Cuando la hora se cumplió, comenzamos a representar nuestros personajes. Todo debía parecer muy cierto, incluso entre nosotros, de cuenta que, convencidos de estar diciendo la verdad, nadie pudiera arrancarnos otra cosa. Entramos en la hacienda, conocimos a Manuel Angola, el esclavo que luego sería nuestro principal valedor en las declaraciones (aunque en ese momento no lo sabíamos, ni él tampoco), nos enfrentamos a Melchor que, en efecto, debió de pensar que estábamos locos, y recibimos la paliza con estacas que nos propinaron sus hombres. Quizá hubiéramos podido evitarla si Mateo no hubiera desenvainado la espada, mas como ya contábamos con ella y Mateo, llegado el caso, resultaba bastante ingobernable en lo que a las armas se refiere, salimos de aquella aventura descalabrados y malheridos, mucho más de lo que yo me había figurado. Con todo, el asunto estaba saliendo muy bien, punto por punto a lo planeado, mas los terribles dolores que sentía en el cuerpo no me dejaron felicitarme y, sin duda, aquella noche estaba demasiado preocupada por mi padre como para vanagloriarme de mi primera victoria.
A la mañana siguiente, inquieta y magullada, principié la segunda doblez de la celada. Con ayuda de Jayuheibo, Antón, Miguel y Juanillo, bajé a tierra y comencé a pasear por el puerto y el mercado para ser vista por las gentes. Yo quería que me viesen, era preciso que algunos de nuestros amigos mercaderes, los más alborotadores a ser posible, me descubriesen en aquel lamentable estado para poder contar lo acaecido y que la voz empezara a circular por toda Cartagena. Sólo con un tumulto popular obtendría la fuerza y el escudo que necesitaba frente a los Curvos. Cuanto más ruidoso fuera el escándalo menos se atreverían a tocarnos y más obligado estaría don Alfonso, el alcalde, a brindarme su atención. Toparme con Juan de Cuba y sus compadres (Cristóbal Aguilera, Francisco Cerdán y Francisco de Oviedo) fue la mayor de las venturas. Todos eran hombres de avanzada edad, muy conocidos en Cartagena, y, por sobre todas las cosas, pendencieros, camorristas y bullangueros. Justo lo que precisaba, ni más ni menos.
Entretanto mis compadres se dolían en la nao, yo presentaba mis respetos a don Alfonso de Mendoza y Carvajal, alcalde de la ciudad y juez para las causas civiles, a quien presenté mi demanda sabiendo que intentaría echarla por tierra y tapar como fuera el engorroso asunto, pues afectaba a un rico comerciante que era, por más, primo de una de las principales familias de toda Tierra Firme y de Nueva España. Pese a ello, a mí no se me daba nada de lo que intentara hacer don Alfonso. Todo lo había previsto para que no pudiera evadirse con ningún pretexto.
Sabía que, ante el alcalde, sólo debía hablar de la desaparición de mi padre y de que tenía para mí que había muerto a manos de Melchor, facilitando razones suficientes para que se abriera obligatoriamente el proceso. Si implicaba a los Curvos con alguna alusión a los negocios sucios de su primo, éstos no dudarían en intervenir con todas sus armas y recursos, pues se trataba de su hacienda y de su riqueza, y no las iban a poner en peligro. Mi enemigo tenía que ser sólo Melchor de Osuna, de cuenta que los Curvos no se sintieran amenazados y prefirieran abandonar al primo a su suerte, dejándolo solo frente a la justicia. Debía ceñirme al asunto de mi padre y por ello lo había robustecido con motivos personales, de dineros y de propiedades, que los tenía, mas, para asegurarlo, contaba con la declaración del esclavo que aún debía aparecer. No sentía temor a este respecto, pues me fiaba de Benkos y de sus muchas capacidades.
De quien no me fiaba era del de Osuna, que acaso, si la rabia le nublaba el entendimiento, tuviera el mal pensamiento de matarnos. Por eso establecí los turnos de guardia en la Chacona y por eso alenté a los mercaderes y a las gentes que ya conocían la desaparición de mi padre y la paliza que nos habían dado los esclavos de Melchor a que propagasen aún más el asunto por toda la ciudad, indignando a las gentes, provocando comentarios y suposiciones, e iniciando las batidas de búsqueda del cuerpo de mi padre que el alcalde parecía remiso a organizar. Cuando tan incontable número de vecinos dejaron sus casas y cerraron sus negocios para salir al campo, empecé a sentirme más tranquila. Si Melchor intentaba agredirnos se haría a sí mismo un flaco servicio. Las batidas, por más, reforzarían la certidumbre en el asesinato pues el cuerpo de mi padre, de haber ido bien su escapada, no iba a aparecer y todos acabarían creyendo que Melchor lo había tirado al fondo de alguna ciénaga ya que, se dirían las gentes, en algún lugar tenía que estar Esteban Nevares o su cuerpo muerto.
Al cabo de una semana, mientras aún continuaban las búsquedas, mandé una carta a madre para, supuestamente, contarle lo acaecido. En realidad, era un mensaje en el que le informaba de que todo estaba saliendo bien («No vengáis a Cartagena») y de que mi padre debía de haber llegado sano y entero al palenque de Benkos («Enviad caudales para nuestro sostenimiento»), pues, realmente, su cuerpo no había aparecido. Si algo hubiera salido mal en el artificio, le habría tenido que pedir a madre que se personara en Cartagena y, si era a mi padre a quien le había acaecido algo durante su huida, le habría escrito que no nos hacían falta caudales porque íbamos a regresar pronto.
El día lunes que se contaban veintinueve del mes de noviembre dieron comienzo, por fin, las declaraciones. El momento final se acercaba. En cuanto apareciera el esclavo de Melchor prevenido por Benkos, lanzaría el disparo final.
Cuando vi a Manuel Angola acercarse al alcalde, temí que todo hubiera salido mal. No íbamos a tener la buena ventura de que el propio capataz de la finca, el que nos había impedido el paso a nosotros y nos había dicho que mi padre se había marchado de allí delante del mismísimo Melchor, fuera ahora a desdecirse y a jurar que mi padre nunca salió de aquel sitio. A fe mía que pasé más miedo que cuando el ama Dorotea me tiró a las temibles aguas del océano sin saber nadar. Por eso, al oírle decir aquel no tan alta y claramente cuando el licenciado Arellano le preguntó si mi padre había salido de la hacienda, se me ahuecó el corazón y no di un gran suspiro de alivio por que no se me oyera, mas me hubiera gustado.
Se me figura que Melchor de Osuna no podría dar crédito a lo que estaba oyendo y que, o bien se volvió loco en aquel instante, o bien juró matar a aquel esclavo en cuanto tuviera ocasión (que no la tuvo porque volvieron a llevarle al presidio aquel mismo día). Ahí fue cuando empecé a disfrutar de la venganza que, sin duda, y se diga lo que se diga, es felicísima y reporta una muy grande satisfacción. Toda la mezquindad y toda la codicia del de Osuna caían derrumbadas a mis pies. Ya le tenía. Ahora debía regresar a la nao con toda premura para escribir la carta que llevaba componiendo en mi cabeza desde el mismo día de nuestra llegada a Cartagena.
Con las gentes celebrando la desgracia de Melchor en las calles de la ciudad, los compadres y yo retornamos al barco y, sin cenar, me encerré en la cámara de mi padre y, sentándome frente a su mesa, tomé la pluma y el papel y empecé a redactar la que sería mi primera epístola directa y personal para Arias y Diego Curvo, el primer contacto de los muchos que luego vendrían.
Empecé ofreciendo, completos, mi gracia y mi linaje (los de Martín) y, seguidamente, les conté a los dos hermanos todo lo que sabía sobre su primo Melchor, sobre sus negocios y su forma de enriquecerse. Les dije que el mismo contrato de arriendo sobre los bienes que le había hecho a mi padre mediante engaño se lo había hecho también a otros comerciantes de Tierra Firme y mencioné los nombres que nos había dado Hilario Díaz aquella noche en La Borburata a Rodrigo y a mí. Mencioné también lo de los establecimientos de mercaderías de Melchor en Trinidad, La Borburata y Coro, y afirmé que tan extraño conocimiento de las mercaderías de las que iba a carecer Tierra Firme por no traerlas las siguientes flotas sólo podía deberse a que obtenía la información de ellos mismos, Arias y Diego, pues habían llegado hasta mis oídos los buenos matrimonios de sus dos hermanas con personas principales del gobierno de la Carrera de Indias: Juana Curvo con Lujan de Coa, prior del Consulado de Sevilla, e Isabel Curvo con Jerónimo de Moncada, juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación de Sevilla, al frente del Tribunal de la Contaduría de la Avería.
Les dije que resultaría incuestionable para cualquier juez y tribunal de la Real Audiencia de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada su intervención, a través de sus hermanas y cuñados, en las decisiones del Consulado de Sevilla y de la Casa de Contratación respecto al buque de las flotas y a sus mercaderías y que también sería innegable que, por obtener ellos buenos beneficios, mantenían al Nuevo Mundo siempre falto y necesitado.
Terminé mi carta informándoles de que tenía probanzas ciertas sobre la falsedad de la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego Curvo, encargada por Fernando a un conocido linajudo español llamado Pedro de Salazar y Mendoza, apresado en otras ocasiones por falsificar genealogías a trueco de caudales, y que sabía que los cinco hermanos llevaban sangre judía en sus venas, por lo que el matrimonio de Diego con la joven Josefa de Riaza estaba en mis manos, prestas a enviar una nota a la condesa viuda con esta revelación.
Mi silencio, y el silencio de las gentes que, como yo, estaban en conocimiento de todo cuanto les había señalado, tenía un precio: quería que, sin dilación ni tardanza, al día siguiente mismo por la mañana, durante la declaración de Rodrigo de Soria en el cabildo, me hicieran llegar un nuevo contrato firmado por Melchor en el que se le devolvieran a mi padre la propiedad de la casa de Santa Marta, de la tienda pública y del jabeque llamado Chacona, anclado en ese momento en el puerto de Cartagena, y que, mediante ese nuevo contrato, cualquier deuda u obligación de mi señor padre con Melchor que pudiera aparecer en el futuro quedara al punto sin efecto. En caso de no recibirlo, Rodrigo de Soria hablaría sobre los negocios de Melchor, sus establecimientos y todo lo demás, salpicándolos a ellos, sin duda, con el barro que se levantaría en el proceso. Quería, asimismo, que nos dejaran marchar de Cartagena en buena hora y seguir con nuestra tranquila vida de mercaderes pues, al menor intento de perjudicarnos o dañarnos, todo cuando les había dicho saldría a la luz, y puesto que nuestra intención era dejarlos en paz, esperábamos lo mismo de ellos, garantizándoles que, si nos olvidaban, nosotros los olvidaríamos también.
En cuanto firmé la carta, cerca del amanecer, mandé que se botara el batel y que los hombres llevaran a Juanillo al puerto para que pudiera allegarse hasta la casa de los Curvos y entregarla en persona.
Cuando regresaron, Juanillo me relató lo mucho que le había costado que le llevaran ante Arias Curvo pues, a esas tempranas horas del día y en una casa tan lujosa y elegante, los sirvientes no estaban dispuestos a despertar al amo para ponerle delante a un sucio grumetillo negro. Tras una batalla sin cuartel, Juanillo logró su propósito y me dijo que había sido digna de ver la cara pálida y desencajada de Arias cuando leyó mi misiva. Al poco se vio tirado en la calle sin ningún miramiento y regresaron todos a la nao.
El resto ya es conocido. Entretanto Rodrigo declaraba, esperando mi señal para sacar a la luz los trapos sucios de Melchor y los Curvos, yo recibí el contrato solicitado y, con él en las manos, di por zanjado el asunto, permitiendo que terminaran con bien las declaraciones. Al salir del palacio, mandé recado al emisario de Benkos para que le dijera a mi señor padre que ya podía regresar, que todo se había conseguido. Y, así, tres días después, el imaginariamente fallecido Esteban Nevares se presentó en Cartagena a lomos de una mula y cubierto de sangre, sangre que, por otra parte, era verdaderamente suya, pues Benkos y sus hombres, por no descubrir el engaño, le dieron una pequeña y caritativa vuelta de última hora en la que incluyeron algunos mojicones, un par de latigazos suaves y dos o tres navajazos en partes poco importantes, como las islillas y las posaderas.
Pasamos la Natividad con grande trabajo para las mozas de la mancebía y, antes de que diera fin la estación seca en aquel nuevo año de mil y seiscientos y cinco, tras habernos repuesto de tantos sucesos, primero adversos y, luego, prósperos, empezó un discurso de tiempo que trajo muchas e importantes nuevas y otras cosas de igual jaez. Empezaré contando que los ataques a los palenques cesaron después de la Natividad. Don Jerónimo debió admitir, a costa de grande humillación, que sus constantes derrotas militares frente a Benkos no eran argumentos suficientes para convencer a las personas principales de Cartagena de que él podía impedir que fueran robadas y maltratadas como mi señor padre, o muertas, como amenazaba el rey de los cimarrones.
En el caluroso mes de febrero, durante una visita al palenque de Sando, Benkos, que pasaba allí unos días, nos contó que después de acabadas las fiestas, y en una zabra que había llegado a Cartagena como aviso de la Casa de Contratación de Sevilla, Melchor de Osuna había zarpado de regreso a España por mandato de sus primos. Al parecer, por lo que referían los confidentes de la casa, los Curvos no habían tenido conocimiento de los pequeños y sórdidos negocios de Melchor hasta que recibieron mi carta, enterándose entonces de que su apadrinado hacía uso a sus espaldas de la información que ellos tan secretamente obtenían y con tanto cuidado y precaución manejaban. Al saber que su pariente les había estado engañando y abusando de su confianza, le arrebataron todo menos la vida y le embarcaron a la fuerza en el aviso de la Casa de Contratación para que regresara a Sevilla con una mano delante y otra detrás. En el mismo aviso salía despachada también una carta para Fernando en la que le contaban los hechos acaecidos y le daban instrucciones para que actuara con Melchor de suerte que no pudiera volver jamás al Nuevo Mundo.
Grande fue nuestra alegría al conocer estos hechos, pero el año aún nos deparaba mayores sorpresas. Benkos nos pidió un cargamento de armas y pólvora en el mes de abril, pues desconfiaba del silencio y calma del gobernador, sospechando que se estaba preparando para un gran ataque a los palenques. Como la cosecha de tabaco no empezaba hasta mayo, supliqué a mi padre que adelantáramos la salida para regresar a mi isla.
—¿Se puede saber qué demonios se te ha perdido allí? —me preguntó con gravedad.
Yo no había dicho nada de lo que había descubierto la noche que hablé con Sando y con Francisco en las cercanías del río Manzanares, aquello de «Todo lo que tengo lo doy por un cañón pirata», así que me dispuse a contárselo a mi padre.