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Authors: Martin Gardner

Tags: #Ciencia, Ensayo

¿Tení­an Ombligo Adan y Eva? (37 page)

BOOK: ¿Tení­an Ombligo Adan y Eva?
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Veamos ahora cómo el propio Darwin, con palabras cuidadosamente escogidas, expresó sus opiniones religiosas con gran humildad y sinceridad, en correspondencia citada por su hijo. He aquí un párrafo de una carta de 1860:

Una palabra más sobre las «leyes diseñadas» y los «resultados no intencionados». Veo un ave que quiero comerme, cojo mi escopeta y la mato. Esto lo hago intencionadamente. Un hombre bueno e inocente está de pie bajo un árbol y un rayo lo mata. ¿Tú crees (y de verdad me gustaría oírlo) que Dios mató intencionadamente a ese hombre? Muchas personas, tal vez la mayoría, lo creen; yo no puedo creerlo y no lo creo. Si tú crees eso, ¿crees que cuando una golondrina atrapa a un mosquito, Dios planeó que esa golondrina concreta atrapara a ese mosquito concreto en ese instante concreto? Yo creo que el hombre y el mosquito están en la misma situación. Si ni la muerte del hombre ni la del mosquito estaban planeadas, no veo ninguna razón para creer que su nacimiento o formación original estuviera necesariamente planeado.

En otra carta de 1860, escrita al botánico Asa Gray, Darwin decía lo siguiente:

Con respecto al punto de vista teológico de la cuestión. Esto siempre me resulta doloroso. Me deja perplejo. No tenía ninguna intención de escribir en plan ateo. Pero reconozco que no veo con tanta claridad como ven otros, y como a mí me gustaría ver, pruebas de diseño y benevolencia a todo nuestro alrededor. Me parece que hay demasiado sufrimiento en el mundo. No me puedo convencer de que un Dios benévolo y omnipotente haya creado intencionadamente los ichneumónidos, con la expresa intención de que se alimenten de los cuerpos vivos de las orugas, ni que haya planeado que el gato juegue con los ratones. Y como no creo eso, no veo ninguna necesidad de creer que el ojo fue diseñado expresamente. Por otra parte, tampoco me puedo conformar con contemplar este maravilloso universo, y sobre todo la condición humana, y llegar a la conclusión de que todo es el resultado de la fuerza bruta. Tiendo a considerar que todo es el resultado de leyes diseñadas, y que los detalles, ya fueran buenos o malos, se dejaron en manos de lo que podríamos llamar azar. No es que esta idea me satisfaga en absoluto. Tengo la íntima sensación de que todo este tema es demasiado profundo para el intelecto humano. Es como si un perro especulara sobre la mente de Newton. Que cada uno espere y crea lo que pueda. Desde luego, estoy de acuerdo contigo en que mis opiniones no son necesariamente ateas. El rayo mata a un hombre, sin importar que sea bueno o malo, debido a la complejísima acción de leyes naturales. Un niño (que después puede salir idiota) nace gracias a la acción de leyes aun más complejas, y no veo ninguna razón para que un hombre u otro animal no se haya formado originalmente por acción de otras leyes, y que todas estas leyes hayan sido diseñadas expresamente por un Creador omnisciente, que preveía todos los sucesos y consecuencias futuros. Pero cuanto más pienso, más aumenta mi perplejidad, como seguramente he demostrado con esta carta.

De una carta de 1873:

Cuáles puedan ser mis opiniones es una cuestión que no le importa a nadie más que a mí. Pero, ya que preguntas, puedo decir que mi juicio fluctúa con frecuencia. […] En mis fluctuaciones más extremas, no he sido nunca ateo, en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en general (y cada vez más, a medida que me hago viejo), pero no siempre, la de agnóstico sería la descripción más correcta de mi estado mental.

De una carta de 1879:

Es imposible responder brevemente a tu pregunta; y no estoy seguro de poder hacerlo ni aun escribiendo una parrafada bastante larga. Pero puedo decir que, para mí, el principal argumento a favor de la existencia de Dios es la imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo, con nuestras personalidades conscientes, surgiera por casualidad; pero nunca he sido capaz de decidir si este argumento tiene algún valor. Me doy cuenta de que si admitimos una primera causa, la mente aún sigue preguntándose de dónde surgió y cómo surgió. Tampoco puedo pasar por alto la dificultad que entraña la inmensa cantidad de sufrimiento que hay en todo el mundo. Además, me siento inclinado a confiar hasta cierto punto en la opinión de los muchos hombres capaces que han creído plenamente en Dios; pero me doy cuenta de que también este argumento es muy pobre. Me parece que lo más seguro es concluir que todo este asunto está fuera del alcance del intelecto humano.

En 1876, Darwin escribió una sincera autobiografía, con la intención de que sólo la leyeran su mujer y sus hijos. [En 1958 se publicó una edición íntegra de la autobiografía de Darwin, editada por su nieta Nora Barlow, que ahora se puede encontrar en rústica (Norton). Las anteriores ediciones de la autobiografía fueron muy censuradas por la familia de Darwin, que procuró sobre todo suprimir las mordaces críticas de Darwin a algunos de sus contemporáneos] Francis, en la biografía de su padre, ofrece una serie de extractos de dicha autobiografía, en los que Darwin describía sus opiniones religiosas. Cito esta sección en su totalidad:

Cuando estaba a bordo del Beagle era muy ortodoxo, y recuerdo que varios oficiales (a pesar de que también ellos eran ortodoxos) se rieron a carcajadas de mí por citar la Biblia como una autoridad incontestable en cuestión de moral. Supongo que lo que les divirtió fue la novedad del argumento. Pero a estas alturas, es decir, entre 1836 y 1839, había llegado poco a poco a considerar que el Antiguo Testamento no merecía más confianza que los libros sagrados de los hindúes. Constantemente me venía a la cabeza una pregunta que se negaba a desaparecer: ¿es creíble que si Dios les hiciera ahora una revelación a los hindúes, permitiera que ésta siguiera ligada a la creencia en Visnú, Siva, etc., como está el cristianismo ligado al Antiguo Testamento? A mí, eso me parecía totalmente increíble.

Y así, a base de pensar que para aceptar las pruebas más claras sería imprescindible que una persona cuerda creyera en los milagros en los que se apoya el cristianismo; y que cuanto más sabemos sobre las leyes fijas de la naturaleza, más increíbles resultan los milagros; que los hombres de aquella época eran ignorantes y crédulos hasta un grado casi incomprensible para nosotros; que no se puede demostrar que los Evangelios se escribieran en la época en la que ocurrieron los hechos; que difieren en muchos detalles importantes, demasiado importantes, me parecía a mí, para aceptarlos como las inexactitudes habituales en los testigos oculares… a base de reflexiones como éstas, que reconozco que no tienen ninguna novedad ni valor, pero que a mí me influían, poco a poco fui dejando de creer en el cristianismo como revelación divina. El hecho de que muchas religiones falsas se hayan difundido como fuego de pastos por grandes extensiones del mundo también tenía cierto peso para mí.

Pero no estaba nada dispuesto a renunciar a mis creencias; de esto estoy seguro, porque recuerdo perfectamente que muy a menudo me inventaba fantasías sobre antiguas cartas cruzadas entre ilustres romanos, o sobre manuscritos descubiertos en Pompeya o en otras partes, que confirmaban de la manera más sorprendente todo lo que estaba escrito en los Evangelios. Pero cada vez me resultaba más difícil, dando rienda suelta a mi imaginación, inventar pruebas que bastaran para convencerme. Esta incredulidad se fue apoderando de mí muy poco a poco, pero al final fue completa. Creció tan despacio que no sentí ningún malestar.

Aunque no pensé mucho en la existencia de un Dios personal hasta un período muy posterior de mi vida, voy a ofrecer aquí las vagas conclusiones a las que acabé llegando. El viejo argumento del diseño de la naturaleza, tal como lo expone Paley, que en otro tiempo me pareció tan concluyente, no sirve ahora que se ha descubierto la ley de la selección natural. Ya no podemos aducir que, por ejemplo, la perfecta articulación de la concha de un bivalvo tiene que haber sido creada por un ser inteligente, como la bisagra de una puerta hecha por los hombres. No parece que haya más intención en la variabilidad de los seres orgánicos y en la acción de la selección natural que en la dirección en la que sopla el viento.

Pero ya he comentado este tema al final de mi libro sobre las variaciones de los animales y plantas domésticos y, que yo sepa, el argumento que ahí presento no ha sido contestado nunca.

Pero pasando por alto las infinitas y bellísimas adaptaciones que encontramos por todas partes, habría que preguntar dónde está esa organización generalmente benévola del mundo. De hecho, algunos autores están tan impresionados por la cantidad de sufrimiento que hay en el mundo que no sabrían decir, considerando la totalidad de los seres sensibles, si hay más desgracia o felicidad, si el mundo en conjunto es bueno o malo. A mi juicio, la felicidad predomina decididamente, pero esto sería muy difícil de demostrar. Si se acepta como verdadera esta conclusión, concordaría bien con los efectos que podemos esperar de la selección natural. Si todos los individuos de una especie tuvieran que sufrir habitualmente en grado extremo, no se molestarían en propagar su linaje; pero no tenemos razones para creer que esto haya ocurrido siempre, o al menos con cierta frecuencia. Además, algunas otras consideraciones llevan a creer que todos los seres sensibles han sido formados para gozar, como regla general, de la felicidad.

Todo el que crea, como creo yo, que todos los órganos corporales y mentales de todos los seres vivos (excepto los que no son ni ventajosos ni desventajosos para su poseedor) se han desarrollado por selección natural, o por la supervivencia de los mejor adaptados junto con el uso o el hábito, tendrá que admitir que dichos órganos han sido formados para que sus poseedores puedan competir eficazmente con otros seres vivos, y así aumentar su número. Ahora bien, un animal puede ser inducido a seguir la línea de acción que resulte más beneficiosa para la especie por el sufrimiento —dolor, hambre, sed y miedo— o por el placer, como al comer, beber y propagar la especie; o por ambos medios combinados, como cuando se busca alimento. Pero el dolor o el sufrimiento, del tipo que sean, si continúan durante mucho tiempo, causan depresión y reducen la eficacia de las acciones; sin embargo, es una buena adaptación para que toda criatura se proteja contra males grandes o repentinos. En cambio, las sensaciones agradables pueden continuar durante mucho tiempo sin ningún efecto depresivo; al contrario, estimulan todo el sistema favoreciendo la acción. Así se ha llegado a aceptar que todos o casi todos los seres sensibles se han desarrollado de este modo, por selección natural, y que las sensaciones agradables sirven como guías habituales. Esto lo comprobamos en el placer del esfuerzo —a veces, incluso, de un gran esfuerzo del cuerpo o la mente—, en el placer de nuestras comidas diarias, y sobre todo en el placer derivado de la sociabilidad y de amar a nuestras familias. No me cabe ninguna duda de que la suma de placeres como éstos, que son habituales o muy recurrentes, proporciona a casi todos los seres sensibles una mayor cantidad de felicidad que de sufrimiento, aunque a veces muchos individuos sufren mucho. Este sufrimiento es perfectamente compatible con la creencia en la selección natural, que no es perfecta en su actuación, sino que tan sólo tiende a lograr que cada especie sea lo más eficaz posible en la lucha por la vida con otras especies, en circunstancias maravillosamente complejas y cambiantes.

Nadie discute que hay mucho sufrimiento en el mundo. Algunos han intentado explicarlo con respecto al ser humano, suponiendo que sirve para su perfeccionamiento moral. Pero el número de hombres que hay en el mundo no es nada en comparación con el de todos los demás seres sensibles, y éstos a menudo sufren mucho sin ninguna mejora moral. Este antiquísimo argumento de que la existencia del sufrimiento contradice la existencia de una Primera Causa inteligente me parece bastante sólido; al mismo tiempo, como acabo de decir, la existencia de mucho sufrimiento concuerda con la creencia en que todos los seres orgánicos se han desarrollado por variación y selección natural.

En la actualidad, el argumento más habitual a favor de la existencia de un Dios inteligente se basa en la profunda convicción interior y en los sentimientos que experimenta la mayoría de las personas.

Anteriormente, me dejé guiar por sentimientos como los que acabo de describir (aunque no creo que el sentimiento religioso estuviera nunca muy desarrollado en mí) hacia la firme convicción de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. En mi diario escribí que estando en medio de la grandiosidad de una selva brasileña, «no es posible dar una idea adecuada de los elevados sentimientos de asombro, admiración y devoción, que llenan y elevan la mente». Recuerdo bien mi convicción de que en el hombre hay más que el mero aliento de su cuerpo. Pero ahora, las escenas más grandiosas no hacen que surjan en mi mente semejantes convicciones y sentimientos. Se podría decir, y con razón, que soy como un hombre que se ha vuelto ciego para los colores, y la creencia universal de los demás en la existencia del rojo hace que mi actual pérdida de percepción no tenga el más mínimo valor como prueba. Este argumento sería válido si todos los hombres de todas las razas tuvieran la misma convicción interna de la existencia de un Dios; pero sabemos que esto dista mucho de ser así. Por lo tanto, no veo que tales convicciones y sentimientos interiores tengan peso alguno como prueba de lo que existe en realidad. El estado mental que antes provocaban en mí las escenas grandiosas, y que estaba íntimamente conectado con la creencia en Dios, no se diferenciaba en nada esencial de lo que se suele llamar la sensación de sublimidad; y por muy difícil que resulte explicar la génesis de esta sensación, mal se puede presentar como argumento a favor de la existencia de Dios, como ocurre con las sensaciones similares, poderosas pero vagas, provocadas por la música.

Con respecto a la inmortalidad, no hay nada que me demuestre [tan claramente] lo fuerte y casi instintiva que es una creencia, como considerar lo que ahora creen casi todos los físicos: que el Sol y todos sus planetas acabarán volviéndose demasiado fríos para sostener vida, a menos que algún cuerpo gigantesco caiga en el Sol y así le dé nueva vida. Como creo que el hombre, en un remoto futuro, será una criatura mucho más perfecta que ahora, me resulta intolerable pensar que él y todos los demás seres sensibles estén condenados a la completa aniquilación después de un progreso tan largo, lento y continuo. A los que admiten plenamente la inmortalidad del alma humana, la destrucción de nuestro mundo no les parecerá tan terrible.

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