Tierra Firme (21 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

BOOK: Tierra Firme
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Nos pusieron mala cara cuando dije que quería presentar una demanda, como si fuera cosa de ellos atenderme y resolver mis problemas, mas, finalmente, tras esperar un largo tiempo durante el cual mis dolores se agudizaron y mis piernas fallaron varias veces, conseguí encontrarme cara a cara con Alfonso de Mendoza.

El alcalde era un hombre estirado, enjuto de carnes y de piel blanca, que lucía perilla y finos y puntiagudos bigotes. Desde detrás de su mesa, cómodamente sentado en una silla de brazos, me observó con curiosidad e impaciencia. A cada uno de sus lados, unos escribanos se afanaban sobre montañas de documentos con los útiles de escribir. El secretario, con la mesa frente a los ventanales, giró la cabeza al oírnos entrar.

—Quiero presentar una demanda —exclamé por tercera o cuarta vez.

—¿Y quién sois vos, señor? —se apresuró a preguntar el secretario.

Le entregué mi chambergo a Jayuheibo y, con la mano izquierda, descolgué de mi cuello el canuto de los documentos y se lo alargué. Tengo para mí que le molestó verse en la obligación de levantarse para cogerlos mas yo no estaba en situación de caminar hasta él. Vestía enteramente de negro salvo por las medias y las gruesas lechuguillas, que eran blancas, y lucía unos grandes lazos de seda negra en los zapatos. Con mis papeles se acercó hasta don Alfonso y le dijo:

—Se trata de Martín Nevares, excelencia, hijo legítimo del hidalgo Esteban Nevares, mercader y vecino de Santa Marta.

—¿Qué deseáis, joven? —me preguntó el alcalde.

—Quiero demandar a Melchor de Osuna, vecino de Cartagena de Indias, por haber hecho desaparecer a mi padre en la tarde de ayer.

Los escribanos pararon sus plumas, el secretario tragó saliva y don Alfonso palideció y frunció súbitamente el ceño. Un pesado silencio se hizo en el despacho.

—Paréceme que os estáis precipitando, joven —dijo, al cabo, el alcalde—. Melchor de Osuna es un reputado comerciante y hombre de negocios de esta ciudad y no podéis acusarle de nada sin testigos ni probanzas.

—Tengo testigos y tengo probanzas, excelencia —afirmé. Otro prolongado silencio se produjo tras mis palabras. Nadie se movía.

—Sería mejor que tomarais asiento, señor Martín —dijo don Alfonso, acariciándose la perilla con preocupación—. Contadme todo lo acaecido seguidamente y como persona de entendimiento y, luego, yo decidiré si admito vuestra demanda y vuestros testigos y probanzas o si, por el contrario, os mando meter en presidio por calumniar a un hombre honrado.

¡Hombre honrado!, había dicho. Tentada estuve de echarme a reír, mas la seriedad del momento y la amenaza del presidio mantuvieron sereno mi rostro. ¡Hombre honrado, Melchor de Osuna!, aquello hubiera tenido gracia de no resultar tan lamentable.

Con mil quebrantos, permití que Jayuheibo me ayudara a sentarme en la silla que un escribano se había apresurado a disponer para mí ante la mesa del alcalde.

Expliqué lo de la deuda de mi señor padre y lo del arriendo sobre los bienes perdidos. Dije, con todo el dolor y el rencor que acumulaba en mi corazón, que mi señor padre había acudido la tarde anterior a la hacienda de Melchor a pagar el último tercio del año y que no volvió a salir de la casa; que como testigos de ello tenía a mis compadres del barco, los españoles Lucas Urbina, natural de Murcia, Mateo Quesada, de Granada, y Rodrigo de Soria, todos ellos cristianos viejos, hombres respetables y de palabra probada; que los cuatro habíamos estado frente a la hacienda todo el tiempo que mi padre había permanecido ausente y que no hubiera podido salir de allí sin que nosotros le viéramos y que no le vimos; que cuando nos allegamos hasta la casa para preguntar por él nos dijeron que ya se había marchado, algo a todas luces falso, y que, como no admitimos la mentira, veinte esclavos de Melchor, a una orden suya, nos dieron una paliza tan terrible que habíamos quedado tal y como se me podía ver a mí, pues mis compadres estaban en peores condiciones y no habían sido capaces de dejar el barco; que recuperamos el sentido cerca del anochecer y que gentes del Getsemaní nos habían ayudado a llegar hasta el muelle pues nosotros no podíamos caminar; y, por último, mencioné, con grande hostilidad, las humillantes palabras que Melchor le había lanzado a mi señor padre, cuando éste fue a pagarle en agosto:

—Le dijo que rezaba todos los días por su muerte —mascullé con desprecio—, que se le estaba haciendo muy larga la espera y que, cuando le ofreció el contrato de arriendo, no contaba con que fuera a vivir tanto —suspiré—. Por los hechos acaecidos desde ayer no he tenido tiempo de pensar, ni quiero hacerlo, en que mi padre haya podido morir a manos de Melchor, mas, aunque me aturda la angustia —murmuré con un nudo en la garganta—, no puedo dejar de preguntarme qué otra cosa que no fuera ésta hubiera podido ocurrirle a mi padre para que no volviera ayer al barco si es que, como afirmó ese canalla de Melchor, en verdad salió misteriosamente de la hacienda sin que nosotros le viéramos. Aunque hubiera perdido el juicio, excelencia, algo que ya le ha pasado en alguna otra ocasión y que podría haberle vuelto a suceder por su mucha edad, alguien habría terminado por devolvérnoslo. Mas ésta es la hora en que aún no ha regresado. Por eso estoy cierto, y le repito a vuestra merced que no quiero ni pensarlo, que algo malo le acaeció a mi señor padre en la hacienda de Melchor y esto es lo que demando: que vos, como juez y justicia de Cartagena, con todas vuestras capacidades y medios averigüéis dónde está mi señor padre y qué le ha pasado. Haceos cuenta de la mucha angustia y preocupación que siento y de la que sentirá María Chacón, su barragana, cuando la noticia llegue a Santa Marta.

Los escribanos, el secretario y el alcalde, con el rostro tan lívido cual si se estuvieran muriendo y muchas gotas de sudor cobarde perlando sus frentes, cruzaron las miradas y, luego, las bajaron. Al cabo, el alcalde levantó la cabeza y, con seriedad, se dirigió a mí, que intentaba contener mi desazón apretando fuertemente los puños.

—No termino de ver, señor mío —balbució don Alfonso, con un tono algo desafiante—, por qué Melchor de Osuna iba a causarle daño alguno a vuestro padre. ¿Acaso no estaba cobrando unos buenos caudales por el arriendo de la casa, la tienda y el barco, según me habéis contado?

Apreté los ojos con fuerza para impedir que las lágrimas brotaran de mis ojos.

—Precisamente, excelencia —repuse, con la voz rota—. Tal cual dijo ese villano, diez años de cobrar los caudales por el arriendo eran más que suficientes. Deseaba recuperar las propiedades porque, según afirmó con escasa humildad como ahora veréis, de caudales no había menester puesto que, como ganaba más que un gobernador, ya tenía muchos. Sin embargo, ni por un millón de maravedíes renunciaría a los títulos de propiedad de nuestra casa de Santa Marta, del barco y de la tienda, ya que eran bienes muebles y en raíces que, con el tiempo, aumentaban de valor.

Sabía lo que pasaba por sus cabezas en aquellos momentos. El apellido Curvo no se había pronunciado pero flotaba en el aire. Don Alfonso de Mendoza veía peligrar su posición y su puesto mas, aunque así fuera, no podía, en modo alguno, rechazar mi demanda pues la justicia del rey estaba de mi parte y, si tal hacía, el escándalo podía llegar muy lejos y yo estaba dispuesta, si mi padre no aparecía o si aparecía, muerto, a llevar el asunto ante la Real Audiencia de Santa Fe de Bogotá, que era como llevarla ante el rey Felipe en persona. Y don Alfonso conocía, como las conocía yo y las conocían todos, las consecuencias que algo así podría acarrearle: si ignoraba mi demanda y no iniciaba las diligencias para investigar valederamente la desaparición de un hidalgo español, podía verse privado a perpetuidad de ejercer oficio público en todas las Indias e, incluso, ser encarcelado o desterrado para siempre del Nuevo Mundo. Mal que le pesara, estaba obligado a iniciar el proceso y a tomar declaración a los testigos de ambas partes.

—Muy bien, señor —repuso, secándose la frente con un elegante pañuelo de fina holanda—. Mis escribanos redactarán vuestra demanda y, en el entretanto, esperaréis fuera. Seréis llamado para firmarla y rubricarla en cuanto esté terminada. ¿Sabéis escribir, señor?

Torné a apretar los puños para frenar la indignación que se levantaba en mi pecho.

—¿Acaso no pensáis, don Alfonso, buscar a mi padre?

Su rostro manifestó la contrariedad que sentía. En mis veintidós años de vida no había visto una actitud tan cobarde en alguien tan principal.

—Naturalmente, señor Martín Nevares —admitió a regañadientes—. En los próximos días se organizarán batidas para buscar a vuestro padre por las inmediaciones de Cartagena.

—¡Por mi vida, excelencia —grité, indignada—, que no entiendo vuestro proceder! ¿Es que no pensáis buscarle en casa de Melchor de Osuna, donde es más probable que se encuentre? ¡Organizad esas batidas cuando no aparezca en la hacienda, mas, ahora, excelencia, es el momento de visitar a Melchor y registrar su casa!

Estoy cierta de que el alcalde quería estrangularme en aquel instante.

—Así se hará —masculló—. Enseguida mandaré un piquete de soldados para que cumplan este encargo y, al tiempo, den aviso al señor Melchor de vuestra instancia.

Me pareció advertir una velada amenaza en sus palabras, aunque quizá sólo fue mi súbito recelo ante la reacción del de Osuna. Sin mi padre, los marineros de la Chacona y yo éramos presa fácil para un bellaco como Melchor. Por más, la mitad de la dotación ya estaba maltrecha. En cuanto regresara a la nave, me dije, establecería un riguroso horario de guardias para prevenir los daños que me temía.

No esperé pacientemente a ser llamada para firmar y rubricar. Con pasos dolorosos y ayudada nuevamente por Jayuheibo, salí a la calle para informar de lo acaecido a los buenos y queridos amigos del mercado que estaban esperando afuera. La indignación contra el alcalde no tuvo límite. Prestamente, y pidiéndome antes permiso, se marcharon para organizar a los mercaderes y comerciantes de la plaza del Mar. No hacía falta esperar a que don Alfonso buscara el día más apropiado para batir las proximidades, dijeron. Antes del mediodía ellos mismos, y quien deseara ayudar, pondrían manos a la obra. Mi padre, o su cuerpo, añadieron con pena, aparecería del anochecer si es que los soldados no lo encontraban en casa de Melchor de Osuna. Alguno de ellos, muy exaltado, expresó con voz alta y clara su desconfianza acerca de tal registro, mas los otros le calmaron y se lo llevaron.

Para cuando fui llamada de nuevo al despacho del alcalde, ya se habían formado grupos de búsqueda en el muelle y, según me contaron, eran grupos numerosos pues la triste nueva había corrido prestamente por Cartagena y fueron muchos los que se sumaron a las tareas. Los comercios, tiendas, tabernas, tablajes, mancebías, pulperías y barberías cerraron las puertas, y sus propietarios, empleados y esclavos se unieron a los comerciantes del mercado. Los maestres de las naos ancladas en el puerto decidieron que sus dotaciones colaboraran también con las gentes de la ciudad y, tal y como me habían asegurado, antes del mediodía cientos de personas recorrían los arrabales de Cartagena. Los pardos e indios de los barrios pobres también se sumaron y, a media tarde, era toda la ciudad la que buscaba a mi padre, salvo los soldados, el gobernador y el alcalde, los nobles, los jueces y oficiales reales, los escribanos, el obispo y sus clérigos y, naturalmente, los grandes comerciantes como los Curvos y sus allegados.

Regresé a la Chacona para informar a mis compadres de todo lo acaecido en el Cabildo y de lo que estaba acaeciendo en esos momentos en las calles de Cartagena. Aquellos hombres resueltos, duros y curtidos en mil peleas no pudieron ocultar su emoción al conocer el grande aprecio que las gentes sentían por el maestre.

—¡Cuánto le gustaría a él saberlo! —exclamó Lucas, quien, por culpa de su nariz rota e hinchada, tenía un extraño hablar nasal.

Los hombres que quedaban sanos y los dos grumetes dieron palabra de encargarse de las guardias para impedir que nadie pudiera subir a la nao sin nuestro permiso. Lucas, Rodrigo y Mateo, que descansaban en sus hamacas, afirmaron que también ellos vigilarían la cubierta. Yo me retiré a la cámara de mi padre para ponerme más bálsamo en las heridas y cambiarme las hilas sucias por otras limpias. Mas, en cuanto cerré la puerta a mis espaldas, el cansancio y el ansia contenida me hicieron romper a llorar con mayor amargura que la última vez, aquel lejano día de hacía cuatro años en mi isla, ya que ahora la incertidumbre y la soledad eran más dolorosas.

Debí de quedarme dormida llorando, pues unos insistentes golpes en la puerta me despertaron al anochecer. Abrí los ojos, aturdida, y, por los dolores de mi cuerpo, reparé al punto en que no había llegado a practicarme las curas. Tampoco había comido nada desde el desayuno y, a fe mía, que necesitaba con apremio echar un bocado.

—¿Quién es? —pregunté, incorporándome en el lecho.

—Guacoa, maestre.

Sonreí. O Guacoa se había equivocado, que tal parecía, o me habían ascendido sin yo saberlo.

—Pasa.

El piloto, alto y esbelto de cuerpo como todos los indios tayronas, agachó la cabeza para cruzar el dintel.

—Ha llegado un batel con algunos soldados y algunos mercaderes, maestre. Desean veros y hablar con vuestra merced.

—¿Desde cuándo soy el maestre, Guacoa, y desde cuando usas tratamiento para hablar conmigo?

—Sois el hijo de vuestro padre, maestre. ¿Quién si no vos manda ahora en este barco?

—Deja de decir tonterías, anda —repuse, entristecida, levantándome con mucho quebrantamiento—. Ya voy.

Guacoa salió y cerró. No quería ser el maestre de la Chacona, no quería que pasara lo que estaba pasando. Por segunda vez en mi vida me quedaba sin padre y sólo deseaba que el de ahora volviera y que todo fuera como siempre.

Abandoné la cámara y vi, en la cubierta, a los soldados y mercaderes que me había anunciado el piloto. Bastaba con mirarlos a las caras para saber que no habían encontrado a mi padre. Los soldados eran los mismos que habían registrado la casa de Melchor. De creer sus palabras, y otro remedio no tenía, habían removido hasta las piedras más pequeñas de la hacienda sin hallar nada y el cabo del piquete me juró que habían mirado incluso en el interior de los hornos pues, a su orden, los esclavos los habían apagado para que pudieran comprobar si es que acaso había allí restos de algún cuerpo calcinado. Añadió que, tal y como mandaba la ley, Melchor de Osuna había sido hecho preso y se hallaba a esas horas en un calabozo de la cárcel pública de la ciudad, debajo de toda seguridad, donde permanecería hasta que se resolviera el caso. De cómo reaccionó Melchor ante todo esto, nada se me dijo, y yo tuve para mí que no era oportuno preguntar para no delatar mis temores, pues si sus hombres, o los hombres de sus primos, decidían tomar venganza o acabar conmigo para terminar con el proceso, no sería bueno que antes sospecharan que los estábamos esperando.

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