—¿Y por qué, en lugar de envenenar la salina —pregunté, extrañada—, no la explotan los cumaneses y España se la vende a cualquier otra nación? Ganaríamos todos, pues el rey tendría sus caudales de los impuestos y los cumaneses sus buenos maravedíes.
—Vives muy engañado, Martín —me dijo Rodrigo, socarrón—. Has de saber que el rey quiere derrotar a toda costa a estos rebeldes flamencos para mantener unido su imperio, así que, además de combatirlos con ejércitos les cierra los mercados y les prohíbe comerciar con España. Sólo en esta guerra se gastan, todos los años, más de tres millones y medio de ducados
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, dineros que salen de las rentas reales y que hacen del rey un recaudador insaciable que nunca exprime bastante a sus súbditos ni tiene suficientes riquezas ni acumula demasiados préstamos de los banqueros de Europa. Por más, España abastece de hombres los Tercios y las Armadas, y no hay bastantes padres, hermanos, hijos ni parientes para proveerlos. Perderemos Flandes, Martín, puedes estar seguro, pero, en el entretanto, España volverá a arruinarse una y otra vez, como ya ha sucedido, y las oportunidades de buenos negocios, tal que éste de la salina de Araya, se extraviarán en manos de gentes más listas que nosotros. Tú dile al gobernador Suárez de Amaya que ponga a trabajar a sus gentes en la salina y te dirá que no puede porque tienen que sacar perlas de los ostrales y te dirá también que no dispone de bastantes hombres para protegerla de los piratas flamencos porque el mismo rey que le exige una gran producción perlífera para su Caja Real no le envía soldados, ni barcos, ni armas suficientes. Así pues, Martín, perderemos Flandes, perderemos la sal de Araya, perderemos el imperio y España seguirá siempre en bancarrota.
—¡Basta, Rodrigo! —la voz de mi señor padre sonó como uno de los truenos de aquella tormenta que volvíamos a tener encima—. ¡Ya te tengo dicho muchas veces antes de ahora que no quiero oír lamentos de este jaez! ¡Al trabajo! Zarpamos rumbo a Margarita. Volveremos a Cumaná en el tornaviaje.
Juro cierto que aquellos años de constante trabajo, de contrabando, de peleas con los flamencos por las armas (nunca tenían bastante tabaco), de miedo a la ley y a la justicia, de encuentros clandestinos con Benkos, de mercadeo con los plantadores, de idas y vueltas por la costa de Tierra Firme, con buen tiempo, mal tiempo, siempre temerosos de encontrarnos con los piratas ingleses, ora llevando tabaco a Moucheron, el de Middelburg, que nos hacía de intermediario con los maestres de las urcas, ora despistando a las autoridades, a los conocidos, a otros mercaderes —amigos y enemigos—, e, incluso, a los oficiales reales de las aduanas, juro cierto, digo, que aquellos años resultaron muy duros para todos, mas, pese a ello, debo confesar que también fueron, secretamente, venturosos y felicísimos para mí, pues comparándolos con los que había pasado en Toledo me sentía la más dichosa de las mujeres por disfrutar de semejante libertad y por poder vivir aquellos peligrosos lances. Mis sentimientos debían de ser muy parecidos, me decía yo, a los de los cimarrones del rey Benkos cuando huían de la esclavitud hacia la libertad de las ciénagas y las montañas.
Sin embargo, en modo alguno fue así para mi padre. Ganó muchos caudales, sin duda, pero su humor, antes amable, se tornó agrio, su carácter duro y su gallardo porte volvióse el de un anciano cansado. Madre (la señora María) temía tanto por él que le prodigaba hartos cuidados maternales, desatando su ira, ahora rauda y fácil, y provocando tumultuosas peleas de las que yo escapaba saliendo por la puerta de la cocina con Mico, el pequeño y viejo mono, que se asustaba mucho con los desaforados gritos de sus dueños.
Cada cuatro meses visitábamos a Melchor de Osuna para pagarle el obligado tercio y yo seguía prometiéndome que, algún día, salvaría a mi padre de aquel ladrón, aunque como al presente teníamos dineros, ya no nos costaba reunir los veinticinco doblones. No es que nadáramos en la abundancia, pues tampoco éramos grandes mercaderes como los hermanos Curvo, los primos de Melchor, cuya gran fama se me hizo conocida a fuerza de visitar los mercados y ciudades de Tierra Firme, mas vivíamos bien, si por vivir bien se puede considerar estar siempre preocupados por si éramos descubiertos. Al abandonar el trato de otras mercaderías y comprar sólo tabaco, pronto fue de conocimiento público que el señor Esteban se había pasado al contrabando. Teníamos el tiempo contado y lo único que importaba era retrasar el momento en el que las autoridades y los alguaciles encontraran probanzas valederas en nuestra contra o testigos dispuestos a hablar.
En Santa Marta, como era de suponer, todos los vecinos (menos el gobernador) estaban al tanto del cambio de intereses de mi señor padre, aunque era tan grande el aprecio en el que le tenían que ninguno se fue nunca de la lengua por descuido. Al ser yo considerada su hijo y, por más, apreciada en general, muchos de los del pueblo se me acercaron para decirme, enhilando frases turbadas, que a ellos nada se les daba de los negocios de mi padre y que, por lo mismo, nada sabían ni dirían. Para mantener abierta la tienda, madre puso al frente a una de sus mozas y los bienes se compraban, de tapadillo por las apariencias, a los comerciantes de trato que acudían a la mancebía.
A finales de la estación seca
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del año mil y seiscientos y uno, escapamos por los pelos del corsario inglés William Parker, que apareció en Margarita en el momento justo en que nosotros nos marchábamos con nuestro cargamento de tabaco. En la boca de la bahía, nos cruzamos con el navío Prudence, de cien toneles, seguido por el Perle, de setenta, que, por fortuna, nos ignoraron. Mi señor padre ordenó guindar todo el velamen y buscar barlovento para alejarnos prestamente de allí y, así, poder dar aviso de la presencia del corsario en nuestras aguas a todos los navíos con los que nos cruzáramos y en todas las ciudades por las que pasáramos. Lo hicimos, mas sin ninguna ganancia a lo que se vio, pues luego supimos que, siguiendo nuestra misma derrota, tras asaltar y robar en Margarita y en Cubagua, Parker había desembarcado con sus hombres en Cumaná, enfrentándose a un pequeño piquete de soldados a los que masacró, llevándose una buena cantidad de perlas. Desde Cumaná se dirigió a Cabo de la Vela, donde apresó un barco portugués con una carga de trescientos setenta negros y, al tiempo que nosotros anclábamos en Santa Marta (a la que, por fortuna, dejó en paz), él capturó Cartagena en la cual, pese a los numerosos soldados y defensas de la ciudad, apenas encontró resistencia, y allí se hizo con un cuantioso botín. De Cartagena fue a Portobelo, se apoderó de los caudales de la Caja Real y de más de diez mil ducados, y según tengo para mí, luego volvió a Inglaterra.
Pero Parker no fue el único que asoló nuestras costas aquel año. Promediando la estación lluviosa, otro británico atacó Curaçao, Aruba y El Portete. No llegamos a saber su nombre. Poco después, el corsario Simón Bourman saqueó todas las poblaciones entre Cumaná y Río de la Hacha. Menos mal que éste fue capturado por las autoridades. Y, para remate del asunto, por si no teníamos bastante con las rapiñas de los ingleses, los flamencos empezaron también a desempeñarse en negocios tan provechosos como el secuestro y el robo. Cuando mi padre, a través de Lucas, mencionó el asunto a Moucheron, que aquel día nos había invitado a visitar la salina, el de Middelburg vino a decirle, mientras se rascaba la cabeza con ahínco, que lo habían hecho holandeses de otras provincias y que con su pan se lo comiesen y lo disfrutasen, pues mientras Su Majestad les cerrase los mercados del imperio, ellos harían lo que les viniese de gusto.
Muy poco me agradaba a mí el tal Moucheron, aunque era de justicia reconocerle el buen gobierno y la organización de los trabajos de la salina. Pasándome un brazo por el hombro como si fuese mi padre o un buen amigo, nos condujo, iluminándonos con un farol, por los enormes maderos que servían de puentes sobre la extensa mina de sal, que tenía legua y media de circunferencia. Era de noche, pues de día no se podía ni estar allí ni trabajar por el ardiente calor que, a lo que dijo, mataba a los hombres. Pero, con sol o con luna, la pujanza de la sal era tan atroz que se comía el grueso y recio cuero de las botas, corroyéndoles los pies a los trabajadores, de cuenta que tenían que usar chanclos de madera que tampoco aguantaban demasiado. Moucheron nos enseñó las faenas que estaban haciendo los flamencos: unos, con picos y piquetas, golpeaban la piedra para que otros, una vez suelto el bloque, lo levantaran con la ayuda de grandes palancas de hierro acerado y lo dispusieran sobre unas chalanas que eran arrastradas hasta los puentes por cinco o seis hombres fuertes. Desde allí, con unos carros pequeños de dos ruedas tirados por caballerías, los bloques de sal eran llevados hasta la playa, a unos setecientos pasos de distancia, para ser cargados en los bateles de las urcas, en cuyas bodegas descansarían hasta llegar a Flandes y ser vendidos a muy buenos precios.
—No puedo dejar de pensar —musitó Rodrigo con rencor— que esta sal es nuestra y que nos la están robando.
—Olvida eso ahora —le replicó mi padre, también en susurros—. Que mande tropas el rey y lo resuelva. Nosotros sólo queremos armas.
Y armas tuvimos, y muy buenas. Excelentes, en verdad. Con ellas, el rey Benkos defendió sus cada vez más numerosos palenques, que ya se esparcían desde Cartagena hasta Río de la Hacha. Siempre había alguno de ellos que, según informaban los confidentes, estaba a punto de sufrir un próximo asalto y Benkos nos pedía pertrechos de continuo. Le conseguimos excelentes arcabuces de rueda de doble quijada, mosquetes con llave y mosquetes de borda con serpentín, que eran los que él más quería, además de pólvora, plomo y mecha en abundancia. El palenque más cercano a Santa Marta era uno que había fundado su hijo en la margen derecha del río Magdalena y Benkos pasaba allí, a menudo, largas temporadas, durante las cuales mi señor padre, como sólo estábamos a unas pocas horas de distancia a caballo, le hacía largas visitas. Ahora, el rey Benkos y él compartían algo muy importante: ambos huían de la justicia y sus vidas estaban marcadas por el temor a dar con sus huesos en las galeras del rey, en el mejor de los casos, o en el cadalso, en el peor. Alguna vez yo le acompañaba y disfrutaba con los bailes y las extrañas ceremonias africanas que celebraban aquellos esclavos fugados, satisfechos de poder comportarse de acuerdo a sus antiguas costumbres lejos de los malos tratos, las vejaciones y las obligaciones de una religión que no era la suya. Madre también se habituó a venir y pronto hizo buenas migas con la mujer de Benkos (una de las mujeres de Benkos, la principal, pues tenía otras), así que, cuando en la estación seca del año mil y seiscientos y dos, el entonces gobernador de Cartagena, don Jerónimo de Zuazo Casasola, organizó un numeroso ejército para asaltar los palenques de la Matuna, el rey Benkos, informado de ello, dejó al cuidado de madre a las mujeres y a los niños en el palenque de Santa Marta y se enfrentó a los hombres del gobernador en una dura batalla que duró varios días. De no haber tenido las magníficas armas que le habíamos vendido, hubieran sido derrotados pero, gracias a ellas, ni un solo cimarrón cayó en manos de los soldados, si bien, tras la victoria, se vio que las labranzas y los bajareques habían quedado destrozados y que se imponía cambiar de lugar, buscar otro más abrupto y selvático, más alejado de Cartagena. Fue entonces cuando se fundó el gran palenque de los montes de María, más al sudeste, que nunca fue conquistado.
Otro acontecimiento importante ocurrió aquel año y por aquel entonces. Cierto día, estando yo ocupada en mis lecturas, disfrutando de encontrarme en casa entre un viaje en la Chacona y el siguiente, mi padre entró en mi aposento con un papel en la mano. Venía sonriendo, cosa ya extraordinaria para entonces, y su actitud volvía a ser tan briosa como en los primeros tiempos.
—¿Qué le pasa, padre? —pregunté, devolviéndole la sonrisa.
—¿Quieres escuchar lo que dice esta carta?
—Si vuestra merced lo desea, por supuesto —repuse, sentándome bien y dejando el libro sobre mi mesa-bajel. Lo bueno de los calzones es que se podían poner los pies sobre la cama sin problema, cosa que con las enaguas y las sayas hubiera resultado muy incómodo.
Tomó asiento en la otra silla del cuarto y se caló los anteojos:
—«A treinta de mayo de mil y seiscientos y dos —empezó a leer con su vozarrón grave—. Por la presente, Esteban Nevares, hidalgo, vecino de la ciudad de Santa Marta, ubicada en la provincia de Tierra Firme, dice que suplica a Vuestra Alteza le haga la merced de mandar legitimar a un hijo suyo natural que hubo con una india arawak de Puerto Rico, soltera como él y vasalla Vuestra, para honras y oficios y para que le pueda heredar sus bienes y hacienda por no tener otros legítimos ni naturales. El hijo se llama Martín Nevares y es de dieciséis años poco más o menos y benemérito y virtuoso. Esteban Nevares lo reconoce por tal su hijo natural para que en testamento le pueda heredar y suceder y que goce de todas las otras honras, preminencias y libertades que gozan y pueden gozar los que son nacidos de legítimo matrimonio. Suplica ser oído por Vuestra Alteza y que Vuestra Alteza mande que así se haga y disponga que en ello reciba merced.»
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Alzó la mirada del papel, pasándola por encima de los anteojos, y añadió:
—El documento está firmado y rubricado por mí y por el escribano público Baltasar de la Vega, y dirigido a su Real Majestad Felipe el Tercero. Sólo es la copia que me dieron, pues el original salió en el aviso que partió de Cartagena hace dos semanas rumbo a Sevilla.
—A fe, padre... —murmuré. Tenía un nudo tan grande en la garganta que no me pasaba el aire—, que, a lo que se ve, vuestra merced está muy loco.
—No te dé pena ese cuidado —respondió él, contento—. Sólo quiero saber qué te parece.
—¿Qué me va a parecer? —sonreí, con los ojos llenos de lágrimas—. Que queréis prohijar a un tal Martín Nevares de dieciséis años que no es sino una mujer casada, por nombre Catalina Solís, de casi veinte. Por eso digo que vuestra merced está muy loco y que no hace sino locuras.
—¿Qué se le ha de dar al rey Felipe si Martín es Catalina o si Catalina es Martín? Por cualquier desgracia que me pudiera pasar —afirmó con repentina seriedad—, quiero que tú, como hijo mío, te llames Martín o te llames Catalina, cuides de María como si fuera tu propia madre, de los hombres de la Chacona y de las mozas de la mancebía, y que resuelvas todo lo que quede por poner en ejecución. Quiero que los mantengas unidos, que les procures prosperidad y ventura, y todo esto, si no tienes documentos de legitimidad, no podrás llevarlo a cabo. Ya sabes que, cuando yo muera, Melchor de Osuna se quedará con la casa, la tienda y la nao. Obligación tuya será hacerte cargo de nuestras gentes y sacarlas adelante como si fueras yo. Éste es mi trato, ¿lo aceptas o no? Acéptalo, muchacho, o te tiro por la ventana.