—¿Recuerdas lo que te referí del contrato que firmó tu padre, diez años ha, con Melchor de Osuna?
Naturalmente que lo recordaba. Mi padre debía entregar a Melchor ciertas cantidades de lienzo brite e hilo de vela en unos establecimientos que éste tenía en tres ciudades de Tierra Firme. Sin duda, Hilario Díaz era el guarda principal del establecimiento de La Borburata, el capataz de los jornaleros que trabajaban allí para el de Osuna. Como la flota del año de mil y quinientos y noventa y cuatro no había traído ninguna de esas dos mercaderías, mi padre no pudo cumplir su parte del trato y Melchor exigió que se hiciera una ejecución en bienes por el total, usurpándole todo cuanto poseía.
—Las mejores flores para el fullero —me dijo Rodrigo calladamente— son las que le permiten conocer las cartas del contrario y, de ellas, la principal es aquella en la que un compadre pone un espejuelo detrás de los naipes del rival. ¿Qué te parece si hacemos que ese borracho sea nuestro espejo para ver lo que oculta Melchor de Osuna? —propuso Rodrigo.
—No podrías haberlo dicho mejor —repliqué, cogiendo mi chambergo rojo.
Rodrigo acopió sus monedas con presteza, las guardó en la faltriquera y se despidió de los presentes, echando unos pocos maravedíes al aire para alegría de mirones y entretenidos.
Salimos rápidamente de la casa de tablaje y, encontrándonos de nuevo en la calle, más vacía de gentes a esas horas, vimos a los hombres del garitero lanzar por los aires al tal Hilario que fue a dar, clavado, sobre un charco de desperdicios.
—¡Ayúdame!—exclamó Rodrigo.
Echamos los dos a correr hacia el capataz y le sacamos la nariz del agua sucia para que no se ahogara. El pobre cuarterón, ya sin ínfulas, empezó a toser y, tras las toses, a echar las tripas, que le debieron de quedar muy limpias y vacías. Gemía como un torturado.
—Al puerto, Martín. Debemos darle un remojón.
De no ser por nuestra ayuda, el pobre capataz hubiera amanecido ahogado en las calles de La Borburata así que, bien mirado, teníamos todo el derecho del mundo a darle los remojones que quisiéramos. Le quitamos, de camino, un mugriento herreruelo pardo que traía y un capotillo negro, y le dejamos en calzas y jubón, con las sucias polainas caídas hasta la mitad de las piernas. El agua del mar estaba caliente y Rodrigo le zambulló varias veces hasta que se le limpió la mugre de la cara, las ropas y la mollera. Pronto, las nubes que cubrían sus ojos desaparecieron y empezó a recobrar el seso.
—¿Qué pasa? —preguntó, aturdido. Su sangre india le había engalanado con unos ojos rasgados y una nariz extensa y chata, y su sangre española con una piel blanca como el mármol, llena de pecas.
Le sentamos en la orilla de la playa y nosotros nos situamos mirando hacia el mar, de cuenta que la poca luz que llegaba desde la ciudad le diera a él en la cara mientras nosotros quedábamos ocultos en las tinieblas, escasamente iluminados por el brillo de la luna. La oscura sombra de nuestra Chacona se vislumbraba a unos cien pasos mar adentro, entre las otras naves allí varadas.
—Pasa que, esta noche, te hemos salvado de una segura muerte —le expliqué.
—¿Sois una mujer? —se sorprendió.
Mi voz, la oscuridad y los restos del ron le habían descubierto la verdad.
—¡Mira bien lo que dices, bellaco! —troné, apurada. Rodrigo no abrió la boca—. ¡Soy un hombre y, por más, uno que te va a dar un guantazo que te hará olvidar hasta tu nombre!
Murmuró unas cuantas disculpas y, entretanto, se frotó los ojos repetidamente, como intentando despertar y ver las cosas como eran y no como a él le parecían.
—Háblanos de tu amo, Melchor de Osuna —le ordenó Rodrigo.
—¿De mi amo? ¿Por qué?
—Porque queremos.
—¿Y quiénes son vuestras mercedes?
—Ni te importa ni te lo vamos a decir —repuse yo muy digna, intentando recuperar mi condición de hombre con bravatas y alardes de esta guisa.
—Pues me marcho —declaró, intentando ponerse en pie.
—¿Adónde te crees que vas? —le increpó Rodrigo, dándole un golpe en las corvas que le hizo tambalearse y caer.
El capataz se asustó.
—¡Déjenme marchar, señores, no me retengan, por el amor de Dios! —imploró—. ¿Qué quieren vuestras mercedes de mí?
—Ya te lo hemos dicho, rufián —se burló Rodrigo—. Queremos que nos hables de Melchor de Osuna. Cuéntanos lo que quieras, no te importe saltar de una cosa a otra, pues todo nos interesa.
—¡Pero, pero... me matará!
—¡Cómo va a matarte, majadero, si somos buenos amigos suyos y le queremos bien! ¡Habla, que no será en daño ni en mengua suya!
—¡Mentís! ¡A otro perro con ese hueso!
Mi compadre perdió la paciencia y yo aprendí aquella noche una valiosa lección: cuando un hombre no quiere hablar, ponle una daga puntiaguda en la garganta y cantará como un canario. Hilario Díaz cantó mucho y muy bien. No le hicieron falta más razones y, entre confusos disparates de alcurnia —que tal parecía que el cuarterón caribeño fuera natural de Osuna, hermano de Melchor y familiar de los Curvos— y lacrimosos relatos de agravios, ultrajes y menosprecios que le había infligido su venerado amo a lo largo de los años, nos refirió cuantiosos chismes y rumores sobre Melchor: que si tenía varias mancebas, que si le había sacado un ojo a su esposa durante una paliza, que si jugaba mucho a los naipes y había llegado a perder en una sola partida diez mil maravedíes, que si tenía diecisiete hijos mestizos, que si había matado a dos hombres a sangre fría...
—Háblanos de sus oficios —le exigí, cansada de tanta necedad—. ¿Qué mercaderías guarda en ese establecimiento que cuidas?
Al cuarterón se le mudó el rostro y comenzó a trasudar, dando muestras de una muy grande alteración.
—¿Qué mercaderías va a haber? —protestó, estremeciéndose—. Las normales de cualquier almacén, cobertizo o barracón de mercader.
Rodrigo empujó la daga hacia dentro y el otro gritó.
—Amigo Hilario —le dijo jocosamente—, mira cuán poco me cuesta acabar contigo después de que el garitero te haya dado por ahogado esta noche en la calle. Si vuelves a gritar, te rebano el cuello.
—¡No hay para qué amenazas conmigo! —gritó el capataz, echando hacia atrás la cabeza por alejarse de la aguzada punta—. Sea. Os lo contaré todo, pues ya he comprendido lo que deseáis saber. De seguro que estáis intrigados por las mercaderías que mi señor vende a fuertes precios cuando faltan porque no las traen las flotas, ¿verdad?
—¿Qué dice? —me extrañé. Mi compadre se encogió de hombros.
—¡Explícate, bribón!
—Os juro, señores, que no sé cómo sabe mi amo qué mercaderías van a faltar, pero el caso es que, cuando él acumula en los almacenes abundantes partidas de rejas de arado, por decir, o de paños de Segovia o de cera o de vajillas..., tened por cierto que la próxima flota, si viene, o la del año siguiente, no traerá esos géneros. Por eso las puede vender tan caras, porque ni las hay ni las va a haber en mucho tiempo. ¿Era esto lo que os preocupaba, señores?
¿Qué estaba contando aquel grandísimo bellaco?, ¿que Melchor de Osuna sabía de antemano las mercaderías de las que iba a carecer Tierra Firme?, ¿que conocía por adelantado lo que traerían las flotas? Si aquello era verdad, y parecía una locura, sin duda se trataba de un engaño de dimensiones gigantescas pues, siendo Melchor un simple apadrinado, únicamente a través de sus primos los Curvos podía conseguir esas informaciones. Pero ¿cómo las conseguían, a su vez, los Curvos? O, por más, ¿quién determinaba, en España, con intención de sacar provecho, qué mercaderías vendrían o no al Nuevo Mundo y, luego, de algún modo, informaba de ello a los Curvos? La cabeza me daba vueltas y otro tanto le pasaba a mi compadre Rodrigo, que tenía la vista extraviada como la de un corcel encabritado.
—¿Estás seguro de lo que dices, despreciable bellaco? —intimidé al capataz—. ¡Mira que, si estás inventando calumnias, tu cabeza colgará de una pica antes de que vuelva a salir el sol!
—¡Sólo cuento lo que veo en mi almacén, nada más! Sé lo que entra, el tiempo que se queda y cuándo sale y no hay que ser muy listo para sumar dos más dos.
—¿Y seguro que no sabes cómo conoce por adelantado tu señor qué mercaderías van a faltar? —le preguntó Rodrigo con el rostro exangüe, intentando aparentar indiferencia.
—¿Cómo lo iba a saber? —protestó, pero se notaba que era una protesta falsa, que mentía—. ¿Creéis que puedo forzar a un señor tan principal como mi amo para que me explique cosas de semejante gravedad?
Los cazadores cazados, ésos éramos Rodrigo y yo. Si el capataz se iba de la lengua, estábamos muertos. No le convenía hablar, mas, si lo hacía algún día por la razón que fuere, Melchor de Osuna y sus importantes parientes nos hundirían en el fondo del mar con una roca atada a los pies.
—Es posible... —añadió el cuarterón con un soniquete medroso—, en caso, naturalmente, de que resolvierais quitarme la daga del cuello, es posible, digo, que pudiera contaros más asuntos de vuestro interés.
Mi compadre, muerto de miedo, me hizo señas con la cabeza para que rechazáramos la oferta al tiempo que, sin piedad, hundía de tal modo la púa en el cuello del vendido que éste gimió de muerte.
—¡Basta, hermano! —voceé—. Déjale hablar.
—¡Por vida de...!
—¡Basta he dicho! Suéltale y que hable.
Rodrigo bajó la mano que empuñaba el arma.
—Os lo agradezco mucho, señor —murmuró el cuarterón, acariciándose la nuez.
—Habla —le ordené—. Habla o no saldrás vivo de aquí.
—Seguro que os interesa conocer que, años ha —empezó a contar—, supe que mi amo, aprovechando lo que sólo él sabía de las venideras flotas, engañaba a ciertos comerciantes de Tierra Firme haciéndoles firmar contratos por los cuales debían abastecerle de las mercaderías que iban a faltar. Como los mentados comerciantes no podían cumplir lo pactado, con la ley en la mano se apoderaba de sus bienes, y como, por más, todos eran de avanzada edad, sacaba un mayor provecho haciéndoles pagar una renta anual por el alquiler de sus antiguas propiedades pues, esos hombres, por la poca vida que les quedaba, estaban grandemente apegados a ellas y mucho más temerosos de acabar en galeras. Las rentas eran beneficios añadidos a una ganancia ya cierta. Puedo señalaros a tres de ellos: Fernando Velasco, de Coche, ya difunto, Esteban Nevares, de Santa Marta, y Felipe Almagro, de Río de la Hacha, fallecido también de viejo. Tengo para mí que hay algunos más, pero desconozco sus nombres.
No daba crédito a lo que contaba aquel truhán. Melchor de Osuna, actuando al menudeo para diferenciarse de sus encumbrados primos, era un estafador sin entrañas, ladrón y fementido, que merecía acabar colgado en la plaza Mayor de Cartagena. Mi señor padre había sido objeto no sólo de un engaño que le había obligado a proceder contra su conciencia convirtiéndose en contrabandista sino también víctima honesta de una poderosa familia de rufianes, tramposos y embusteros. Y había más desdichados como él en Tierra Firme, dos o tres mercaderes de trato, a lo menos, a los que el de Osuna sangraba y sangraría hasta el día de su muerte, que esperaba muy próxima e igualmente rentable. Sentí levantarse en mi pecho una cólera enfurecida y tuve ganas de gritar, de atravesar con mi espada al de Osuna, de correr hacia los alguaciles y entregarles a aquel bellaco de Hilario Díaz para que oyeran su historia como la habíamos oído nosotros y que el de Osuna, los Curvos y todos los que eran como ellos acabaran en los calabozos, ante la justicia, en el cadalso y en el infierno. Pero, como era notorio, con el único testimonio de aquel capataz borracho ningún juez procedería contra un familiar de los Curvos, en caso de que el tunante llegara vivo al juicio, cosa bastante improbable. Si el de Osuna, en verdad, había matado a dos hombres a sangre fría, ¿qué se le daba de matar a uno más y, por ende, sirviente suyo y cuarterón?
Toda esta rabia, tengo para mí que por ser mujer, se me disolvió al punto en lágrimas, lágrimas que, por fortuna, las tinieblas ocultaron y que ni Rodrigo ni el mentecato del capataz pudieron advertir y, tengo también para mí que, en aquel preciso momento, fue cuando empecé a forjar, muy fríamente, la idea de una debida, justa y entera venganza.
—¿Qué hacemos con éste? —me preguntó mi compadre.
—Dejémosle ir.
—¡Gracias, gracias, señor!
—¿Así, sin más? Mañana mismo mandará aviso a su amo.
—¡No diré nada! ¿Qué voy a decir, señores, que no me inculpe también a mí?
—No hablará, hermano —repuse, muy serena, limpiándome las lágrimas como si me secara el sudor—. Le va la vida en ello.
—¡Me morderé tres veces la lengua antes que decir una palabra! ¡Lo juro, señores!
—Quedaremos a merced de este borracho, hermano. Piénsalo.
—Ni siquiera ha oído nuestros nombres —le recordé, y era cosa muy cierta, pues no los habíamos mentado ni una sola vez delante de él. El problema sería que recordara haber jugado a los naipes con Rodrigo—. ¿Qué has hecho esta noche, antes de estar aquí con nosotros? —le pregunté.
—Pues... no sé —dudó, de suerte que parecía sincero—. Cené en casa, eso se me alcanza, y estuve en la taberna antes de ir al tablaje, pues con esa intención salí por haber cobrado ayer mi soldada, mas no sé si fui. Tendré que contar los maravedíes de mi faltriquera.
No nos guardaba en la memoria. Mejor para él.
—Hermano —le dije a Rodrigo—, dale tantos palos, golpes, patadas, azotes y mojicones como te venga en gana, hasta dejarlo por muerto, de cuenta que no olvide nunca esta noche ni esta conversación. Y que sepa así, por tus manos y tu fuerza, que si habla, si dice alguna vez algo de lo acaecido, vendremos a buscarle, nosotros o nuestros compadres, y que, aunque se esconda más que una lagartija, le hallaremos y le cerraremos la boca para siempre.
—¡No voy a decir nada! —sollozó el cobarde—. ¿Qué ganaría yo sino pérdidas y perjuicios? ¡Mi amo me desollaría vivo si supiera que sé las cosas que os he contado! Él está cierto de que soy necio y sandio. ¡Dejadme marchar!
Rodrigo me miraba un tanto sorprendido, no sé si porque le había dado una orden de tal guisa o porque dudaba de que fuera valedera, pero mi resoluto silencio le convenció. Con gesto cansado, se levantó y, sacudiéndose la arena de las hábiles manos, le dio tan atroz vapulamiento que, al terminar, el otro, de cierto, parecía muerto y él tenía las ropas bañadas en sudor y en sangre que no era suya.