Tierra Firme (11 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

BOOK: Tierra Firme
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—¡Venid a tierra, señor mercader! ¡Tengo negocios que tratar con voacé!

Mi padre quedó pensativo.

—¿Qué garantías me das? —preguntó al fin.

—¿Cuáles queréis?

—¡Envía nadando a algunos de tus hombres y mi batel los recogerá a medio camino! ¡Se quedarán en mi barco mientras nosotros parlamentamos!

—¡Sea! —admitió la voz del tal rey Benkos—. ¡Y, por más, como garantía total de mi buena fe os enviaré de rehén a uno de mis hijos!

—¡Soltad el batel! —ordenó mi padre.

—¡Pero en garantía de la vuestra —siguió diciendo el rey—, os pido que traigáis también al vuestro, a Martín!

—¡Alto! —gritó el señor Esteban, parando la maniobra—. ¿Cómo sabe ese cimarrón que yo tengo un hijo? —masculló.

—¿Aceptáis, señor? —preguntó el supuesto rey.

—¡Hasta aquí han llegado nuestros parlamentos! ¿Qué sabes tú si yo tengo un hijo o no y cómo se llama?

—¡Soy el rey Benkos Biohó —gritó el otro—, y todos los esclavos negros de Tierra Firme escuchan para mí, señor mercader! ¡Lo sé todo y lo conozco todo, por eso el tino me dice que hemos de llegar a un buen trato de comercio!

Mi señor padre puso cara de estar viendo un fantasma, un ánima en pena o un espíritu hechizado. Pareció dudar pero, finalmente, hizo con el brazo un gesto rápido para que culmináramos la maniobra de bajar el batel al mar y ordenó a Jayuheibo y a Mateo que recogieran a los rehenes del agua aunque sin acercarse demasiado a la playa. Echamos las anclas y permanecimos en vilo mientras todo esto acontecía, escuchando en silencio el ruido de los remos.

Cuando el batel regresó y los cascos de ambas naves se tocaron, supe que algo muy grave iba a suceder. Me lo dijo mi instinto y el sudor copiosísimo que me corría por todo el cuerpo a pesar de la fresca brisa nocturna.

Cuatro negros empapados, con las ropas hechas pedazos, descalzos, las cabezas sin cubrir y los muchos cabellos ensortijados goteando agua, saltaron sobre la cubierta mirando a diestra y siniestra con desconfianza. No iban armados pero hubiéramos hecho falta todos nosotros para acabar con ellos, pues eran recios, altos, de anchas espaldas y poderosos brazos. Uno de los cuatro, el que debía de ser el hijo del rey Benkos Biohó, parecía tener sólo catorce o quince años (los mismos que tenía mi hermano cuando murió) y, de todos, era el que mostraba más orgullo en los ojos y un porte más altivo. La piel y los rizos negros le brillaban como si se los hubiera untado con aceite.

—Tomé, Martín —llamó mi padre—. Vamos.

Al poco, bogábamos en silencio hacia la costa con Jayuheibo y Mateo, rompiendo el agua con los remos. En cuanto las misteriosas luces de la bahía sirvieron para algo más que para hacer señas, descubrí, en el centro de la playa, quince o veinte negros con picas cortas y espadas al cinto que miraban fijamente en nuestra dirección. Por única vestidura se cubrían con unos calzones astrosos y rotos, dejando el torso al aire. Delante de ellos, un hombre viejo, fuerte y tan descalzo como los demás, hundía sus pies y el asta de su lanza en la arena, esperándonos. Tendría cerca de los cuarenta años, pero parecía que ni un huracán podía derribarle, tal era su arrogancia. Sin duda, se trataba del rey Benkos.

Jayuheibo y Tomé saltaron al agua en cuanto estuvimos a diez pasos de la orilla y arrastraron el batel con nosotros dentro.

—¡Sed bienvenido, señor Esteban! —exclamó Benkos, aproximándose y haciendo una inclinación ante mi padre, que caminaba ya también hacia él—. Y tú —añadió, dirigiéndose a mí—, sin duda eres Martín Nevares, su hijo, pues mucho os parecéis. Vengan voacés y tomen asiento junto a nosotros.

El corro de cimarrones se abrió para dejarnos paso y alguno prendió fuego a una pila de maderos y yesca que había allí mismo, encendiendo una hoguera. Al otro lado, dos sillas vacías esperaban, dispuestas para la conversación. Mi padre y el rey Benkos las ocuparon. Un negro se acercó hasta ellos con dos vasos de vino. Los demás, nos sentamos en la arena.

—¿Cómo le van los negocios, señor Esteban? —se interesó el rey con una sonrisa mientras levantaba el vaso de vino en el aire—. ¡A su salud!

Mi padre también bebió y se secó los labios con la mano.

—Mis negocios —repuso— sin duda van mejor que los tuyos, Domingo. No has de tardar en caer en manos de la justicia.

—Mi nombre es Benkos —se ofendió el otro.

—Fuiste bautizado como Domingo cuando llegaste a Cartagena.

—Cuando llegué a Cartagena estaba hecho un esqueleto y, de tanto latigazo, andaba con el cuerpo en carne viva. Ni siquiera sabía lo que estaba ocurriendo cuando aquel fraile me tiró el agua sobre la cabeza en el puerto. No entendía el castellano, señor, y no di mi consentimiento. Yo era rey en África y nunca volveré a ser esclavo en ninguna parte del mundo. Me llamo Benkos Biohó y, si queréis llegar a un buen acuerdo conmigo, así deberéis nombrarme.

—¿Y por qué iba yo a querer ningún trato contigo, cimarrón?

Me extrañaba mucho que mi padre, contrario a la esclavitud, estuviera actuando de aquel modo. No se me vino al entendimiento entonces, ignorante de mí, que nuestra situación era de peligro, que nos superaban en número y que él sólo intentaba aparentar una fortaleza que estaba muy lejos de sentir.

—Ambos nos necesitamos, señor mercader —afirmó el rey con una sonrisita burlona en los labios—. Voacé debe pagar a Melchor de Osuna veinticinco doblones al tercio y yo quiero armas y pólvora para defender mis palenques. Yo tengo doblones para voacé y voacé puede mercadear para mí arcabuces y mosquetes de rueda.

—¿Qué son los palenques? —pregunté en un susurro a Negro Tomé, que estaba sentado a mi lado.

—Poblados de cimarrones. Son tantos los esclavos que huyen a las ciénagas y a las montañas siguiendo al rey Benkos que han fundado varios de esos palenques en los que viven según las costumbres africanas.

—¿Y tú no quieres ir a uno de ésos? —inquirí con curiosidad.

—Yo soy un hombre libre —susurró con orgullo—. El maestre me compró y me dio la carta de libertad ha muchos años. No he menester escapar ni ocultarme de nadie.

—¿Y de dónde —estaba preguntando mi padre—, si puede saberse, voy a sacar yo ballestas, saetas, arcabuces, escopetas de rueda, mosquetes y pólvora en la cantidad que pides sin despertar las sospechas de la autoridad? Por más, Domingo, sabes que la flota de Los Galeones no vino el año pasado y que éste, sin querer pecar de agorero, mucho me temo que tampoco vendrá
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. ¿De dónde quieres que saque todas esas armas si no las hay ni para los colonos?

—Del trato ilícito, por supuesto —afirmó el rey Benkos con una sonrisa.

—¡Contrabando! —gritó mi padre, enfadado—. ¡Has perdido el juicio, Domingo! Ya conoces las durísimas penas que se han impuesto contra el comercio con otras naciones. Podría ir a galeras, de donde ya no volvería, o incluso morir en el cadalso.

—O ganar tantos dineros que podríais cerrar vuestra deuda con el de Osuna y vivir como un duque hasta el día de vuestra tranquila y beatísima muerte.

—Mi deuda con el de Osuna no se puede cerrar —le rectificó mi padre, muy digno.

—Sea, pero podréis olvidar las agonías y ansiedades que sufrís para reunir los caudales del pago. Muchos de los llamados piratas y corsarios que asolan estas costas no son sino mercaderes extranjeros convertidos en contrabandistas porque se niegan a cumplir con la prohibición del rey de España. Tratad con ellos y traedme lo que de suerte he menester para defender a mi gente.

—Con esas armas matarías a españoles —rehusó mi padre.

—Peores muertes dan los españoles a sus esclavos. Voacé sabe, porque es harto conocido, que yo, en este año y pico que llevo huido de Cartagena, no he atacado jamás, que sólo me he defendido. Cuando mis confidentes me avisan de que nuestros antiguos propietarios están organizando una batida para darnos caza, mi gente huye a las ciénagas o se interna en la selva y en los montes por donde los caballos y los perros no pueden pasar. Pero ya estamos hartos de huir. Queremos defendernos, que nos cojan miedo y que no vuelvan a molestarnos.

—¿Y qué confidentes son esos de los que tanto presumes?

—¡Todos los esclavos de Tierra Firme! —exclamó el rey Benkos, soltando una ruidosa carcajada—. ¡Todos, señor, todos los esclavos de Tierra Firme escuchan para mí! Luego, corren a dar la noticia y ésta va prestamente de boca en boca hasta que, en pocas horas, llega al palenque más cercano. Nunca nos cazarán porque todos los negros que aún son cautivos quieren que sigamos libres y vivos con la esperanza de unirse a nosotros algún día. Pero necesitamos las armas, señor —insistió, después de dar un largo trago a su vaso de vino—, las armas y el auxilio de voacé para conseguirlas. Os pagaremos bien. Tenemos plata, una plata que pasará pródigamente a vuestras manos en agradecimiento por el favor y por los peligros que afrontaréis —el cimarrón miró largamente a mi padre—. ¿Qué decís, señor?

No hubo respuesta. El silencio sólo quedaba roto por el acompasado sonido de la resaca. Veintitantas personas sentadas alrededor de un fuego y no se oía ni una tos. Al cabo, el rey Benkos se impacientó.

—Señor —apremió—, ¿qué decís?

—No aceptaría el trato de no necesitar tanto los caudales —murmuró mi padre con la cabeza baja—. Pero, sea.

Accedo —alzó la mirada y contempló al cimarrón con firmeza—. Ve preparando esa maldita plata, Domingo, porque voy a poner en peligro mi vida, la vida de mi hijo y las vidas de mis hombres —la rabia contra sí mismo le endurecía la voz—. Voy a tratar con extranjeros herejes, a incumplir un buen puñado de leyes de la Corona dándome al prohibido comercio del contrabando y a defraudar a la Real Hacienda, y todo esto, Benkos, tendrás que pagarlo muy bien.

El aludido sonrió con satisfacción.

—Voacé tráigame las armas que yo le pagaré con buena plata del Pirú, discretamente rescatada por los esclavos negros que la transportan en parihuelas, con grandes riesgos y muchas muertes, desde el Cerro Rico del Potosí hasta Cartagena y Portobelo para que sus dueños, acaudalados encomenderos y mercaderes españoles, puedan defraudar a su Real Hacienda ocultando estas riquezas a los registros. Y, ahora, ¿qué le parece si celebramos nuestro acuerdo con una pequeña fiesta?

Mi señor padre, aunque cariacontecido, ordenó que el batel regresara a la nao para recoger a los rehenes y marineros que allí habían quedado a la espera de acontecimientos. En el entretanto, los negros sacaron carnes, vino, quesos, hogazas de pan y frutas en cantidades tales que aquello se parecía mucho a lo que yo, con mis pocas luces, entendía que debía de ser el festín de un rey. Y, sí, en efecto, era el festín de un rey, el del rey Benkos Biohó, quien un día había gobernado una nación entera en África y ahora, por esos extraños albures del destino, mandaba sobre un número creciente de súbditos, los cimarrones apalencados de las ciénagas de la Matuna, en el Nuevo Mundo.

Capítulo 3

A fe mía que los tiempos que después vinieron requirieron de toda la firmeza y la fuerza de mi señor padre pues, de no ser por ellas, los muchos apuros y miedos que atravesamos hubieran acabado con nosotros, con nuestras intenciones y con los asuntos que de ellas dependían.

A los ojos de todo el mundo las cosas continuaron igual. Salíamos con la nao cada mes y medio o dos meses para hacer nuestra ruta habitual desde Santa Marta hasta Trinidad en viaje de ida y vuelta. En cuanto regresábamos a casa, donde solíamos permanecer unas dos semanas, mi padre me obligaba a encerrarme a estudiar y, así, llegué a leer y a escribir con bastante soltura en poco tiempo y, sólo entonces, me enseñó los libros que mantenía ocultos y que eran algunos de los prohibidos por el índice de Quiroga de mil y quinientos y ochenta y cuatro, de mal recuerdo para mí. Me dijo que se imprimían en los países luteranos, en castellano, que los traían los contrabandistas extranjeros y que había mercaderes de trato como él que los conseguían por buenos precios pues había mucho interés en el Nuevo Mundo por las ideas que estaban excomulgadas en España y que triunfaban en la Europa renegada, sobre todo las de sentido anticlerical y que criticaban abiertamente la pobreza del pueblo, como el Lazarillo de Tormes. Él los compraba abiertamente en los pequeños mercados a los que iban a parar cuando sus primeros dueños, una vez leídos, se deshacían de ellos por temor.

Por orden de mi padre, mis clases con Lucas Urbina fueron ampliadas con los rudimentos de la lengua latina pues afirmó que la ciencia se escribía con ella y que, si la desconocía, me perdería la mitad de los conocimientos del mundo. No sé qué esperaba de mí, una simple mujer a quien tanto estudio ponía nerviosa y no porque me desagradara, todo lo contrario. Los números, cuando se complicaron mucho, pasó a enseñármelos la señora María, que llevaba las cuentas de los tres negocios. Pronto me habitué a llamarla madre como hacía el resto de las mancebas que transitaban por la casa, aunque esa palabra nunca tuvo para mí otro sentido que el de un cargo o un oficio pues, en el fondo de mi corazón, la reservaba para mi verdadera madre, la de triste recuerdo. La lucha con espada y daga dejó de ser un adiestramiento para convertirse en una disciplina que dominaba con pericia, así como la monta y el arte de marear, pues también mi padre, no sé bien por qué, quiso que Guacoa me enseñara los principios elementales de la navegación, de modo que me pasaba las noches en la playa con el silencioso piloto, aprendiendo a manejar las agujas, el astrolabio, el compás, el cuadrante, las ampolletas, las sondas, las plomadas y los relojes. Cartas de marear no tenía, pues nadie disponía de ellas salvo los pilotos de las naves capitanas de las flotas, y, por más, se consideraban bienes tan valiosos que los piratas, en sus asaltos, las ambicionaban más que muchos tesoros. Guacoa, sin embargo, consideraba inútiles tanto las cartas y los portulanos como todos los objetos propios del oficio y, más que a marear con ellos, se empeñó en instruirme en las lecturas del cielo, de modo que hube de retener en mi memoria el nombre y disposición de todas las constelaciones (Escorpión, Cancro, Peces, Cisne, León, Pegaso...), así como de las estrellas más brillantes del firmamento (Antares, Proción, las Cabrillas, Deneb, Régulo...), las mismas, con otro nombre, que los indios utilizaban desde el principio de los tiempos para singlar por las aguas del Caribe. Con ellas, decía Guacoa, jamás me perdería y podría volver a casa siempre que quisiera. Lo que Guacoa desconocía era que yo no tenía una casa propia a la que volver, que estaba allí de prestado y que, algún día, me marcharía. Pero me gustó mucho aprender los nombres de las estrellas echada sobre la arena durante aquellas hermosas noches samarias.

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