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Authors: Martin Gardner

Tags: #Ciencia, Ensayo

¿Tení­an Ombligo Adan y Eva? (41 page)

BOOK: ¿Tení­an Ombligo Adan y Eva?
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Addendum

Encontrar el 666 en los nombres de personas famosas es un pasatiempo numérico que ha obsesionado a los numerólogos desde que se escribió el Libro de la Revelación. Con paciencia e ingenio, no es difícil sacar el número 666 del nombre de casi cualquier persona. Por ejemplo, utilizando el código bíblico de Blevins, he descubierto que las palabras sun, moon y Pat J. Buchanan suman 666 cada una. El mismo código da 666 si se aplica a Hal Lindsey B; la B, naturalmente, es la inicial de Bestia.

Mi candidato favorito a Anticristo es Jesse Ventura, ex bestia de la lucha libre y ahora gobernador de Minnesota. Apliquen el código de Blevins a J. Ventura. ¡Bingo! 666.

Las palabras Satán y Beast (Bestia) tienen cinco letras cada una. Así que utilicemos el código de Blevins siendo A = 5, B = 6, y así sucesivamente. Aplicándolo a Blevins, el código da 666.

¿Será posible que Charlton Heston, principal portavoz del lobby de las armas, esté preparando a las fuerzas del mal para la batalla del
Armagedon
? Heston tiene seis letras. Si aplicamos al abecedario los valores A = 6, B = 7, y así sucesivamente, y después aplicamos la técnica de Blevins de multiplicar cada valor por seis, Heston suma 666.

Esforzándome un poco más, encontré una manera de colocarle el 666 a Jerry Falwell. Se numera el alfabeto empezando por el final, con Z = O, Y = 1, X = 2, y así sucesivamente. A esto lo llamo el Código del Diablo. Tómense los valores de las letras de Falwell, multipliqúese cada uno por 6, súmese todo, y se obtiene 666. El Código del Diablo también convierte a Billy Graham en el Anticristo si su nombre se escribe como W. Graham.

¿Podría el presidente Clinton ser el Anticristo? Súmense los valores de posición normales de W. J. C, las iniciales de William Jefferson Clinton, y se obtiene 36. La suma de todos los números del 1 al 36 es 666. No pude sacar nada de Castro, pero el mismo procedimiento da 36 si se suman los valores de posición de Fidel.

X. LA ÚLTIMA PALABRA
28. La ciencia y lo incognoscible

¡La existencia, el ridículo milagro de la existencia! ¿A quién, al abrirse el día, no le ha parecido nunca el mundo una visión increíble? ¿Y a quién las estrellas sobre su cabeza, y la mano y la voz que tiene tan cerca, no le han parecido nunca indeciblemente maravillosas, totalmente por encima del entendimiento? No conozco ningún gran pensador de ningún país o época que no considere que la existencia es el misterio de todos los misterios.

JOHN ARCHIBALD WHEELER

Uno de los conflictos fundamentales de la filosofía, tal vez el más fundamental, es el que se da entre los que creen que el universo abierto a nuestra percepción y exploración es todo lo que hay, y los que consideran que el universo que conocemos es una parte sumamente pequeña de una realidad inconcebiblemente más vasta. Estas dos posturas son las que adoptaron aquellos dos gigantes de la antigua filosofía griega, Aristóteles y Platón. Platón, en su famosa alegoría de la caverna, comparaba el mundo que experimentamos con las sombras en la pared de una caverna. Convirtiendo esto en una metáfora matemática, nuestro universo es como una proyección en un espacio tridimensional de una realidad mucho mayor que existe en un espacio-tiempo superior.

Para Aristóteles, el universo que vemos, aunque algunas de sus partes están más allá de la comprensión humana, lo es todo. Es un cosmos en estado estacionario, autogenerado, sin principio ni fin.

No existe ningún reino platónico de realidades y deidades trascendentes. Platón sucumbió a lo que Paul Kurtz llama «la tentación trascendental». Aristóteles consiguió evitarlo.

En los últimos años, los cosmólogos han difuminado la distinción entre el universo que conocemos y las regiones trascendentes, proponiendo un «multiverso» en el que una infinidad de universos surgen a la existencia en otras tantas explosiones, cada uno con un conjunto exclusivo de leyes y constantes. Ésta es una manera de defender el principio antrópico contra el argumento de que la precisa afinación del universo es prueba de la existencia de un diseñador. Sabemos que si alguna de las aproximadamente doce constantes se alterara en una minúscula fracción, no sería posible que se formaran estrellas y planetas, y mucho menos que evolucionara la vida. El argumento contrario: si existe una infinidad de universos, cada uno con un conjunto de constantes no planeado, fruto del azar, es evidente que debemos existir sólo en un universo con constantes que permitan evolucionar la vida.

El concepto del multiverso, sin embargo, está bastante lejos de la trascendencia platónica. Los otros universos no se diferencian del nuestro en ningún aspecto fundamental. Todos surgen en respuesta a fluctuaciones al azar de las mismas leyes de mecánica cuántica, y sólo varían en la manera accidental en que el Big Bang crea leyes. Todavía no hay necesidad de saltar desde una naturaleza sin dios a las regiones trascendentales que de algún modo se extienden más allá del multiverso.

Unos cuantos cosmólogos y filósofos extravagantes han ido mucho más lejos. Conjeturan que todos los universos posibles existen, siempre que se basen en conjuntos de leyes no contradictorias. En la interpretación multimundial de la mecánica cuántica, el universo se está fraccionando constantemente en mundos paralelos, pero todos estos incontables mundos obedecen las mismas leyes. El multiuniverso de todos los mundos posibles es un conjunto mucho mayor, obviamente infinito porque el número de posibilidades lógicas es infinito. La mayoría de los físicos no acepta esta postura, porque constituye la violación más extrema que se pueda imaginar de la navaja de Occam. El concepto de Leibniz, que suponía la existencia de un Creador que repasó todos los mundos lógicamente posibles y después seleccionó el que consideró más deseable, es sin duda una conjetura incomparablemente más simple.

Ahora se plantea otra cuestión. A medida que la ciencia avanza constantemente en su conocimiento de la naturaleza, sin alcanzar nunca la certeza absoluta pero acercándose cada vez más y más a la comprensión de la naturaleza, ¿acabará por descubrirlo todo? Hay que tener cuidado al definir lo que entendemos por «todo». En un sentido trivial, la humanidad nunca podrá saber todo lo que se puede saber. Nunca sabremos cuántos pelos había en la cabeza de Platón cuando murió, ni si Jesús estornudó mientras pronunciaba el Sermón de la Montaña. Nunca conoceremos todos los dígitos decimales de pi, ni todos los teoremas posibles de la geometría. Ni siquiera llegaremos a conocer todos los posibles teoremas referentes a los triángulos. Nunca conoceremos todas las melodías posibles, ni todos los poemas, novelas, cuadros, chistes o trucos de magia, porque las combinaciones posibles son ilimitadas. Además, tal como nos enseñó Kurt Godel, todo sistema matemático lo bastante complejo como para incluir la aritmética contiene teoremas que no se puede demostrar si son ciertos o falsos por medio del sistema. Todavía no se sabe si la incompletitud godeliana se puede aplicar a la física matemática.

Cuando los físicos hablan de «teorías de todo» se refieren a algo mucho menos trivial. Quieren decir que con el tiempo se llegarán a conocer todas las leyes fundamentales de la física, y tal vez se puedan unificar en una sola ecuación o en un pequeño conjunto de ecuaciones. Si esto llega a suceder y los físicos encuentran lo que John Wheeler llama el Santo Grial, aún quedarán, por supuesto, miles y miles de millones de preguntas sin respuesta acerca de las complejidades derivadas de las leyes fundamentales.

Por el momento, los cosmólogos no conocen la naturaleza de la «materia oscura» que mantiene unidas las galaxias, ni la velocidad de expansión del universo, y hay cientos de preguntas más sin respuesta. Los biólogos no saben cómo surgió la vida en la Tierra, ni si hay vida en los planetas de otros sistemas solares. La evolución es un hecho, pero su manera de funcionar aún encierra profundos misterios. Nadie tiene ni idea de cómo las moléculas orgánicas complejas son capaces de plegarse tan rápidamente para adoptar las formas que les permiten realizar sus funciones en los organismos vivos. Nadie sabe cómo surge la conciencia de la complicada estructura molecular del cerebro. Ni siquiera sabemos cómo se las arregla el cerebro para recordar.

La lista de cosas que no se saben podría llenar un libro, pero todas estas cosas son potencialmente conocibles si la humanidad sobrevive el tiempo suficiente. En el pasado, los científicos decidieron con demasiada frecuencia que algo no se podría conocer nunca, y alguien los contradijo pocas generaciones después. Por otra parte, muchos científicos han predicho que la física se encontraba cerca del final de su camino, y pocas décadas después se han producido enormes revoluciones en el conocimiento.

En tiempos recientes, cuando se creía que todas las partículas básicas se habían descubierto o conjeturado, llegaron las supercuerdas, el más firme candidato por el momento a la Teoría de Todo. Si la teoría de las supercuerdas es correcta, eso significa que todas las partículas fundamentales están formadas por lazos increíblemente pequeños con una fuerza de tensión enorme. Su manera de vibrar genera todo el catálogo de partículas.

¿De qué están hechas las supercuerdas? Por lo que sabemos, no están hechas de nada. Son puros artefactos matemáticos. Si las supercuerdas son el fin del camino, entonces todo lo que existe en nuestro universo, incluyéndonos a usted y a mí, es una construcción matemática. Como dijo una vez un amigo mío, el universo parece estar hecho de nada, y sin embargo se las arregla para existir.

Por otra parte, podría ocurrir que en algún momento futuro se comprobara que las supercuerdas están compuestas por entidades aun más pequeñas. Muchos científicos famosos, entre los que destacan Arthur Stanley Eddington, David Bohm, Eugene Wigner, Freeman Dyson y Stanislaw Ulam, creían que el universo tenía infinitos niveles hacia abajo. En cuanto se penetra en un nivel, se abre una trampilla que da a un subsótano hasta ahora insospechado. Estos subsótanos son infinitos. Como dice el viejo chiste, hay tortugas por todo el camino de bajada. He aquí cómo expresó esta opinión Isaac Asimov en su autobiografía I, Asimov. «Creo que el conocimiento científico tiene propiedades fractales: que por mucho que aprendamos, lo que queda, por pequeño que parezca, es tan infinitamente complejo como el todo por el que empezamos. Ese, creo yo, es el secreto del universo».

En dirección contraria puede darse una infinitud similar. Nuestro universo podría formar parte de un multiverso, que a su vez formara parte de un multi-multiverso, y así hasta el infinito. Como en una de las fantasías de H. G. Wells, nuestro cosmos podría ser una molécula en un anillo colocado en una mano gigantesca.

Y aun si el universo fuera finito en ambas direcciones y no existieran otros mundos, ¿habría cuestiones fundamentales que nunca se podrían responder? Basta con pensarlo un poco para contestar que sí.

Supongamos que en algún tiempo futuro se desarrolla una Teoría de Todo que incluya todas las leyes y constantes básicas. La explicación consiste en encontrar una ley general que explique un hecho o una ley menos general. ¿Por qué la Tierra gira alrededor del Sol? Porque obedece las leyes de gravitación. ¿Por qué hay leyes de gravitación? Porque, según reveló Einstein, las grandes masas distorsionan el espacio-tiempo, haciendo que los objetos se muevan siguiendo trayectorias geodésicas. ¿Por qué los objetos siguen trayectorias geodésicas? Porque son las rutas más cortas a través del espacio-tiempo. ¿Por qué los objetos toman las rutas más cortas? Aquí nos tropezamos con un muro de piedra. El tiempo, el espacio y el cambio son aspectos de la realidad que vienen dados.

No se puede definir ninguno de estos conceptos sin introducir el concepto en la definición, de modo que, como dicen los físicos, son «incomprimibles» en conceptos más básicos. No son meros aspectos de la conciencia humana, como suponía Kant. Están «ahí afuera», independientemente de usted y de mí. Pueden ser inconocibles en el sentido de que no hay manera de explicarlos incluyéndolos en leyes más generales.

Imaginen que los físicos descubren por fin todas las ondas básicas y sus partículas, y todas las leyes fundamentales, y las unen todas en una sola ecuación. Entonces podríamos preguntar «¿Por qué esa ecuación?». Ahora está de moda conjeturar que el Big Bang fue provocado por una fluctuación cuántica al azar, en un vacío sin espacio ni tiempo. Pero, por supuesto, dicho vacío no es la nada, ni mucho menos. Tenían que existir leyes cuánticas que pudieran fluctuar. ¿Y por qué hay leyes cuánticas? Aunque se llegue a «explicar» la mecánica cuántica como parte de una teoría más amplia —llamémosla X—, como Einstein creía que se llegará a hacer, entonces podríamos preguntarnos «¿Por qué X?». No hay manera de escapar de las preguntas ultradefinitivas. ¿Por qué hay algo en lugar de nada, y por qué ese algo está estructurado de esa manera? Tal como decía hace poco Stephen Hawking, «¿Por qué el universo se toma la molestia de existir?». Evidentemente, esta pregunta no se podrá responder nunca, y sin embargo no carece de sentido emocional. Meditar acerca de ella puede inducir lo que William James llamaba «mareo admirativo ontológico». Jean-Paul Sartre lo llamaba «náusea». Afortunadamente, estas reacciones duran poco; de lo contrario, uno se volvería loco inhalando lo que James llamaba «el dañino aliento del por qué definitivo».

Consideremos el poquísimo tiempo que lleva la humanidad evolucionando en nuestro pequeño planeta. Parece improbable que la evolución se haya detenido en nosotros. ¿Alguien puede creer que dentro de un millón de años, si la humanidad todavía existe, nuestros cerebros no hayan evolucionado hasta mucho más allá de su capacidad actual? Nuestros parientes más próximos, los chimpancés, son incapaces de entender por qué tres por tres son nueve, ni ninguna otra de las cosas que se enseñan en la escuela primaria. Se hace difícil imaginar que dentro de un millón de años nuestros cerebros no puedan captar verdades sobre el universo que ahora están tan lejos de lo que podemos comprender como lo está nuestro entendimiento de la mente de un mono. Suponer que nuestros cerebros, en esta etapa del interminable proceso evolutivo, son capaces de saber todo lo que hay que saber, me parece el colmo de la soberbia.

Evidentemente, si uno es teísta, hay una vasta realidad incognoscible que trasciende nuestro universo; un reino «totalmente distinto», imposible de contemplar sin sentir la emoción de lo que Rudolph Otto llamaba mysterium tremendum. Pero aunque uno sea ateo o agnóstico, no se libra de lo Incognoscible. Ningún filósofo ha escrito tan convincentemente sobre esto como el agnóstico Herbert Spencer, en los primeros capítulos de sus
First Principles
(1894).

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