¿Me estaba volviendo loca? Llevaba un año sin escuchar música y, desde luego, era lo último que pensaba oír. Un laúd y un pífano acompañaban al cantante:
Quiero más por vos tristura
siendo vuestro sin mudanza
que placer sin esperanza
de enamorada ventura.
No tengáis la fe perdida,
pues la tengo yo tan fuerte
que por vos quiero la muerte
más que no sin vos la vida.
8
Paralizada por la impresión, no me había dado cuenta de que la gran nao, que ocupaba poco más o menos todo el ancho de mi arrecife, había comenzado a torcerse hacia un lado por falta de sostén: al comenzar el reflujo de la marea, la nave había quedado apoyada sobre el fondo y se ladeaba peligrosamente hacia uno de sus costados, a pesar de lo cual a aquellos hombres no parecía preocuparles lo que estaba sucediendo. Seguían cantando y tocando como si se encontraran en alguna alegre fiesta campestre.
Por fin, entre crujidos de cuadernas y sacudidas de mástiles, la nave quedó totalmente varada, tumbada sobre su lado de estribor. Yo no daba crédito a lo que veía (además del que ya no daba a lo que oía) pero, entonces, con el último chirrido de la madera, la música se detuvo. Salvo el maestre, todos los hombres abandonaron el cobertizo, se dispersaron por la playa y entraron también en el bosque, del que salieron con maderos y yesca que reunieron para preparar una gran hoguera en la arena, cerca de la nave. ¡Qué poco les costó esta tarea! Como eran tantos, en un santiamén tenían lista la pira y sólo tuvieron que acercar la mecha de un arcabuz para ver cómo las llamas se elevaban hacia el cielo. Al punto, fabricaron una tea para cada uno y, con ellas en la mano, se acercaron al casco del barco y empezaron a pasar el fuego sobre él como si lo estuvieran pintando con mucho detenimiento. Los grumetes, al ser pequeños aún, se encargaban de la parte baja de las tablazones, pero no por ello trabajaban menos. Algo chamuscaban, aunque no sabía bien qué.
En esta tarea se demoraron mucho tiempo, tanto que, de puro aburrimiento, me estaba quedando dormida. Sólo la música que salía del cobertizo, un suave y melancólico tañer de cuerdas de laúd, me mantenía despierta, pues ejercía sobre mí, después de un año sin oír nada semejante, el efecto de un encantamiento. Me mantenía quieta y en silencio, con los ojos cerrados, sudando a mares por culpa de la mucha ropa que llevaba puesta, pero contenta y tranquila por la música. Pensaba que acaso no eran piratas sino mercaderes porque habían estado cantando en castellano y más que venir a mi isla a esconder tesoros parecía, antes bien, que necesitaban reparar su nave o poner en ejecución algún trabajo de ella.
Y, andando en éstas, mientras empezaba a considerar miedosamente si debía bajar a la playa y hacer acto de presencia ante unos posibles salvadores que quizá fueran tan amables de llevarme hasta algún lugar civilizado, una zarpa de hierro me sujetó con violencia por el cuello de la casaca y tiró de mí hacia arriba, incorporándome sin miramientos y arrancándome de la mano, al mismo tiempo, la espada que sujetaba. Solté un alarido y empecé a dar puñetazos y patadas a diestro y siniestro, sin encontrar otra cosa que el aire al extremo de mis golpes. Toda mi fuerza, que era mucha a esas alturas, no me servía de nada.
—¿Quién sois vos? —me preguntó, en castellano, una voz amenazadora a mi espalda. No podía girarme ni ver la cara de mis atacantes. El que me sujetaba por el cuello había pasado a inmovilizarme los brazos y a bajarme la cabeza hacia el suelo con brutalidad. Decidí que no hablaría. No estaba dispuesta a colaborar con el enemigo. Si lo que deseaban era matarme, que lo hicieran. Tanto me daba.
—¿No vais a decir vuestra gracia, patria y linaje, señor? —insistió la voz. Tenía un acento raro, como de extranjero naturalizado.
Me obstiné en seguir callada. Ni siquiera caí en la cuenta, por los nervios, de que me habían tomado por un hombre y no por la mujer que era.
—No hablará —dijo otra voz
—Pues llevémoslo con el maestre. Será un pirata inglés abandonado en esta isla por sus compadres.
—¡No soy un pirata inglés! —grité, intentando zafarme de nuevo de las garras que me apresaban.
Tras unos segundos de silencio, me levantaron la cabeza tirando del corto cabello. Había dos hombres. Uno sujetándome, al que no veía, y otro frente a mí, un mulato de cuerpo recio y grande, que me examinaba con atención.
—¿Sois español? —preguntó, sorprendido. Tenía los ojos grandes y enrojecidos.
—¡Sí, así que suéltame si no quieres ser castigado! —Los negros y los moros, por su calidad de esclavos (eran pocos los de condición libre, al menos en España), no podían tratar a un cristiano y, por más, mujer y dueña, de aquella manera. ¿Mujer y dueña...? Mejor haría callándome, me dije, y que siguieran creyendo que era un hombre.
—¿Castigado por quién, señor? —preguntó, en broma, el que me sujetaba que, ahora, empezaba a aflojar la presión.
—¡Por vuestro amo! —grité, enfadada al ver que no me soltaban. No sabía si mi captor era también mulato, negro, moro, indio o blanco, pero di por sentado que, puesto que andaba con mulatos, mulato debía de ser.
—Mi amigo Antón y yo no tenemos amo, señor —replicó, empujándome hacia adelante para obligarme a caminar colina abajo—. Somos hombres libres y trabajamos para un maestre hidalgo que nos trata como a personas de bien. Así que, señor... —me golpeó con su rodilla en una pierna, haciéndome perder pie—, cuidad el lenguaje si no queréis lamentar vuestras palabras.
El resto del camino hasta la playa fue un accidentado descenso a empellones, envites y zancadillas. Aquellos dos eran mala gente y se aprovechaban de la situación. Quizá no fueran piratas, pero se comportaban como tales y, por ello, merecían todo mi desprecio.
A no mucho tardar me encontré frente al maestre, bajo el cobertizo, que estaba entretenido tañendo un bonito laúd. No se dignó levantar la cabeza cuando los dos brutos me tiraron de golpe sobre la arena, a sus pies.
—Mirad lo que hemos encontrado en el monte, señor Esteban —dijo uno.
El maestre pareció prestarme atención al fin y dejó a un lado el instrumento. Era un anciano de edad considerable, cercano a los sesenta años y me sorprendió mucho no sólo que un hombre tan mayor aún estuviera vivo, sino que, además, se dedicara a marear por aquellos océanos como si fuera joven. Se había quitado el ropón escarlata y el chambergo negro y aparecía ataviado con una elegante camisa bermeja, unas ceñidas calzas tostadas y botas de cuero.
—¡Por mis barbas que habéis hecho buena caza! —soltó echándose a reír y supe que era el dueño de aquella voz grave que había estado cantando villancicos toda la mañana—. ¿Es cristiano?
—Eso dice.
—¿Y español?
—Así lo afirma, señor.
—Pues bien, hijo —añadió, dirigiéndose a mí—, dame cuenta de quién eres, cuál es tu gracia y tu linaje.
—Ni soy vuestro hijo ni os daré a conocer nada —repuse, enfadada, procurando que mi voz sonara viril. El trato que había recibido de sus dos hombres me había ofendido profundamente.
—Está bien, está bien... —musitó, aplacando las risas—. Eres aún muy joven, sin duda. ¿Podrías decirme, a lo menos, cómo has venido a dar a esta isla?
—No —rechacé, bajando la mirada sin apercibirme, pues es obligación que las doncellas recatadas miren al suelo cuando hablan con un hombre—. No os diré nada sin antes saber quién sois vos y qué hacéis aquí.
Mis dos captores, que permanecían de pie a mis espaldas, se rieron con gusto.
—¿Así que tú me exiges a mí que yo me presente? —me interpeló el maestre, inclinándose en la silla para poner sus ojos muy cerca de los míos. Aquello me desconcertó. Era un caballero muy extraño y no sólo por su avanzada edad: a pesar de que había exclamado «por mis barbas», no tenía ni un solo pelo en las mejillas ni el mentón, su nariz y sus ojos eran pequeños y afilados y su piel era del color de un dátil maduro. Si aquel viejo era un hidalgo español, yo era el jovenzuelo por el que me estaban tomando—. Sea, muchacho. No tengo inconveniente en darte cuenta de lo que pides. Mi nombre es Esteban Nevares, hijo de Gaspar de Nevares, que llegó a las Indias acompañando a don Cristóbal Colón en su cuarto y último viaje. Soy, por lo tanto, español criollo, es decir, súbdito de Su Real Majestad Felipe el Tercero, nacido en estas tierras del imperio, y soy hijodalgo de posesión y propiedad por el linaje de mi padre, que procede de los montes de León, donde se halla la mejor nobleza castellana. Me precio de ser, por más, el maestre de este hermoso jabeque, la Chacona, que estamos carenando en las aguas someras de esta rada a la que acudimos cuando pasamos por aquí para mercadear en los puertos españoles de las islas y del continente, en esta nuestra patria de Tierra Firme. Soy, como ya habrás supuesto, un honrado comerciante de trato que compra y vende sus abastos por todo el Caribe y tengo, además, tienda pública como mercader en el hermoso villorrio de Santa Marta.
No había entendido nada de lo que había declarado el anciano, excepto que era hidalgo y comerciante, cosas ambas de difícil combinación, a lo menos en España, donde la mayoría de los hidalgos se cuidaba mucho de ejercer algún oficio de los considerados viles, los que podían menoscabar la honra.
—Y, ahora, dime, hijo... ¿cuánto tiempo llevas aquí? —me preguntó.
—Salimos de Sevilla en octubre de mil y quinientos y noventa y ocho —expliqué—, a bordo de una galera que formaba parte de la flota del general Sancho Pardo, y nuestra nave fue atacada por piratas ingleses un mes después, a la altura de las islas de Barlovento.
El maestre asentía mientras me escuchaba y, por lo que se dejaba adivinar en su cara, estaba haciendo sus propias cuentas del tiempo transcurrido.
—¿En qué día, mes y año estamos, señor? —quise saber, sin levantar los ojos de la arena
—Bueno, muchacho... —murmuró arqueando las cejas—, estamos a once días del mes de febrero del año mil y seiscientos.
¡Casi cuatro meses más de lo que yo había calculado! A lo que parecía, mis marcas diarias en el árbol no habían sido todo lo diarias que yo creía. Así que, en realidad, ya tenía diecisiete años y medio. Era una mujer hecha y derecha, además de casada, y aquellos hombres me tomaban por un muchacho malcontento perdido en una isla. Y sólo por llevar puestas las ropas de Martín.
—Ahora, si te place —siguió diciendo el maestre con gentileza—, ¿serías tan amable de decirme tu gracia y tu linaje?
Me quedé en suspenso, sin saber qué hacer. ¿Qué le respondía, que era Catalina o que era Martín? Mi honra podía verse mancillada en aquel mismo momento si me daba a conocer como mujer, pues era bien sabido que los marineros que permanecían hacinados durante mucho tiempo en el mar no respetaban ni a viudas ni a ancianas.
—Me llamo Martín Solís, hijo legítimo de Pedro Solís, el espadero más famoso de Toledo, y de su esposa, Jerónima Pascual, muertos ambos antes de emprender mi viaje hacia las Indias. Soy natural de la villa mentada y llegué a esta isla a bordo de una miserable embarcación con la que conseguí escapar de mi galera durante el ataque pirata.
La cara del maestre se había ido ensombreciendo mientras yo hablaba y, al quedarme callada, su rostro mostraba un gesto de furia contenida que yo, temerosa, no acertaba a explicarme.
—¡Mientes, rufián! —vociferó poniéndose en pie y golpeándose las botas con la vaina de su espada—. Te he tratado con benevolencia y tú me respondes con embustes y dobleces. No sé quién eres pero, desde luego, mientes —y, diciendo esto, me sujetó la cara por la barbilla levantándola hacia él—. ¿Dónde está el vello de tu rostro, muchacho?, pues, aparte de un poco en las sienes y algo más entre las cejas, careces de él. ¿No te parece extraño? Tu cabello es negro y lacio como el de los indios, y tu tez morena, jovenzuelo, indica claramente que eres mestizo, coyote o cuarterón
9
.Tampoco dice mucho en tu favor que, siendo varón, huyeras de tu galera durante un ataque pirata en lugar de luchar para defenderla, por niño que fueras, pues sólo las mujeres quedan libres de esta obligación. Cierto es que, a finales de mil y quinientos y noventa y ocho, arribó a Tierra Firme la flota de Los Galeones al mando del general Sancho Pardo, pero eso no confirma que tú viajaras en ella. Cierto también que, en esas fechas, navegaba por estas aguas de Barlovento el patache John of London, del capitán corsario Charles Leigh y que hubo asaltos a naves rezagadas de Los Galeones. —Se agachó con agilidad para recoger del suelo mi espada ropera y mi daga y las examinó cuidadosamente—. Cierto, asimismo —siguió diciendo—, que estas hermosas armas llevan una O sobre una T en el interior del escudete, lo que asegura que proceden de Toledo y que, en los canales de las hojas, aparece el nombre de... —alejó el acero de sus ojos todo lo que le daba de sí el brazo pero, como ni de este modo veía, sacó unos anteojos de su faltriquera y se los ajustó en la nariz—, el nombre de un forjador llamado Pedro Solís.
Se quitó las lentes y volvió a examinarme con atención. Le vi poner un gesto suspicaz en la cara y reflexionar hondamente mientras daba vueltas a mi alrededor.
—Antón, Miguel —ordenó de pronto—. Regresad a las faenas del barco.
—¿Os dejamos a solas con él, señor Esteban? —se extrañó uno de ellos.
—Tranquilos. No corro ningún peligro. Id.
Los hombres se alejaron por la playa en dirección a sus compañeros, que seguían pasando el fuego por el casco del jabeque.
—Muy bien, señora... —me soltó de repente el maestre con su voz grave, hincando una rodilla en la arena delante de mí—. ¿Vais a contarme ahora la verdad?
Me quedé de una pieza. ¿Cómo había sabido aquel anciano que yo era una mujer?
—¿Tenéis documentos? —solicitó.
—Arriba... En la cima del monte... —balbucí—. En mi casa. En un canuto de hojalata.
El maestre se incorporó. Puso las manos alrededor de la boca, a modo de bocina, y gritó:
—¡Juanillo! ¡Ven!
Un niño de unos siete u ocho años, negro como la noche, echó a correr hacia nosotros, tirando su tea, al pasar, sobre los maderos de la hoguera.
—¿Qué desea vuestra merced, maestre? —preguntó frenando en seco junto a mí, salpicándome de arena.
—Súbete a lo más alto del monte y encuentra la casa de este nuestro huésped. Entra en ella y busca un canuto de hojalata como los que se usan para guardar documentos. Tráemelo presto.