—¿Conserva en su memoria vuestra merced —empecé a decir— aquella vieja historia de un mercader de trato de Maracaibo que, años ha, halló unas viejas lombardas enterradas en una isla desierta dentro de las cuales descubrió un inmenso tesoro que le hizo un hombre muy rico?
Me miró desconcertado y arqueó las cejas como seña de incomprensión.
—Sí, desde luego. Eso le ocurrió a Luis Téllez, vecino de Maracaibo —repuso—. Mas no comprendo...
—¿Y sabe vuestra merced que los piratas guardan sus tesoros en viejos cañones inservibles que ocultan en las muchas islas e islotes desiertos que tenemos en estas aguas caribeñas?
—Sí, naturalmente que lo sé.
—¿Y conoce también que...?
—¡Basta! —gruñó, enfadado—. ¿Se puede saber qué intentas decirme?
—Lo lamento, padre. Sólo quería contarle que, en mi isla, en una cueva llena de murciélagos que había en la parte alta de unos acantilados, encontré, meses antes de que vuestra merced me rescatara, cuatro viejos falcones de bronce escondidos en el guano que cubría el suelo.
Los ojos de mi padre brillaron.
—¿Cuatro falcones, eh? —preguntó, interesado.
—Sí, padre.
Al punto, frunció el ceño.
—¿Qué emblemas tenían en las testeras?
—Ninguno, padre. O eran muy viejos o se los habían borrado.
—¡Martín! —exclamó, contento—. ¡Encontraste un tesoro pirata!
—Eso tengo para mí, padre.
—¿Es que, acaso, no lo viste?
—No, padre, no lo vi. Los calibres estaban tapados por el guano y yo entonces desconocía que se pudiera ocultar algo en su interior, así que no miré. Estaba muerta de frío y me había dado un golpe muy fuerte contra los falcones, que me hicieron caer, así que no me entretuve en aquella cueva, y, por más, los murciélagos empezaban a regresar. Por eso había pensado —concluí— que podríamos allegarnos hasta mi isla antes de empezar a cargar tabaco, porque, si realmente hay un tesoro, podemos comprar las armas a Moucheron en el tornaviaje sin pasar por las plantaciones.
Aunque nos hiciéramos muy ricos, no podíamos abandonar a Benkos cuando nos solicitaba ayuda porque él no nos había abandonado a nosotros cuando se la habíamos pedido.
—¡Sea! —consintió mi padre—. Mas debes saber que tengo intención de retirarme cuando regresemos del viaje. Ésta será la última vez que gobierne la Chacona como maestre.
No pude soltar palabra, tan sorprendida me había quedado.
—Estoy viejo, Martín —me explicó, mirando por la ventana de su despacho que era dónde nos encontrábamos—. Pronto cumpliré sesenta y cinco años. Nadie de mi edad debería estar aún gobernando una nao. —Quedó en suspenso unos instantes y, luego, soltó una carcajada—. ¡De cierto que no queda casi nadie de mi edad! En fin, lo que quería decirte, muchacho, es que voy a dejarte a cargo de la Chacona. Quiero que tú seas su maestre.
—¿Maestre de la Chacona... yo? —balbucí.
—¿Por qué no? Eres mi hijo legítimo, buen navegante, buen mercader, listo como bien has demostrado y honrado hasta donde nadie sabrá nunca. ¿Qué más virtudes necesitas?
Callé, pensativa.
—Toda virtud, padre, en exceso se vuelve vicio. ¿Cuándo se ha visto a una mujer gobernando una nao?
Mi padre se enfadó.
—¿Es que no puedes olvidarte de aquella pobre Catalina Solís? —exclamó, dando un puñetazo en la mesa. Resopló y volvió a mirar por la ventana—. ¿No puedes, verdad?
—No, padre, no puedo. Soy Catalina Solís y, aunque el nombre nada me importe, soy una mujer, y eso no lo cambiarán estas ropas ni tampoco los documentos que me convierten en vuestro hijo Martín. Soy mujer, padre, y soy Catalina, aunque vista como un mozo.
—¡Sea! —gritó, dando otro puñetazo—. ¡Quédate con Catalina! Mas debes conocer que sí que ha habido otras mujeres gobernando naves y, por más, mujeres almirantas que gobernaban flotas de Su Majestad.
Yo abrí la boca, sorprendida.
—¿No has oído hablar de doña Isabel Barreto, la esposa de don Álvaro de Mendaña, el descubridor de las Salomón, que fuera Almiranta y Adelantada de las Islas de la Mar Océana? Hace diez años, tras la muerte de don Álvaro en plena travesía, se vistió con las ropas de su señor esposo, tomó sus armas, y dirigió los galeones hasta llegar a las Filipinas, poniéndose, incluso, a la caña del timón durante una gran tormenta. ¿Qué me dices, eh? Y no es la única, te lo aseguro. Hay más, aunque menos conocidas y famosas por ser de más baja condición.
¿Así pues no era yo la única en tan insensato estado? ¡Almiranta de las naos de Su Majestad! ¡Eso quería ser yo! Acababa de escoger mi ejercicio y se lo hice saber a mi padre, que ahora fue quien abrió mucho la boca, admirado.
—¿Y no te conformarías, por el momento, con ser el maestre de la Chacona?
—Por supuesto, padre.
—¡Sea! —exclamó, contento, levantándose para darme un abrazo.
Zarpamos a la semana siguiente y, tras quince días de navegación, Guacoa hizo que la Chacona atravesara la cadena de arrecifes que bordeaba las tranquilas aguas color turquesa de mi isla. Anclamos la nao y, con el batel, llegamos a la playa. Ya no guardaba en la memoria casi nada de mi pasado. Mi vida había comenzado el día que arribé a esa playa blanca a bordo de mi mesa-bajel, de cuenta que, al regresar ahora a aquel lugar, sentía que estaba volviendo a casa, que aquella isla era mi hogar perdido.
Ascendimos la colina y llegamos hasta la laguna más cercana al lugar donde había estado mi bajareque. Jayuheibo, el antiguo pescador de ostras perlíferas de Cubagua, se ofreció a acompañarme. Tengo para mí que dudaba de mi capacidad para retener el aire en los pulmones mucho tiempo, mas le demostré de largo que se equivocaba. Ambos llegamos a la cueva de los murciélagos al mismo tiempo y él, con toda su maestría, resoplaba más que yo.
Allí estaban los falcones pedreros. Jayuheibo, con una vara, espantó a los repugnantes animalejos que colgaban del techo entretanto yo sacaba el guano que taponaba el calibre de los falcones. No podía creer lo que veía cuando vacié el primero de ellos. Y menos cuando vacié el segundo. Y qué decir cuando el tercero y el cuarto quedaron limpios: zarcillos de oro con perlas, collares de granates, relicarios, cuentas de oro, brazaletes de corales, soguillas, alfileres y sortijas de oro y esmeraldas, una hermosa cubertería de oro con incrustaciones de gemas, cincuenta o sesenta barras de oro y unos diez o quince lingotes de plata, más doblones y ducados de curso legal rellenando los huecos. Una verdadera fortuna. Maestre o almiranta, iba a ser muy rica durante el resto de mi vida pues mi señor padre ya me había advertido, y había advertido a los compadres, que todo lo que se encontrara en los falcones, si algo había, era sólo mío.
ayuheibo y yo recorrimos el túnel inundado entre la cueva y la laguna en repetidas ocasiones hasta que sacamos todo el tesoro. Los demás, aunque lo intentaron, no aguantaron sin respirar el tiempo necesario para completar un viaje.
Todo se dejó en mi cámara de la Chacona por expreso deseo de mi padre, que quería demostrar con ello que nada se quedaban ni él ni los hombres, mas yo repartí los doblones entre todos dando a cada uno según su oficio, para que no hubiera disputas.
Lloré al partir de mi isla como lloré el día que abandoné Sevilla y España, cierta de no regresar jamás. Mucho me había dado aquel pedazo de tierra perdido en el océano pues, no sólo me había hecho fuerte e independiente sino que me había convertido en una de las personas más ricas de Tierra Firme y de todo el Nuevo Mundo. Con los brazos apoyados en la borda, vi menguarse mi isla en la distancia hasta que desapareció. La alegría en la Chacona era evidente y los compadres estaban deseando llegar al primer puerto importante para gastarse sus doblones como se les antojase. Se sentían tan ricos como yo, mas, a lo que parecía, estaban deseando dejar de serlo disfrutando de jaranas y distracciones.
Sin embargo, otra sorpresa nos aguardaba a mi padre y a mí en Margarita. Como siempre que atracábamos allí, yo permanecía en el barco para evitar el peligro de topar con mi señor tío, de modo que me quedé sola al cuidado de la nao mientras los demás bajaban a divertirse. Cerca de la medianoche, el batel con los hombres regresó. Casi todos venían borrachos y con los bolsillos vacíos, aunque felices y satisfechos. Mi señor padre, nada más subir a bordo, me cogió por un brazo y me arrastró hasta su cámara.
—¡Domingo Rodríguez ha muerto! —exclamó nada más cerrar la puerta.
Yo, medio dormida, no conseguía entenderle.
—¡Eres viuda, mujer! ¿No me oyes? Tu desgraciado marido ha muerto.
Resultó que durante la epidemia de viruelas que asoló la isla el año anterior, cuando nosotros mareábamos buscando inútilmente tabaco por todo el Caribe, mi señor esposo, Domingo Rodríguez, había muerto de esta pestilencia. Y no fue el único de mi familia que murió, pues mi señor tío Hernando había también fallecido así como su socio y suegro mío, Pedro Rodríguez.
—¡Eres la heredera de tu tío y de tu esposo! —me explicó mi padre—. Desde el pasado mes de septiembre, la propiedad de la latonería es tuya. Me han contado que no hay ningún familiar vivo y que van a proceder a rematarla este año. ¿Qué quieres hacer?
Aturdida aún por el sueño y la nueva, intentaba despertar mi entendimiento para responder a mi padre. Si volvía a ser Catalina podría quedarme con el negocio de la latonería de Margarita y llevar una vida pacífica y normal como viuda rica y propietaria; si continuaba siendo Martín, podría ser maestre y almirante. Difícil decisión a esas horas de la noche. Quizá fue el letargo porque, en aquellos momentos, me pareció muy prudente el pensamiento de seguir siendo los dos. ¿Por qué no llevar ambas vidas? Podía hacerlo. Tenía documentos de Catalina y documentos de Martín. ¿Por qué no usar mis dos identidades?
—¿Estás loco? —me reprendió mi padre cuando se lo conté.
—¿No fue vuestra merced quien me dio la idea cuando me prohijó hace dos años?
—¿Yo? —se asombró.
—Recuerde, padre, que poseo una muy buena memoria. El día que me anunció que me había prohijado, antes de salir de mi aposento, se rió de buena gana y expresó su deseo de estar vivo para verme utilizar mis dos personalidades según mi voluntad y conveniencia. ¿Digo o no digo verdad?
—Dices verdad —gruñó, mas se le veía en el rostro que aquel doble juego le tentaba y le divertía. A mí también. ¿Por qué no?
Pasamos por Punta Araya sin conocer que aquélla sería la última vez que veríamos a los flamencos, pues antes de que acabara el año, en el mes de noviembre, varios galeones de guerra de la conocida como Armada del Mar Océano atacaron Araya por sorpresa, expulsaron de allí a los trabajadores de las salinas, a los mercaderes, a las urcas y pusieron fin a la vida de Moucheron y a las de otros muchos. El de Middelburg fue ejecutado por corsario y nosotros, desde luego, no opinábamos que hubiera sido otra cosa. ¿Lamentamos su muerte? No lo sé, paréceme que no, aunque aquel último día, entretanto cargábamos las armas en la nao, estábamos muy lejos de figurarnos lo que le iba a acontecer. A Moucheron no le hizo ninguna gracia que no le lleváramos tabaco y estaba presto a gritarnos como un loco cuando, para su sorpresa, le mostramos las joyas con las que pensábamos pagarle. El brillo del oro y de las piedras preciosas zanjaron sus protestas y sellaron su boca.
Poco después, entregamos aquellas armas a Benkos en la desembocadura del gran río Magdalena, en la zona de las barrancas, aunque fue Sando quien nos dio la bienvenida cuando desembarcamos. El rey no estaba y era la primera vez.
—Mi padre se encuentra reunido secretamente con don Jerónimo de Zuazo, el gobernador de Cartagena —nos anunció Sando, con evidente orgullo.
—¿El rey ha entrado en Cartagena? —me sorprendí.
—No, hermano Martín, mi padre no es tonto. Esta es la segunda ocasión en que se encuentra con don Jerónimo en un claro de la selva, entre las ciénagas, señalado y elegido por ambos para su mutua seguridad.
—De modo —comentó mi señor padre, complacido— que tenemos acuerdo.
—Así parece, señor Esteban. Aunque hay un punto en el que no se ponen de acuerdo. El gobernador está dispuesto a transigir con todo menos con el tratamiento de rey que exige mi padre. Dice que no puede haber dos reyes en el mismo territorio y que Felipe el Tercero es el único rey de estas tierras. Si mi padre renuncia, cosa que él no quiere hacer en modo alguno, la paz para los palenques está asegurada.
—¿Tanto le importa renunciar al título de rey a trueco de la vida de sus apalencados? —me sorprendí.
Sando puso una expresión de aburrimiento en el rostro.
—¡Era rey en África, hermano! —exclamó, soltando un bufido de hartazgo y ojeando a sus hombres, que metían las armas y la pólvora en las canoas con las que, luego, remontaban el Magdalena—. Desde que nací no le he oído hablar de otra cosa. Nadie le podría convencer para que abdicara. Con todo, tengo para mí que lo está considerando. Espero que lo haga.
—Yo también —repuso mi padre.
El día lunes que se contaban dieciocho del mes de julio de mil y seiscientos y cinco, Benkos Biohó, también conocido como Domingo Biohó, el rey de los cimarrones de Tierra Firme, entró libremente en Cartagena de Indias para firmar el acuerdo de paz que, entre otras cosas, legalizaba los palenques, otorgaba la libertad a todos los esclavos huidos y, lo más importante, le permitía a él vestir como noble español. Renunció a su título de rey mas nunca al respeto que estaba seguro de merecer como soberano ni a la dignidad que le acompañaba.
Tras algunas semanas de reposo y cavilaciones en Santa Marta, durante las cuales sostuve largas conversaciones con mi padre y también con madre, que no hubiera dejado escapar la ocasión de intervenir en tan importante resolución, y tras muchos paseos por el Manzanares y muchas horas de lecturas, me determiné a seguir con la decisión tomada en Margarita: sería Martín y sería Catalina, ambos dos. Reclamaría la propiedad de la latonería (diciendo que había pasado muchos años en una isla desierta y que acababa de ser rescatada por un mercader de trato), me instalaría allí, en la casa de mi fallecido tío, que arreglaría, y sería Catalina Solís, una joven viuda de veintitrés años. Cuando visitara Santa Marta o mareara con la Chacona y su tripulación, sería Martín Nevares, un muchacho despierto cercano a los veinte. Las razones para tamaña osadía fueron muchas, mas las que pesaron decisivamente en mi ánimo fueron dos: la primera, que mi señor padre deseaba conservar a su hijo Martín, su heredero, el continuador de su noble linaje, el que se haría cargo de sus queridas propiedades y de su amplia familia cuando él desapareciera. Sólo así podría morir en paz, me dijo. La segunda, que yo deseaba recuperarme a mí misma, que necesitaba dejar de ser Martín, aunque sólo fuera de vez en cuando, para sentirme Catalina, para sentirme mujer y para sentirme bien, aunque odiara la humillante esclavitud a la que estábamos sometidas las mujeres. Necesitaba la libertad de Martín y la esencia de Catalina. De algún modo que no se me alcanzaba me había convertido en los dos.