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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (2 page)

BOOK: Superviviente
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Dice algo que podría ser «cada» o «nada». La cosa es que no te puedes poner a rellenar los espacios en blanco, así que ahí estoy, en la cocina, solo y gritando para que se me oiga por encima de la tralla discotequera de donde sea. Ella suena joven y agotada, así que le pregunto si va a confiar en mí. Si está cansada de que le duela. Si sólo hay una forma de acabar con tu dolor, le pregunto, ¿lo harás?

Mi pez nada muy excitado en su pecera, encima de la nevera, así que le echo un Valium en el agua.

Le estoy gritando a esa chica que si ya ha tenido bastante.

Le estoy gritando que no me voy a quedar a oírla quejarse.

Quedarme aquí a intentar arreglarle la vida es una pérdida de tiempo. La gente no quiere que les arregles la vida. Nadie quiere que le solucionen sus problemas. Sus dramas. Sus congojas. Ni quieren resueltas sus historias. Ni sus líos. Porque ¿qué les quedaría? Sólo lo desconocido, grande y aterrador.

La mayoría de los que me llaman ya saben lo que quieren. Los hay que quieren morir pero me piden primero permiso. Los hay que quieren morir y necesitan un poco de ánimo. Un empujoncito. A alguien dispuesto a suicidarse no le queda mucho sentido del humor. Una palabra en falso y a la semana siguiente ya son una necrológica. Aunque la mitad de las llamadas que recibo casi no las escucho. Con la mayoría, decido quién vive y quién muere por el tono de voz.

Con la chica de la disco no estamos yendo a ninguna parte, así que le digo que se mate.

Ella dice:

—¿Qué?

Mátate.

Ella dice:

—¿Qué?

Inténtalo con barbitúricos y alcohol y la cabeza metida en una bolsa de plástico. Ella dice:

—¿Qué?

No se puede empanar bien un filete sólo con una mano, así que le digo que ahora o nunca. O lo hace o no lo hace. Yo estoy con ella. No va a morirse sola, pero no tengo toda la noche.

Lo que parece parte de la música es ella, que se pone a llorar muy fuerte. Entonces cuelgo.

Además de empanar un filete, esa gente quiere que les enderece la vida.

Con el teléfono en la mano, intento con la otra que las migas se queden pegadas. No tendría que ser tan difícil. Se moja el filete en huevo. Se sacude para escurrirlo y se echa el pan rallado. El problema del filete es que no sé poner bien el pan rallado. Hay sitios en que el filete está sin tapar. En otros hay tanto pan que no se sabe lo que hay dentro.

Antes, esto solía ser una risa. Te llama la gente al borde del suicidio. Llaman mujeres. Me quedo aquí solito, con mi pez, solo en esta cocina sucia empanando chuletas de cerdo o vete a saber qué, vestido sólo con unos calzoncillos y escuchando los rezos de alguien Administrando redención y castigo.

Me llama un tío, cuando ya me he ido a dormir. Las llamadas seguirían toda la noche si no desenchufase el teléfono. Algún capullo me llama de noche, después de que cierren los bares, para decirme que está sentado de piernas cruzadas en el suelo de su apartamento. No puede dormir sin que le asalten horribles pesadillas. Ve en sueños cómo se estrellan aviones llenos de gente. Es todo muy real, y nadie quiere ayudarle. No puede dormir. Me cuenta que tiene un rifle apoyado en la barbilla, y me pide que le dé un buen motivo para no apretar el gatillo.

No puede vivir conociendo el futuro y sin poder hacer nada para salvar a nadie.

Me llaman los victimistas. Los sufridores crónicos. Llaman. Interrumpen mi propio tedio. Es mejor que la televisión.

Yo le digo que adelante. Estoy medio dormido. Son las tres de la madrugada, y mañana he de trabajar. Le digo que se dé prisa, antes de que me duerma, y apriete el gatillo.

Le digo que este mundo no es tan hermoso como para quedarse y sufrir. Como mundo no es gran cosa.

Mi trabajo se trata de que trabajo la mayoría del tiempo para una compañía de limpieza. Marmitón a tiempo completo. Dios a tiempo parcial.

Experiencias anteriores me han enseñado a apartar el auricular de la oreja cuando oigo el
clic
del gatillo. Suena una explosión, un momento de ruido estático y el auricular cae al suelo en algún lugar. Soy la última persona que ha hablado con él, y me vuelvo a dormir antes de que se apague el eco del disparo en mis oídos.

La semana que viene hay que buscar la necrológica, quince centímetros escasos que no cuentan nada importante. Hay que buscar la necrológica, si no, no hay manera de saber si pasó de verdad o fue un sueño.

No espero que me entendáis.

Es otro estilo de diversión. Ese tipo de control es como un chute. Pone en la necrológica que el de la escopeta se llamaba Trevor Hollis, y saber que era una persona real me hace sentir de maravilla. Si es asesinato o no lo es, depende de lo responsable que quieras sentirte. Ni siquiera puedo decir que lo de las intervenciones críticas fuese mi idea.

La verdad es que este mundo es terrible, y yo acabé con su sufrimiento.

La idea me llegó por casualidad, cuando un periódico sacó un artículo sobre una línea de ayuda para crisis graves. El teléfono que salía en el periódico era el mío por equivocación. Un error tipográfico. Nadie leyó la fe de errores del día siguiente, y la gente empezó a llamarme día y noche para contarme sus problemas.

Por favor, no piensen que estoy aquí para salvar vidas. En lo de ser o no ser, no soy yo quien toma decisiones. Y no crean que estoy por encima de hablar así con mujeres. Mujeres vulnerables. Paralíticas emocionales.

Casi me contratan en McDonald’s una vez, y eso que sólo pedí el trabajo para conocer chicas jóvenes. Chicas negras, hispanas, blancas, chicas chinas, en el mismo formulario pone que McDonald’s contrata todo tipo de razas y grupos étnicos. Eso son chicas, chicas y más chicas, al estilo bufé. En el formulario pone también que si tienes una de las enfermedades siguientes:

Hepatitis A

Salmonella

Shigella

Staphilococcus

Giardia

o Campylobacter, no puedes trabajar con ellos. Ésa es una garantía mejor que la que tienes si conoces a chicas en la calle. Todo cuidado es poco. En McDonald’s por lo menos consta que está limpia. Además, hay muchas posibilidades de que sean jóvenes. Jóvenes y con granos. Con risitas de joven. Tontitas como jóvenes, y tan idiotas como yo.

Chicas de dieciocho, diecinueve o veinte años. Sólo quiero hablar con ellas. Chicas de residencia universitaria. En su último año de instituto. Menores emancipadas.

Es lo mismo con esas suicidas que me llaman. La mayoría son muy jóvenes. Lloran, con el pelo mojado pegado a la cara, en un teléfono público bajo la lluvia, y llaman para que las rescate. Me llaman, acurrucadas desde hace días en la cama. Mesías, me llaman. Salvador. Sorben la nariz y se atragantan y me cuentan con todo detalle lo que yo quiero.

Algunas noches es maravilloso oírlas en la oscuridad. La chica confía del todo en mí. Con el teléfono en una mano, puedo imaginarme que la otra mano es ella.

No es que quiera casarme. Admiro a la gente que es capaz de comprometerse con un tatuaje.

Cuando el periódico publicó el número de teléfono correcto, las llamadas empezaron a cesar. De la cantidad de gente que me llamaba al principio, los que no están muertos están cabreados conmigo. Ya no llamaba nadie nuevo. Al final no me aceptaron en McDonald’s, así que hice un puñado de pegatinas grandes.

Las pegatinas tenían que destacar. Tienen que ser fáciles de leer de noche para alguien que llora drogado o borracho. Las pegatinas que uso son en blanco y negro, y las letras dicen:

«Date otra oportunidad, a ti y a tu vida. Si necesitas ayuda, llama.» Y mi número de teléfono.

La segunda versión era:

«Si eres una joven de sexualidad irresponsable con problemas de bebida, pide ayuda. Llama a...», y mi número de teléfono.

Creedme. No hagáis este tipo de pegatinas. Con este tipo de pegatinas, irá alguien de la policía a haceros una visita. Con el número de teléfono pueden utilizar un listado inverso y señalaros como criminales en potencia. A partir de entonces, en cada llamada que hagáis se oirá el
clic clic clic
que indica que el teléfono está pinchado.

Creedme.

Si usáis el primer modelo de pegatina, llamará gente que confiesa sus pecados, que se queja, que pide consejo, que busca aprobación.

A las chicas que se conocen así nunca les falta mucho para acabar de hundirse en la miseria. Hay un harén de mujeres aferradas al teléfono, al límite, que ruegan que por favor las llames. Por favor.

Podéis decir si queréis que soy un depredador sexual, pero cuando pienso en depredadores pienso en leones o tigres, en grandes felinos, en tiburones. Ésta no es una relación entre un depredador y su presa. No es entre carroñero, buitre o hiena contra carroña. No es entre parásito y huésped.

Todos juntos somos miserables.

Es lo opuesto a un crimen sin víctimas.

Lo más importante es poner las pegatinas en los teléfonos públicos. Valen la pena las cabinas mugrientas cercanas a puentes con fuertes corrientes de agua. Probad a ponerlas cerca de los tugurios de los que echan a la gente sin sitio adonde ir.

En menos que canta un gallo estaréis en danza.

Os hará falta un auricular de esos que suena como si uno hablase desde muy dentro de algo. Entonces llamará la gente con una crisis y oirán tirar de la cadena. Oirán el rugido de la batidora, y sabrán que os la trae floja.

Estos días me hace falta uno de esos receptores inalámbricos de telefonista. Una especie de walkman de la miseria humana. A vida o muerte. Sexo o muerte. Así se pueden tomar decisiones a vida o muerte con las manos libres a cada momento, cuando la gente llama para confesar su horrible crimen. Entonces imparto penitencia. Condeno a la gente. Les doy a tíos desquiciados el teléfono de tías en su misma situación.

Igual que con la mayoría de rezos, el grueso de lo que uno oye son quejas y ruegos. Ayúdame. Escúchame. Guíame. Perdóname.

Vuelve a sonar el teléfono. Me es casi imposible hacer bien la fina capa de migas del filete, y la del teléfono es una chica nueva que llora. Le pregunto de entrada si va a confiar en mí. Le pregunto si me lo contará todo.

Mi pececito y yo nadamos juntos en el mismo sitio.

Parece que haya sacado el filete del cajón de arena del gato.

Para calmar a esa chica y conseguir que me escuche le cuento la historia de mi pez. El de ahora es el pez seiscientos cuarenta y uno de toda una vida de peces. Mis padres me compraron el primero para enseñarme a amar y cuidar otra criatura del Señor. Pasados seiscientos cuarenta peces, lo único que sé es que todo lo que uno ama se muere. Cuando conoces a alguien especial, puedes estar seguro de que un día caerá muerto al suelo.

45

La noche antes de irme de casa, mi hermano me contó todo lo que sabía sobre el mundo exterior.

En el mundo exterior, me dijo, las mujeres tienen el poder de cambiar el color de sus cabellos. Y el de sus ojos. Y el de sus labios.

Estábamos en el porche trasero, en el cerco de luz que salía de la ventana de la cocina. Mi hermano Adam me estaba cortando el pelo igual que segaba trigo, cogiendo puñados y cortando a media altura con una navaja. Me cogía de la barbilla y me obligaba a mirarle de frente, mientras sus ojos corrían de una a otra de mis patillas.

Para igualarme las patillas, cortaba una, y luego la otra, y luego otra vez la primera, y así hasta que me quedaba sin patillas.

Mis siete hermanos pequeños estaban sentados en los bordes del porche, y buscaban en la oscuridad todos los males que Adam iba describiendo.

En el mundo exterior, decía, la gente guardaba pájaros dentro de casa. Él lo había visto.

Adam había estado fuera de la colonia sólo una vez, cuando él y su esposa tuvieron que ir a registrar su matrimonio para que fuera legal ante el gobierno.

En el mundo exterior, nos contaba, un espíritu llamado televisión visitaba la casa de la gente.

Los espíritus hablaban a la gente a través de cosas llamadas radios.

La gente usaba algo llamado teléfono porque les repugnaba estar juntos y les asustaba demasiado quedarse solos.

Siguió cortándome el pelo, no por estética, más bien lo podaba como se poda un árbol. A nuestro alrededor, el pelo se iba amontonando sobre las tablas del porche, más cosechado que cortado.

En la colonia colgábamos bolsas de pelo cortado en el huerto para espantar a los ciervos. Adam me explicó que la regla de no desperdiciar nada es una de las bendiciones a las que hay que renunciar cuando uno abandona la colonia. El silencio es la bendición más difícil de abandonar.

En el mundo exterior, me dijo, no hay auténtico silencio. No el silencio de pega de cuando te tapas los oídos y sólo se oye el corazón, sino silencio exterior, real.

La semana que se casaron, él y Biddy Gleason salieron de la colonia en autobús, acompañados por uno de los ancianos de la Iglesia. Durante todo el viaje hubo ruido en el autobús. Los vehículos de la carretera rugían a su alrededor. La gente del mundo exterior decía estupideces a cada golpe de aliento, y si no decían nada las radios cubrían el hueco con la voz copiada de gente que cantaba las mismas canciones una y otra vez.

Adam me dijo que otra bendición a la que hay que renunciar en el mundo exterior es a la oscuridad. Ya puede uno cerrar los ojos y encerrarse en un armario que no es lo mismo. La oscuridad de noche en la colonia de la Iglesia es completa. Las estrellas se arraciman sobre nosotros en esa oscuridad. Pueden verse las montañas que se alzan en la luna, y los ríos que la entrecruzan, y los océanos que la alisan.

En una noche sin luna ni estrellas no se ve nada, pero puede uno imaginarlo todo.

O al menos así lo recuerdo.

Mi madre estaba en la cocina, planchando y doblando la ropa que podía llevar conmigo. Mi padre andaba no sé dónde. No volví a verlos nunca más. Tiene gracia, pero mucha gente me pregunta si ella lloraba. Me preguntan si mi padre lloró y me abrazó antes de irme. Y se quedan asombrados cuando les digo que no. Nadie lloraba ni se abrazaba.

Tampoco lloraba nadie ni se abrazaba cuando vendíamos un cerdo. Ni cuando matábamos un pollo o cogíamos una manzana.

Nadie se desvelaba pensando en si el trigo que habían sembrado se sentía feliz y realizado por ser convertido en pan.

Mi hermano sólo me cortaba el pelo. Mi madre había terminado de planchar y se había puesto a coser. Estaba embarazada. Recuerdo que estaba siempre embarazada, y que mis hermanas estaban junto a ella, las faldas esparcidas sobre los taburetes de la cocina y en el suelo, y que todas cosían.

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