La señora María se soltó de él y se secó las lágrimas.
—¡Sea! —admitió—. Pero que no crea que va a llevar una vida regalada a nuestra costa. Bastantes problemas tenemos ya. Búscale algún trabajo, Esteban, algo apropiado para un muchacho que sea, al mismo tiempo, decoroso para una joven de buena familia.
—Déjalo en mis manos, mujer —convino él, incorporándose. Ella también se levantó y, al punto, se quedó quieta en mitad de la sala, observándome con muda reserva. No me resultaba grato sentir la mirada fija de aquellos ojos, tan negros que no permitían advertir la pupila. Me revolví en el asiento, enojada, y pareció que mi gesto ponía fin a su ensalmo.
—Una cosa más, muchacha —murmuró, cavilosa—. Quien denunció secretamente a tu padre ante la Inquisición fue tu querida ama Dorotea.
—¿Qué decís? —repuse, agraviada. ¿Estaba loca aquella mujer?
—Sin duda fue por afecto hacia vuestra madre y hacia vosotros dos —comentó con lástima—. La poca sal de su mollera la llevó a creer que, si los curas le daban un buen susto a tu padre, él se tornaría un sincero y devoto cristiano. Las mentes simples casi siempre yerran en sus juicios —tengo para mí que hablaba con un tonillo de superioridad—. Fue ella la que os enseñó a rezar a tu hermano y a ti cuando erais pequeños porque en vuestra casa las oraciones y las beaterías estaban prohibidas por vuestro padre. A sus ojos, él era un gran pecador que ponía en peligro vuestras almas. Algo tenía que hacer si, además, veía sufrir a tu madre por sus traiciones. No se lo reproches. Ciertamente la idea no fue de ella y, desde luego, no contaba con que iba a acaecer todo lo que luego acaeció. Ella no deseaba que tu padre enfermase y muriese, ni tampoco que tu madre se quitara la vida. Sólo quería, influida de seguro por los encendidos sermones de los curas tridentinos de Toledo, que tu padre dejara de pecar y tornara al seno de la Iglesia y que vosotros recibierais una buena educación cristiana. La delación secreta debió de ser idea de su confesor o de algún otro clérigo de su parroquia.
Yo sacudía la cabeza, incrédula. ¿Dorotea...? ¿El ama Dorotea nos había causado todo aquel mal...? Cierto que las palabras de la señora María parecían firmes y valederas pero, si así era, también dolían. Y mucho.
—Sosiégate Martín —me solicitó mi padre, apenado—, que María sólo es una persona discreta y larga de entendimiento que sabe poner las cosas en su punto. Ya te acostumbrarás. Siempre lo hace. No se lo tengas a mal porque no ha querido hacerte daño.
—¿Y tengo que llamarla Martín ahora que ya la veo como mujer? —se quejó la señora María, recogiendo al mono antes de salir de la estancia.
Aquella primera noche dormí sobre un colchón lleno de pellas que ambos me pusieron sobre cuatro tablas lisas apoyadas en dos bancos. Esa primera cama me la hicieron en la pequeña sala que había entre sus dos aposentos, situados al fondo de la casa, pasado el gran salón. El servicio, me explicó la señora María, estaba ocupado con otros negocios en aquel momento y supe así que las mozas distraídas de su mancebía eran también sirvientas e hijas de aquella gran morada pues a ella la llamaban madre sin ningún recato y con grandes confianzas. Al día siguiente, María Chacón me asignó una pequeña habitación contigua a la suya a la que se accedía desde su despacho pero que se encontraba, hablando con propiedad, dentro de la mancebía. La dueña ordenó que se cegara la segunda puerta, la que daba al negocio, y que se cambiase la decoración del cuarto por unos muebles más sencillos, austeros y acordes con un joven de buena educación. Mi mesa-bajel ocupó un lugar de privilegio: lejos estaba yo de sospechar, cuando flotaba en el océano o me cubría del sol en la playa, que pasaría en ella largas horas de estudio porque mi nuevo padre consideró que el mejor trabajo para mí eran los libros y las cuentas.
Resultó que Lucas Urbina, el marinero de Murcia que tocaba el pífano, había ejercido, entre otros muchos oficios por todo lo descubierto de la Tierra, el de maestro de primeras letras en una escuela de La Habana, en Cuba, de donde marchó porque, según me dijo, le asalariaban muy mal, mas se notaba que el desempeño le gustaba porque, todos los días sin faltar ninguno, abandonaba puntualmente el cuarto en el que convivía con una de las mozas del negocio, Rosa Campuzano, y cruzaba el despacho de la señora María y el gran salón para esperarme, con una solemnidad que no le conocíamos en el barco, en el despacho del señor Esteban, componiéndose las espesas barbas y pasando las hojas de los libros y las cartillas que mi padre entregaba de grado para mi educación.
Las mancebas de la señora María, cuando me vieron, convencidas de que era un muchacho y, por más, hijo del señor Esteban («¡Cómo se os parece, señor! Tiene la misma cara que vuestra merced. Nadie podría negaros vuestra paternidad»), me hicieron muchas bromas y carantoñas y alguna hubo que, además, intentó conquistarme para sí durante mis primeros días en aquella casa de locos, aunque, luego, viendo mi resistencia, pasara a mostrarse molesta y ofendida sin haber hecho yo nada para dar pie a su enojo.
El mes de marzo principió y me halló concentrada en mis estudios. Por más de las primeras letras y los números que me enseñaba el de Murcia, mi señor padre decidió que también debía aprender a montar y a manejar la espada, para lo cual, primero con Ventura, la mula, y luego con Alfana, el corcel, me mandaba al amanecer a dar grandes vueltas por la planicie que rodeaba el pueblo. Luego, dispuso que el marinero Mateo Quesada, el de Granada, que, según mi padre, era el mejor espadachín de Tierra Firme, me enseñara todos los secretos de su arte. Sudaba a mares durante los ejercicios pero ¡cómo disfrutaba! De seguro, mi verdadero progenitor se hubiera revuelto en su tumba de haber visto a su hija usando la espada y la daga y dando estocadas y hendientes por aquí y por allá, pero no hubiera podido dejar de apreciar mi natural destreza y mi pronta soltura en el manejo de unas armas que, para mí, significaban mis raíces y mi casa, una casa, la de Toledo, que ya casi no recordaba, como tampoco el frío, la nieve, los sabañones, los cristales de hielo en las ventanas, la ropa de abrigo...
Y, entonces, cierta noche de finales de abril, cenando en el comedor pequeño de la casa, la señora María preguntó:
—Estebanico, ¿has preparado lo de Melchor?
A las luces de las dos hachas que en la sala había, vi a mi padre palidecer y levantar la mirada del plato. Cada palabra que dijo le costó un dolor:
—Me faltan treinta pesos de a ocho para los veinticinco doblones. Tengo para mí que no voy a vender tantos abastos en cuatro días.
Un silencio muy pesado cayó sobre la mesa. No había que ser muy lista para llegar a la conclusión de que mi padre le debía dinero a ese tal Melchor, que el día de pago estaba cerca y que no disponía de la cantidad que necesitaba (¡veinticinco doblones!).
—No te inquietes —le rogó María, apenada—. Conseguiremos lo que falta.
—Hago todo lo que puedo —declaró él, muy serio.
—Lo sé. Hablaré con las mozas. Tranquilo.
A la mañana siguiente, antes de sacar a Alfana a la calle, mi padre me dijo:
—Prepárate, Martín. Zarpamos mañana al alba.
—¿Adónde vamos, padre? —le pregunté.
—A Cartagena de Indias, a mercadear lo que quedó en las bodegas del barco y a visitar a un compadre.
—Como digáis.
El paseo con Alfana no me alivió la preocupación. Mi padre tenía problemas de los que yo nada sabía y, como ni María ni él hablaban jamás de caudales delante de mí, desconocía si mi presencia en aquella casa suponía, como empezaba a recelar, un gasto que no se podían permitir a pesar de las buenas apariencias y del negocio de la mancebía, la tienda pública y el barco. Me propuse averiguarlo sin tardanza. Si hacerse cargo de mí les estaba perjudicando, tenía que conocerlo y remediarlo. Como se me alcanzaba que mi padre no me diría ni media palabra aunque le preguntase durante el resto de mi vida, decidí que no me iba a separar de él en Cartagena ni para aliviar las necesidades del cuerpo. Me convertiría en su sombra desde que atracáramos hasta que nos hiciéramos a las velas de nuevo y, de este modo, me enteraría de lo que estaba pasando.
Nada más anclar dos días después en el grandioso puerto de Cartagena, a sólo treinta leguas de navegación de Santa Marta, cargamos los bastimentos en el batel y bogamos con buen compás hasta el muelle. ¡Qué cantidad de navíos y fragatas había en aquel lugar! ¡Y qué astilleros tan grandiosos para la construcción de magníficas naos y galeras! Parecía el puerto de Sevilla el día que zarpamos con la flota.
—Ésta es la ciudad de mayor contratación de las Indias —me dijo mi padre—. Aquí vienen a comerciar desde todas las provincias interiores del Nuevo Reino de Granada
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, desde toda la costa de Tierra Firme y hasta Nueva España
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, el Pirú y Nicaragua.
Cartagena era inmensa, con un precioso palacio que servía de cabildo y de residencia para el gobernador, mansiones señoriales blasonadas, casa de armas, casas reales para los jueces y oficiales, cárcel pública con soldados de presidio, elegantes hospedajes, catedral y numerosas iglesias y monasterios. Y, todo ello, construido con gruesos sillares de piedra, lo que no dejaba de ser extraordinario en un mundo de madera y barro como era el Caribe. Por otra parte, no menos de dos mil vecinos, sin contar esclavos, negros libres, mestizos, mulatos, indios y demás castas, habitaban sus barrios y arrabales. A su lado, Santa Marta, con sus sesenta vecinos, era menos que un villorrio miserable.
Acudimos al mercado de la plaza del Mar, vendimos nuestros productos y se nos dieron bien los negocios. En Tierra Firme siempre faltaba de todo. Si el rey hubiera permitido que los comerciantes de otros países nos abastecieran de lo más necesario cuando los de España no podían hacerlo, el Nuevo Mundo hubiera florecido con la fuerza y la potencia con que florecían allí las arboledas y las selvas. Por eso era tan importante el trabajo de los mercaderes de trato como mi padre, que llevaban las mercaderías que sobraban o se producían aquí hasta allí y las de allí hasta allá y las de allá hasta acullá y vuelta a empezar. Las colonias no hubieran sobrevivido de no ser por ellos.
Al terminar la segunda mañana de mercado en la plaza, ya sin nada que vender, trocar ni granjear, empezamos a recoger nuestros bártulos. Sólo faltaban el marinero Rodrigo, que había pedido licencia a mi padre para ir a jugar unas partidas de dados y naipes a una conocida casa de tablaje de las muchas que había en Cartagena, y Lucas Urbina, mi maestro, que había ido a raparse las prietas y aborrascadas barbas. Los demás, incluidos los grumetillos, trabajábamos con muchas veras para huir del pesado calor del mediodía, que ya se acercaba. El resto de los comerciantes, tenderos y buhoneros, cerrando sus puestos, escapaban presurosamente buscando las sombras por los rincones.
—A la nao —ordenó mi padre—. Hemos terminado.
Un poco raro me sonó a mí aquello.
—Mire bien —le dije—, que no estamos todos y que, por más, tiene vuestra merced que acudir a visitar a un compadre aquí, en Cartagena, que tal me dijo en Santa Marta la noche antes de zarpar. ¿Quiere que le acompañe?
Él me miró a hurtadillas, como desconfiando de mí y de mis palabras, y, luego, con un gesto vago de la mano, me rechazó.
—Vete al barco con los hombres —me ordenó—. Que Mateo y Jayuheibo regresen al muelle y esperen a Rodrigo y a Lucas en el batel, que yo cogeré uno de alquiler para volver a la nao cuando me interese.
Asentí, como obedeciendo, y seguí con el trabajo pero, en cuanto él se despidió y se alejó, saliendo de la plaza, cogí mi sombrero y les dije a mis compadres que hicieran lo que había ordenado el maestre pero que Mateo y Jayuheibo me esperasen a mí también en el muelle.
—Lleva cuidado, Martín —me previno Mateo—. Eres muy joven para andar solo por Cartagena. Tu padre se enfadará mucho cuando se entere.
—¡Mi padre no se tiene que enterar! —grité, tomando el mismo cantillo por el que él había desaparecido. Lo tenía a menos de cincuenta pasos de distancia y así me mantuve todo el camino para que no se apercibiera de mi presencia.
Cruzamos el centro señorial de Cartagena, cada vez más vacío por la fuerza con que apretaba el sol de mediodía. Temí que nos quedásemos finalmente solos mi padre y yo en las solitarias calles, pues ni personas ni bestias se atrevían a arrostrar aquel aire ardiente e irrespirable. Al poco, abandonó el centro, cruzó las murallas, atravesó una ciénaga y se internó en unos humildes arrabales formados por esas casas hechas con palos embarrados y techos de palma que los indios llaman bajareques. Luego supe que aquel mísero barrio era el de Getsemaní, donde vivía la más pobre gente de Cartagena. Por ser el calor tan húmedo, no se secaba nunca el fango del suelo, cebado con los desperdicios y evacuaciones de los vecinos. Dejamos atrás aserraderos, tejares, almacenes, curtidurías... todos cerrados a esas horas del día. Y así, mi padre fue atravesando senderos, sorteando hatos y estancias y cruzando solitarios páramos, por lo que me vi obligada a emboscarme donde buenamente podía (tras cañas, matas y cactus, clavándome formidables espinas con tal de que no se me viera) y, por fin, llegó a una hacienda situada en un claro enorme de la selva en la que había muchos indios y esclavos negros aherrojados por los cuellos a largas cadenas de hierro. Aquellas pobres gentes estaban trabajando muy duro bajo el ardiente sol, unos talando árboles, otros despedazando grandes bloques de piedra con picos, palas, cinceles y martillos, y otros más, alimentando con leña unos extraños hornos con forma de vasos muy altos de cuyas paredes, a través de muchos ojales, salían unas llamas enormes. El ruido era muy grande y se acrecentaba según te allegabas. A lo que pude ver, por el asiento de aquellos altos vasos salía una especie de escoria o desperdicio que caía en pequeñas albercas de agua puestas a tal fin. Sin duda, en aquel patio se extraían metales preciosos.
Entonces, a menos de un tiro de piedra del lugar, mi señor padre se detuvo y se volvió hacia mí:
—Sé que estás ahí, Martín —me dijo, enfadado—. ¿Se puede saber qué demonios haces?
Salí de mi pobre escondite, sorprendida por su clarividencia.
—Seguir a vuestra merced, padre.
—Pues me vas a esperar aquí sin dar un paso más.
—¿Cómo ha sabido que le seguía? —pregunté, molesta.
—¿Crees que puedes ocultar tu vistoso chambergo rojo? —se burló, entrando en la propiedad y dejándome con tres pares de narices bajo el sol y en mitad del campo. Le vi entablar conversación con un hombre que descansaba en una hamaca, a la sombra del porche de una gran casa blanca de recios portalones. Estaban lejos, mas pude reparar en que el hombre, que evidentemente era el amo de todo aquello, no hizo traer una silla para su visitante, obligándole a permanecer de pie mientras él seguía cómodamente tumbado. Hubo un silencioso intercambio de objetos: mi padre le entregó una bolsa de monedas que extrajo de su faltriquera y, a trueco, el hombre le correspondió con un simple papel. Eso fue todo. Luego, mi padre se despidió fríamente y salió de allí. Le vi regresar, cabizbajo y pensativo, con un paso tan cansino que parecía como si cargara él solo con cien toneles o cien botijas, aunque nada llevaba. Pronto lo tuve a mi lado y, con su mano en mi hombro, como le gustaba caminar, me dirigió en completo silencio hacia la ciudad, negándose a responder a mis preguntas o a dar réplica a mis comentarios. Fuera lo que fuese lo que hubiera pasado en aquella hacienda, no había sido nada bueno.