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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (33 page)

BOOK: Single & Single
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– No tardes -susurró ella-. ¿Me lo prometes?

Oliver aguardó a que el ascensor desapareciera y después, para mayor seguridad, pulsó el botón de llamada y esperó hasta que el ascensor regresó vacío. A continuación se quitó una zapatilla y la encajó a modo de calce en una de las puertas para que el ascensor no se moviese de allí, porque sabía que, de los tres que había en el edificio, era el único que llegaba al ático, y por tanto, lógicamente, la única persona que podía desear subir allí a esas horas, aparte de Tiger, era Katrina, decidiendo quizá en el último momento quedarse a hacerle compañía. Con las llaves en la mano, un pie descalzo y el otro calzado, recorrió renqueante el pasillo. La puerta de caoba no opuso resistencia, y Oliver entró en la casa londinense de un caballero del siglo xviii, salvo que había sido construida quince años atrás en lo alto de un tejado. Oliver nunca había dormido allí, nunca se había reído allí, nunca se había lavado o hecho el amor o jugado allí. Algunas veces, en noches solitarias, Tiger había requerido su presencia, y habían matado el rato, entre cabezada y cabezada, viendo programas de televisión reductores de la mente. Por lo demás, sus únicos recuerdos ligados a aquel lugar eran las diatribas de Tiger contra las autoridades de la City por negarle el permiso para instalar un helipuerto en el tejado y unas cuantas fiestas de verano, con el bufé a cargo de Katrina, ofrecidas para todos los amigos que Tiger no tema.

«¡Oliver, Nina, venid aquí, por favor! Oliver, cuéntanos otra vez ese chiste del escorpión que quería cruzar el Nilo. Pero despacio. Su alteza desea anotarlo…»

«¡Oliver! ¿Me concedes un minuto de tu tiempo, hijo mío, si te es posible separarte de tu deliciosa compañía? Explícale otra vez a su excelencia la base legal del proyecto que con tanta soltura nos has presentado esta mañana. Puesto que ésta es una ocasión informal, puedes emplear una terminología más desinhibida…»

Oliver se hallaba en el vestíbulo, la entrepierna dolorida aún a causa de las caricias de Katrina. Se adentró en el piso, con los sentidos todavía en estado de incandescencia. Lo desorientaba la distribución de las habitaciones y no sabía ya por dónde iba, pero eso era culpa de Katrina. Dobló una esquina y atravesó un salón, una sala de billar y un despacho. Regresó al vestíbulo y hurgó en abrigos y gabardinas en busca de los trozos de papel a que Brock otorgaba tanto valor. En el taco de notas situado junto al teléfono parecía haber algo escrito del puño y letra de Tiger. Presente aún la proposición de Katrina de «echar otra cosa», se echó el taco al bolsillo. En una habitación algo había despertado su interés, pero no recordaba en cuál. Se paseó indeciso por el salón, esperando la inspiración, procurando alejar de su memoria el tacto del pecho de Katrina bajo el hueco de su mano y la presión de su pubis contra el muslo. No era aquí, pensó, pasándose los dedos entre el pelo para aclararse las ideas. Prueba en otra parte. Se dirigía a la sala de billar cuando reparó en una papelera de cuero colocada entre una butaca de lectura y una mesa auxiliar, y supo que la había visto antes sin percatarse de su importancia. En la papelera había sólo un sobre acolchado amarillo, vacío pero hinchado todavía por efecto del objeto que había contenido. Su mirada se posó en las puertas de un armario presentadas exteriormente como estanterías de libros. Estaban entreabiertas, revelando parcialmente en corte vertical un equipo de audio y vídeo. Y cuando se acercaba cojeando con su pie calzado y su pie descalzo, percibió el parpadeo de un piloto verde en el aparato de vídeo. Sobre éste se hallaba la caja blanca y sin rotular de una cinta de vídeo, también vacía. Oliver tenía ya la mente despejada y sus deseos habían remitido. Si alguien hubiese escrito prueba documental en el lomo de la caja y trazado una flecha que señalase la luz verde intermitente, la conexión entre ambas no habría sido más obvia. «Recibirán una prueba documental por separado en su domicilio particular. Y. I. Orlov.» Sonaba el teléfono.

Es para Tiger.

Es Mirsky, que se hace llamar Münster.

Es Katrina para decir que quiere subir pero el ascensor no funciona.

Es Bernard el calvo para ofrecer un servicio.

Son los porteros para avisar que vienen de camino.

Es Brock para advertir: «Te han descubierto. Abandona.»

Siguió sonando, y Oliver lo dejó sonar. Ningún contestador automático interceptó la llamada. Pulsó la tecla eject en el panel del vídeo, extrajo la cinta, la guardó en la caja y devolvió ésta al sobre acolchado amarillo. «A la atención del señor Tiger Single», rezaba en la etiqueta, mecanografiada electrónicamente. entrega en mano, pero no llevaba el sello de ningún servicio de mensajería ni remite. Se encaminó hacia el vestíbulo y, alarmado, vio una fotografía de sí mismo, más joven, con disfraz de abogado, peluca incluida. Cogió una cazadora de piel de una hilera de abrigos y se la colgó de un hombro, usándola para ocultar la cinta que llevaba bajo el brazo. Recuperó la zapatilla encajada en la corredera de las puertas del ascensor, se la calzó, entró y, tras un vergonzoso instante de vacilación, apretó el botón de la planta baja. El ascensor descendió a su parsimoniosa marcha. Atrás quedaron los pisos duodécimo y undécimo, y en el décimo Oliver se comprimió contra un rincón para que Katrina no lo viese por la estrecha ventanilla al pasar ante el rellano de la octava planta. Sin embargo en su imaginación la vio desnuda y resplandeciente en la cama que compartía con Tiger y tenía en ese momento una plaza vacante. En el vestíbulo del edificio, Mattie se había apropiado del
Mail on Sunday
de Joshua.

– ¿Sería tan amable de devolverle esto a la señorita Altremont? -dijo Oliver, entregándole las llaves de Kat.

– A su debido tiempo -contestó Mattie sin desviar la vista del periódico.

En la acera, giró a la derecha y caminó con paso enérgico hasta llegar a Mohammed, quiosco de prensa y tabaco, abierto las veinticuatro horas. Poco más allá había tres cabinas telefónicas junto a la barandilla de protección del bordillo. Oyó que detrás de él, a corta distancia, un coche reclamaba su atención con repetidos bocinazos y se volvió en el acto, temiendo ver a Katrina en su Porsche de Casa Single. Pero era Aggie, que le hacía señas, sentada al volante de un Mini verde.

– A Glasgow -susurró cuando se dejaba caer agradecido en el asiento contiguo-. Y pisa a fondo.

La sala de estar de la casa de Camden, con su olor a sándwiches pasados y cuerpos ausentes, reunía todas las condiciones de un cine de barrio. Brock y Oliver se hallaban sentados en un sofá con los muelles a flor de piel a modo de púas. Brock se había ofrecido a ver él solo la cinta. Oliver había preferido acompañarlo. En la pantalla aparecieron unos números. Es una peli porno, pensó Oliver, recordando las manos de Kat; justo lo que necesito. De pronto vio a Alfred Winser de rodillas y maniatado en un pedregoso y pronunciado camino y, ante él, a un ángel enmascarado con gabardina blanca que apuntaba a su cabeza una reluciente pistola automática. Y oyó la voz nasal y repugnante de Hoban explicar a Alfie por qué tenía que volarle la cabeza. Y después de eso ya sólo pudo pensar en Tiger, sólo en su ático, con el raglán marrón puesto, viendo y oyendo aquello mismo antes de bajar a la planta octava para despertar a Kat. El resto del equipo escuchaba la voz monocorde de Hoban desde la cocina, tomando té y mirando el tabique. «Vendréis todos a la segunda casa», les había dicho Brock. Los hombres estaban sentados juntos y en silencio. Aggie, en una silla aparte, tenía los ojos cerrados y recordaba cómo había imitado el canto de las aves con hojas de hierba para Zach.

Brock se dio el gusto de sacar a Massingham de la cama en plena noche. Mientras esperaba en el estrecho rellano, se consoló oyéndolo gritar cuando Carter y Mace lo despertaron con un mínimo uso de la fuerza. Y cuando lo obligaron a salir de su dormitorio como un reo exhibido para escarnio público con la informe bata de matrona, las zapatillas y el horrendo pijama a rayas, parpadeando con mirada suplicante, custodiado por sus dos carceleros, Brock pensó con saña: «Te está bien empleado», antes de forzarse a mostrar un inexpresivo semblante burocrático.

– Disculpe las molestias, caballero. Ha salido a la luz cierta información que debe usted conocer. Por favor, señor Mace, una grabadora. El ministro deseará oír esto personalmente.

Massingham no se movió. Carter dio un paso atrás, apartándose de él. Mace salió en busca de la grabadora. Massingham siguió inmóvil.

– Exijo la presencia de mi abogado -declaró-. No pienso decir una sola palabra más hasta que reciba garantías por escrito.

– En ese caso, caballero, dadas las actuales circunstancias, vale más que se vaya preparando para vivir como un monje trapense.

Sin aspavientos, Brock abrió la puerta de la sala de estar abuhardillada. Massingham entró primero, sin dignarse mirarlo. Ocuparon sus asientos de costumbre. Mace apareció con la grabadora y la puso en marcha.

– Si ha estado molestando a William… -empezó a decir Massingham.

– Ni yo ni nadie lo ha molestado. Quiero hablar con usted acerca del riesgo. ¿Recuerda nuestra conversación sobre el riesgo?

– Claro que la recuerdo.

– Bien, porque los ayudantes del ministro me llevan por la calle de la amargura. Ahora piensan que oculta usted algo.

– Pues mándelos a tomar por el culo.

– Gracias por la sugerencia, caballero, pero no creo que les guste la idea. Hora del almuerzo: Tiger Single desaparece de Curzon Street. No obstante, usted había abandonado ya el edificio. A las once de la mañana salió usted de su despacho y regresó a su domicilio de Chelsea, ¿por qué?

– ¿Es eso delito?

– Depende del motivo, caballero. Permaneció allí durante diez horas, hasta las nueve y cinco de la noche, momento en que solicitó protección. ¿Lo confirma?

– Claro que lo confirmo. Es lo que yo mismo dije -afirmó Massingham. Sus enérgicas palabras delataban su verdadero estado, que era de creciente nerviosismo.

– ¿Por qué razón volvió tan pronto a casa aquella mañana?

– ¿Es que no tiene la más mínima imaginación? Winser había sido asesinado; la noticia era ya de dominio público; la oficina estaba al borde del caos; los teléfonos sonaban sin cesar. Docenas de personas habían dejado mensajes para que me pusiese en contacto con ellas. Necesitaba tranquilidad y silencio. ¿Dónde iba a encontrar una poco de paz si no en mi casa?

– Donde luego recibió las amenazas telefónicas -apuntó Brock, pensando que los embusteros a veces también decían la verdad-. A las dos de esa misma tarde un mensajero entregó un paquete en su casa. ¿Qué contenía ese paquete?

– Nada.

– ¿Cómo dice?

– No recibí ningún paquete, y por tanto no había nada en él. Eso es mentira.

– En su casa, alguien aceptó ese paquete y firmó el recibo.

– Demuéstrelo. No puede. No puede encontrar el servicio de mensajería. Yo no firmé nada, ni toqué nada. Todo eso es pura fantasía. Y si cree que lo recibió William, está muy equivocado.

– Yo no he insinuado siquiera que fuese William. Eso lo ha dicho usted.

– Se lo advierto: no meta a William en esto. Esa mañana estuvo en Chichester desde las diez. Ensayando todo el santo día.

– ¿Para qué, si no es indiscreción?


El sueño de una noche de verano.
Interpreta el papel de Puck.

– ¿A qué hora volvió a casa?

– No llegó hasta las siete. «Márchate, márchate -le dije-. Sal de la casa; no es segura.» No lo entendió, pero se fue.

– ¿Adónde?

– No es asunto suyo.

– ¿Se llevó algo, William?

– Naturalmente. Hizo la maleta. Yo lo ayudé. Luego pedí un taxi por teléfono para él. No sabe conducir. Ni aprenderá nunca. Ha tomado cientos de clases, pero no es lo suyo.

– ¿Se llevó el paquete?

– No existía tal paquete. -Ahora con voz fría y severa-. Ese paquete es una patraña, señor Brock.

– A las dos en punto de la tarde, una vecina suya vio parar ante su casa a un mensajero en moto que se acercó a su puerta con un paquete en la mano y se marchó sin él. No vio quién firmaba el recibo porque estaba echada la cadena de la puerta.

– Esa vecina es una mentirosa.

– Sufre de artritis múltiple y se entera de todo cuanto ocurre en esa calle -respondió Brock con sobrehumana paciencia-. Y será una excelente testigo. Testigo de la acusación.

Massingham se examinó las uñas con desaprobación, como si dijese: «Mire cómo me han quedado.»

– Supongo que podría haberse tratado del reparto de guías telefónicas o algo así -aventuró, ofreciendo una explicación válida para ambos-. Esa gente de Telecom se presenta a las horas más intempestivas. Es
posible
que firmase yo mismo el recibo sin darme cuenta. Dado el estado en que me hallaba. Puede ser.

– No hablamos de guías telefónicas. Hablamos de un sobre acolchado, amarillo, con una etiqueta blanca autoadhesiva. Algo aproximadamente del tamaño… -Miró alrededor con detenimiento, entreteniéndose de manera especial en el televisor y el aparato de vídeo-. Del tamaño de uno de esos libros en rústica -dijo por fin. Massingham volvió la cabeza para observarlos-. O podría haber sido una
cinta de vídeo -
añadió como si la idea acabase de ocurrírsele-. Como las de aquel estante. Mostrando a todo color el asesinato mediante un disparo de su difunto colega Alfred Winser.

En respuesta, Massingham se limitó a adoptar la misma expresión de obstinado enojo que había asomado a su rostro cuando Brock mencionó a William.

– Y con un mensaje adjunto -continuó Brock-. La filmación era de por sí escalofriante, pero el mensaje que la acompañaba era aún peor. ¿Estoy en lo cierto?

– Ya sabe que sí.

– Tan escalofriante era que, antes de solicitar la protección de la policía de aduanas, inventó usted un cuento con la intención de negar la existencia de la cinta, que entregó a William con instrucciones de quemarla y esparcir las cenizas a los cuatro vientos… o algo semejante.

Massingham se puso en pie.

– El «mensaje», como usted se complace en llamar -repuso, hundiendo las manos en los bolsillos de la informe bata y echando atrás la cabeza-, no era un mensaje en absoluto. Era una sarta de mentiras que me describían como un verdadero monstruo. Prácticamente me responsabilizaban de la muerte de Winser. Me acusaban de todos los crímenes sobre la faz de la tierra, sin una sola prueba para respaldarlo. -Con actitud teatral, se aproximó a Brock, todavía sentado, y con las rodillas cerca de la cara de Brock, le habló inclinando la cabeza-. ¿Realmente cree que se me habría ocurrido presentarme ante ustedes, mis anfitriones, nada menos que la policía de aduanas de Su Majestad, exhibiendo como billete de entrada un documento en extremo difamatorio que me muestra como el peor hijo de puta de todos los tiempos? Debe de estar loco.

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