Tierra Firme (5 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Novela, Aventuras

BOOK: Tierra Firme
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El negrito volvió a tomar la carrera y se internó entre los árboles por el sendero que yo misma, con mis muchas idas y venidas durante un año y medio, había abierto en la espesura. Sin duda, esa entrada había sido lo que me había delatado a mis dos captores mulatos y, ahora, aquel viejo hidalgo listo como el demonio había descubierto mi auténtica condición de mujer. Estaba perdida. A no mucho tardar, aquellos marineros violentarían mi honra para satisfacer sus deseos.

—Hablad —me ordenó el maestre, tomando asiento de nuevo y sacando una fina pipa de arcilla de un costal que tenía junto a sí. Su porte y sus modales delataban buena cuna y buena educación. No parecía muy apropiado que alguien de su clase trabajara de mercader.

—Sepa vuestra merced, señor Esteban, que no mentí —empecé a decir—, que todo lo que conté era cierto, salvo por el detalle de que mi nombre no es Martín sino Catalina. Martín era mi hermano menor, que murió en el asalto pirata. Mis padres son quienes dije y también mi ciudad. Nuestra ama me vistió con las ropas de mi hermano para ponerme a salvo de los ultrajes de los piratas.

—Buen pensamiento —murmuró, poniendo con mucha calma un manojito de hebras de tabaco en la cazoleta de la pipa—. Y, decid... ¿cuál era el motivo de vuestro viaje a estas nuevas tierras? ¿Algún familiar os propuso acogimiento tras la muerte de vuestros padres?

—Así fue, señor —asentí—. Tengo un tío, hermano de mi madre, en una isla llamada Margarita. Nadie más quiso darnos auxilio cuando mi padre murió en los calabozos de la Inquisición de Toledo.

El maestre dio un respingo en su silla.

—¿Qué decís? —inquirió, nervioso.

—Es una historia muy triste —me lamenté—. Alguien, no supimos nunca quién, denunció a mi padre ante la Inquisición por falta de respeto al sacramento del matrimonio. Ya sabéis que la Iglesia anda muy vigilante últimamente tanto de las herejías extranjeras como de las costumbres morales del pueblo. Mi padre no fue el único cristiano viejo a quien se encerró en los calabozos por fornicar fuera del matrimonio. Eran muchos los nombres que aparecían en las listas de condenados.

—Sí, tenéis razón. Por suerte, aquí las cosas no están tan mal como allí —dijo, levantándose de la silla y acercándose hasta la hoguera de la playa para darle fuego a su pipa. Luego, regresó echando un humo menudo por la nariz y la boca—. La Inquisición no ha entrado aún con fuerza en estas tierras, aunque no por falta de ganas, sin duda.

—Pues mejor para vuestras mercedes, porque no tienen compasión. Cuando mi señor padre afirmó, durante el juicio, que la simple fornicación, matrimonial o no, era lícita, los inquisidores redoblaron su interés por él y descubrieron que no conocía el Credo ni otras oraciones primordiales de la Iglesia, así que ordenaron registrar nuestra casa y hallaron, entre más de veinte cuerpos de libros grandes y pequeños, algunos de los prohibidos por el Índice de Quiroga de mil y quinientos y ochenta y cuatro.

—Buenos conocimientos tenéis —afirmó, tomando asiento de nuevo.

—Sólo en lo que me atañe, como es el caso de mi padre. No sé leer ni escribir, pero poseo muy buena memoria para lo que me interesa.

—Y, ¿qué libros encontraron?, ¿lo sabéis?

—Sólo recuerdo uno de ellos pues, como os he dicho, señor, yo no sé leer. Se titulaba, si no me viene mal el nombre a la cabeza, La vida de Lazarillo de Tormes o algo así.

—¡Buen libro, a fe mía! —exclamó el maestre sin poder contenerse. Le miré atónita.

—¿Acaso lo habéis leído? La pena, señor, es de excomunión.

—¿Y qué le ocurrió después a vuestro padre? —demandó a su vez, esquivando mi pregunta.

—Enfermó de unas fiebres tercianas y murió. Quedamos en la ruina. Todos nuestros bienes fueron embargados y hasta la casa que teníamos nos fue arrebatada, el taller cerrado y las espadas vendidas al mejor postor. Mi madre pidió ayuda a nuestros deudos y amigos, y también a sus parientes de Segovia, pero nadie quiso mancillarse acogiendo a una familia señalada por la Inquisición. Ya sabéis cómo son las cosas.

—Demasiado que lo sé —repuso cambiando de postura en la silla—. ¿Y qué le ocurrió a vuestra madre?

—No lo conocemos a ciertas, señor. —Hacía tanto tiempo que no hablaba de aquella manera que empezaba a dolerme la garganta y no sólo por la abundancia de palabras sino también por la congoja que me producían los recuerdos—. Se fue trastornando desde la muerte de mi padre. Fuimos a vivir a un cuarto miserable que nos arrendó el Gremio de Espaderos de Toledo cerca de la plaza de Zocodover. Nadie nos hablaba, ni siquiera nos saludaban por la calle, y los maravedíes se iban agotando en la bolsa. Tengo para mí que no pudo más, que se le torció el seso por la agonía y la pena y que por eso se tiró al río. Las deudas nos ahogaban porque el ama Dorotea se desvivía por traer comida a casa todos los días, aunque fuera de fiado.

El maestre se revolvía en la silla cada vez más nervioso y la fina pipa de arcilla pasaba de una mano a otra sin descanso, como si la cazoleta le quemara. Acaso no le gustaba lo que estaba oyendo mas, entonces, ¿a qué preguntaba? Que dejara de indagar en mi vida.

—Y, en aquellas tristes circunstancias —continuó—, apareció vuestro tío y os salvó.

—No, no fue exactamente así.

—¿Habéis dicho que vuestra madre se llamaba Jerónima Pascual?

—Precisamente.

—¿Y decís que tenía un hermano en la isla Margarita?

—Mi señor tío Hernando, así es.

—¡Hernando Pascual, el segoviano! —exclamó con alegría. A mí, el corazón me dio un vuelco en el pecho. ¿Conocía a mi tío? ¿Iba a llevarme con él?—. Ha muchos años que tengo negocios con el segoviano y con su compadre, Pedro Rodríguez. ¡Buena gente los dos! Ambos regentan una latonería en Margarita y venden excelentes productos.

En ésas, el negro Juanillo, que había subido hasta mi casa para traer mis documentos, apareció en la playa a todo correr agitando en la mano el canuto de hojalata.

—Espero que no me hayáis mentido, muchacha —murmuró el maestre levantándose y caminando hacia Juanillo, que llegaba sin resuello.

—¿Era esto lo que queríais, maestre? —preguntó entrecortadamente.

—Esto era. Gracias. Vuelve al trabajo.

El señor Esteban abrió el canutillo y desplegó mis documentos mientras regresaba a su asiento. Nuestra larga charla no dejaba de sorprender a los marineros que, de vez en cuando, nos echaban una mirada desde lejos. Los vi interrogar a Juanillo en cuanto éste se les allegó.

—Bien, bien... —iba diciendo el señor Esteban mientras repasaba los papeles, mas, al punto, su cara cambió. Le vi sacar de nuevo los anteojos de la faltriquera y calzárselos apresuradamente mientras torcía la boca con un gesto que no me gustó nada. ¿Habría encontrado mi partida de matrimonio? Y, si así era, ¿qué podía molestarle de ella si conocía a mi señor tío y era el nombre del hijo de su socio el que aparecía junto al mío en aquel documento eclesiástico?

—¡Os han casado con Domingo Rodríguez! —exclamó.

—Por poderes, sí, señor —asentí—. Contrajimos matrimonio en el verano previo al viaje, unas semanas después de la muerte de mi madre. Fue la condición que puso mi señor tío para enviarnos caudales y acoger a la familia en su casa de Margarita.

Pero el maestre no me oía. Había comenzado a soltar una ristra interminable de denuestos y oprobios como no los había oído yo ni de boca de los marineros de la galera, que eran gentes más bien zafias. Sus gritos y maldiciones atrajeron a los hombres que, sin soltar las antorchas, echaron a correr hacia el toldo. El señor Esteban, al verlos, se calmó de golpe y, con un gesto de la mano, los detuvo y los hizo volver al trabajo mas, cuando se giró para mirarme a mí, había tal ferocidad en sus ojos que me sentí examinada por el mismísimo Lucifer.

—¿Sabéis lo que os han hecho, mi niña? ¿Sabéis lo que os han hecho? —repitió muchas veces. Empecé a asustarme de verdad.

—¡Hablad, señor! —le supliqué.

Sin que reparara en ello, sus pasos habían abierto un profundo surco en la arena a mi alrededor.

—Domingo era un chiquillo sano y normal —empezó a relatar con lástima, deteniendo el paso—. Aún lo recuerdo corriendo por la calle de la latonería. Ayudaba a su padre en todo hasta que, a los diez años, una mula le dio una coz en la cabeza que casi le quitó la vida y, desde luego, le quitó todo el seso. Desde aquel desgraciado día, Domingo ni habla ni piensa, sólo babea, se ensucia encima y persigue a las mujeres desde que alcanzó la mocedad. Su cuerpo se corresponde con el de un hombre adulto pero su mente, señora, es la de un recién nacido.

Estaba tan confundida que no podía pronunciar ni una sola palabra.

—En alguno de mis viajes a Margarita he oído decir a Pedro Rodríguez —siguió contando— que no le importaría meter en el lecho de su único hijo a una india, una negra o, incluso, a una cantonera
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, con tal de tener un nieto sano que pudiera heredar su parte del negocio. El problema es que no hay mujer ni negra, ni india, ni cantonera que quiera yacer con ese joven babeante, rijoso y sucio al que le falta un ojo y media cabeza, y lo digo en el sentido más preciso del término, pues la coz se la rompió en tantos pedazos que sólo con algunos pudo el cirujano recomponérsela. Su padre lo tiene encerrado bajo llave para que no ultraje a todas las jóvenes de Margarita y porque, a veces, se pone muy violento.

El sudor me corría a chorros por el cuerpo y no era por el calor habitual de mi isla. El pánico me atenazaba. ¿Aquel desgraciado era mi marido? Pero, ¿en qué pensaba mi señor tío cuando me entregó traicioneramente a ese enfermo más digno de lástima que del respeto debido a un esposo? Debió de creer, el muy canalla, que me valdría aquello de «Cásame en hora mala, que más vale algo que no nada».

—Lo que yo veo —terminó diciendo el maestre de muy mal humor— no es sino que os adquirieron con malas artes para que engendrarais al nieto de Pedro Rodríguez. Mejor vos que una negra, una india o una cantonera.

Y empezó a soltar otra sarta de improperios e insultos contra aquellos dos compadres margariteños que me habían hecho una desgraciada para el resto de mi vida. Con todo lo que me lamenté al principio, ahora entendía por qué mi buena ventura me había hecho recalar en aquella isla. Y en ella me quedaría mil veces antes que culminar mi viaje.

—Dejadme aquí, señor —le pedí al maestre—. No me obliguéis a afrontar tan aciago destino. Os suplico que guardéis el secreto de mi presencia en esta isla y que, cuando acabéis los trabajos en vuestra nave, os marchéis en paz. Sabré cuidar de mí misma como lo he venido haciendo hasta ahora.

El señor Esteban se dejó caer, abatido y enfadado, en su elegante silla de manos.

—¡Callad, señora! —me ordenó—. Dejad que piense.

—¿Puedo, mientras pensáis, y dado que ya pasó el mediodía, preparar algo para comer? —No sé por qué, pero, a pesar de los infortunios, tenía hambre.

—¡No! —gritó sin moverse.

Y, sin moverme yo tampoco, allí me quedé, sentada en la arena, mirando cómo los hombres del maestre iban dejando sus teas en la hoguera y sacando de los zurrones unos grandes cepillos de carpintería que afilaron con piedras de amolar mientras cantaban madrigales, coplas y malagueñas con gran regocijo. Pese a sus bruscos modales y a sus malos tratos, se veía que eran gentes alegres y bienintencionadas que disfrutaban de la vida. Quizá, me dije, la buena ventura siguiera estando de mi parte, haciéndome caer en manos de quien tenía la solución a mis problemas.

—Ya sé lo que haremos, señora —dijo de repente el maestre, exhalando una gran nube de humo. La Inquisición se había manifestado recientemente contra el tabaco pero de nada parecían servir sus invectivas frente al empeño de los devotos a esta reciente costumbre—. Guardad bien el canuto con vuestros documentos. No volveréis a ser Catalina Solís. Olvidaos de ella. Tierra Firme es una inmensa extensión de costa, un lugar gigantesco en medidas pero muy parco en gentes. Por eso, aquí todos nos conocemos aunque las ciudades y los pueblos se hallan muy distanciados unos de otros. Si Catalina Solís reapareciera viva y entera, vuestro tío y vuestro señor suegro os reclamarían inmediatamente y no podríais escapar de la fatalidad que os han procurado. Vos misma habéis mencionado el hecho de que, desde Trento
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, la Iglesia está muy preocupada por las costumbres morales del pueblo. Por muy sandio que sea Domingo Rodríguez, a los ojos de la Iglesia es vuestro esposo, de modo que estáis obligada a serle fiel y a yacer con él para concebir un hijo, pues éste es el fin del sacramento matrimonial y, sin duda, el joven es perfectamente capaz de procrear. Tampoco podéis aparecer como Martín Solís porque, del mismo modo, la noticia llegaría a oídos de vuestro señor tío y os reclamaría como único pariente vivo, puesto que Martín aún sería menor, ¿no es cierto?

—Dos años y unos meses nos llevábamos mi hermano y yo —repuse con pena—, así que ahora él habría cumplido quince.

—Lo que yo decía —se reafirmó—. Así que tampoco podéis ser Martín Solís.

—Os repito, señor, que me dejéis en mi isla, que aquí vivo feliz y satisfecha desde que arribé y que aquí puedo seguir todo el tiempo que haga falta.

—¡No digáis más necedades, mujer! —me espetó bruscamente—. ¿Cómo vais a quedaros en un pequeño islote de Barlovento a merced de la suerte? ¿Es que no veis que estas aguas están infestadas de piratas ingleses y holandeses que, antes o después, terminarán arribando a vuestras costas como lo he hecho yo? Vuestro islote, señora, no es desconocido a los mareantes, españoles o extranjeros. Esta rada de aguas tranquilas es magnífica para los trabajos de mantenimiento de los barcos y los piratas siempre andan a la búsqueda de lugares como éste para carenar sus naves y para hacer aguada, acopiar leña y distribuir su botín, pues no siempre pueden o quieren llevarlo todo de vuelta a sus países de origen por si los cambios en las leyes o en las guerras alteraran su fortuna. Pensad que no les está permitido atracar en los puertos normales porque serían apresados y ahorcados inmediatamente. Se conducen, pues, como abejas que pican de flor en flor; para ellos, es mucho más seguro disponer sus tesoros en pequeños lotes por estas islas (o por otras como éstas, que muchas hay por todo el Caribe), que llevarlos encima en sus tornaviajes, arriesgándose a topar con un galeón militar español. ¿Lo entendéis? El día menos pensado, podéis caer en manos de piratas o corsarios que os usarán y después os matarán.

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