Superviviente (10 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Superviviente
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Últimamente ya ni siquiera robo, al menos no en el sentido tradicional de la palabra. En vez de robar mercancía, me dedico a pasear por el centro hasta que encuentro algún recibo de caja que haya tirado alguien.

Entonces me voy con la factura a la tienda. Finjo estar de compras hasta que encuentro alguno de los productos del recibo.

Paseo con el producto un rato por la tienda y luego utilizo el recibo para devolverlo y recibir el dinero en efectivo. Por supuesto, donde mejor funciona esto es en unos grandes almacenes. Como mejor va es con facturas detalladas. No hay que usar recibos viejos o sucios. Nunca hay que usar una factura dos veces. Es mejor ir alternando las tiendas a las que timas.

Eso es al hurto lo que la masturbación es al sexo.

Por supuesto, las tiendas se saben el timo de memoria.

Otro timo bueno es ir de compras con un refresco grande, en el que se puedan ir metiendo objetos pequeños. Otra buena es comprar una lata barata de pintura, aflojar la tapa y meter algo caro dentro. El metal de la lata anula los rayos equis de los de seguridad.

Esta tarde, en vez de buscar recetas, me dedico a pasear e intento pulir la siguiente parte de mi plan para agarrar a Fertility y hacerla mía. Tirármela. Y luego quizá tirarla. Tengo que aprovecharme de esos sueños suyos horribles. Lo de bailar juntos es un elemento que tengo que saber utilizar.

Fertility y yo estuvimos bailando casi toda la tarde. Cuando la música cambió, me enseñó los pasos básicos del cha-chachá, el paso cruzado del cha-cha-cha y el giro femenino a brazo bajado. También me enseñó lo básico del foxtrot.

Me contó que lo que hacía para ganarse la vida era terrible. Era peor que cualquier cosa que pudiese imaginarme.

Y cuando le pregunté qué hacía se rió.

Paseando por el centro me encuentro el recibo de un televisor en color. Debería sentirme como si hubiese encontrado un billete de lotería premiado, y en vez de eso lo tiro en una papelera.

Quizá lo que más me gustó de bailar fueron las reglas. En un mundo en el que todo vale, de pronto encuentras reglas arbitrarias rígidas. El foxtrot son dos pasos lentos y dos rápidos. El cha-cha-cha son dos lentos y tres rápidos. Ni la coreografía ni la disciplina están abiertas a discusión.

Éstas son reglas con solera. La forma de bailar el
box step
no cambia de una semana a otra.

Para mi asistente, cuando empezamos hace diez años, yo no era un mangui. Al principio, yo era un caso de desorden obsesivo-compulsivo. Ella acababa de sacarse el título y tenía aún sus libros de texto para demostrarlo. Los obsesivos-compulsivos, me contó, tenían que comprobarlo todo, o bien limpiarlo todo (Rachman & Hodgson, 1980). Según ella yo pertenecía al segundo grupo.

La verdad es que a mí me gusta limpiar, pero toda mi vida me han educado para obedecer. Lo único que hice fue intentar hacer realidad aquella porquería de diagnóstico. La asistente me explicó los síntomas y yo intenté lo mejor que pude manifestarlos para luego dejarle que me curara.

Después de ser un obsesivo-compulsivo, sufrí un desorden de estrés postraumático.

Luego fui agorafóbico.

Sufrí ataques crónicos de pánico.

Mis pies caminan por la acera con el paso lento y los dos rápidos del vals. En mi cabeza cuento un, dos, tres. Dondequiera que mire, entre las palomas hay enormes recibos por toda la acera. Recojo uno. Con éste sacaría mis buenos ciento setenta dólares. Y lo tiro.

A los tres meses escasos de conocer a la asistente, fui un caso de disociación de identidad porque no quise contarle cosas de mi infancia.

Luego fui una personalidad esquizoide porque no quise unirme a su grupo de terapia semanal.

Luego pensó que podría escribir un buen estudio y sufrí el síndrome de Koro, que hace que vivas convencido de que tu pene se hace más y más pequeño, y que cuando desaparezca morirás (Fabián, 1991; Tseng
et al
., 1992).

Luego me hizo cambiar para tener el síndrome de Dhat, en el que crees que cuando tienes poluciones nocturnas o vas al baño pierdes todo tu esperma (Chadda & C. Auja, 1990). Esto tiene su origen en una antigua creencia hindú según la cual son necesarias cuarenta gotas de sangre para crear una gota de tuétano y cuarenta gotas de tuétano para crear una gota de esperma (Akhtar, 1988). Me dijo que no le extrañaba nada que estuviese siempre tan cansado.

El esperma me hace pensar en el sexo me hace pensar en el castigo me hace pensar en la muerte me hace pensar en Fertility Hollis. Ella y yo practicamos lo que la asistente social llama «libre asociación».

A cada sesión que teníamos me diagnosticaba otro problema que creía que podía tener, y me daba un libro para que pudiese estudiar los síntomas. A la semana siguiente, me sabía al dedillo cualquiera que fuese el problema.

Una semana, pirómano. A la siguiente, problemas de identidad genérica.

Me dijo que era un exhibicionista, y a la semana siguiente le hice un calvo.

Me dijo que tenía problemas de atención, así que me dediqué a cambiar de tema. Era claustrofóbico, así que tuvimos que tener la charla en el patio.

Mientras camino por el centro, mis pies cambian a los dos pasos lentos, dos rápidos, dos lentos del cha-cha-cha. Tengo en la cabeza las mismas diez canciones que escuchamos toda la tarde. Doy con otro recibo, tan de curso legal como un billete de cinco, y paso de largo bailando cha-cha-cha.

El libro que me dio la asistente social se titulaba
Manual de diagnóstico y estadística de las enfermedades mentales
. Para abreviar lo llamábamos MDE. Me dio un montón de sus libros de texto para leer, dentro había fotos en color de modelos pagados para parecer felices mientras alzan bebés por encima de sus cabezas o caminan cogidos de la mano al atardecer. Para las fotos de mayor miseria, se pagó a unos cuantos modelos para que se inyectaran drogas ilegales en el brazo o para que se desplomaran en una mesa con una bebida en la mano. Cada martes. Llegó tal punto que si la asistente hubiese tirado el libro al suelo, daba igual por qué página se hubiera abierto; yo intentaría tener esos síntomas para la semana siguiente.

No nos fue mal con ese sistema. Durante un tiempo. A ella le parecía que avanzábamos con cada semana que pasaba. Yo tenía cada semana un guión que me decía cómo tenía que actuar. No era aburrido, y me dio suficientes problemas de pega para no preocuparme por nada real. La asistente me daba su diagnóstico cada martes y ésa era mi nueva tarea. En nuestro primer año juntos no hubo suficiente tiempo libre para considerar el suicidio.

Hicimos el test de Stanford-Binet para establecer la edad de mi cerebro. Hicimos el Wechsler. Hicimos el inventario multifase de personalidad de Minnesota. El inventario clínico multiaxial de Millon. El inventario de depresión de Beck.

La asistente lo supo todo de mí excepto la verdad.

Simplemente, no quería que me arreglasen.

Fueran cuales fuesen mis problemas, no quería que me los curasen. Mis secretitos internos no tenían ganas de ser descubiertos y explicados. Ni con mitos. Ni con mi infancia. Ni con química. Mi miedo era: ¿qué me iba a quedar? Por eso, ninguno de mis temores llegó a ver la luz. No quería resolver ninguna angustia. No quería hablar de mi familia muerta. Expresar mi dolor, lo llamaba ella. Resolverlo. Dejarlo atrás.

La asistente me curó de cien síntomas, ninguno real, y anunció luego que estaba curado. Qué contenta y orgullosa estaba. Me había devuelto a la luz del día, completamente curado. Estás curado. Ve en paz. Levántate y anda. Un milagro de la psicología moderna.

Álzate.

La doctora Frankenstein y su monstruo.

Todo muy embriagador si sólo tienes veinticinco años.

El único efecto secundario es que ahora tengo tendencia a robar. Mi estreno en el hurto fue demasiado bueno como para dejarlo. Hasta hoy.

Diez años después, paseo por el centro y recojo otra factura. La tiro. Después de diez años de eludir mis problemas para que la asistente no se pusiese a hurgar en ellos, sólo tengo que bailar el cha-cha-cha y se me pasa hasta lo del robo. La única psicosis real que le negué a mi asistente va y me la cura una extraña.

Eso es todo lo que hicimos, bailar. Fertility habló de su hermano, y de cómo el FBI le había pinchado el teléfono, de forma que cada vez que hablaba con él se oía de fondo el
clic clic clic
de la grabadora gubernamental. Antes incluso de que Trevor se suicidase, ella ya sabía que lo iba a hacer. Lo vio en su primer sueño del futuro. Fertility y yo bailamos un rato más. Luego tuvo que irse. Al final me prometió que vendría la semana que viene, el miércoles que viene, al mismo sitio, a la misma hora.

Esta noche voy de farola en farola bailando el fox. Oigo valses en mi corazón. La memoria de Fertility Hollis está entre mis brazos, recostada sobre mi pecho. Así llego a casa. Arriba suena ya el teléfono. Será algún esquizoide, o un paranoico, o un pedófilo.

Que sí, que sí, me gustaría decirles. Ya he pasado por eso.

Puede que sea Fertility Hollis que quiere hablar de lo de haber bailado conmigo. Listo para darle mi segunda imagen de mí mismo.

Quizá me diga en secreto qué es eso tan terrible que hace para ganar dinero.

En cuanto se abren las puertas del ascensor corro a coger el teléfono.

—Hola.

La puerta que da a mi apartamento desde el pasillo se ha quedado abierta. Tengo que dar de comer al pez. Las cortinas están descorridas y fuera es casi oscuro. Cualquiera puede echar un vistazo dentro.

Un hombre al otro lado de la línea dice:

—Así seas de todo servicio durante tu vida.

Sin pensar siquiera respondo: «Gloria a Dios nuestro Señor por este día en el que trabajar».

Él dice:

—Así nuestros esfuerzos lleven al Cielo a cuantos nos rodean. Pregunto: ¿quién es?

Y él dice:

—Así te sea concedido morir con todo tu trabajo hecho.

Y cuelga.

36

Hay una manera de pulir el cromo con sifón. Para limpiar los mangos de hueso o de marfil de la cubertería, basta frotarlos con zumo de limón y sal. Para borrarle los brillos a un traje, lo mejor es impregnar la tela con una mezcla muy diluida de amoníaco y agua, y luego plancharla con un paño húmedo entre la tela y la plancha.

El secreto para que salga bien el buey a la borgoña es añadirle cascara de naranja.

Para limpiar manchas de cereza, se frotan con un tomate maduro y se lavan como siempre.

Lo importante es que no nos entre el pánico.

Para conseguir que la raya de los pantalones quede muy marcada, hay que ponerlos del revés y frotar una pastilla de jabón en la cara interior de la raya. Entonces se vuelven del derecho y se planchan sin más.

El truco es estar siempre ocupado.

Pese al hecho de que el asesino me ha llamado, sigo haciéndolo todo como de costumbre.

El secreto está en no dejar que se nos desmadre la imaginación.

Me paso la noche entera limpiando. No puedo dormir. Para limpiar el horno, pongo a calentar una sartén de amoníaco. Otra manera de marcar bien la raya de los pantalones es humedecer el paño de planchar con agua y vinagre. Me rasco la mugre de hoy de debajo de las uñas. Si no abro una ventana me voy a ahogar con el olor de amoníaco al horno.

A ver, tengo que soltárselo a alguien.

La asistente está desaparecida. Cada diez minutos llamo a su oficina y lo único que oigo es el contestador. La primera vez en diez años que la llamo y me sale esto. «Por favor, deje su mensaje tras oír la señal.»

Le digo que el pirado del que me habló me ha llamado.

Me paso la noche llamándola, cada diez minutos.

Por favor, deje su mensaje tras oír la señal.

Tiene que conseguirme alguna protección.

Y su contestador venga a cortarme. Y vuelvo a llamar.

Por favor, deje su mensaje.

Necesito escolta policial armada las veinticuatro horas del día. Por favor, deje su mensaje.

Podría haber alguien en el pasillo, y tengo que ir al baño. El asesino del que me habló sabe quién soy. Me ha llamado. Sabe dónde vivo. Tiene mi número de teléfono. Por favor, deje su mensaje. Llámame. Llámame. Llámame. Por favor, deje su mensaje.

Si aparezco suicidado por la mañana, habrá sido asesinato. Por favor, deje su mensaje.

Si me muero porque el asesino me ha metido la cabeza en el horno, será porque ella no comprueba nunca los mensajes. Por favor, deje su mensaje.

Escucha, le digo al contestador. Esto va en serio. No es paranoia. Eso ya me lo curaste, ¿te acuerdas? Por favor, deje su mensaje.

No es una fantasía de esquizofrénico. No son alucinaciones. Palabra de honor.

Por favor, deje su mensaje. Y se le acaba la cinta.

Paso la noche despierto, escuchando, he empujado la nevera hasta tapar media puerta principal. Tengo que ir al baño, pero no es como para arriesgar mi vida. La gente pasa por el pasillo, pero nadie se detiene. Nadie toca mi pomo en toda la noche. El teléfono suena y suena, y tengo que cogerlo por si es la asistente, pero nunca es ella. Es el desfile habitual de miserias humanas. Embarazadas solteras. Sufridores crónicos. Drogodependientes.

Tienen que acelerar mucho sus confesiones antes de que les cuelgue. Tengo que tener la línea libre.

Cada llamada me llena de alegría y de terror, porque podría ser la asistente o el asesino. Atracción y rechazo.

Incentivos positivos y negativos para descolgar el auricular.

En medio del pánico llama Fertility para decir:

—Hola, vuelvo a ser yo. He estado pensando en ti toda la semana. Quería preguntar si va contra las normas que nos veamos. Me gustaría mucho conocerte.

Sin dejar de escuchar por si hay pisadas, y atento siempre a la sombra que corte la línea de luz visible bajo la puerta de entrada, levanto la persiana para ver si hay alguien en la salida de incendios. Le pregunto que qué hay de su amigo. ¿No tenía que haber quedado con él hoy?

—¿A ése? —dice Fertility—. Sí, le he visto.

¿Y?

—Huele a perfume de mujer y a laca de pelo —dice Fertility—. No sé qué pudo ver mi hermano en él.

El perfume y la laca eran de fumigar las rosas, pero no le voy a decir eso.

—Además, tenía restos de laca roja en las uñas.

Pintura en aerosol para retocar las rosas.

—Y es un pésimo bailarín.

Ahora mismo es del todo innecesario que venga alguien a matarme.

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