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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (24 page)

BOOK: Todos los cuentos
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—Estas chismosas ya son parte de las playas, son como las sombrillas —dijo Serafímer adviniendo el malestar que me producía esa voz—. ¿Sabe quién las definió así?

—Einstein.

—No se burle —se rascó el pecho hirsuto.

—Bueno —sonreí, concesivo—, ¿quién?

—Ingmar. Ingmar Bergman.

Levanté las cejas. Y volví a restregarme los ojos —mi tic de la jornada—. O éste delira —rezongué— o algo me impide reconocer que sus relaciones son ciertas.

—Nos alojábamos en el Hotel Real de Copenhague. Usted sabe que solía dirigir piezas de teatro en Dinamarca para descansar del cine, o para pulir detalles de la técnica. Por lo menos así me dijo, eh —se hundió en su asiento y estirando las oscuras piernas agregó—: Bergman es un observador genial, que goza de una memoria que ya ni sorprende: irrita. Pero es modesto, eh, como la mayoría de los tipos excepcionales. Bueno, todos no —corrigióse levantando la cabeza—: mi amigo Norman Mailer es brillante pero no es modesto; tampoco Salvador Dalí, claro —el rugir del mar y las disonancias de la vocinglería fueron los únicos comentarios (indiferentes, descorazonantes) que recibió—. Sigo con Bergman... —dudó, me miró brevemente—. ¿Le extraña que el torrentoso Mailer sea mi amigo? Vea: tomábamos cerveza en Manhattan cuando su editor aún ignoraba que
Los
desnudos y
los muertos
alcanzaría el éxito que poco después lo consagró para siempre. Gran tipo. Verborrágico hasta la asfixia. Loco. Pero auténtico; su vida, sus intereses, sus temas, todo combina bien. Y no es difícil llegar a Norman; no es difícil llegar a nadie. Su programa se llama
La caída de los mitos,
¿verdad?: haga caer el mito de la incomunicación. Es un mito, se lo aseguro. ¡Cuántos se asombran de mis relaciones!, pero yo me asombro de que se asombren. ¡No hay nada de asombroso! Sí, en cambio, que alguien no se atreva a contactar con una persona porque sea célebre o importante. Somos perecederos, sufrimos pesadillas, angustias y emociones tanto el individuo anónimo como el hombre célebre... ¿Qué le estaba contando? Ah, Ingmar Bergman. Vuelvo a Ingmar; ¿por dónde íbamos?... Copenhague. Sí, en Copenhague lo invité a Ostende, ¿conoce?, magnífica playa belga, para mí la mejor del Mar del Norte, siempre rabiosa, agresiva. Y bien —redujo el volumen al tiempo que acercaba su granítica cabeza a mi oído—; la voz de esa pelirroja, ahí atrás, que parece un cuchillo con sierra, o una gallina excitada, una voz así, de una pelirroja más o menos igual, lo descalibró a Ingmar. ¿Me explico? Le arrancó los tornillos, como se dice; le hizo saltar los resortes, lo puso como una máquina en punto crítico. Y eso que Ingmar es una montaña de paciencia comparado con Norman, eh. ¡Pero esa voz!, para colmo con más muletillas que un ejército de rengos. Ingmar empezó a respirar apurado, con un dolor aquí, en el abdomen; se le fueron hinchando las venas del cuello; ¿se imagina?, como a un sapo antes de explotar. Miró alternativamente a la pelirroja gritando y a mí, silencioso, y se levantó de golpe, como un chorro de lava; alzó el silloncito y lo revoleó en el aire —Serafímer acompañaba su relato con nerviosos movimientos de las manos—. Quise detener su acceso criminal. A destiempo... Lanzó el proyectil con toda su fuerza hacia el cráneo de la pelirroja pero un sutil desajuste lo desvió hacia el agua. El incendio de Ingmar se transformó de golpe en anemia. Me agarró del brazo y retornamos al hotel. Mudos y exhaustos. Ahí me dijo que las chismosas son parte de la playa, como las sombrillas —hizo pantalla con su diestra—: y que actuó como un chico malcriado.

“Nuestra” pelirroja seguía disparando sus rugosas frases que arañaban los nervios. Serafímer indicó un silloncito con mirada cómplice:

—¿Se lo arrojo a la cabeza? —encogió las piernas marcando profundas huellas en la arena; enseguida las borró. Rehízo las huellas. Siempre rectas, profundas.

—¿Qué actividad le permite viajar tanto? —pregunté a quemarropa.

Volvió a rellenar los largos pozos con arena tibia y, apoyando sus pies anchos sobre el leve montículo, dijo que excepto una incursión en el periodismo siempre fue lo que hoy se llama, con más respeto que antes, “hombre de negocios”.

—Pero no se confunda —agregó—: mi verdadero patrimonio son los amigos. Y no es una frase, eh, de ninguna manera. Así como en el mundo financiero se dice que el dinero atrae al dinero, en el de las relaciones humanas los amigos atraen a los amigos.

—¿Acumula amigos, como los financistas acumulan dinero? —se me torció una comisura con toda malignidad.

—Los financistas no lo acumulan: lo trabajan.

—¿Y a los amigos? —mi comisura seguía tensa, provocadora.

Dudó, bajó los párpados, y dijo:

—A los amigos también se los puede “trabajar”, es horriblemente cierto. No se trataría de amigos, sin embargo. El idioma es más que burlón: es cínico. No se debería, en estos casos, emplear la palabra “amigos”... Usted dice “acumulan”: amigos, dinero, podríamos agregar mujeres, aventuras, prestigio, objetos de arte. Pero no se trata de situaciones idénticas, eh. No. Los amigos no entran en la categoría pasiva del objeto, ¿comprende? ¡Ahí está la diferencia! Eso es. No se mantienen en una posición inmutable; se mueven, o nos movemos nosotros, y es preciso que se produzca la adaptación, ser un poco como ellos y ellos como nosotros.

La brisa salitrosa se arremolinaba en torno a las presencias que Augusto Serafímer había empezado a convocar. Su buen ánimo, a pesar de los irrespetuosos pellizcos que yo le infligía a sus relatos, fue derritiendo mi propia gelidez. Poco a poco aceptaba —por comodidad o quizá para divertirme— la ilusión de que entre los cuatro niños que se empeñaban por asegurar las murallas de su castillo de arena se había sentado Ingmar Bergman, y que los jugadores se alejaron porque interferían la presencia de Salvador Dalí y Norman Mailer, quienes también arrimaron familiarmente sus sillones de mimbre pintado. Y a continuación se acercó otro individuo llamado con insistencia por Serafímer, que produjo en mi percepción fogonazos alternantes. ¡Milton! ¡Milton! Yo me dije: es ciego y no; está muerto desde hace siglos y no; es poeta y no; es inglés y no. ¡Mi entrañable Milton!, vivo, contemporáneo, norteamericano, no era el exquisito autor de
El paraíso perdido,
sino el Premio Nobel de Economía; era el exaltado y execrado Milton Friedman, “gran amigo”, a quien Serafímer, en una sobremesa abrigada con noble coñac, había explicado algunos vericuetos de la economía argentina.

La fantasmagórica concurrencia tocaba la puerta de la realidad. Serafímer cambió de sitio porque Mailer prefería el paisaje de una sabrosa muchacha y Dalí el mar azul a la policromía ordinaria de los edificios costeros. Friedman y Bergman cruzaron unas palabras, luego cruzaron sus imágenes sobre una aureola móvil. Serafímer, exultante entre sus amigos,
se
y
los
adaptaba. Su cenicienta barba-pedestal incluía las puntas mosqueteriles de Dalí y sus ojitos de mono la fogosa mirada de Mailer. Ellos estaban con él, en él, disfrutando de Península Esmeralda. Y él, Augusto Serafímer, también estaba en ellos, en la inspiración de Dalí y en los rasgos que forman un carácter de novela en Mailer y un ajuste interpretativo en Bergman y una reflexión operativa en Milton Friedman que puede transformar el destino económico de un país. Todos en Serafímer, Serafímer en todos.

Me invitó a su residencia, donde esa noche concurriría el profesor Rodolfo Neuman, un científico tan famoso como recatado, al que jamás pude traer a mi programa. La de Serafímer era una invitación suntuosa que parecía formulada simultáneamente por Bergman y Dalí, Mailer y Friedman. Ya ni siquiera busqué “una buena razón” para negarme, intrigado por su arte de seducir a un ermitaño como Neuman. Me entregó su broncínea tarjeta por tercera vez, añadiendo las señas locales. Me explicó la manera de llegar. Y como exterioricé cierta desorientación, ofreció pasar a buscarme por el hotel; no faltaba más. Apretó mi mano, guardó la birome en su bolso de playa, acarició mi nuca —¡lo consiguió por fin!— y emprendió la marcha por entre el fortificado castillo de arena y la ficticia cancha de tenis, acompañado por su cohorte de amigos célebres. El vello de la parte superior de su espalda relucía como alambres de oro. Su corpulencia fue fragmentándose entre los cuerpos desnudos que venían del mar mientras la pelirroja seguía petardeando lugares comunes sobre el reciente estreno de Bergman, ignorando que durante un buen rato su voz de lija había violentado a Bergman en persona.

Quedé solo. Recuperé una intensa, compacta soledad, como si me hubiera liberado de un montón de individuos muy pesados. O exigentes. Sentía que incluso la multitud y los ruidos y hasta la pelirroja con su voz de rallador contribuían a blindar mi aislamiento. Repantigué las extremidades y miré hacia el buen sol que ardía en el cielo. Serafímer había conseguido que otra persona más arisca que yo hubiese aceptado su invitación: Rodolfo Neuman. El ámbito académico coincide en reconocer a Neuman como el investigador más serio de la Argentina en el campo de las hormonas, pero no sólo los académicos coinciden en atribuirle hábitos anacoretas. Rehuye las entrevistas y las recepciones como si fueran la peste. Los comentarios pintorescos que llenaron algunas notas sobre él (nunca con él, porque se escapa) incrementaron su popularidad, la que, paradójicamente, duplicó su encierro. Ahora —¡qué giro!— no sólo veranea en un balneario como éste, sino que acepta ir a una reunión en casa de Augusto Serafímer, quien lo presentará seguramente como su “querido amigo Rodolfo”.

Las agujas de la ducha iban arrastrando los restos de arena y sal que se habían pegado a mi piel. Empecé a canturrear. Se enderezaba mi ánimo que había soportado las palizas de un año “estresante”, como repiten en la jerga. Corridas, horarios, superposición de eventos, timing y rating, monstruos de arriba y monstruos de abajo, compañeros jodidos (que les va mal) y jodidos (que te hacen zancadillas), reportajes idiotas, tipos, tipas y tipejos que te lamen por una escupida de fama, y los mitos, ¡ah, los mitos!, mi programa
La caída de los mitos.
Soy como el trampolín del que quiere ascender y el terror del que está arriba y precariamente agarrado; como un mono travieso agito el cocotero hasta que se desprenden algunos frutos podridos. Mi cara es popular, temida y admirada; mis comentarios son esperados con curiosidad y morbosidad al mismo tiempo. En los reportajes abundan las preguntas inesperadas y los documentos que generan sorpresa y proximidad. Tras las cámaras de televisión abundan los sobornos a mi simpatía con regalos, besos y camas fáciles. Los mitos consagrados luchan por no dejar de serlo mientras otros, anémicos aún, luchan para acceder a tamaña categoría. Yo lucho a la vez por ellos y contra ellos, que es como hacerlo por mí y contra mí. Nuestros intereses sólo se concilian en las fugaces vibraciones humanas que atraviesan cada reportaje.

Esa tarde, bajo la ducha, me empecé a sentir bien. Obligaciones ausentes, reloj innecesario, rating dormido, gozaría de una reunión en la que no debería grabar. Augusto Serafímer parecía un extraño ángel (Serafín... ¡su apellido!) que ligaba seres con el solo néctar de la amistad. Colectaba amigos: no era cineasta ni escritor ni científico ni plástico. Era un individuo feo, ubicuo, sin intereses espurios y que, por eso mismo, podía compartir el interés de los otros.

Cerré la canilla. ¿Había rotado mi opinión? Antes desconfiaba y rechazaba, ¿ahora simpatizo? Antes pensaba en las facturas que me cobraría por sus favores y ahora, ¿estoy dispuesto a reconocerle generosidad? Me froté con la toalla, disconforme.

Leí, dormí y después dudé sobre qué ropa ponerme. ¿Cómo iría el profesor Neuman?, ¿cómo los demás invitados?, ¿cómo esperaban Serafímer y su esposa Mónica que yo apareciese? Seguramente comentaron a los demás que iría quien conduce
La caída de los mitos.
Me irritó que esta frivolidad perturbara mi descanso, era exactamente lo que debía evitar para que mi desconexión con el trabajo del año fuese real y efectiva. Vestí la camisa y el pantalón que tenía a mano y descendí al lobby. Entre plantas y columnas decoradas se ofrecía el morbo de los sofás. Tres mujeres departían junto al mostrador de conserjería mientras un niñito se empecinaba en recorrer un camino plagado de accidentes: muebles, zapatos, ceniceros.

El ingreso de Serafímer —bamboleante, ruidoso— me produjo una inesperada alegría. Vestía un conjunto celeste del cuello a los pies; sobre los hombros cargaba un pulóver. Su cabeza sonreía, incluso la barba gris y la bóveda de su calvicie. Sus manos goriloides se estiraron hacia adelante.

—¿Listo? —me rodeó con impresionante afecto.

—Sí.

—Entonces vamos. Rodolfo nos espera en el coche.

—Se refiere a... ¿Neuman?

—Sí, Rodolfo Neuman.

La calle era recorrida por la fragancia del aire marino. Distinguí a través de la ventanilla abierta del coche el perfil ascético del huidizo investigador. Serafímer abrió la puerta y me hizo sentar adelante. Enseguida procedió a presentarnos. Me di vuelta. Junto al profesor Neuman estaba su mujer, a quien un letrero de la calle bañaba alternativamente con luces verdes y moradas. El científico, enjuto y seco, embutido en una polera oscura, se comprimía en el rincón del asiento. Su mano enclenque transmitió cierta emotividad. Después volvió a retraerse mirando hacia afuera, como si le molestara el encierro o, más bien, la compañía impuesta por el encierro.

La animación del viaje fue asumida por Augusto, como era de esperar. Neuman miraba hacia la derecha, su mujer hacia la izquierda y yo hacia el frente, con los labios sellados.

La presencia del científico inspiró a Serafímer el tema de conversación: cuando tomé el té con Alexander Fleming...

Yo sentí un estremecimiento: primero el director de la Filarmónica de Londres, después Einstein, a continuación Ingmar Bergman y Norman Mailer y Salvador Dalí y Milton Friedman, y ahora Alexander Fleming... ¡este monstruo se ha cosido a cuanto sujeto importante camina por la tierra!

Los faroles se enhebraban junto al mar resonante; parecían la cadena química de un antibiótico. El auto torció hacia arriba internándose en una zona de residencias con vastos jardines.

Fleming lo había acompañado hasta la puerta de su casa —recordó Serafímer—, con obstinada caballerosidad de otro siglo, aunque la cercana muerte ya le disminuía las fuerzas. Su canosidad impresionaba —agregó—; era la figura típica del sabio, eh, del hombre que libró una batalla de tremenda significación; ahora compruebo que usted se le parece, mi querido Neuman.

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