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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Superviviente (7 page)

BOOK: Superviviente
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Llama un tío para decir que va a suspender segundo de álgebra.

Para no perder la práctica, le digo que se suicide. Llama una mujer y me cuenta que sus hijos no se comportan. Sin que me tiemble el pulso le digo que se suicide. Llama un hombre para decir que su coche no arranca. Suicídate.

Llama una mujer para preguntar a qué hora empieza la sesión de noche. Suicídate.

Ella pregunta:

—¿No es éste el 555 132.7? ¿Es el multicine Moorehouse? Yo le digo: suicídate. Suicídate. Suicídate.

Llama una chica y pregunta:

—¿Duele mucho morirse?

Pues sí, cariño, le digo, pero más duele seguir viviendo.

—Era curiosidad —me dice—. La semana pasada mi hermano se suicidó.

Ésta tiene que ser Fertility Hollis. Le pregunto qué edad tenía su hermano.

—Veinticuatro —me dice, sin llorar ni nada. Ni siquiera suena muy triste.

Su voz me hace pensar en su boca me hace pensar en su respiración me hace pensar en sus pechos.

Epístola I a los Corintios, capítulo sexto, versículo dieciocho:

«Huid de la fornicación..., el que fornica peca contra su propio cuerpo».

En esta voz mía, nueva, más profunda, le pregunto cómo se siente.

—Pues en lo que a oportunidad se refiere —dice—, no llego a decidirme. El semestre de primavera se acaba, y mi trabajo me da cien patadas. Se me acaba el contrato del apartamento. La ITV del coche expira la semana que viene. Si lo hago alguna vez, éste no sería mal momento para suicidarse.

Hay muchos motivos para vivir, le digo, y ruego por que no me pida una lista. Le pregunto si no hay nadie que comparta su dolor por lo de su hermano. ¿Algún antiguo amigo de su hermano que le ayude a serenarse ante esta tragedia?

—Pues no.

Le pregunto si no hay nadie que vaya a la tumba de su hermano.

—No.

Le pregunto si de verdad nadie. ¿Nadie lleva flores a su tumba? ¿Ni un solo amigo?

—No.

Desde luego, causé sensación.

—No —dice—. Espera. Sí que había un tío raro.

Genial. Ahora soy raro.

Le pregunto qué quiere decir con lo de raro.

—¿Recuerdas a la gente de aquella secta que se suicidaron todos? —me dice—. Fue hace siete u ocho años. Toda la gente de la ciudad que fundaron se reunió en la iglesia y bebió veneno, y el FBI se los encontró muertos en el suelo y cogidos de las manos. Ese tío me los recordó. No tanto la ropa de capullo que llevaba, pero tenía el pelo como si se lo cortara él mismo con los ojos cerrados.

Fue hace diez años, y lo único que quiero ahora es colgar.

II Paralipómenos, capítulo veintiuno, versículo diecinueve:

«... se le salieron a Joram las entrañas...».

—Hola —dice—. ¿Sigues ahí?

Sí, le digo. ¿Qué más?

—Nada más —dice—. Estaba frente a la cripta de mi hermano con un gran ramo de flores.

Lo ves, le digo. Ése es el tipo de persona a la que tienes que acudir en esta época de crisis.

—No creo —me dice.

¿Estás casada?, pregunto yo.

—No.

¿Sales con alguien?

—No.

Pues entonces intenta conocer a ese tipo, le digo. Dejad que la pérdida común os acerque el uno al otro. Éste podría ser el romance de tu vida.

—No creo —dice—. Para empezar, tú no lo has visto. A ver, siempre me pregunté si mi hermano no sería homosexual, y el rarito ese con las flores ha confirmado mis sospechas. Además, tampoco era muy atractivo.

Libro de las Lamentaciones, capítulo segundo, versículo once:

«... Mis entrañas hierven, derrámase en tierra mi hígado...».

Yo le digo que si se hiciera un buen corte de pelo... Podrías ayudarle. Pulirlo un poco.

—No creo —dice—. El tío es feo pero a rabiar. Tiene un corte de pelo horrible, con dos patillas que le llegan casi hasta la boca. No es como cuando los tíos usan el vello facial como las mujeres el maquillaje, sabes, para ocultar que tienen papada o que no tienen pómulos. Ese tío no tiene ni un rasgo decente que pulir. Está eso, y luego que es marica.

Primera Epístola a los Corintios, capítulo once, versículo catorce:

«¿Y no os enseña la misma naturaleza que el varón se afrenta si deja crecer su cabellera?».

Le digo que no tiene pruebas de que sea sodomita.

—¿Qué pruebas te hacen falta?

Le digo que le pregunte. ¿Tiene que verlo alguna otra vez?

—Bueno —dice—, le dije que le vería frente a la cripta la semana que viene, pero no sé. No era en serio. La verdad es que casi lo dije para quitármelo de encima. Era tan mísero y tan patético... Me estuvo siguiendo por el mausoleo una hora entera.

Pero aun así tendrás que verle, le digo. Se lo has prometido. Piensa en tu pobre hermano, en Trevor. ¿Qué pensaría Trevor si ella dejase tirado a su único amigo?

Ella pregunta:

—¿Cómo sabes su nombre?

¿El nombre de quién?

—De mi hermano Trevor. Has dicho su nombre.

Lo habrás dicho tú primero, le digo. Lo has dicho hace nada. Trevor. Veinticuatro años. Se suicidó la semana pasada. Homosexual. Puede. Tenía un amante secreto que te necesita desesperadamente para llorar en tu hombro.

—¿Con todo eso te has quedado? Sí que sabes escuchar —dice ella—. Estoy impresionada. ¿Qué aspecto tienes tú?

Feo, le digo. Repulsivo. Pelo feo. Feo pasado. No te gustaría ni pizca.

Le pregunto sobre el amigo, quizá amante, o viudo, de su hermano: ¿piensa volver a verlo la semana que viene, como le prometió?

—No sé —me dice—. Puede. Quedaré con el bobo ese si ahora haces tú algo por mí.

Pero recuerda, le digo. Tienes la oportunidad de marcar una profunda diferencia en la soledad de otra persona. Tienes una magnífica oportunidad de aportar amor y cariño a un hombre que necesita desesperadamente de tu amor.

—A la mierda el amor —dice, y su voz cae para unirse a la mía—. Di algo que me ponga caliente.

No sé de qué habla.

—Sí sabes de qué hablo —dice ella.

Génesis, capítulo tercero, versículo doce:

«... la mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí».

Oye, le digo. No estoy solo. Tengo alrededor a un montón de abnegados voluntarios dando lo mejor de sí.

—Venga —dice ella—. Chúpame las tetas.

Le digo que se está aprovechando de mi naturaleza de por sí amable y abnegada. Le digo que tendré que colgar.

Ella dice:

—Cómeme entera.

Le digo que voy a colgar.

—Más fuerte —dice ella—. Dame más fuerte. Más fuerte, follame más fuerte.

Se ríe y dice:

—Chúpame. Chúpame. Chúpame. Chupa. Me.

Le digo que voy a colgar. Pero no cuelgo. Fertility dice:

—Sabes que lo deseas. Dime qué es lo que quieres que haga. Sabes que quieres. Hazme hacer algo terrible.

Y antes de que me la pueda sacar, Fertility Hollis lanza un aullido entrecortado de reina porno del orgasmo.

Y cuelgo.

I Timoteo, capítulo cinco, versículo quince:

«Porque algunas ya se han extraviado en pos de Satanás».

Me siento impuro y usado, sucio y humillado. Sucio y burlado y descartado.

Y suena el teléfono. Es ella. Tiene que ser ella, así que no cojo el teléfono.

Durante toda la noche el teléfono suena, y yo me quedo sentado y me siento engañado y no me atrevo a cogerlo.

39

Hará unos diez años que tuve mi primera sesión a solas con mi asistente social, que es una persona de verdad, con nombre y oficina propios, pero no quiero meterla en líos. Ya tiene suficiente con sus problemas. Tiene un título de socióloga. Tiene treinta y cinco años y no es capaz de conservar a sus novios. Hace diez años tenía veinticinco, acababa de salir de la universidad y le cargaron el muerto de recogernos en cumplimiento del reciente Programa de Retención de Supervivientes del Gobierno Federal.

Pasó así: un policía llamó a la puerta de la casa en la que trabajaba entonces. Hace diez años yo tenía veintitrés, y aquél era aún mi primer empleo, porque por entonces todavía trabajaba de firme. Qué podía saber yo. Los jardines de alrededor de la casa eran siempre de un verde oscuro y húmedo, y tan suaves que se extendían ondulantes y suaves y perfectos como un verde abrigo de armiño. En la casa no había nada que pareciese devaluado. Cuando se tienen veintitrés años uno cree que será capaz de mantener esa calidad de trabajo por siempre.

Un poco por detrás del policía que llamó a la puerta estaban otros dos policías y la asistente social, de pie junto al coche patrulla.

No entenderíais lo bien que me sentía con mi trabajo hasta que abrí la puerta. Durante toda mi vida, mientras crecía, me había estado preparando para aquello, para ser bautizado y conseguir un empleo de limpiador en el malvado mundo exterior.

Cuando la gente para la que trabajaba envió una donación a la Iglesia por mi trabajo, yo estaba radiante. De veras creía que así ayudaba a crear el Cielo en la Tierra.

Tanto me daba cómo me mirase la gente: yo llevaba siempre puesto el atuendo obligatorio de la Iglesia: el sombrero, los pantalones anchos sin bolsillos. La camisa blanca de manga larga. Independientemente del calor que hiciese, en público llevaba siempre puesta la chaqueta oscura, sin importarme lo que la gente tuviese que decir al respecto.

—¿Cómo es que puedes llevar camisas con botones? —me preguntaban en la ferretería, por ejemplo.

Porque no soy amish.

—¿Tienes que llevar ropa interior especial?

Me parece que hablaban de los mormones.

—¿No atenta contra tu religión vivir fuera de la colonia?

Eso suena más a menonita.

—Nunca antes había conocido a un hutterita.

Y sigues sin conocerlo.

Me gustaba destacarme del resto del mundo, a un tiempo pío y misterioso. Uno se sentía aquel hombre justo que impedía a Dios aplastar la bulliciosa Sodoma y Gomorra del centro comercial Valley Plaza.

Era el salvador de todos, tanto daba que lo supieran o no. En un día sofocante, envuelto en toda aquella gruesa lana de color sufrido, era un mártir ardiendo en la hoguera.

Era incluso más maravilloso cruzarte con alguien vestido igual que tú. Los pantalones marrones, o el traje marrón; todos calzábamos los mismos zapatos redondos y abultados. Los dos podíamos reunirnos para tener una tranquila conversación. Había muy pocas cosas que pudiéramos decirnos unos a otros en el mundo exterior. Sólo se podían decir tres o cuatro cosas, así que lo mejor era empezar despacio y no apresurarse con las palabras. Sólo se nos permitía salir a la calle para hacer la compra, y aun así sólo si se te confiaba dinero.

Si me encontraba con alguien de la colonia, podía decir:

«Así seas de todo servicio durante tu vida».

Podía decir:

«Gloria a Dios nuestro Señor por este día en el que trabajar».

Podía decir:

«Así nuestros esfuerzos lleven al Cielo a cuantos nos rodean».

Y podía decir:

«Así te sea concedido morir con todo tu trabajo hecho».

Ése era el límite.

Si veía a alguien de aspecto ufano y acalorado con ropas propias de la Iglesia del Credo, me acercaba a él y repetía esa pequeña conversación en mi cabeza. Ambos nos apresuraríamos hacia el otro, pero nos estaba prohibido tocarnos. Nada de abrazos. Nada de estrechar manos. Yo decía una de las frases aprobadas. Ella decía otra. Seguía este toma y daca hasta que cada uno había dicho dos frases. Entonces bajábamos la cabeza y cada uno regresaba a sus tareas.

Ésa era una parte ínfima de la más ínfima parte del conjunto de reglas que había que aprender. Para los que crecimos en la colonia, la mitad de nuestros estudios se centraron en la doctrina de la Iglesia y en sus reglas. La otra mitad se centraba en el servicio. Por servicio se entendía jardinería, etiqueta, cuidado de los tejidos, limpieza, carpintería, costura, animales, aritmética, limpieza de manchas y tolerancia.

Las reglas para el mundo exterior establecían que había que escribir semanalmente a los ancianos de la Iglesia cartas de confesión. Había que abstenerse de comer dulces. Estaba prohibido beber y fumar. Era obligatorio mantener siempre una apariencia limpia y decente. No se nos permitía disfrutar de ningún tipo de documentación retransmitida. No se podía participar en relaciones sexuales.

San Lucas, capítulo veinte, versículo treinta y cinco:

«Pero los juzgados dignos... ni tomarán mujeres ni maridos».

Los ancianos de la Iglesia del Credo hacían que el celibato sonase igual de fácil que abstenerse de jugar a béisbol. Sólo di no.

El resto de reglas no se acababan nunca. Dios te librase de bailar jamás. O de comer azúcar blanco. O de cantar. Pero la regla más importante que recordar era ésta:

Si los miembros de la Iglesia del Credo se sentían llamados a Dios, alégrate. Cuando el Apocalipsis sea inminente, celébralo. Todos los miembros de la Iglesia del Culto deben inmolar su vida a Dios, amén.

Y tenías que cumplirla.

Tanto daba lo lejos que estuviese uno. No importaba cuánto tiempo llevase fuera de la colonia. Por ser tabú el uso de instrumentos de comunicación de masas, pasarían años antes de que todos los miembros de la Iglesia supiesen de la Redención. Así lo llamaba la doctrina de la Iglesia. La Redención. La huida a Egipto. La huida de Egipto. En la Biblia, la gente se pasa el tiempo huyendo de un lado a otro.

Puede que pasasen años antes de que te enteraras, pero en cuanto lo supieses tenías que buscar un arma, beber algún veneno, ahogarte, colgarte, abrirte las venas o despeñarte.

Debías inmolarte al Cielo.

Por eso vinieron los tres policías y la asistente social a recogerme.

El policía dijo:

—No va a serte fácil escuchar esto —y supe que me habían dejado atrás.

Era el Apocalipsis, la Redención, y pese a todo mi trabajo y a todo el dinero que había obtenido para el plan, el Cielo en la Tierra ya no llegaría jamás.

Antes de que pudiera pensar, la asistenta social dio un paso adelante y dijo:

—Sabemos para qué te han programado a partir de este momento. Estamos dispuestos a tenerte bajo vigilancia para impedirlo.

Cuando la Iglesia del Credo dictaminó la Redención, había cerca de millar y medio de miembros dispersos por todo el país en misión de trabajo. A la semana siguiente, quedaban unos seiscientos. Pasado un año, cuatrocientos.

Desde entonces se habían suicidado incluso un par de asistentes sociales.

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