente, y el discurso aguado y aséptico fue pasado otra vez en limpio). Se cala los anteojos que extrae con elegancia de su bolsillo. Hace una prolija enumeración de autoridades en orden protocolar. Después historia a la Comulí, la Felalí (“nuestra querida rama continental”) y sus realizaciones. Da la bienvenida a los delegados que concurren a la trigésima Asamblea de Representantes y anticipa que de su labor surgirán decisiones de honda repercusión en la vida social, económica, política y cultural del continente.

Los aplausos son recibidos con hidalga serenidad por el presidente de mediana estatura, mediano abdomen y mediana visión. Cierra la carpeta, devuelve los anteojos a su bolsillo cuidando que una patilla caiga afuera, hace una aspiración de despedida que limpia de nuevo el aire y gira hacia su butaca sabiendo que las restantes personalidades del estrado lo aguardan de pie para estrecharle la mano y expresar sus felicitaciones: ¡Muy bueno! ¡Muy valiente! ¡Conmovedor! Las cámaras de televisión registran el momento y los flashes encandilan el anfiteatro.

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