El abatimiento aplasta a Jorge mientras araña el suelo pavimentado de conchas para recuperar a su amigo. Nunca tendrá perdón. Hace tan poco murió Jonatán. Ahora muere el mismo David, el que se burlaba de los profesores necios que sólo saben repetir y ordenan repetir y quieren convertir a sus alumnos en una triste repetición de ellos mismos; que afirmaba ¡la vida es hermosa!, que no te abanderen los domesticados ni te infecten las putas; que le aseguró su cariño antes de partir definitivamente hacia Israel.
Jorge contempla la fresca e iluminada sala de su residencia. La luz se filtra por los cortinados mientras él, hundido en almohadones, abolla la carta perturbadora. Al pie de una de las palmeras que marcan el borde de la playa, percibe una silueta. Un bulto. Es un hombre sentado, con la espalda apoyada en el tronco esbelto. Reconoce a David. Se contrae y enseguida se incorpora indeciso, cuestionándose la visión. Estira la hoja manuscrita y la asegura bajo el cortapapel de bronce. Sale al aire limpio que lo frena, que lo invita a restablecer su equilibrio. Tambaleándose cruza la avenida. Corre hacia las palmeras, hacia su amigo. Olga no entiende. Le grita ¡cuidado!, pero Jorge no repara en los automóviles. Se abalanza sobre el magnífico David. Llora. Aprieta la madera cimbreante. Aprieta en la madera a su amigo inolvidable e incomparable que se ha metido en su garganta y le muerde con amor y rencor.
En la carta magullada, Olga lee rápidamente el escueto informe: también una mina estalló bajo el tractor de David; en su agonía balbuceó varias veces el nombre de Jorge.
Jonás salió hacia el Oriente e hízose allí
una choza y se sentó debajo de ella, a la
sombra, hasta ver qué sería de la ciudad.
JONÁS IV, 5
C
omienza a oscurecer. Claudio Astigarraga acciona la llave de luz y vivifica la oficina; ya es demasiado tarde para seguir discutiendo. Desde sendos sillones los ex socios lo miran con odio. Arrugan el ceño por la súbita iluminación (que ilumina su angustia).
Claudio Astigarraga es el ingeniero empobrecido que sigue empobrecido y, sin embargo, ahora tiene en un puño a sus ricos camaradas de otro tiempo. Levanta las cejas gordas como cigarros y da por concluido el debate.
—Espero una semana —estira siete dedos enérgicos sobre el escritorio de fórmica—; si hasta entonces no aceptan mi propuesta... lamentándolo muchísimo,
firmaré la ruina de Península Esmeralda.
Tal como lo oyen: la ruina de Península Esmeralda.
Sus ex socios, con la elegancia traspirada, cabizbajos, muerden el ultimátum. Han explicado y suplicado. Claudio Astigarraga les escuchó las estadísticas, evaluaciones y promesas (reales y tramposas). Los vio abrirse las camisas y secarse el cuello. Fueron cuatro horas y media. Extenuantes, pero de rara gratificación para Claudio. Las opciones posibles y las fantásticas fueron disecadas y exprimidas hasta inverosímiles detalles. Ensayaron digresiones lubricantes, chistes, recuerdos. Pero no hay caso. Las exigencias de Claudio Astigarraga son rotundas. Inconmovibles. Al cabo de esta negociación maratónica e inútil se impone un pesado silencio. Las miradas reconocen que ya no hay más que decir. Claudio, con la urbanidad de los que se sienten otra vez poderosos, los acompaña hasta la puerta. Cornejo y Siles, envejecidos, le estrechan la mano sin ganas de insistir porque ya ni siquiera la lástima es posible: Claudio luce arrogante y la sonrisa del victorioso brilla en su piel.
En realidad es una carcajada que le sube desde el abdomen.
Antes de cerrar la ventana contempla el crepúsculo. Lejos, un grupo de nubes estiradas arden con el último fuego. Las ondas del océano mueven espejitos que se derraman en la costa, cerca de la magnífica torre de Opus S.A. (perteneciente a Cornejo y Siles).
Desciende a la vereda. No me dijeron sádico ni criminal —discurre ante la policromía de las vidrieras—, pero los insultos se revolvieron en sus mejillas como buches que no podían tragar ni escupir. Especialmente el energúmeno de Siles: se puso blanco, rojo, morado, cuando entendió que me había convertido en piedra. ¡Ja!, lo merecen.
Claudio entra en su viejo Renault y avanza con placer hacia la costanera. Un alegre rosario de faroles marca el límite de la playa.
Los aplastaré con la bancarrota; a ellos y a docenas de empresas y empresarios como ellos. Yo, el despreciado Claudio Astigarraga, tengo suficiente imaginación para traerles la peste. ¡Y qué peste! Sucumbirán las prodigiosas fortunas invertidas en este paraíso artificial. ¡Ja! Cornejo es el más flojo, me quiso seducir: “Pero Claudio —rogaba—, ¡somos amigos!, ¡es cuestión de armonizar intereses!” Sí, por supuesto, aquí están los míos; examínenlos (y pónganse blancos, rojos y morados, aborrecidos camaradas). “¿Querés nuestra rendición?” “Bah, bah, déjense de bromas; cada uno piensa en su propio negocio; yo les deseo lo mejor, pero también para mí.” “Tu negocio será el fin de Península Esmeralda.” Exageran. “Más que negocio, lo tuyo es un atentado.”
La gente elegante pasea frente a los espaciosos jardines. Algunas calles argentadas por el sofisticado letrero de un restaurante parecen nuevas a Claudio. Pasa frente a la whiskería, cuyo letrero es un penacho fulgurante que se hunde en la profundidad de las estrellas verdaderas.
Cuando llega a su casa, en el extremo de la ciudad, el horizonte ya ha sido ocupado por las sombras. La brisa contiene respiración de mar. Sus cabellos precozmente encanecidos le tapan la frente. Dirá a la abnegada Nely que vinieron los dos: el flojo Cornejo y el energúmeno Siles; vinieron a rogarle. Ahora los tiene atrapados entre el índice y el pulgar, así, como dos bichitos; aprieta y sus frágiles cascaritas crujen, aprieta un poco más y son polvo.
Adrianita corre hacia papá Claudio, que la recibe con sus gruesas cejas muy levantadas. Se enrosca en sus brazos, trepa a su nuca de pelos grises y queda sentada sobre sus hombros. Tiene siete años y parece haber intuido el éxito de papá (así como antes sufrió el mal humor de sus fracasos). Le dice que vaya al dormitorio, enseguida, al trote, ico caballito, hay un regalo sobre la mesita de luz. Claudio avanza a tientas porque Adrianita le tapa los ojos. Frío, frío, dice mientras palpa la pared, el borde de un cuadro, la pantalla del velador —caliente, caliente—, el vidrio de la mesita —¡te quemás!—: una hoja de papel. Adriana retira sus manitas tiernas y Claudio observa un dibujo coloreado a lápiz. La casita lo saluda entre árboles de copa enrulada; en la puerta aparecen tomados de la mano un sintético papá con su hija de larga falda en cono y desde el parque mira mamá. ¡Qué alta y linda es la casa! —se asombra Claudio—. Vos la vas a construir —asegura Adriana. Claudio recuerda la magnífica torre de Opus S.A. y enseguida su propio plan.
—Hoy cenamos con champaña —dice a Nely.
—¡Qué! ¿Firmaste ya?
—No, dentro de siete días. Pero hoy vinieron. A mí. A mi oficina.
Ella, con un repasador en la mano, se acerca sin entender:
—¿Quiénes?
—¡Cornejo y Siles!
Se sienta:
—No...
—Tal como lo estás escuchando.
Con ellos había iniciado su carrera. Fue la historia lineal y rosada de tres ingenieros noveles y sin recursos. El capital inicial fue aportado por el mismo Claudio tras un golpe de suerte en el casino de Mar del Plata. Entonces alquilaron una oficina y empezaron con entusiasmo e incertidumbre. Poco trabajo, ingresos insignificantes. Hasta el segundo golpe de fortuna que fue aportado por el rubicundo Siles: se vinculó a un comerciante vulgar que ansiaba desquitarse de sus amigotes construyéndose la residencia más exhibicionista de Península Esmeralda. En el proyecto les ayudó un arquitecto que se malograba como decorador de vidrieras. Se divirtieron con la extravagancia de pisos giratorios, puentes, una gruta con pasadizos subterráneos, cuartos secretos y plataformas lanzadas al mar que multiplicaban costos y hacían insostenible la estructura. Pero despertaron, felizmente despertaron, dijeron basta de joda, es la oportunidad de nuestra vida. Cornejo retó a Siles, Siles a Claudio, Claudio a Cornejo, se angustiaron como debe ser, metieron rigor en los cálculos y en las fantasías del arquitecto y el comerciante y sacaron adelante un proyecto hermoso que además era viable. Invirtieron empeño en cada una de las etapas, se turnaron en los viajes y controles. Antes de concluir recibieron tres solicitudes de otros comerciantes amigos (es decir competidores) de su cliente, que los indujo a trasladar la oficina a la misma Península Esmeralda que ya empezaba a vislumbrarse como un polo urbanístico de alta sofisticación. La sociedad de Astigarraga, Cornejo y Siles levantó una decena de residencias que les insufló gran prestigio. Pero internamente la sociedad burbujeaba desavenencias. La desconfianza provocó el desprendimiento de Claudio, que Nely jamás entendió ni justificó. Sus preguntas y súplicas provocaban ladridos incoherentes de su esposo.
Claudio aseguraba que había decidido trabajar solo y basta. Cornejo y Siles constituyeron una nueva empresa: Opus S.A.
Claudio, “independizado”, quiso demostrar a Nely que podía contratar nuevas obras. Lo consiguió al principio. Pero aumentaron las tradicionales dificultades con los gremios, su famosa puntualidad de etapas degeneró en tardanzas que incidían en los costos, que a su vez incidían en el humor de los inversionistas, que a su vez le reprochaban a Claudio, que a su vez les reprochaba a ellos (y se reprochaba a sí mismo, implacablemente). Su trabajo perdió alegría al comprobar que los clientes más sabrosos preferían al enemigo, es decir Opus S.A. que, para colmo, se consolidaba como una de las empresas más fuertes del lugar. Encontraba humillante su profesión (los ricachones analfabetos se divierten pasándote sus dólares por la nariz). La encontraba aburrida (una residencia más prepotente que otra, al final son todas iguales). Mal remunerada (las ganancias gordas siempre las muerden ellos, los inversores). Inmoral (en medio de las privaciones que sufre la mayoría, este despilfarro arquitectónico es un insulto). A Claudio le renacía el socialismo de juventud. Rumiaba acrimonias que, en vez de ayudarlo, carcomían sus lazos con la realidad. Prefería encontrar a Nely dormida: para no hablar. Y a su hijita dormida: para no jugar. En las conversaciones oía preguntas que eran bayonetazos, reproches, burlas. Dejaba dinero sobre la mesa de la cocina asegurando el borde de los billetes con un vaso que la abnegada Nely se ocupaba de llenar con flores naturales cada dos o tres días (cómo puede tener ánimo para ocuparse de flores).
Le surgieron algunas comisiones bien remuneradas y resolvió archivar la ingeniería.
Deambulaba por las calles hasta que se vaciaban de gente. Una vez fue arrastrado a su casa en estado deplorable, con la billetera vacía y aliento nauseabundo. La horrible escena empezó a repetirse; Nely tenía los párpados ulcerados por las lágrimas y la impotencia.
—En lugar de emborracharte —le decía con odiosa sensatez—, en lugar de castigarte recorriendo las construcciones de Opus, debés retomar la profesión. Ellos no son más capaces, ni más suertudos. Se dedican, solamente; se dedican con tenacidad.
Pero Claudio pegaba los labios, dormía su tranca y después reiniciaba el absurdo vía crucis: recorría los hoteles y edificios de lujosos departamentos que Opus levantaba aceleradamente.
También estaba archivando su trabajo de comisionista. Los gastados mocasines enfilaban por último al maloliente bodegón La Palmera, donde libaba en silencio. A veces aceptaba la compañía de don Ambrosio, un albañil corrompido cuyas frases navegaban sin timón en las ondas del vino ordinario. Las palabras sin sentido y su mirada ausente le obsequiaban calor sin exigirle reciprocidad.
Vendió un par de lotes ganados en su época feliz; con el dinero podía mantener a su familia muchos meses.
—Se terminará el dinero —insistía Nely con una paciencia de otro mundo—; alquilá otra oficina; podés reactivar relaciones; tendrás trabajo. Aunque Opus y otras firmas acaparen lo jugoso de la construcción, siempre encontrarás oportunidades, serán modestas al principio, no importa.
Los incesantes argumentos de Nely —más bien su obstinación— consiguieron que aceptara reinternarse en las aguas sucias de la ingeniería. Un auténtico “retorno sin gloria”, con canas y desilusión. Alquiló una oficina, buscó muebles en un negocio de compra=venta y puso un aviso chiquito, barato. Empezaba de nuevo, pero sin la ingenuidad ni la energía de los comienzos. A su puerta apenas llamaba el portero para traerle facturas (y se lo contaba tal cual a ella, como si fuese la culpable o la que podía cambiar los acontecimientos). Nely, desesperada, dijo que iría personalmente a entregar una tarjeta de su marido a cada uno de los millonarios de Península. Y no era una amenaza. Se disfrazó de promotora, embolsó la vergüenza y empezó el peregrinaje. Claudio juró irónicamente que permanecería en su oficina esperando los clientes; caminaba como una fiera en la jaula deteniéndose tan sólo para mirar el mar o la vecina torre de Opus.
Nely atravesaba magníficos parques rumbo a individuos que bebían un cóctel o terminaban la práctica diaria de golf o yacían en hamacas junto a la pileta o, de mal humor, interrumpían un partido de naipes para atenderla con curiosidad y fastidio, escucharla con impaciencia y recibir la tarjeta que pasaban a una empleada después de concederle un superficial vistazo.
Emborrachándose en La Palmera —sucia y oscura: su embriaguez necesitaba una atmósfera de escarnio— Claudio charlaba pesadamente con don Ambrosio, su compañero de miseria. El temulento albañil se dispersaba contando las aventuras de su puerca mujer que lo traicionaba con un par de malos amigos. —Mi mujer —decía el albañil— quiso envenenarme. —La mía —contaba Claudio— quiere que trabaje... anda, anduvo, haciéndome propaganda entre los ricos ¡ja!... de lo que servirá la propaganda... esos nuevos ricos, tan ricos, tienen el alma dura y fría como esta botella... Usted, don Ambrosio, tendría que ser un tipo rico —y moviendo el índice delante de sus ojos inestables agregaba—: entonces me llevaría el apunte, me encargaría torres, hoteles... ¿no es cierto? —¡Claro que sí! —contestaba el otro—, mucho apunte, ¡todo el apunte que se le cante!
Claudio tragó el último sorbo y depositó el vaso sobre el mantel manchado; su mano lo aferraba como a un pilar sacudido por el viento. Esa tarde el rostro de su compañero se movía mucho, se fragmentaba como la conversación. La nariz subía hasta el cabello graso y enseguida bajaba al mentón; se desprendía un ojo que, lentamente, planeaba hasta el cuello de la botella. Las piezas móviles de esa cara le transmitían un mensaje, tenía la sensación firme de que había un mensaje, una revelación sensacional. Empujó el vaso y salió a la calle, donde la oscuridad había expulsado las formas. Se golpeó contra rejas que lo llamaban para traducirle el mensaje, un insólito mensaje que había nacido en la cara del albañil mamado. Arañó el timbre y se derrumbó sobre el felpudo de su casa. Apretaba en su dolorida cabeza la cabeza desarmada de don Ambrosio. Al abrirse la puerta rodó blandamente hacia el interior. Nely chancleteó rumbo al baño, embebió una esponja y le derramó agua fría en la cara. Lo ayudó a desplazarse hasta el sofá; le quitó los zapatos, le desabrochó el cinto y lo cubrió con una manta. Adrianita empezó a llorar.