Abrí orgullosamente la mano y cogí lo que me daba. El negro se incorporó y se desvaneció entre la gente. Rodrigo seguía contando cómo los veinte esclavos de Melchor nos habían golpeado con las estacas. Rompí el lacre del pliego y leí el documento que contenía. Al acabar, me giré hacia Juanillo, que aquel día había acudido con nosotros al cabildo en vez de quedarse en el batel, y le hice una seña con las cejas. El grumete abandonó sigilosamente el salón.
Cuando Rodrigo tornó a mirarme de reojo, le sonreí.
La ciudad quedó en suspenso tras las declaraciones, a la espera de la resolución de don Alfonso de Mendoza, quien, a no dudar, estaba viviendo los peores momentos de su vida y realizando consultas de última hora tanto con el gobernador como con los alcaldes de la Santa Hermandad
44
, los jueces y oficiales reales, el alguacil mayor, los doce regidores del cabildo e, incluso, con el obispo y sus prebendados.
Por fin, el día sábado, cuando se contaban cuatro del mes de diciembre, a eso del mediodía, un gran griterío llegó hasta la Chacona desde el puerto. Uno tras otro fuimos apareciendo en cubierta por las dos escotillas y, asomándonos por la borda para ver qué pasaba y qué gritos eran aquéllos, descubrimos a lo lejos, en el muelle, una inmensa muchedumbre que agitaba los brazos y lanzaba sombreros al aire. Varios bateles abarrotados se dirigían hacia nuestra nao y nuestro asombro no tuvo límites cuando oímos disparos de salva de las piezas de artillería de los cercanos baluartes de Santa Catalina y San Lucas.
El corazón se me levantó en el pecho y sentí una muy grande alegría y un mayor regocijo por cuanto aquello sólo podía significar buenas y favorables noticias. Los hombres, agrupados todos en el centro de la arrufadura de la nao, sacaban medio cuerpo por la borda y gritaban preguntas a los remeros de los bateles que éstos, por estar bogando esforzadamente y entre las salvas y sus propios gritos, no llegaban a contestar. Juanillo y Nicolasito, inquietos como escurridizas lagartijas, corrían de proa a popa soltando las escalas de cuerda y cerrando los imbornales por no remojar a los que llegaban. Por fin, cuando menos de veinte varas separaban nuestro casco del primer batel, Jayuheibo lanzó un grito de alegría:
—¡Maestre!
—¿Cómo?—proferí.
¡Mi padre! ¡Mi padre venía en el batel! Alzaba el brazo y nos saludaba. Se le veía fatigado aunque feliz, con una gran sonrisa de satisfacción en la cara. ¡Mi padre, sano y salvo, entero de cuerpo y dichoso! Los grumetes chillaban y daban zapatetas en el aire, los compadres vociferaban y las salvas de artillería se repetían como si el rey en persona estuviera visitando Cartagena. No pude contenerme y empecé a gritar:
—¡Padre! ¡Padre! ¡Aquí, padre!
—¡Martín! —exclamó, avanzando hacia la proa del batel por llegar antes a nuestra nao—. ¡Martín!
Cuando los dos cascos se toparon mansamente, mi padre se abalanzó hacia la escala y, sin ayuda de nadie, empezó a subir prestamente a la Chacona. Parecía que tenía alas en las botas, unas botas que, por cierto, estaban destrozadas y dejaban ver los dedos de sus pies, largos de uñas. Traía las piernas al aire, sin medias ni ligas, y los calzones hechos jirones y sucios como jamás había visto yo cosa alguna. La camisa, más negra no podía estar y, tan destrozada, que dejaba ver sus enjutas carnes debajo. El resto de sus prendas y su chambergo habían desaparecido y si hubiera llevado más barro y más cieno en la cara, los brazos y las piernas, le hubiéramos tenido por monumento andante. Todo él estaba lleno de heridas y de sangre, por lo que temí que viniera malherido, mas me dio tal abrazo cuando llegó hasta mí, que supe al punto que no sólo estaba bien de salud sino que, por más, se encontraba mejor que nunca, aunque oliera a piara de cerdos y a curtiduría, todo al tiempo. Sin duda, necesitaba un buen baño.
—¡Padre! —exclamé gozosa, devolviéndole el abrazo.
—¡Qué alegría! —repetía él, feliz de hallarse de nuevo en su barco.
Cuando me soltó para abrazar a los compadres, me dirigí a la borda para ayudar a Juan de Cuba y a los demás mercaderes y personas de los bateles a subir a cubierta. Todos estaban con tan grande contento y felicidad que, cuando me dieron estrujones y parabienes por la milagrosa aparición de mi señor padre, sentí una emoción tan grande que hube de hacer mucha fuerza por detener las lágrimas que a los ojos se me venían.
En el último de los bateles venía, como representante oficial del cabildo, el alguacil mayor de Cartagena, vestido con greguescos negros, herreruelo pardo y camisa de gran cuello alechugado. En cuanto tuvo ocasión, me tomó del brazo y me llevó a un aparte:
—Vuestro señor padre —dijo con voz grave— fue hecho cautivo por el peligroso cimarrón llamado Domingo Biohó. En su poder ha estado todo este tiempo.
Al ver mi cara de asombro y susto, el alguacil asintió.
—Ha corrido un grave peligro de muerte y ha sufrido muchos maltratos y violencias. Debemos dar gracias al cielo piadoso por haberlo guardado vivo y de una pieza.
—Muy cierto, señor alguacil —repuse, frunciendo el ceño con disgusto.
—No hay peor malhechor en toda Tierra Firme que el tal Domingo Biohó. Seis años lleva burlando a la justicia y, si ahora no ha matado a vuestro padre, ha sido por utilizarle para hacer llegar un mensaje a don Jerónimo de Zuazo, el gobernador de Cartagena.
—¿Un mensaje?—inquirí.
—De seguro que todo lo habéis de conocer —dijo amablemente, trazando una sonrisa cortés en su solemne rostro—, cuando esta feliz acogida termine, mas lo que yo sí puedo referiros ahora es que vuestro señor padre fue encontrado esta mañana, al despuntar el día, abandonado en un antiguo camino indígena. Un grupo de indios del pueblo de Tubará que se allegaban hasta el mercado de Cartagena oyeron unos gemidos y lamentos que venían del otro lado de unas rocas. Al punto se acercaron para ver quién era y encontraron a vuestro señor padre tendido en el suelo y sangrando aún por algunas heridas. Con gran cuidado lo subieron a una de sus mulas y lo llevaron al hospital nuevo que llaman del Espíritu Santo, donde, al decir su nombre, vuestro padre fue reconocido por los hermanos de San Juan de Dios, que mandaron aviso al cabildo. Tras tomar alimentos y bebida, se empezó a recuperar de sus dolencias, negándose a recibir más cuidados y pidiendo ser llevado ante el gobernador inmediatamente, pues tenía algo importante que decirle. Con don Jerónimo y don Alfonso, el alcalde, ha estado hasta hace menos de una hora, cuando recibió licencia para abandonar el palacio y venir al puerto. Para entonces, el rumor de su asombrosa reaparición ya estaba corriendo por toda Cartagena, de cuenta que, en la plaza Mayor, se formó este tumulto que ahora veis en el puerto.
El alguacil mayor enmudeció durante unos momentos, mirando a las gentes que, en tierra, seguían dando gritos y vítores, mas, sin duda, tenía otra cosa que decirme:
—Debéis conocer, señor —murmuró con mesura—, que Melchor de Osuna ha sido puesto en libertad.
Ahora fui yo quien asintió con la cabeza.
—Nada más justo, señor alguacil.
—Bien. Veo que sois hombre de recta conciencia. Melchor abandonó el presidio en cuanto se supo que vuestro padre estaba vivo.
—¿Y cómo salió mi padre de su casa aquel día, señor alguacil, si puedo preguntarlo?
—Vuestro padre afirma que, cuando cruzaba el zaguán para ir a buscaros, recibió un fuerte golpe en la cabeza y que perdió el sentido, no viendo a nadie ni recordando nada más a partir de ese momento. Sólo cabe pensar, en buena lógica, que fue obra de Manuel Angola, el capataz de Melchor de Osuna que prestó declaración el pasado martes, pues al salir del palacio desapareció y, aunque se entendió entonces que había sido por miedo, ahora se conjetura que o era un hombre de Domingo Biohó que trabajaba para él en la ciudad o que pagó con este oficio la huida a alguno de sus palenques. En resolución, señor Martín, que el capataz se estaba protegiendo a sí mismo cuando declaró que su señor padre no salió de la casa de Melchor.
El alguacil mayor me echó una mirada pensativa.
—Manuel Angola debió de mantener oculto y desmayado a vuestro señor padre en algún lugar de la casa hasta que pudo entregarlo a los cimarrones de Domingo.
Cerré los ojos y suspiré. Oí, en ese momento, unas fuertes carcajadas que venían del corro que formaban los compadres y amigos del mercado.
—No quiero pensar, señor alguacil, en todo lo que habrá sufrido mi padre durante estas horribles semanas. Ahora nos lo relatará, sin duda, mas ya imagino, por lo que vuestra merced me dice del golpe en la cabeza del primer día y de las heridas que tenía hoy cuando esos indios le han encontrado, que ha debido de ser un infierno para él. —Razoné que ya era hora de despedir al alguacil mayor para unirme al feliz corro de mi padre—. Os doy las gracias, señor, por allegaros hasta la nao para ponerme al tanto de lo acontecido. Decidle de mi parte a don Alfonso y al gobernador que quedo obligado con ellos por su valiosa ayuda y por todo el bien que nos han hecho.
—Les comunicaré vuestro agradecimiento.
—Decidles también que acudiré a presentarles mis respetos en cuanto baje a tierra.
—Esta misma noche podréis hacerlo, señor —agregó—. Debido al interés y a la buena disposición que ha mostrado el pueblo hacia vuestro padre, don Jerónimo de Zuazo va a organizar para hoy sábado y para mañana domingo, unos saraos populares en los que habrá danzas, esgrimas, justas poéticas, lanzadas, juegos de sortijas y de cañas...
—Don Jerónimo sabe hacer bien las cosas —declaré, con una sonrisa.
—Así es, señor Martín —concluyó el alguacil mayor, orgulloso, iniciando la inclinación de despedida—. Ya se está pregonando la noticia por toda la ciudad.
Respondí a su inclinación y le acompañé hasta la borda para ayudarle a descender por la escala. En cuanto puso el pie en el batel, me giré hacia mi señor padre y, acercándome a él, presté atención a lo que estaba contando:
—...y me dijo entonces don Jerónimo: «Señor Esteban, habéis demostrado un valor y una gallardía propias no de un hidalgo sino de un caballero español», y yo le contesté: «Así es, don Jerónimo, pues dudo mucho que cualquier otro hombre de mi edad hubiera aguantado, como yo lo he hecho, los golpes y latigazos que me propinaban todos los días esos malditos cimarrones.» «Seréis recompensado, señor Esteban», me dijo el gobernador, quien había ordenado que me pusieran cojines en la silla, a lo que yo repliqué: «No es necesario, don Jerónimo, pues ya me siento pagado por haber salido vivo de aquel oscuro y sucio palenque, donde, si no me estaban dando suplicio, me estaban mordiendo las ratas y las serpientes.»
Contuve la sonrisa aunque, por dentro, no pude dejar de figurarme a mi padre sufriendo durante aquellas dos semanas en el palenque de Benkos, comiendo como un rey, gozando de las fiestas y bailes africanos y descansando en un cómodo lecho de algún seco y bien aderezado bajareque, al cuidado de alguna joven y agraciada criada cimarrona educada para el servicio en una casa principal. Sin duda, había sufrido muchos y muy terribles suplicios.
—¿Y qué dijo el gobernador cuando le entregaste el mensaje del jefe de los cimarrones? —le preguntó, intrigado, su amigo Cristóbal Aguilera.
—¿Acaso no te has enterado, hermano? —se enfadó mi padre—. Yo no le entregué nada a don Jerónimo. Ya he dicho que me lo hicieron tomar en la memoria a verdugazos y latigazos.
—Sea —insistió el otro—. ¿Y qué dijo?
—Nada. Quedó mudo. Mas si la lengua de don Jerónimo callaba, su pensamiento, a no dudar, discurría. Sólo me pidió que repitiera el largo recado para que un escribano pudiera trasladarlo de mi entendimiento al papel con su letra estirada y ligada.
—De seguro que ahora andan todas las autoridades estudiando ese escrito —comentó Rodrigo.
—Cierto —repuso mi padre—, pues hay en él asuntos importantes.
—No sé yo cómo puede ser eso, Esteban —objetó su amigo Juan de Cuba—. ¿Qué asuntos importantes puede presentar un fugitivo de la justicia al gobernador de Cartagena? A lo que yo entiendo, el gobernador está organizando ahora mismo un ejército de soldados para atacar los palenques, pues dispone de la nueva información que tú le has dado.
—¡Calla, hermano Juan —bramó mi padre—, que hoy parece que no estás sino lastimado de los cascos! ¿De qué información hablas? ¿Quizá no he dicho bien claro que, el día que me robaron, me dieron tal golpe en la cabeza que tuve perdido el conocimiento hasta que desperté en el palenque? ¿Y no te he explicado, acaso, que, tras una buena somanta de palos que me dejó desmayado, torné en mí cargado en la mula de unos indios que me llevaban al hospital? ¿Qué información quieres que le haya dado a don Jerónimo?
—¡Calla tú, bribón! —le respondió Juan de Cuba, sonriendo—. ¡Calla y ten vergüenza de lo que has dicho! ¿No te las das de largo de entendimiento? Pues bien corto lo tienes hoy si no eres capaz de ver que, con esas mismas palabras que has pronunciado, estás diciendo que el palenque de ese maldito cimarrón, que el diablo se lleve, se halla a pocas horas de Cartagena, antes de llegar al cauce del Magdalena, y de seguro que el gobernador ha tomado buena nota de ello y que no tardará en salir con los soldados a registrar de nuevo las inmediaciones.
Tal era lo que pretendíamos, de cuenta que habíamos alejado a los soldados del lugar en el que se encontraba en verdad el palenque de Benkos.
—¿Y cuál era, padre —pregunté yo—, ese largo recado que el tal Domingo os dio para el gobernador?
—¡Ah, Martín, hijo mío, ven aquí! —exclamó él, abriéndome los brazos—. ¡Qué orgulloso estoy de ti, muchacho! ¡Qué bien has cuidado de todo!
Me cogió por los hombros y me los apretó con fuerza. Sin duda, las semanas en el palenque le habían sentado bien.
—¿Quieres saber qué decía el mensaje de ese maldito cimarrón? —me preguntó con una amplia sonrisa.
—Sí, padre —repuse, haciéndome la ignorante, mas lo cierto era que el tal mensaje lo había redactado yo misma, en Santa Marta, la noche antes de zarpar hacia Cartagena.
—Pues estáte atento y escucha, que lo voy a repetir entero para ti.
—¡No, maestre, por los cielos, entero no! —suplicaron todos.
—¡Mi hijo tiene derecho a escucharlo! —se encolerizó mi padre, que estaba disfrutando, como siempre, de recibir tanta atención.
—No, no es necesario —rechacé. En verdad, era un texto largo que incluía varias peticiones y un trato—. Abrevie vuestra merced.