Todos los cuentos (21 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

BOOK: Todos los cuentos
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Entre las palabras del secretario vi el puerto de Buenos Aires y un enorme barco; decidí huir. Compré mi pasaje a un hombre con cara de caballo y gorra de oficial que se parecía a mí; le toqué la frente para asegurarme de que no era un espejo. El barco zarpó enseguida. Desde cubierta hice pito catalán a los que se quedaban en el muelle llorando por sus dificultades. Una imprevista tempestad comenzó a zarandear la nave. Las olas aumentaban de tamaño y empezaron a saltar como ballenas voladoras. Tuve miedo y me acosté en un rincón. Todo crujía, como si fuera a reventar. Pronto seré tragado por una de esas ballenas. Para salvarme debía aceptar la misión, como el profeta Jonás. Volver a tierra y aceptar la misión terrible. Que no me gustaba, por eso quería dormir. Pero el movimiento era muy agresivo. El secretario, sacudiéndome el hombro, repetía acepte Tobías, es una verdadera misión del cielo. Sus palabras venían mezcladas con el estrépito del oleaje. El cuarto de mi casa y la copita que sostenía en mi mano se fueron metiendo en el sueño hasta hacer desaparecer las ballenas, el barco, las montañas de agua. No pude fugar de mi perseguidor, que seguía presente y terco. Es así como este sueño tan raro, al que me entregué para escapar del secretario y su obstinado ofrecimiento, me indujo a ceder y cambiar mi oficio de vivos por otro de muertos. No sospechaba que recién en ese instante nacía mi historia de héroe comunitario.

Tobías, para convertirse en héroe —como machaca—, se dedicó en forma al nuevo trabajo. Que en realidad no era tan nuevo. Cuando adolescente había servido un par de años como ayudante de su antecesor. Aprendió un arte antiguo y complicado en el que se debe marchar por la delicada cornisa de rituales que emocionan y espantan. Los trámites —ahora llamados burocráticos pero más vetustos que toda burocracia— lo obligaban a controlar permisos, recibos, planos y discutir con deudos y alzarle la voz a un dirigente exaltado y servir de colchón entre deudos y dirigentes, despabilar al rabino, apurar a los peones que remueven la tierra, acopiar sudarios limpios para alguna emergencia, indicar el camino a los visitantes para que no se extravíen en el bosque de lápidas, disponer de agua de colonia para reanimar mujeres desmayadas, controlar la reserva de velas y pedir dinero a la comisión directiva para pagar todo eso. Pero la comisión directiva nunca tenía dinero aunque el grueso de sus fondos era producido por el mismo cementerio. Ni las colectas, ni las cuotas mensuales ordinarias, ni las extraordinarias, ni las campañas de emergencia de la gerencia desesperada o de la tísica cooperadora, ni los ingresos de cuanta idea, truco, rifa o engañapichanga podían arrimar, alcanzaban para sostener las instituciones religiosas (elementales), culturales (elementales), sociales (elementales), deportivas (elementales) y docentes (elementales) de la comunidad. Sólo el cementerio —temible y familiar, que concentra la luz rosada de la tarde— era apto para generar el chorro nutricio imprescindible. Pero el dinero que generaba el cementerio nunca alcanzaba para las necesidades del mismo cementerio. Faltaba lógica. Pero tampoco el mundo es lógico.

El tesorero solía explicar con pedagogía rotunda a los deudos de cualquier finado que si cada hombre paga alquiler por el escaso tiempo que habita sobre la inclemente superficie de la Tierra, ¿cuánto más debería pagar por habitar debajo, sin ruidos, conflictos ni desalojos durante milenios, hasta el Juicio Final? Ningún plan de Ahorro y Préstamo para la Vivienda podría soportar la cifra justa, inmensa. ¿De qué se quejan, entonces? La comisión directiva ofrece opciones en el cementerio: lotecitos más caros y más baratos. ¿Quieren cerca de la puerta principal, de los caminos principales, del monumento a los mártires? ¡Muy bien! Son los caros. ¿Quieren más barato? ¡Fácil también!, tienen que alejarse, alejarse de la puerta principal, del monumento. Los deudos, impacientes, contraatacaban y el tesorero: no se apuren; ahora les diré un secreto (repetía el secreto a cada familia): las personas inteligentes eligen por la ubicación (los entusiasma con los lotecitos caros). Es igual que construir una casa: los ladrillos se amontonan de la misma manera en cualquier sitio; pero si el sitio es bueno, la casa vale más. Otro secreto: ser enterrado cerca del monumento a los mártires equivale a estar codeándose con los justos; ser enterrado junto a la remota muralla es como marginarse entre los delincuentes.

Los previsores empezaron a comprar el terreno en vida para evitar que sus herederos se viesen obligados a cercenar lo recibido (y en las plegarias se les escapase una que otra maldición contra el irresponsable difunto). La mayoría, sin embargo, prefirió que el angustiante regateo se consumara después de su muerte, así descansaban en paz sin enterarse de cuánto les costaba descansar en paz, y que fuesen las nueras y los yernos que aún no merecían descansar ni en paz ni en ninguna otra forma, quienes sufrieran y lucharan a brazo partido con el tesorero por el precio del lote.

En los regateos (llamados elegantemente “discusión comercial”) los familiares gritaban que es asqueroso especular con la muerte y que no necesitan lugares de honor, pero que el finado fue un orgullo de la comunidad y merece un lugar de honor. Por lo general no se llegaba a un acuerdo rápido; la dramática polémica se extendía hasta que era necesario finalizar el velatorio. La negociación, que sufría enojosas interrupciones por abandonos tácticos de una parte o la otra, producía sudor, lágrimas y abundante ventilación de intimidades mutuas que testimoniaban la insensibilidad de los dirigentes —para unos— y la mezquindad de los deudos —para otros—. Las agujas del reloj se cruzaban. Era urgente la decisión. Cualquier decisión, como en un parto que ya no tolera prolongarse. A un judío no se lo debía ofender retaceándole la sepultura. Sin embargo, la carroza fúnebre, aún vacía, aguardaba en la puerta devolviendo los reflejos del sol porque todavía no se arribaba a un acuerdo; la multitud de curiosos se desparramaba hasta el centro de la calle. Entonces bajaba en paracaídas el paquete mágico: era la palabra destrabadora, lenitiva y eficiente. La silabeaba el tesorero poniéndose de pie: ¡con-ce-sión! La comisión directiva —humana y justa— ofrecía una pequeña pero excepcional con-ce-sión, en un gesto magnánimo que rompía el bloque de acero y ponía fin al absurdo combate. Los deudos pretendían aumentar rápidamente el tamaño de la concesión pero, acuciados por la urgencia (y la vergüenza) —demorar el entierro es para el muerto más mortal que la muerte— lanzaban un velado insulto que significaba rendición por agotamiento. Firmaban los compromisos, cheques, pagarés. Y el ilustre cadáver salía apurado con los pies para adelante.

Tobías aceleraba a los peones, aceleraba al rabino soñoliento, se aceleraba a sí mismo y a todo el espacio ante la llegada inminente de otro finado. El bosque de lápidas parecía moverse en la falda de la extensa loma, excitado por la incorporación de un nuevo miembro. El pórtico principal de madera reseca era abierto de par en par: el ataúd pasaba lanzando brillos en medio de un gentío posesionado, con el dolor en el alma (los menos) y el dolor en la cara (todos). La gente se infiltraba por los senderos angostos y un anillo de suspirantes rodeaba la fosa recién abierta, húmeda, oscura y fértil como un útero. Imagen que Tobías repitió a uno de los redactores del
Boletín Comunitario
y que suscitó la desgraciada iniciativa de proponerle un reportaje, ya que útero es madre, madre es amor y amor es felicidad. Tobías insistió en que la tierra es útero y cosas por el estilo, además de que, según el Génesis, el primer hombre fue creado de la tierra y todo hombre cuando muere regresa al origen, polvo fuimos y polvo seremos, pero nadie estableció que sea un polvo cualquiera. Él, Tobías, se sentía responsable de una misión que al principio no quiso aceptar pero que, con tantos ruegos de la comisión directiva, finalmente aceptó; y esa misión no sólo consistía en cavar un agujero, meter un cajón y taparlo para que no lo robasen, sino en preparar un manjar para la tierra, es decir para la madre. No se asuste, mi querido redactor, con la palabra manjar —dijo Tobías—; ¿antes le había gustado la palabra útero?, ahora que le guste la palabra manjar. Y le dio la siguiente explicación: cuando terminaban las ceremonias y se quedaba solo entre la población de lápidas y miraba cómo bajaba despacito la noche, pensaba en su trabajo y lo comparaba con el muy diferente de cocinero. Pero no era diferente: Tobías preparaba manjares para la tierra. No se escandalice, querido redactor: piense que lavaba con esmero el cadáver, lo envolvía en el sudario limpio y estiraba los pliegues con coquetería; al fin de cuentas su trabajo, como la cocina, necesitaba de paciencia, vocación y buen estómago.

El redactor tuvo accesos de vómito durante una semana y decidió romper la nota. Pero este inconveniente no importaba en Villa Mandarina porque los conceptos de Tobías, como todos los conceptos o hechos escandalosos que allí se producían, eran también difundidos en forma oral. Sus declaraciones se convirtieron en motivo de controversias. Quienes lo apoyaban recordaron su aprendizaje juvenil con el sepulturero fallecido y su tendencia a repetir los mismos errores y heterodoxias del antecesor. Pero quienes lo odiaban se quejaron ante la comisión directiva de que hacía mucho ruido cuando lavaba a los muertos, acusación a la que el buen hombre contestaba con la nariz gorda como una remolacha: ¡Qué culpa tengo!, si no quieren oír que se alejen; y si no se alejan, quieren oír; si no quieren alejarse y tampoco oír, entonces que donen una cámara acústica para lavar cadáveres. Se quejaron de que apareció con el largo delantal de nailon chorreando sangre. ¡Pero si la sangre de los muertos no chorrea! —gritó—. ¡Tienen conceptos delirantes sobre la muerte! ¡Era agua, agua! Se quejaron de que Tobías, con su maldito hábito de tomar iniciativas, invitó a un pariente para que entrase a ver cómo lavaba el cadáver, lo cual estaba prohibido excepto en casos de extrema necesidad. Tobías, que era imaginativo y sensible, opinaba distinto: ¿por qué los parientes serían excluidos de la última atención que se aplicaba al cuerpo de un ser amado? ¡Que entren, que miren!; se desesperan por controlar, criticar, sufrir; ¡vengan y sufran!, ¡gocen! También se quejaron —y ésta es la ultima queja que aceptamos transcribir— de que durante un velatorio, dando muestras de injustificable cansancio, apoyó su codo sobre el féretro y casi lo derrumbó; una mujer imaginó el desastre con tanta nitidez que se derrumbó de verdad arrastrando cuatro cirios y a tres piadosos ancianos con sus respectivos mantos rituales y libros de oraciones. Pero esta vez el perseguido Tobías no tuvo culpa porque no fue él sino el tesorero quien apoyó el codo tras un round agotador con los herederos feroces.

En fin, cada penosa etapa de la muerte se asociaba con Tobías. Si alguien agonizaba, el entorno percibía en el cuchicheo y en los olores al inevitable sepulturero. Después quedaba como estampado: cadáver (sonaba el nombre Tobías), lavado del cadáver (otra vez Tobías), discusión con el tesorero por el valor del lotecito (espiaba el ojo impertinente de Tobías), puesta del sudario (siempre Tobías), velatorio (entraba y salía Tobías), transporte al cementerio (intervenía Tobías), cavado de la fosa (ordenaba, controlaba, corregía Tobías), elección de la lápida (aconsejaba Tobías), colocación de la lápida (se metía a opinar Tobías), inauguración de la lápida (dirigía Tobías). Tobías circulaba por el hogar, el cementerio, la administración, impartía instrucciones, recomendaba tranquilidad. Decía e insistía que prodigaba tranquilidad. La necesaria y benéfica tranquilidad. Pero llenaba a todos de angustia.

Provocó una reunión urgente de la comisión directiva porque había encargado veinte retoños de árboles cítricos para plantar en el cementerio. Dijo que sería un homenaje de su comunidad a la villa que lleva por nombre Mandarina. Los frutos de esos árboles —comentó escandalosamente— se nutrirán de nuestros mejores muertos; serán frutos netamente judíos de la pampa argentina; los podremos vender a precio de oro en una gran kermesse; cada familia podrá volver a tener en sus manos, acariciar, besar y hasta paladear algo de sus muertos queridos. ¡Al diablo con sus malditas iniciativas! —rugió el presidente. Y dando histéricos puñetazos sobre la vidriada mesa de sesiones le ordenó limitarse a su trabajo y cancelar la compra de los cítricos antropofágicos.

La producción de muertos y la venta de lotes seguían a buen ritmo porque los ingresos alcanzaban para sostener las múltiples obligaciones comunitarias. Tobías se quejaba como siempre por exceso de trabajo y por carencia de sostén económico. Pero todo seguía más o menos igual. Seguía más o menos igual hasta que se produjo el inesperado cambio. Una noche el viejo intendente de Villa Mandarina tuvo un sueño horrible: la larga muralla del cementerio ardía y, en el extremo derecho, destinado a los judíos, ardía una lápida rústica. La inscripción decía:
Aquí yace el Pulpero Fundador.
La lápida empezó a moverse y risas macabras se propagaron bajo la tierra. Brotaban otras lápidas. Brotaban rápidamente, como cuchillos, extendiéndose desde el pie de la loma hacia la villa. Aparecían en los aledaños y luego en el centro interrumpiendo el tránsito, golpeando en el traste a los agentes de policía, que en lugar de hacer las multas salían corriendo. Las carcajadas del Pulpero Fundador hacían temblar el mundo. El intendente se precipitó —en su sueño— hacia el palacio municipal; los habitantes le abrieron paso, formaron una guardia de honor y de miedo; pero enseguida quienes lo rodeaban se pusieron rígidos y marmóreos: se convertían en otras tantas lápidas que lo cercaban, asfixiaban.

Se despertó con el cabello mojado. Es el exceso de población judía muerta —caviló— y, para impedir que las lápidas judías invadiesen la ciudad, promulgó una inédita ordenanza que prohibía extender el cementerio más allá de sus límites originales, lo cual causó gran sorpresa porque el intendente era buen amigo de los judíos y porque nadie había propuesto ampliar el cementerio. Y porque nadie imaginaba que tamaño decreto en el siglo XX iba a desencadenar un fenómeno tan extraño: brusca y total detención de fallecimientos judíos.

Era la primera vez, desde que el mundo es mundo, que un decreto antijudío provocaba beneficios de semejante magnitud. En efecto, los médicos se sorprendieron de sus inmerecidos triunfos con los enfermos de la comunidad: los casos agudos, si no curaban, se hacían crónicos, y los crónicos seguían crónicos; nadie agonizaba, nadie moría. El sepulturero se entregó a un merecido descanso.

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