—Siento no haberos ayudado más, madre —musité.
Vete, anda. Déjame sola.
—Hablaré con él —dije antes de salir de allí corriendo—. Si le doy mejores razones con palabras eficaces, estará más dispuesto a tratar con Melchor y a convencerle.
Ella me miró y quiso, sin éxito, ocultar su gratitud tras la densa nube de humo del cigarro puro.
—¿Sabes lo que cualquier hombre que no fuera Esteban le habría dicho a una mujer al principio de esta misma conversación? Que se haría su voluntad y su gusto y que es obligación natural de ella bajar la cabeza y obedecer sin discutir, ajustando sus deseos a los de él. No le des más razones a tu padre, Martín, pues el asunto le incomoda. Conoce bien cómo manejar al de Osuna. No en vano lleva diez años frecuentándole.
—Sí, madre.
—Andad con tiento en la nao —me pidió.
Arrumbamos hacia Cartagena y, como venía siendo costumbre desde los últimos tiempos, cuando las faenas del barco lo permitían y había luz en el cielo, mi señor padre me hacía sentar en cubierta y, con todos mis compadres puestos a la redonda, me hacía leer en voz alta alguno de los libros a los que era más aficionado. De esta guisa había leído ya para ellos Los cinco libros del esforzado e invencible caballero Tirante el Blanco, Los cuatro libros de Amadís de Gaula, Oliveros de Castilla, la Crónica del caballero Cifar y la Historia de la linda Melosina, que todos escuchaban con mucho gusto pues no había libros más entretenidos que los que narraban aventuras caballerescas.
Desde que nos dedicábamos al contrabando, nuestras permanencias en Cartagena de Indias se habían hecho muy cortas. Primeramente, nos dirigíamos todos a tierra con el batel salvo Guacoa y Nicolasito, que quedaban al cuidado de la nao. Al llegar a puerto, Juanillo, el grumete, se encaminaba hacia el taller de cierto carpintero que tenía entre sus esclavos a uno que era el que hacía llegar nuestros mensajes al rey Benkos. Este esclavo comunicaba el recado a otro, al que ya no conocíamos, y éste, a su vez, a otro más, y éste a otro más, de cuenta que, a través de muchos emisarios, buenos corredores todos y conocedores de las ciénagas y las montañas, el aviso llegaba hasta Benkos en poco más de un día y, así, en el tornaviaje, cuando pasábamos por la desembocadura del gran río Magdalena, los cimarrones nos estaban esperando para recoger sus mercaderías. Entretanto Juanillo realizaba dicho menester, los demás, tras alquilar en los muelles una recua de mulas, nos dirigíamos, con mi padre, hacia la casa de Melchor. Habíamos tomado por costumbre esperarle en la puerta hasta que terminaba pues nunca tardaba mucho y nos quedaban muy cerca las plantaciones con las que tratábamos. En cuanto salía, cargábamos las mulas con el tabaco y, una vez que mi padre había pagado a los capataces, retornábamos a Cartagena y al puerto, donde, con varios viajes del batel, llevábamos los fardos hasta el pañol de víveres, pues nuestras bodegas, a esas alturas, estaban siempre abarrotadas con las armas de Benkos. Cenábamos y hacíamos noche allí, mas el amanecer nos sobrevenía, sin falta, mareando lejos ya de Cartagena.
Aquel día, en cambio, hubo ciertas mudanzas. La primera, la demora de mi señor padre, que se entretuvo mucho en la hacienda de Melchor. Yo sabía que negociaba el rescate de sus bienes y por eso no me inquieté. Sin embargo, cuando abandonó la casa y le vimos caminar hacia nosotros con torpeza, como si hubiera bebido, el ánima se me fue del cuerpo y quedé sin sangre y sin aliento. Me adelanté presurosa para atenderle, mas las palabras no me salían de la boca.
—Padre —balbucí.
Al levantar los ojos, su mirada parecía perdida.
—¡Martín! —exclamó, sorprendido—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Se encuentra bien, padre?
Él se tanteó el jubón, como buscando algo.
—No —murmuró—. Lo cierto es que no. Llévame a beber algo.
—Pero... ¡Tenemos que recoger el tabaco en las plantaciones!
—¡He dicho que me lleves a beber algo! —tronó, furioso.
Hice un gesto a mis compadres y éstos se acercaron, preocupados.
—Dele vuestra merced los caudales a Lucas para pagar el tabaco —le dije—, que yo le llevaré a beber a la taberna.
Mi padre, sin discutir, se desanudó la bolsa de los dineros y se la entregó a mi antiguo maestro de primeras letras.
—Id con las mulas a las plantaciones. Recoged y pagad el tabaco y, luego, regresad al puerto —les ordené. En realidad, como estábamos a finales de agosto, se trataba de tabaco jamiche que, luego, vendíamos a Moucheron con el tabaco bueno.
Lucas, tras vacilar unos instantes y mirar repetidamente la bolsa, dio media vuelta y se marchó en silencio con Rodrigo, Negro Tomé, Mateo y Jayuheibo. Quedamos solos mi padre y yo. La conversación con Melchor de Osuna le había alterado grandemente el seso y andaba tan perdido como un recién nacido.
—¿Qué ha pasado en la hacienda de Melchor? —quise saber caminando despacio, con el secreto temor de que ni siquiera lo recordara.
—¡Melchor de Osuna! —gritó al punto, desaforadamente. Por fortuna nos hallábamos entre solitarios cañaverales—. ¡Ah, ladrón, bellaco, hideputa! ¿Sabes lo que me ha dicho, Martín?
—No, padre. ¿Qué le ha dicho?
—Pues me ha dicho que reza todos los días por mi muerte, que se le está haciendo muy larga la espera y que, cuando me ofreció el contrato de arriendo, no contaba con que yo fuera a vivir tanto.
Si las palabras de Melchor fueron como puñales en mis entrañas, cuánto más para mi padre, que las hubo de escuchar de boca de aquel malnacido que las dijo sólo para ofender, pues bien que ganaba sus muchos dineros con esa espera que decía se le hacía tan larga. Me juré que el de Osuna pagaría cara su injuria y que, por mucho tiempo que pasara, yo no había de descansar hasta ver cumplida mi venganza.
—No quiere devolverme mis antiguas pertenencias —continuó explicando, mas la indignación y la furia le dominaban hasta el punto de hacerle tartamudear—. Dice que no desea los cuatrocientos doblones, que él gana más que un gobernador y que ni por un millón de maravedíes se desprendería de los títulos de propiedad de la Chacona, la tienda y la casa de Santa Marta. Dice que los bienes muebles o en raíces le interesan más que los caudales en metálico, pues de éstos ya tiene bastantes, y que las casas, los barcos y los negocios son riquezas para el futuro que siempre aumentan de valor.
—Tranquilícese vuestra merced —le rogué, animándolo a caminar pues se detenía de continuo—, y no se preocupe por Melchor de Osuna ni por nadie. Seguiremos como hasta ahora. Le pagaremos el tercio cada cuatro meses y ya se verá en qué acaba la historia.
—Pero Martín, ¿es que no lo ves, hijo? Moriré sin recuperar la propiedad de mi casa ni la de mi barco. ¿Qué dirá María?
El nombre de madre pareció devolverle la cordura. Se llevó la mano a la frente como si sufriera un váguido de cabeza y, luego, tras bajarla, su rostro y su ánimo se sosegaron. Observó repetidamente los cañaverales a un lado y otro del camino y, de súbito, se volvió hacia mí.
—¿Y los hombres? ¿Y el tabaco?
—¿No lo recuerda, padre? —la pena me encogía el corazón—. Vuestra merced dijo que deseaba ir a la taberna para beber algo y yo mandé a...
—¿A beber a estas horas? —se extrañó—. ¡Pero si debemos recoger el tabaco!
—Le dio vuestra merced los dineros al compadre Lucas para que lo hiciera en su nombre.
—¡Por mis barbas! ¿Que yo le entregué los dineros a Lucas?
—Sí, padre. Y ya que no desea beber, le voy a acompañar hasta el puerto, le alquilaré un batel para que le lleve a la nao y me ha de prometer que se acostará a descansar hasta la hora de la comida. Yo buscaré a los hombres y regresaremos con el tabaco.
—Me preocupa lo que puedan pensar... —se lamentó, mas no rechazó la propuesta de tumbarse a descansar en su cámara, que era lo que yo temía.
—Los compadres no van a pensar nada —repliqué—. Ya saben que vuestra merced no es un mozuelo.
Hice tal cual le había dicho: le conduje afectuosamente hasta el puerto, le alquilé un batel, pagué al barquero y esperé hasta que le vi desaparecer tras los numerosos navíos fondeados en la ensenada. Después de eso, eché a correr por las calles, bajo un sol de justicia, y torné a salir de la ciudad en busca de mis compadres. Les hallé en la última de las plantaciones, con las mulas casi cargadas. Todos querían saber cómo estaba el maestre. Los expliqué que había recuperado el juicio y que, aunque se había retirado al barco para descansar, ya estaba casi repuesto.
—Hermano Rodrigo, he menester tu ayuda —le dije a mi compadre en voz baja—. ¿Puedes acompañarme a saludar a unas personas en Cartagena?
—Naturalmente, hermano.
Con breves palabras le relaté lo acaecido en casa de Melchor y le expuse lo que deseaba. Se mostró muy conforme y dispuesto.
En cuanto llegamos con las mulas al puerto, Rodrigo y yo dejamos a los demás y nos dirigimos al mercado, donde aún se atareaban algunos viejos amigos de mi señor padre, como el mercader Juan de Cuba o el tendero Cristóbal Aguilera. Hablamos mucho con unos y con otros, acudimos a dos o tres tabernas y a un par de casas de tablaje y, antes del crepúsculo, ya conocíamos que los hermanos Curvo realizaban similares negocios a los de Melchor: según contaban las lenguas maldicientes, cuando la flota atracaba en el puerto de Cartagena, los esclavos de los Curvos descargaban sus barcos a toda prisa, de cuenta que los oficiales reales, con las muchas obligaciones que tenían en esos días, no podían comprobar los registros ni hacer bien el avalúo para cobrar los almojarifazgos y las alcabalas. Como, por real cédula, los mercaderes no estaban obligados a mostrar el contenido de los fardos, cajas, arcones, odres y toneles declarados en Sevilla antes de zarpar, nadie sabía lo que desembarcaban realmente los Curvos, sólo que sus esclavos se daban extremada prisa en transportarlo todo hasta los muchos y grandes establecimientos que tenían en las afueras de Cartagena. Contaban asimismo, con gran escándalo —mas con la boca pequeña y la voz queda—, que aunque el hermano de Sevilla, Fernando, declaraba allí mercaderías de poco valor como pábilos para velas, cañamazo o alforjas, en verdad aquellos embalajes contenían terciopelos, sedas y rasos de Damasco. De común parecer, aseguraban también que los Curvos disponían siempre de toda clase de géneros y que el año que faltaba la flota de Los Galeones o cuando, aun viniendo, no traía lo necesario, ellos, contrariamente al resto de los grandes comerciantes, procuraban de lo que no había a quien pudiera pagar sus fuertes precios, generalmente mercaderes del Pirú que, por disponer de la plata del Cerro Rico del Potosí, eran los únicos con bastantes caudales para satisfacer sus exigencias.
Nada de todo aquello se podía demostrar valederamente, pero a Rodrigo y a mí nos bastó para conocer que Melchor de Osuna imitaba a sus poderosos, trapacistas y fulleros primos, que no eran, a lo que se veía, un ejemplo de honestidad comercial. Tenía que liberar a mi padre de aquella gente. En los cuatro años que llevaba a su lado había sido testigo de cómo su desgracia le consumía. Era un anciano, sin duda, mas un anciano que sólo por los Curvos y el de Osuna se estaba volviendo viejo. Su recto y firme juicio se había tornado frágil y quebradizo y no podía consentir que sus últimos días fueran de pena y fracaso.
—Tengo que discurrir algo, Rodrigo —le dije a mi compadre mientras regresábamos al puerto dando un paseo—, y tengo que ponerlo en ejecución pronto o mi padre no verá el año venidero.
—¡Cuidado, Martín! ¿Qué es lo que cavilas?
—Tú, que tanto sabes de flores villanas del naipe, podrías aconsejarme.
—¡Ojalá pudiera! Pero, sin duda, es más fácil desvalijar a un tahúr que jugársela a los Curvos. Son gentes peligrosas.
—Peligrosas o no, tendrán que vérselas conmigo.
Rodrigo resopló.
—¡No sabes lo que dices! No sólo a tu padre se le ha nublado el entendimiento.
Quizá fuera así mas, al punto, me vino a la memoria el truco del espejuelo. No debía de tener el seso tan cerrado como decía mi compadre.
—¡Al puerto corriendo! —exclamé—. He menester de Juanillo.
—¿De Juanillo?
No le respondí. Corría calle abajo, hacia el mar, como si tuviera fuego en las botas.
El joven grumete, cuya edad frisaba ya los doce años y se estaba convirtiendo en un mocetón fuerte y agraciado, esperaba pacientemente el regreso del batel sentado sobre los últimos fardos de tabaco jamiche que quedaban por llevar a la nao. Cuando nos vio venir a Rodrigo y a mí a la carrera, se puso en pie de un salto y echó la mano al puñal.
—Tranquilo, Juanillo, que nada sucede —le dije para sosegarle.
—¿Y por qué corríais?
—Tienes que hacerme un favor.
—Sea —repuso con firmeza—. Dime lo que quieres.
—No debes contarle a nadie lo que te voy a pedir.
—Tienes mi palabra.
—Si hablas, grumete —añadió Rodrigo, doblándose por las ijadas para recuperar el resuello—, te despellejo.
Juanillo y Nicolasito respetaban mucho a Rodrigo, supongo que por su rudeza de trato, ya que siempre andaba reprendiéndoles.
—No diré nada —afirmó el muchacho, temeroso.
—Quiero que vuelvas al taller del carpintero y le digas a nuestro emisario que le mande un mensaje mío al rey Benkos —le ordené—. El mensaje es éste: el maestre se halla en un mal trance y, por su bien, le pido que me auxilie permitiendo que los oídos de sus confidentes en Cartagena escuchen para mí. ¿Lo has entendido?
—Sí, pero, ¿qué le digo que averigüe?
—Los Curvos, Juanillo. Preciso conocerlo todo sobre los Curvos, y aún más lo que ocultan: sus entresijos, sus vicios, sus ambiciones, sus negocios ilícitos. Deseo saber algo que ellos no quisieran por nada del mundo que se supiera.
—Sea. Vuelvo al taller.
—¡Espera! Falta una cosa. El rey Benkos debe guardarme el secreto. Sólo yo puedo conocer la información. Nadie más, ¿lo entiendes?, ni el maestre ni madre. Y, ahora, parte. Ve presto al taller y regresa cuanto antes.
El grumete echó a correr y Rodrigo, más repuesto, me lanzó una mirada dura.
—Lo que haces —gruñó— va tan descaminado y tan fuera de todo lo razonable que paréceme que te has vuelto loco. Es un juego peligroso, Martín, y, por más, vas a quedar en deuda con Benkos Biohó, el rey de los cimarrones.
—¿Por ventura necesita de consejo una decisión firme? —repuse con aspereza. Mas, en el fondo, sabía que él tenía razón y yo ya me había dado esas mismas razones. Con todo, debía afrontar el riesgo y, en cuanto a la deuda con el rey, era un pequeño precio por el favor tan grande que él iba a hacerme, en caso de que accediera a mi ruego. No me bastaba con los rumores del mercado para lo que pretendía poner en ejecución.