Por fortuna, aquella larga jornada de soledad en el puerto de Margarita terminó al atardecer, cuando el batel regresó a la nao cargado con agua para el viaje y con las nuevas mercaderías cobradas al trueque: maíz, mijo, yuca, patatas, piñas..., todas ellas desconocidas para mí pero muy sabrosas y nutritivas según pude comprobar en los días siguientes, cuando Miguel las añadió a las comidas. También había algodón, tabaco y café en no muy grandes cantidades porque, al parecer, eran artículos escasos y muy valiosos. De todas estas pequeñas transacciones mercantiles en los puertos que realizaban los mercaderes de trato, la Corona se quedaba una parte muy importante. Mi padre tenía que pagar muchos impuestos pero los más gravosos eran el almojarifazgo, el diezmo y la alcabala, que se llevaban un buen bocado de cada negocio. Puede que las ciudades fueran apenas un pequeño grupo de casas de barro y madera, que no hubiera soldados ni cañones para defenderlas de los ataques piratas, que los colonos no tuvieran comida que llevarse a la boca ni ropas que ponerse, pero lo que sí había, sin excepción, era uno o dos oficiales de la Real Hacienda encargados de la aduana que no dejaban entrar o salir ni a una gallina si no pagaba el previo arancel.
—Yo creía que estas tierras eran ricas —le dije a mi padre esa noche—, pero, a lo que se ve, aquí hay tanta miseria y necesidad como en España. ¿Por qué las gentes carecen de todo?
—Porque las flotas anuales no llegan cuando tienen que llegar —me respondió, dejando un momento de lado a Guacoa, el piloto, que discutía con él algo sobre la derrota
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hasta Cubagua, nuestro próximo destino—. Sólo España puede surtir de toda clase de abastos los mercados de las Indias. Ningún otro país tiene permiso para mercadear aquí, de cuenta que, si los productores españoles no están en condiciones de cargar las naos suficientemente para proveernos o si se reciben noticias de barcos piratas en las rutas de las flotas, éstas se retrasan hasta estar completamente cargadas o hasta que la amenaza inglesa, francesa o flamenca desaparece y, en el entretanto, aquí nos falta de todo.
—Pero de aquí salen montañas de oro, plata y perlas para la Corona —objeté—. Algo se quedará.
—Te equivocas —repuso, muy serio—. Los colonos de estas poblaciones siempre están muy necesitados de todo. ¿Para qué les serviría el oro si no hay nada que comprar? Además, si tuvieran oro o plata o perlas o, incluso, gemas preciosas, que también las hay, los piratas se las quitarían durante sus habituales asaltos a las villas. La poca o mucha riqueza que pudiera quedar se gasta en las guerras contra los indios, pues la Corona no aporta suficientes naves, ni soldados, ni armas, ni pólvora, ni construye suficientes guarniciones para defender a sus súbditos de los ataques de las tribus que aún no han sido conquistadas, ya que debe sufragar sus guerras por la fe católica en Europa. Todo lo pagan los vecinos con sus propios caudales y añádele que, aunque las tierras son muy buenas para las labranzas y las crianzas, los pobladores no pueden acceder a ellas porque pertenecen a unos pocos y ricos encomenderos a quienes la Corona se las dio y que sólo están interesados en la búsqueda del oro y la plata. Por más, si algo faltare para aumentar la miseria de estas tierras y de sus lugareños, los escasos frutos del trabajo propio, como el mío, pagan unos impuestos altísimos a la Real Hacienda. Así que nada queda, en verdad, para los colonos.
En Cubagua ya me encontré más suelta en los trajines del comercio y el manejo de la balanza de cruz. Bien es verdad que allí no quedaban apenas vecinos pues los ostrales se habían agotado recientemente y las gentes abandonaban sus casas en busca de otros sitios donde mejor vivir, pero yo me sentía como una reina (o como un rey), mercadeando nuestros géneros junto a mi padre. Cubagua era famosa por la habilidad de sus indios guaiqueríes para la pesca de perlas.
—Que te cuente Jayuheibo —le animó mi padre durante la cena—. Él es de aquí. Jayuheibo, el marinero, levantó la mirada de su plato y echó una ojeada hacia la isla por encima del costado de babor. Un gran calvario de piedra se divisaba en la distancia. Lo mismo que al piloto Guacoa, al marinero Jayuheibo no le había oído hablar en demasiadas ocasiones. Ambos indios eran gentes calladas y muy suyas, aunque Jayuheibo se reía más y convivía más con sus compadres que Guacoa, quien siempre andaba a solas, con el rostro serio y en silencio. Sin duda, era un piloto excelente que no necesitaba ni portulanos ni cartas de marear para conducir la nave, orientándose de día por el sol y de noche por las estrellas, pero su silencio y maneras cautas me producían una cierta inquietud. Jayuheibo, el indio guaiquerí, actuaba de otra manera.
—Nadábamos bajo el agua todo el día —empezó a explicarme, roncamente. Era un hombre no demasiado mayor, de unos veintisiete o veintiocho años, de pronunciada nariz aguileña—. Todo el día, sin descanso... —repitió, melancólico—. Desde la mañana hasta la puesta de sol. Cogíamos las ostras de hasta cuatro y cinco brazas
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de profundidad y sacábamos las redecillas llenas, a reventar, como nuestros pulmones. Muchos amigos y familiares nunca tornaron a salir por culpa de los tiburones y los marrajos de estas aguas. El encomendero de la pesquería nos obligaba a zambullirnos sin descanso —añadió con rencor.
—Jayuheibo es un buzo excelente —comentó mi padre con alegría—. Y también un hombre libre. Ahora es un leal súbdito de la Corona y un buen hijo de la Iglesia.
Tras unos instantes de silencio, todos soltaron una gran carcajada, incluso el propio Jayuheibo y hasta Guacoa, y entonces comprendí la ironía que encerraban las palabras de mi padre. No tardé mucho en descubrir que los más sufrientes en el Nuevo Mundo eran los indios, diezmados hasta casi la extinción por las enfermedades llegadas desde Europa y el Oriente y consumidos por el excesivo trabajo en que los ponían sus encomenderos. El sistema de encomiendas funcionaba en todas las Indias y consistía en que los nativos conquistados eran repartidos por la Corona entre caballeros y nobles españoles de prestigio reconocido. Los indios estaban obligados a trabajar para ellos a trueco de salario, manutención y doctrina cristiana y, de este modo, se obtenían los obreros necesarios para explotar las riquezas del Nuevo Mundo. Aunque, según la ley, los indios eran hombres libres, en el uso de esta ley los encomenderos los trataban como a esclavos de ningún valor pues nada costaban mientras que a los negros había que comprarlos y pagarlos en los mercados.
Manteniendo el curso de los vientos, desde Cubagua, pasando por Cumaná, llegamos a La Borburata, sitio excelente aunque poco poblado por culpa de los constantes asaltos piratas, en cuyo puerto numerosas tripulaciones realizaban reparaciones en sus naves, se avituallaban de viandas, se solazaban y hacían aguada en el cercano río San Esteban. Allí trocamos nuestros artículos por otros de tan extraña naturaleza como los que habíamos adquirido en los puertos anteriores, y se convirtió en mi preferido un riquísimo fruto llamado banano. También compramos sal y naranjas.
Desde La Borburata, al cabo de cuatro días, alcanzamos las islas de Coro, Curaçao y Bonaire, donde llenamos el barco de azúcar, jengibre, miel, trigo, maíz, carne, sebo y cueros. Yo no había probado nunca el azúcar y me pareció un condimento sabroso al que me aficioné con presteza. Las aguas, aquí, eran mucho más agitadas y violentas que en el resto de la costa. Terribles arrecifes de coral amenazaban los cascos de las naos y Guacoa tuvo que demostrar su gran maestría y su buen discernimiento bogando por las ceñidas brechas de las barreras coralinas hasta las bahías de los puertos. En Curaçao vi por primera vez a mi padre rechazando el comercio de negros.
Un bonaereño a quien él conocía de otros mercados estaba ofreciendo, a buen precio, seis valiosas piezas de Indias
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: dos hombres, dos mujeres y dos muchachos, negros todos de la costa de Guinea.
—No practiques nunca este nefando comercio —me susurró al oído—, pues no es digno de personas de bien poseer a otras en condición de objetos. La naturaleza hizo libres a los humanos sin reparar en el color de la piel.
Y, diciendo esto, se allegó hasta los negros y, con un gesto brusco, le rompió los botones de la camisa a uno de los hombres, dejándole el torso al descubierto.
—¿Dónde está la marca del hierro? —gritó al vendedor, con grande enojo—. No veo en este esclavo la carimba
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del Real Asiento. ¿Cómo osáis vender piezas ilícitas que no han pagado sus impuestos a la Corona? ¡Oficial! —llamó al funcionario de la aduana que paseaba por el mercado comiendo unas frutas que llevaba en la mano—. ¡Oficial!
—¡Largaos de aquí! —le espetó el vendedor de piezas—. ¡Siempre estáis armando jaleo a donde quiera que vayáis, Esteban Nevares!
—Quedad con Dios, señor Alonso López —repuso mi padre muy ufano, haciendo un gesto al oficial real para que no acudiese a su llamada.
El carpintero Antón Mulato, el cocinero Miguel Malemba, el marinero llamado Negro Tomé y el joven grumete Juanillo Gungú miraron a mi padre con adoración. En aquel instante supe que darían su vida por él sin pensarlo dos veces. Y lo mismo comprobé en los días subsiguientes respecto a toda la tripulación. Por razones como ésta —y por otras que ya contaré—, respetaban a mi padre más allá de lo que cualquiera se pudiera imaginar. Esteban Nevares era un hombre profundamente honrado y digno, de recta conciencia, que sufría y se soliviantaba ante las injusticias.
Zarpamos de Curaçao, pasando cerca de Aruba, de Maracaibo y de Cabo de la Vela sin atracar y, tras dos días de travesía con fuertes vientos del noroeste, llegamos a Río de la Hacha. Ya estábamos muy cerca de Santa Marta, me previno mi padre una tarde, y la señora María estaría oliendo nuestro barco desde casa y comenzando a preparar el recibimiento.
—¿Y cómo sabe cuándo vamos a llegar? —pregunté, sorprendida.
—Nunca, en veinte años, he conseguido averiguarlo —repuso mi padre sujetándose a las jarcias para avanzar hacia el palo del timón—, pero jamás se ha equivocado.
Río de la Hacha era un poblado perlífero muy importante donde mercadeamos por cerca de treinta y cinco pesos de a ocho reales de plata o, lo que es lo mismo, casi diez mil maravedíes. El pregonero convocó a los colonos a la playa y, como hacía algunas semanas que no arribaba ningún otro mercader, mi padre hizo un excelente negocio que celebramos bebiendo ron en una de las tabernas del lugar. Aquel día aprendí varias cosas: la primera, que el ron era una bebida muy rica hecha de la caña del azúcar; la segunda, que en las tabernas no había comida, sólo vino, ron, chicha y aguardiente, y que, por ese motivo, las frecuentaban vagos y maleantes; la tercera, que en las tabernas los hombres no hacen otra cosa que hablar de disparates y majaderías mientras permanecen sentados en los bancos o en las sillas; y, la cuarta y última, que, bien por ser mujer o bien por la falta de costumbre, yo no podía beber tanto como mi padre y mis compañeros. No recuerdo cómo acabó la tarde, ni cómo llegué al barco, ni tampoco cómo me eché en mi camastro y me tapé con la frazada. Sólo sé que al día siguiente, rumbo ya hacia Santa Marta, me dieron tantas ansias y bascas que revolvióseme el estómago muchas veces y vomité las tripas por la borda como si tuviera calenturas pestilentes y que sufrí de un dolor de cabeza tal que el batir de las olas contra la nao parecíame un tambor retumbando en mis orejas. Recuerdo haber vislumbrado una costa de barrancos de arcilla roja mientras nos alejábamos de la población de Río de la Hacha.
—¡U'munukunu! ¡U'munukunu!
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—gritó Guacoa una tarde mientras yo hacía mi guardia de cuatro horas y los demás limpiaban la cubierta. Con un brazo extendido señalaba hacia unas inmensas montañas, las más grandes del mundo sin duda, que se dibujaban contra el cielo.
Los hombres soltaron gritos y exclamaciones de júbilo y abandonaron sus tareas para dirigirse al costado de la nao y observar aquellas gigantescas cumbres. Una pequeña isla se destacaba frente a nosotros. Guacoa viró para ingresar por una escondida abertura entre la isla y la costa y, al punto, doblando un recodo rocoso sobre el que destacaba una ermita, entramos en una hermosa bahía de aguas color turquesa con una bella playa en forma de concha marina tras la cual se descubría un villorrio formado por filas de casas bajas hechas con bejuco y paja. Alrededor de las casas había un llano muy amplio y, después, la selva virgen, espeso y cerrado manto verde que ascendía presurosamente por las faldas de las montañas hasta las inmensas cumbres nevadas que rodeaban Santa Marta.
Mi padre, que ya me había tomado un cierto aprecio, se acercó hasta mí y puso su mano en mi hombro.
—Esa pequeña isla que acabamos de pasar es el Morro. Esta bahía en la que nos hallamos es la Caldera. Esas montañas que Guacoa ha llamado U'munukunu son la Sierra Nevada. Ése de allí —dijo señalando la desembocadura de un río que, bajando desde la sierra, se veía a la derecha del pueblo— es el Manzanares, que corre en dirección suroeste, bautizado así por uno de Madrid que pasó hace años por estas tierras. Como estamos en la estación seca, viene poco crecido, pero ya lo verás en sazón en los meses que van de junio a octubre, durante la temporada de lluvias. Pronto visitarás las ciénagas y los pantanos que se encuentran al otro lado del Manzanares. Son los más grandes del mundo. Esta ciudad, hijo, es la primera ciudad que se fundó en el Nuevo Mundo. Cumaná dice serlo, pero yerra. La primera fue Santa Marta, en el año de mil y quinientos y veinticinco, por el conquistador Rodrigo de Bastidas. Antes éramos más vecinos pero, tras tanto asalto pirata, sólo quedamos sesenta. —Mi padre pareció enfadarse mucho de repente—. ¿Sabes...? Santa Marta ha sido incendiada y arrasada en numerosas ocasiones por piratas ingleses. Hace sólo cinco años, el corsario Francis Drake atracó aquí, en la Caldera, saqueó el pueblo y le prendió fuego. Sólo mi casa y la del gobernador permanecieron en pie. Aún no nos habíamos recuperado del desastre cuando, poco después, ese mismo año, recibimos la desagradable visita de Anthony Shirley, otro maldito inglés que nos robó lo poco de valor que nos quedaba.
Avanzando en línea recta y recogiendo velas, la Chacona enfiló hacia el muelle, donde había otros dos barcos atracados (una carabela y una carraca), y todos nos dispusimos para las maniobras de acercamiento. La gente del pueblo comenzó a llegarse hasta la playa en pequeños grupos.