Single & Single (47 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

BOOK: Single & Single
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Mientras se dirigía al aeropuerto de Estambul, la atormentó una nueva pesadilla. ¿Se habría encaminado Oliver hacia la franja montañosa de Turquía? Lo creía capaz de todo. En la terminal de salidas, después de devolver el Ford a la agencia de alquiler, recurrió a un calculado ataque de remordimientos y desesperación. Puso el corazón en ello, lo cual no le exigió un gran esfuerzo. Era Charmian West y estaba aterrorizada, explicó al joven empleado de mirada comprensiva que se hallaba tras el mostrador de las aerolíneas turcas. Le mostró el pasaporte, acompañado de su más sugerente sonrisa. Ella y Mark llevaban casados exactamente seis días, y la noche anterior se habían enzarzado en una pelea sin motivo alguno, la primera, y cuando despertó por la mañana, encontró una nota donde él le anunciaba que salía de su vida para siempre… Tecleando tiernamente en su ordenador, el empleado dijo que, tal como ella temía, ninguna de las listas de pasajeros de los vuelos de salida de esa mañana incluían a un West. Tampoco constaba su nombre en la lista de reservas para las horas siguientes.

– Muy bien -respondió Aggie, pensando en realidad que no estaba bien en absoluto-. ¿Y si, supongamos, hubiese viajado en autocar a Ankara y tomado un vuelo desde allí?

Pero ante esta nueva petición el empleado contestó, con cierta severidad, que lo lamentaba mucho pero las listas de pasajeros de Ankara no estaban al alcance de su romanticismo. Así que Aggie abandonó el aeropuerto y se refugió en aquel restaurante nocturno, donde, con la participación de
Apolo,
realizó la prometida llamada a Brock por el teléfono móvil. Tras lo cual no podía hacer nada salvo esperar, y seguir esperando a tener noticias de su madre o de él, que era precisamente lo que hacía en ese momento.

¿Y qué diría ante esto mi verdadera madre, ella que nunca está contenta a menos que sus propios intereses se vean desatendidos? Haz con él lo que quieras, Mary Agnes, siempre y cuando no le causes ningún daño…

¿Y mi padre, el modélico maestro escocés? Eres una chica fuerte, Mary Agnes. No debes ser tan exigente con los hombres…

Sonaba el teléfono. No era su madre ni su padre, sino una grabación de la central de mensajes:

– Mensaje para Arcángel.

Ésa soy yo.

– Tiene reservado un pasaje en el vuelo a Toytown.

Ése era el nombre en clave de Tiflis.

– La estarán esperando a su llegada. Opción alternativa, su tío en la zona.

¡Aleluya! ¡Me han indultado!

Levantándose de un salto, Aggie dejó unos billetes en la mesa, dio a
Apolo
un afectuoso abrazo, y llena de júbilo se dirigió hacia la terminal de salidas. En el camino se acordó del cerrojo de la Kalashnikov y del cargador de munición y logró reunir el sentido común suficiente para tirarlos a un cubo de basura antes de pasar el bolso por el control de equipaje.

En el aeropuerto de Northolt, Brock subió al avión camuflado de transporte militar con la sensación de haber hecho bien todas las cosas intrascendentes de su vida, y mal todas las importantes. Había detenido a Massingham, pero Massingham nunca había sido su objetivo prioritario. Había identificado a Porlock como la manzana más podrida del cesto, pero carecía de pruebas válidas ante un tribunal. Para conseguir una sentencia contra él, necesitaba a Tiger, y calculaba que sus probabilidades de encontrarlo eran casi nulas. Esa mañana, en la negociación con el enlace ruso y georgiano, habían acordado que Brock tendría a Tiger si los rusos podían atrapar a Hoban y Yevgueni. Sin embargo las probabilidades de que Tiger siguiese con vida cuando Brock llegase hasta él eran, a su juicio, inexistentes, y lo que le corroía realmente las entrañas era que, en su determinación de coger al padre, había enviado a una muerte segura también al hijo. Nunca debería haberle dado rienda suelta, se dijo. Debería haber estado a su lado,
in situ,
las veinticuatro horas del día.

Como de costumbre no culpó a nadie salvo a sí mismo. Al igual que Aggie, tenía la impresión de haber tenido ante sus ojos los indicios obvios y no haber sido capaz de extraer las conclusiones obvias. Yo lo empujaba, pero Tiger tiraba de él, y el tirón de Tiger era más fuerte que mi presión. Sólo la inminencia de la batalla le servía de consuelo, la perspectiva de que después de tantas tentativas y amagos y cálculos de despacho, se había fijado una fecha y un lugar, los padrinos habían sido elegidos y las armas acordadas. En cuanto al riesgo que el propio Brock asumía, él y Lily habían ya hablado a su indirecta manera, coincidiendo en que no quedaba elección:

– Se trata de ese joven -había dicho Brock a Lily por teléfono hacía una hora-. Y le he creado muchas complicaciones, ¿comprendes? Y no sé si hice bien.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué le ha pasado, Nat?

– Bueno, ha ido a dar un largo paseo y, por mi culpa, en el camino ha caído en malas compañías.

– En ese caso debes ir a buscarlo, ¿no, Nat? No estaría bien abandonarlo a su suerte, y menos tratándose de un joven.

– Sí, claro, imaginaba que lo verías de ese modo, Lily, y te lo agradezco -respondió Brock-. Porque no va a ser coser y cantar, ¿entiendes?

– Claro que no. Nada que merezca la pena resulta fácil. Desde que te conozco siempre has hecho lo que debías, Nat. No vas a cambiar ahora, no si quieres seguir siendo quien eres. Así que ve y hazlo.

Pero Lily tenía asuntos más acuciantes que tratar con él, lo cual avivó más aún el afecto que Brock sentía por ella. La veleidosa hija de la jefa de correos se había fugado con Palmer, el contratista, que había abandonado a su pobre esposa, dejándola a cargo de un montón de hijos. Lily se proponía cantarle las cuarenta al joven Palmer la próxima vez que lo viese. Consideraba seriamente la idea de presentarse en su patio y decirle qué pensaba de él. Y en cuanto a la jefa de correos, echar a su hija a los brazos del hombre más rico del pueblo y luego sentarse detrás de ese cristal blindado creyéndose inmune a todo…

– Tú verás, Lily, pero lleva mucho cuidado -advirtió Brock-. Los jóvenes ya no son tan respetuosos como antes.

El grupo de asalto se componía de ocho hombres. Según Aiden Bell, uno más sería ya una multitud, dados los problemas de coordinación existentes en el punto de destino.

– No me extrañaría que los rusos apareciesen con un obús -pronosticó lúgubremente.

Iban sentados en dos filas de a tres y cuatro en el fuselaje, vestidos con uniforme ligero de combate, zapatillas negras y pasamontañas negros, y llevaban el rostro embadurnado de pintura de guerra.

– Recogeremos al último hombre cuando cambiemos de transporte en Tiflis -había anunciado Bell, omitiendo que el último hombre era una mujer.

Brock y Bell se sentaron aparte, un alto mando formado por dos jefes. Brock vestía unos vaqueros negros y una chaqueta a prueba de bala con el emblema de aduanas sobre el corazón como una medalla. Se había negado a llevar arma. Mejor muerto que sometido a una investigación interna para esclarecer por qué había disparado contra uno de sus propios hombres. Unas marcas fosforescentes en la guerrera distinguían a Bell como comandante del grupo, pero sólo era posible verlas con las adecuadas gafas de visión nocturna. El avión se sacudió y gruñó, pero pareció no avanzar hasta que se hallaron sobre las nubes en tierra de nadie.

– Nosotros nos ocuparemos del trabajo sucio -dijo Bell a Brock-. Tú encárgate de las relaciones públicas.

Capítulo 20

Lo primero que llamó la atención de Oliver al ocupar su lugar entre los dos jóvenes de mirada hosca que lo esperaban junto al helipuerto fueron los tractores. Tractores amarillos de labranza. Si algún día necesito uno o dos tractores amarillos, vendré a pedirlos prestados a Belén, y ni siquiera los echarán en falta, pensó despreocupadamente. Se obligaba a centrar el pensamiento en el mundo exterior. Se había jurado hacerlo. Al aproximarse por el aire, había admirado la majestuosidad de las montañas. Al tomar tierra, había admirado las cuatro aldeas, el valle cruciforme, el halo dorado de las cumbres nevadas. Ya abajo, le tocó el turno a los tractores. Cualquier cosa, se decía, con tal de que mires hacia afuera, y no hacia adentro.

Tractores abandonados. Tractores destinados a construir nuevas carreteras que de pronto habían dejado de ser carreteras y se habían convertido otra vez en campos. Tractores para nivelar el terreno con vistas a edificar, tender los canales de irrigación y el alcantarillado, roturar campos, arrastrar troncos cortados, salvo que no había casas nuevas, los tramos de tubería no estaban tendidos sino amontonados, y los troncos se hallaban allí donde habían caído. Tractores adheridos como babosas a sus viscosos rastros. Tractores mirando con nostalgia hacia los resplandecientes picos. Pero inactivos. No se movía ni uno solo, en ninguna parte. Doblegados de pronto ante los viñedos a medio plantar, ante las conducciones inacabadas. Estrellados contra barreras invisibles, y sin un solo conductor a la vista.

Cruzaron una vía de ferrocarril. La maleza asomaba entre las ruedas de vagones vacíos y desechados. Las cabras se paseaban entre las traviesas. «Su situación allí es precaria -oía decir a Zoya-. Si manda grandes cantidades de dinero, lo toleran. Últimamente no ha podido mandar mucho dinero, así que su situación es precaria.» Los ocupantes de las casas de piedra lo observaban con expresión malévola desde las puertas. Sus acompañantes no eran mucho más cordiales. El muchacho de su izquierda tenía cicatrices en la cara y actitud de anciano. El muchacho de su derecha renqueaba y gruñía al ritmo de su cojera. Los dos portaban fusiles automáticos. Los dos presentaban el aspecto de miembros de una orden secreta. Lo llevaban hacia la granja, pero por una ruta distinta de la acostumbrada. Zanjas, cimientos anegados y una pasarela hundida obstruían el antiguo camino. Vacas y asnos pacían entre una colonia de silenciosas hormigoneras. En cambio la granja continuaba poco más o menos como la recordaba: los peldaños labrados, la terraza de roble, las puertas abiertas de par en par, y dentro la misma oscuridad. El muchacho cojo le indicó que subiese por los peldaños. Oliver trepó a la terraza, oyendo resonar sus pisadas en el aire vespertino. Llamó con los nudillos a la puerta abierta, pero nadie contestó. Dio un paso hacia la oscuridad y se detuvo. Ni un solo sonido, ni el olor de los guisos de Tinatin. Sólo un hedor dulzón, dando fe de la presencia reciente de cadáveres. Distinguió la mecedora de Tinatin, las cuernas, la estufa metálica. Luego la chimenea de ladrillo y el retrato de la anciana triste en su maltrecho marco de yeso. Se dio media vuelta. Un gato joven había saltado de la mecedora y enarcó la espalda ante él, recordándole a
Jacko,
el siamés de Nadia.

– ¿Tinatin? -llamó. Esperó-. ¿Yevgueni?

Al fondo se abrió lentamente una puerta y un haz de luz vespertina se dibujó en el suelo. En el centro del haz, vio la sombra de un duendecillo, seguida momentos después de Yevgueni, mucho más frágil de lo que Oliver preveía, con unas pantuflas y una chaqueta de punto afelpada, caminando con ayuda de un bastón. Una especie de vello ralo y blanco crecía donde antes había estado su mata de pelo castaño, y se extendía por las mejillas y la mandíbula como sedoso polvo de plata. Los astutos ojos que cuatro años atrás chispeaban entre las largas pestañas eran ahora oscuras cavidades oblicuas. Y detrás de Yevgueni se cernía la anodina e impecable figura de Alix Hoban, en parte criado, en parte demonio, con una veraniega chaqueta blanca y un pantalón azul oscuro y, colgando de la muñeca como un bolso, la caja mágica negra de su teléfono móvil. Y quizá, como sostenía Zoya, era realmente el diablo, ya que, al igual que el diablo, no proyectaba sombra, hasta que por fin ésta apareció y se colocó junto al duendecillo de Yevgueni.

Yevgueni habló primero, y su voz era tan firme y feroz como siempre había sido.

– ¿Qué haces aquí, Cartero? No vengas aquí. Es un error. Vete -dijo, y se volvió para repetir la orden furiosamente a Hoban, pero Oliver se le adelantó.

– He venido a buscar a mi padre, Yevgueni. Mi otro padre. ¿Está aquí?

– Está aquí.

– ¿Vivo?

– Está vivo. Nadie lo ha matado. Todavía.

– ¿Puedo, pues, saludarte como es debido?

Avanzó resueltamente hacia él con los brazos extendidos. Y Yevgueni estuvo a punto de corresponderle, ya que susurró «Bienvenido» y levantó las manos, pero se contuvo al percibir la mirada de Hoban. Bajó la cabeza y se hizo a un lado para dejar paso a Oliver. Circunstancia que Oliver aprovechó, negándose a aceptar el desaire, y movido por el alivio de saber que Tiger aún vivía, echó un alegre y nostálgico vistazo a la habitación hasta que, mucho después de lo que habría sido normal, su mirada se posó en Tinatin treinta años más vieja, sentada en una silla alta de mimbre, con las manos entrelazadas sobre el regazo, una cruz colgada del cuello, y detrás un icono del Niño Dios mamando del pecho cubierto de su madre. Oliver se arrodilló ante ella y le cogió la mano. Su rostro, advirtió cuando se levantó para besarla, había cambiado. Nuevas arrugas surcaban en trazos verticales y oblicuos su frente y sus mejillas.

– ¿Dónde has estado, Oliver?

– Escondido.

– ¿De quién?

– De mí mismo.

– Nosotros no podemos hacer lo mismo -dijo Tinatin.

Oyó un ligero ruido y se volvió a mirar. Acercándose a una puerta trasera, Hoban la había abierto empujándola con las yemas de los dedos. Ladeó la cabeza, invitando a Oliver a seguirlo.

– Ve con él -ordenó Yevgueni.

Pegado a los talones de Hoban, Oliver cruzó un patio hasta un bajo establo de piedra, custodiado por dos hombres armados de aspecto igual de encantador que los que lo habían acompañado hasta la granja. La puerta estaba cerrada mediante travesaños de madera encajados en soportes de hierro.

– Es una lástima que te hayas perdido el funeral -comentó Hoban-. ¿Cómo se te ha ocurrido venir aquí? ¿Te envía Zoya?

– No me envía nadie.

– Esa mujer es incapaz de quedarse callada ni cinco minutos. ¿Has invitado a alguien más a venir?

– No.

– Si lo has hecho, mataremos a tu padre y luego también a ti. Yo participaré personalmente en la operación.

– No lo dudo.

– ¿Te la has tirado?

– No.

– Esta vez no, ¿eh? -Aporreó la puerta-. ¿Hay alguien en casa? Señor Tiger, tiene una visita.

Pero para entonces Oliver ya se había abierto paso entre Hoban y los vigilantes y retiraba los travesaños de sus alojamientos. Empujó la puerta y se le resistió. Lanzó entonces varias patadas hasta que cedió.

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