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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (43 page)

BOOK: Single & Single
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– He aquí la situación, señor Massingham -dijo, amable y tranquilo, actitud que se proponía mantener-. Mijaíl Ivánovich Orlov murió en el intercambio de disparos del
Free Tallinn.
Usted lo sabía, pero no consideró oportuno revelárnoslo. -Con la pausa que hizo a continuación no pretendía invitar a Massingham a hablar, sino darle tiempo para que tomase plena conciencia de la acusación-. ¿Por qué no, me pregunto? -Al no recibir respuesta, aparte de un gesto de indiferencia poco convincente, añadió-: También ha llegado a mi conocimiento que Yevgueni Orlov los considera a usted y a Tiger Single culpables por igual de la muerte de su hermano. ¿Coincide esa información con la suya?

– Fue cosa de Hoban.

– ¿Disculpe?

– Hoban me cargó a mí el muerto.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo accedió usted a esa información si puede saberse?

Un prolongado silencio, seguido de unas palabras casi inaudibles:

– Eso es asunto mío.

– ¿Se enteró por casualidad mediante su versión personalizada de la cinta de vídeo con las imágenes del asesinato de Alfred Winser? ¿Algún mensaje o posdata dirigido específicamente a usted para advertirle del peligro que corría?

– Me dijeron que yo era el siguiente de la lista. Mijaíl estaba muerto; yo lo había traicionado. Yo y mis seres queridos, William en especial, pagaríamos con sangre -explicó Massingham con la voz cascada-. Fue un montaje. Hoban jugaba con dos barajas.

– Más bien con tres, ¿no? Al fin y al cabo, usted y él engañaban ya a Tiger.

Massingham no respondió, pero tampoco lo negó.

– Usted participó de manera entusiasta en un plan anterior, allá por Navidad aproximadamente, concebido para despojar a su jefe. Single, de todos sus activos y crear una nueva entidad controlada por Hoban, Mirsky y usted mismo. ¿Es así, señor Massingham? ¿Tendrá la bondad de decir «sí»?

– Sí.

– Gracias. Dentro de un momento pediré a los señores Mace y Carter que entren y lo acusaré formalmente de varios delitos, entre ellos, obstaculizar la acción de la justicia ocultando información y destruyendo pruebas, y confabularse con personas conocidas y desconocidas para importar sustancias prohibidas. Si colabora conmigo ahora, subiré al estrado en su juicio y abogaré en favor de una reducción de la draconiana pena que le espera. Si no colabora ahora conmigo, presentaré su participación en este asunto de modo tal que se le apliquen las penas máximas en todos los cargos y sentaré a William a su lado en el banquillo, acusado de complicidad antes, después y durante el hecho. Además, negaré bajo juramento haber dicho lo que acabo de decir. ¿Qué será, señor Massingham? ¿Sí, colaboro; o no, no colaboro?

– Sí.

– Sí ¿qué?

– Sí, colaboro.

– ¿Dónde está Tiger Single?

– No lo sé.

– ¿Dónde está Alix Hoban?

– No lo sé.

– ¿Veré a William en el banquillo de los acusados junto a usted?

– No, no lo verá. Estoy diciendo la verdad.

– ¿Quién informó a las autoridades rusas acerca del
Free Tallinn
? Conteste con mucho cuidado, por favor, porque ya no tendrá oportunidad de rectificar la declaración.

– El muy hijo de puta me metió en eso -susurró Massingham.

– ¿Y quién es el hijo de puta en cuestión?

– ¡Maldita sea! Ya se lo he dicho. Hoban.

– Me gustaría entender la lógica de eso. Esta noche tengo la cabeza un poco espesa. ¿Qué se ganaba, desde el punto de vista de Hoban y usted, con la confiscación por parte de las autoridades rusas del
Free Tallinn
y unas cuantas toneladas de heroína refinada de la mejor calidad… y ya no digamos con la muerte de Mijaíl?

– ¡Yo no sabía que Mijaíl viajaba en el condenado barco! Hoban no me lo dijo. Si hubiese sabido que Mijaíl estaba a bordo, no me habría prestado por nada del mundo a seguirle el juego.

– Seguirle el juego ¿respecto a qué?

– Hoban quería poner la gota que colma el vaso. Un último fracaso espectacular tras una larga serie. Y eso hizo.

– Pero también usted lo hizo.

– ¡De acuerdo, lo hicimos los dos! Él lo propuso, y yo vi sentido a la idea. Le seguí el juego. Me dejé engañar como un imbécil. ¿Contento? Si se confiscaba el
Free Tallinn,
sería el factor decisivo y Hoban estaría en condiciones de mover a Yevgueni.

– «Mover» ¿en qué sentido? Y levante la voz, por favor. No le oigo bien.

– Mover en el sentido de persuadir. ¿Es que hablo en chino? Hoban tiene cierto ascendiente sobre Yevgueni. Está casado con Zoya. Es padre del único nieto varón de Yevgueni. Puede sacar provecho de esa situación. Si fracasaba la operación del
Free Tallinn,
no habría ya más resistencia ni más cambios de planes en el último momento por parte de Yevgueni. Ni siquiera Tiger conseguiría disuadirlo con sus zalamerías.

– Y Hoban, para mayor seguridad, puso a Mijaíl en el barco sin informarle a usted. El razonamiento empieza a debilitarse otra vez, me temo.

– Ponerlo en el barco, no creo. Seguramente lo decidió Mijaíl. Pero Hoban sabía de antemano que se había revelado la naturaleza del cargamento, y no se lo impidió.

– Así que Mijaíl resultó muerto, y usted, en lugar de beneficiarse de un derrocamiento comercial, se vio envuelto en un mayúsculo odio de sangre a la georgiana.

– Fue una trampa. Yo soy el traidor, y por lo tanto el principal objetivo. Pero, según la versión de Hoban, Tiger me incitó a la traición, y por lo tanto tan culpable como yo.

– He vuelto a perderme.
¿Por qué
es usted el traidor? ¿Cómo llegó a esa posición? ¿Por qué no dio Hoban personalmente el soplo sobre el
Free Tallinn
? ¿Por qué no hacía Hoban su trabajo sucio?

– El soplo debía proceder de Inglaterra. Si procedía de Hoban, sus antiguos camaradas lo descubrirían tarde o temprano y Yevgueni acabaría enterándose.

– ¿Ése es el razonamiento tal como Hoban se lo presentó a usted?

– ¡Sí! Y tenía sentido. Si el soplo procedía de Inglaterra, podía deducirse que procedía de Tiger. Si pasaba yo la información, lo hacía por orden de Tiger. Tiger, pues, engañaba a Yevgueni. Delatar a Tiger formaba parte del plan.

– Y también delatarlo a usted.

– Al final… resultó ser así…, sí. Interpretado a la manera de Hoban, sí. Interpretado a mí manera, no -contestó Massingham. Había recobrado la voz, y con ella cierta farisaica indignación.

– ¿Le siguió el juego, pues?

Massingham no respondió. Brock dio medio paso hacia él, y con medio paso bastó.

– Sí. Le seguí el juego. Pero no sabía que Mijaíl estaba a bordo. No sabía que Hoban se volvería contra nosotros. ¿Cómo iba a saberlo?

Brock parecía absorto en sus reflexiones. Asentía vagamente con la cabeza, se tocaba el mentón.

– Así que accedió a dar el soplo -dijo por fin, pensando en voz alta-. Pero ¿cómo? -No hubo respuesta-. Déjeme adivinar. El señor Massingham acudió a sus viejos amigos de lo que llamamos el Foreign Office. -Siguió sin haber respuesta-. ¿A alguien que yo conozco? Repito: ¿A alguien que yo conozco?

Massingham negó con la cabeza.

– ¿Por qué no? -preguntó Brock.

– ¿Qué iba a decirles cuando me preguntasen cómo había averiguado que el
Free Tallinn
salía de Odessa con ese cargamento? ¿Que lo había oído casualmente en un bar? ¿Que había escuchado una conversación telefónica gracias a un cruce de líneas? Se me habrían echado encima en cuestión de segundos.

– Sí, sin duda -concedió Brock después de pensarlo por un instante-. Les habría despertado más curiosidad
usted
que el
Free Tallinn.
Eso no habría dado resultado, ¿verdad? Usted necesitaba un aliado pasivo que no hiciese preguntas, y no a un miembro pensante del Servicio de Inteligencia. Así pues, ¿a quién acudió, señor Massingham? -Brock estaba tan cerca de él y su actitud era tan reflexiva que no era necesario ni pertinente alzar la voz mucho más allá de un susurro. Por eso mismo, su repentino grito resultó aún más desconcertante-. ¡Señor Mace! ¡Señor Carter! ¡Entren, por favor! ¡Deprisa! -Y los dos hombres debían de estar justo al otro lado de la puerta, ya que, encontrándola cerrada con llave y sospechando que Brock estaba en peligro, la echaron abajo y se colocaron a ambos lados de Massingham casi antes de que Brock hubiese terminado de dar la orden-. Señor Massingham – prosiguió Brock-. Deseo que me diga, delante de estos dos caballeros, a qué departamento de seguridad británico informó, con la mayor reserva, del cargamento ilegal que se hallaba a bordo del buque
Free Tallinn
cuando zarpó de Odessa.

– A Porlock -susurró Massingham con la respiración entrecortada-. Tiger me dijo que… si alguna vez necesitaba ayuda de la policía, me dirigiese a Porlock… que Porlock tenía una red… podía arreglar cualquier cosa… si violaba a alguien… si pescaban a William esnifando… si alguien chantajeaba a alguien o si necesitaba quitar a alguien de en medio… fuera lo que fuese, Porlock cooperaría… Porlock trabajaba para él.

De pronto, para bochorno de ambos, rompió a llorar, acusando a Brock con sus lágrimas. Pero Brock no tenía tiempo para remordimientos de conciencia. Tanby se había asomado a la puerta con un mensaje que comunicar, y Aiden Bell, al frente de un puñado de hombres muy duros, permanecía en estado de alerta en el aeropuerto de Northolt.

Habían cruzado el estrecho por un largo puente y, siguiendo las contradictorias instrucciones de Oliver, exploraban otra serie de colinas -«la próxima a la izquierda, no a la derecha… ¡No, espera un momento, a la
izquierda!»-,
pero Aggie no se quejaba, sino que daba rienda suelta a la intuición de Oliver, erguido en el asiento contiguo como un sabueso, olfateando, arrugando la frente, intentando recordar. Pasaba de medianoche y no había ya venerables caballeros a quienes preguntar. Había pueblos y restaurantes en elevadas atalayas y juerguistas nocturnos en coches rápidos que se echaban de pronto sobre ellos como aviones de combate enemigos, los adelantaban como exhalaciones y de inmediato se perdían de vista en el valle. Había negras hondonadas de campos yermos y pequeñas nubes de bruma que aparecían súbitamente ante ellos, los envolvían y los dejaban salir poco después.

– Un azulejo de color azul -dijo Oliver-. Una especie de azulejo musulmán con unas palabras escritas en letra muy recargada, y los números tres y cinco en blanco.

Había anotado varias aproximaciones de la dirección, y él y Aggie, sentados hombro con hombro dentro del coche aparcado en alguna área de descanso, habían escrutado primero un mapa de carreteras y luego un callejero, buscando en el índice toponímico. -«¿Podría ser éste, Oliver? ¿Y ese otro, Oliver?»-, y Aggie apenas había recurrido a su recién nacida intimidad, excepto para guiarle el dedo sobre el plano alguna que otra vez y, en una única ocasión, para besarle la sien, que tenía mojada de sudor frío y temblorosa. Desde una cabina telefónica, Aggie había tratado en vano de encontrar en el servicio de información a una operadora anglófona que pudiese proporcionarle la dirección y el número de teléfono de Orlov, Yevgueni Ivánovich u Hoban, Alix, patronímico desconocido. Pero debía de ser día festivo o el cumpleaños de alguien o simplemente una de tantas noches de descanso para las operadoras telefónicas de Estambul, ya que sólo obtuvo promesas en un inglés macarrónico y la cortés sugerencia de que volviese a intentarlo por la mañana.

– Procura recordar lo que se veía desde las ventanas -instó Aggie, deteniendo el coche en un mirador para turistas y apagando el motor-. Algún elemento especial del paisaje, cualquier cosa. Estaba en el lado europeo. Mirabas hacia Asia. ¿Qué veías?

Oliver estaba tan distante, tan ensimismado. Era el Oliver del día que lo conoció en la casa de Camden con su abrigo de color gris lobo, dolido, mirando alrededor con fiereza, desconfiando de todos.

– Nieve -respondió Oliver-. Era un paisaje nevado. Palacios en la orilla opuesta. Barcos, luces de colores. Había una verja -continuó a medida que las imágenes cobraban forma en su memoria-. Una verja bajo una torre de entrada -precisó-. Al fondo del jardín. El terreno descendía en terrazas, y al fondo del jardín se levantaba una tapia con una verja, y sobre la verja estaba esa torre de entrada. Y al otro lado pasaba una calle estrecha. Adoquinada. Nos acercamos hasta allí.

– ¿Quiénes?

– Yevgueni, yo y Mijaíl. -Un instante de silencio por Mijaíl-. Dimos un paseo por el jardín. Mijaíl estaba orgulloso de él. Le gustaba tener una finca grande. «Como Belén», decía una y otra vez. Había luz en la torre de entrada. Vivía alguien allí. Gente de Hoban. Guardias o lo que fuese. Mijaíl no les tenía mucho aprecio. Escupió y puso cara de pocos amigos cuando los vio en una ventana.

– ¿Y el aspecto?

– No llegué a verlos.

– No me refiero a esa gente, Oliver. Hablo de la torre de entrada.

– Almenada.

– ¿Qué demonios significa eso? -preguntó Aggie con tono jocoso, tratando de sacarlo de su abismo.

– Torrecillas. Dientes de piedra. -De manera imprecisa, dibujó la forma en el vaho del parabrisas y repitió-: Almenada.

– ¿Y la calle adoquinada?

– ¿Qué?

– ¿Estaba en un pueblo, quizá? Los adoquines hacen pensar en un pueblo. ¿Viste farolas al otro lado de la tapia cuando contemplaste el jardín nevado?

– Vi semáforos -contestó Oliver, todavía ausente-. A la izquierda de la torre de entrada. La villa se encontraba en el ángulo de un cruce. Al fondo, la calle adoquinada, apenas un camino vecinal; a un lado, una carretera de verdad, y los semáforos estaban donde el camino confluía con la carretera. ¿Por qué ha dicho que hablaba como si tuviese una cebolla en la boca? -dijo Oliver, pensando en voz alta mientras ella buscaba en el mapa-. ¿Por qué daba por supuesto que lo seguiría? Probablemente estaba enterado de mi visita a Nadia.

– Concéntrate en esto -aconsejó Aggie.

– Había dos carreteras -prosiguió Oliver, consultando con su memoria-. Una costera y una de montaña. A Mijaíl le gustaba la carretera de montaña porque le permitía exhibir sus dotes de conductor. Había una tienda de porcelanas y un supermercado. Y un letrero luminoso de una marca de cerveza.

– ¿Qué cerveza?

– Efes. Turca. Y una mezquita. Tenía un viejo minarete con una antena en lo alto. Oímos al almuecín.

– Y viste la antena -dijo ella, poniendo el coche en marcha-. De noche. Elevándose por encima de una tapia con una torre de entrada y una calle adoquinada y un pueblo y el Bósforo más abajo y Asia al otro lado. Y sabemos que es el número treinta y cinco. Vamos allá, Oliver. Necesito tus ojos. No te duermas, no es el momento.

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