Sea —admitió él, mirándome burlonamente—. Lo reduciré a lo principal. Escucha con atención. El mensaje de Domingo Biohó al gobernador decía que, tras derrotar en todas las ocasiones a los ejércitos enviados contra ellos y, puesto que estas derrotas iban a continuar de igual manera en el futuro, creía llegado el momento de ofrecer a las autoridades una ocasión para sentarse a parlamentar. El bandido le pide a don Jerónimo cartas de libertad para todos los apalencados que se hallan bajo su gobierno, sin represalias por parte de los antiguos amos, y con la autorización para poder entrar y salir de las ciudades sin sufrir acoso. Pide que sus palenques sean reconocidos como poblaciones legales y que no sufran más ataques de las tropas, que no se puedan establecer en ellos los hombres blancos y que se los deje gobernarse a su modo africano cuando éste no contravenga las leyes españolas.
—¿Quién se ha creído que es? —objetó, indignado, Francisco Cerdán, otro de los viejos amigos de mi señor padre.
—La siguiente petición...
—¿Siguiente petición? —exclamé, sorprendida. Yo no había puesto más peticiones que las ya mencionadas. Y aún faltaba explicar el trato.
—Sí, hijo, sí —me dijo mi padre, haciéndome un leve gesto de resignación—. El maldito Domingo quiere licencia para vestir a la usanza española, como un caballero, y para poder entrar armado con espada y daga en las ciudades sin que los soldados le detengan. Asimismo, pide ser tratado por las autoridades españolas con el respeto debido a un rey.
—A fe mía, padre —dije, perpleja—, que ese tal rey tiene un orgullo más grande que la mar océana.
—¡Bien dices, muchacho! —me felicitó Juan de Cuba—. Hay que acabar pronto con él y con todos sus rufianes. Con la información que le ha dado tu padre al gobernador...
—¡Mira que eres terco, cubano! —exclamó mi señor padre.
—Desde el mismo día en que me parió mi madre —repuso el otro, muy satisfecho.
—Seguid, padre —le animé—, pues algo tendrá que ofrecer ese rey a trueco de tanta solicitud.
—En efecto, hijo, algo ofrece. Lo primero, no robar a más honestos vecinos ni autoridades ni personas principales como me robó a mí, pues dice que, si no se parlamenta, habrá otros como yo y que éstos ya no volverán vivos.
—¡Grandísimo bellaco! —soltó Cristóbal Aguilera—. ¡Hideputa! ¿Cómo se atreve? ¡Poner a la ciudad y a sus prohombres bajo amenaza! ¡Así, las grandes familias de Cartagena, por miedo, obligarán a parlamentar al gobernador!
—Aún hay otra cosa. Propone no aceptar en sus palenques ni a un solo cimarrón más desde la fecha en que se firme el acuerdo.
—¿Y ya está? —inquirió despectivamente Cristóbal Aguilera—. ¡Pues vaya cosa!
—No es ninguna tontería, señor Cristóbal —objeté—. ¿Sabéis cuántos negros, mulatos, zambos y demás castas han huido de las ciudades de Tierra Firme en los últimos cinco años para unirse al tal Domingo Biohó? Son tantos que no se pueden contar y todos veneran y obedecen a ése que llaman su rey. Haced memoria y recordad las reuniones que hubo en Cartagena y en Panamá a principios del año pasado, el de mil y seiscientos y tres, cuando las autoridades, hostigadas por los desesperados propietarios de esclavos, quisieron resolver el conflicto utilizando cimarrones traidores que guiaban a los soldados hasta los palenques a trueco de su libertad.
—Sí, es cierto —admitió el señor Cristóbal.
—Recuerde vuestra merced que aquello acabó mal —añadí—. Los delatores aparecían muertos en las calles, con el cuello rebanado y la lengua cortada. Cada día son decenas los esclavos que huyen, cada semana son cientos y cada año son miles, señor. Cerrar los palenques a nuevos fugitivos es una oferta muy buena que será favorablemente acogida por los propietarios de esclavos.
—Tu hijo habla con mucho entendimiento, Esteban —afirmó Francisco de Oviedo.
—¡Es muy ingenioso! —concedió mi señor padre con orgullo—. ¡Nunca llegarás a saber, amigo Francisco, lo muy ingenioso que es!
Todo se me ocurrió el día que mi padre sufrió aquel váguido de cabeza y perdió el seso y el juicio al salir de la casa de Melchor de Osuna. Éste será, pues, el relato verdadero de lo que aconteció desde aquel momento cuando, viéndole tan abatido y quebrantado, supe que no viviría otro año si no ponía presto en ejecución el juramento que me había hecho a mí misma de acabar con el de Osuna y devolverle sus bienes para que sus últimos días no fueran de aflicción y desengaño.
Corrí, pues, en busca de Rodrigo, que se hallaba recogiendo el tabaco con el resto de los compadres, y le pedí que me acompañara hasta el mercado para hablar con las gentes. No había otra manera de acabar con el de Osuna que achacándole algún delito en el que tuviera que intervenir la justicia y del que sus poderosos primos no pudieran salvarle. Mas no sólo la ley debía caer con todo su peso sobre él; también yo, con mis débiles manos, debía estar en disposición de sujetar a los Curvos de suerte que no pudieran mover un dedo en su favor pero se vieran obligados a forzarle para que nos devolviera la propiedad de la casa, la tienda y la nao. Y todo ello debía acontecer a un tiempo, de modo que no hubiera escapatoria.
Ante todo era menester conocer bien a los poderosos hermanos Curvo y tuve para mí, en aquel momento, que la mejor manera de conseguirlo era escuchando lo que las gentes del puerto tenían que decir. Cuando conocimos que nadie sabía en verdad qué traían las naos mercantes de los Curvos que llegaban desde Sevilla y que en toda ocasión disponían de las mercaderías que no traían las flotas anuales, supe que estábamos ante unos grandes, temibles y muy ricos adversarios a los que no nos sería dado tocar desde nuestra humilde posición de mercaderes de trato. Mas si ésta no era la dirección por la que debíamos avanzar, tendría que ser otra y, con personas tan fulleras, sólo cabía la trampa, el engaño y la mentira.
Por eso precisaba conocer mucho más de ellos y, así, el recuerdo de la flor villana del espejuelo, ése que un compadre pone tras las cartas del contrario para poder verlas de frente, me hizo discurrir que, colocando un espejo delante de Melchor que mostrara las debilidades más secretas de sus primos, al tiempo que ocultaba de la vista nuestros furtivos movimientos, podríamos cazarlos a todos y, teniéndolos en nuestras manos, conseguir lo que queríamos era posible.
Pensaba entonces que nadie debía conocer lo que yo andaba cavilando porque, si alguno se iba de la lengua, todo el asunto quedaría sin provecho. Éste fue el motivo por el cual me sentí tan defraudada cuando madre me pilló aquella noche a mi regreso del encuentro con Sando y con el asustadizo Francisco, el hijo bastardo de Arias, en el camino de los huertos, cerca del pequeño río Manzanares. Sin embargo, tras escucharme hablar sobre lo que nos había contado Hilario Díaz a Rodrigo y a mí en La Borburata, lo que ambos habíamos descubierto en Cartagena y lo que me había referido aquella noche en el río el pobre criado mulato, madre se mostró entusiasmada y dijo estar cierta de tener la solución en las manos, pues nadie sabía tanto sobre los Curvos como nosotras dos y que si le hacíamos llegar una misiva a la condesa viuda Beatriz de Barbolla contándole que la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego Curvo era un engaño y que corría por sus venas sangre judía, la boda con la joven Josefa de Riaza no tendría lugar y los Curvos verían desvanecerse para siempre sus sueños de acceder a la nobleza y encumbrarse a una alta posición social.
Aquel pensamiento no era malo aunque había razones para suponer que tal cosa no haría que Melchor de Osuna nos devolviera nuestras propiedades y, en cambio, atraeríamos las iras de los Curvos que, si así lo deseaban, podrían empeorar mucho nuestra situación. El asunto era tenerlos bien acorralados de cuenta que ellos no pudieran hacernos daño mas nosotros a ellos sí. Por unos instantes me quedé sin discurso en el entendimiento mas, al punto, la idea de madre viró y se trocó en mi cabeza de suerte que aquella misiva a la condesa viuda se tornó en una misiva para los propios Curvos. Y el resto fue cosa de poco: ¿qué fechoría se le podía atribuir a Melchor de Osuna para que la justicia tuviera que intervenir, prenderle, meterle en prisión y llevarle al cadalso sin que nadie pudiera impedirlo? Una muerte. ¿La de quién? La de alguien al que el de Osuna tuviera una razón para matar en un momento de furor. Mi padre tenía esa razón, una razón de caudales, la mejor para el caso.
Y así, hablando con madre aquella noche, alcancé a ver todas las costuras y puntos de la celada, con sus idas y venidas, sus dobleces y las piezas necesarias. Sin duda, el principio de todo se hallaba en el pago del tercio. Sólo restaba uno aquel año, el de diciembre, mas el desastre de la cosecha de tabaco y la negativa de Moucheron a fiarnos las armas me brindaron la ocasión propicia para poner en marcha el asunto antes de la fecha prevista: había que avisar al rey Benkos de lo acaecido, de modo que no contara con las habituales mercaderías que precisaba para defender sus palenques. Fue entonces cuando hablé con mi señor padre para contarle lo que pensaba. Me dio una rotunda negativa y me llamó loca y falta de seso, sin embargo cuando madre le volvió a contar lo mismo, le pareció que la idea era buena y que, sin falta, debíamos aprestarnos a ello pues no habría mejor ocasión. Madre me dijo, viendo mi enfado, que si algún día me casaba entendería lo ocurrido, que tuviera paciencia hasta entonces, lo que aún me enfadó más, pues, tras probar la libertad, no estaba interesada en someter mi voluntad y mis deseos a los de un marido que me encerraría en casa para el resto de mi vida.
Así pues, inexplicablemente, padre aceptó el engaño y, la noche antes de zarpar hacia Cartagena, me encerré en mi aposento y empecé a escribir una larga misiva para el rey de los cimarrones en la que le explicaba que, a la vuelta de dos días, mi padre llegaría solo a su palenque, que le agradecería mucho que mandara gentes a buscarlo para ayudarle a llegar en buenas condiciones pues era mayor y el camino de ciénagas y montes iba a ser muy duro para él. Ésta era la parte que más me preocupaba. Sabía que el rey enviaría sin tardanza a los más valederos de sus apalencados a recoger a mi padre, mas pensar en él solo en las ciénagas durante, a lo menos, un día o día y medio, a su edad y con las pérdidas de juicio, me angustiaba mucho. Le expliqué también a Benkos con muy buenas razones todo lo que iba a acontecer y cómo íbamos a necesitar nuevamente de su ayuda, especialmente en lo que se refería a encontrar un esclavo de Melchor que hubiera visto a mi padre entrar en la hacienda y en la casa para pagar el tercio y que, cuando llegaran las declaraciones en el cabildo, estuviera dispuesto a jurar que no lo vio salir. Sabía que Benkos no tendría dificultades para encontrar a alguien, pues no había esclavo en Tierra Firme que no diera su alma a trueco de la libertad. Resultaba fundamental que ese esclavo no sintiera reparos de perjurar ante las autoridades acudiendo a su fe cristiana y a cuantas otras cosas le resultaran necesarias porque su testimonio sería el que llevara a Melchor de Osuna hasta el cadalso.
Pasé toda la noche sentada frente a mi mesa-bajel, escribiendo, pues a la misiva añadí el pliego con las demandas y solicitudes del rey al gobernador de Cartagena. Conocía, desde tiempo ha, que el rey estaba deseando parlamentar y poner fin a aquella guerra. Su posición era fuerte pues jamás había perdido una sola batalla entretanto que los españoles las habían perdido todas. Aquello no podía continuar. De modo que, conociendo este deseo, se me ocurrió utilizar la desaparición de mi padre como pago de las muchas deudas que yo tenía contraídas con Benkos, facilitándole la negociación con el gobernador y proporcionándole una forma de inquietar a las autoridades y a las personas principales de la ciudad para que obligaran a don Jerónimo a negociar con el rey. Le mandé, muy bien escrito, el pliego con todas sus demandas y su oferta, mas no imaginé que Benkos añadiría sus propias e increíbles licencias, como la de vestir a la española y entrar armado en las ciudades. Eso fue cosa suya.
Al amanecer, tras despedirnos afectuosamente de madre y de las mozas que, como ocasión única que era, vinieron al puerto para decirnos adiós, zarpamos de Santa Marta sabiendo que tardaríamos mucho en volver, que habían de acontecer muchos extraordinarios sucesos antes de que regresáramos y que existía el peligro de que alguna cosa saliera mal y nuestro retorno no fuera tan feliz como deseábamos. A estas alturas, tanto los marineros como las mozas conocían la situación. Mi padre los había reunido en el gran salón mientras yo escribía en mi aposento y les había puesto al tanto de todo, pues su ayuda y su silencio nos iban a resultar muy precisos. Contarlo a las mozas fue decisión de madre, que dijo que allí todo el mundo era de la familia y que hasta los animales debían estar presentes para escuchar el propósito. Mi señor padre, como siempre, cedió.
Todo estaba muy pensado. En cuanto bajamos a tierra en Cartagena de Indias, mandé prestamente a Juanillo al taller de carpintería con la misiva y el pliego para el rey Benkos, pidiéndole que rogara al esclavo que trabajaba allí que enviase el mensaje con la mayor premura para que llegase cuanto antes a su destino. Quienes debíamos acompañar a mi padre a la hacienda de Melchor éramos los cuatro españoles de a bordo. A nosotros tendría que prestarnos atención el alcalde, que ejercía de juez en cuestiones civiles, pues, al ser españoles y cristianos, la ley no le permitía ignorar nuestra demanda ni nuestros testimonios. Así pues, Jayuheibo, Antón, Negro Tomé y Miguel quedaron a la espera, en el puerto, por si su ayuda nos era precisa para volver al barco ya que sabía de cierto que Melchor de Osuna emplearía a sus hombres para obligarnos a salir de la hacienda por la fuerza.
Cuando estuvimos a la distancia correcta, mi padre nos detuvo bajo aquellos cocoteros, el sombreado lugar en el que podríamos esperar una hora sin morir bajo los rayos del sol. Lucas, Rodrigo, Mateo y yo estábamos muy inquietos, no sabíamos cómo acabaría aquella extraña jornada ni si las cosas saldrían como esperábamos. Por más, yo tenía ante mí, pasara allí lo que pasase, un largo día de sufrimiento pensando en mi padre, que estaría caminando solo por las peligrosas montañas y las temibles ciénagas hasta que los hombres de Benkos le salieran al encuentro.
Acomodados en el suelo, bajo la sombra, recuerdo que empezamos a charlar y a reír y que, cuando vimos salir a mi señor padre de la hacienda e internarse discretamente en la selva, hicimos como que no le habíamos advertido por poder jurar luego que había sido así, y, entonces, empezamos a armar bulla y jarana, más porque no podíamos estar sosegados sabiendo lo que se avecinaba que por verdadera diversión.