Single & Single (21 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

BOOK: Single & Single
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– Ni uno solo -responde Oliver.

– Yo en particular tengo deseos perversos a todas horas. Sobre todo por la noche y al despertarme por la mañana. Yevgueni Ivánovich nació en la ciudad a la que los soviéticos dieron el nuevo nombre de Senaki -continúa Hoban mientras Yevgueni vocifera y extiende un recio brazo hacia el valle-. Mijaíl Ivánovich nació también en Senaki. «Nuestro padre era comandante de la base militar de Senaki. Teníamos una casa en una colonia militar a las afueras de Senaki. Esa casa era una muy buena casa. Mi padre era un buen hombre. Todos los mingrelios querían a mi padre. Mi padre fue feliz aquí.» -Yevgueni alza más aún la voz y dirige el brazo hacia la costa-. «Yo fui a un colegio de Batumi. Estudié en la Academia Naval de Batumi.» ¿Te interesa seguir oyendo estas gilipolleces?

– Sí, por favor.

– «Antes de trasladarme a Leningrado, estuve en la Universidad de Odessa. Aprendo sobre barcos, construcción naval, navegación. Mi alma está en las aguas del mar Negro. Está en las montañas de Mingrelia. Moriré en esta tierra.» ¿Quieres que deje abierta mi puerta para que te tires a mi mujer?

– No.

Otro alto en el camino. Mijaíl y Yevgueni salen del coche resueltamente y cruzan la carretera. Llevado por un impulso, Oliver va tras ellos. Unos hombres altos y flacos que se acercan por el arcén arreando a dos asnos cargados de repollos y naranjas se detienen a observar. Unos gitanillos harapientos se apoyan en sus bastones y contemplan a los hermanos que, seguidos de Oliver, pasan entre ellos y ascienden por una estrecha escalera negra invadida por la maleza. Los hermanos llegan a una gruta con el suelo pavimentado de piedra negra. La escalera es de mármol. Un pasamanos de mármol negro corre paralelo a ella. Alojada en una concavidad del muro, se alza una estatua de un oficial vendado del Ejército Rojo exhortando a sus tropas al combate. Tras el cristal deslucido de una urna empotrada en la roca hay una fotografía manchada y desvaída de un joven soldado ruso con gorra de visera. Mijaíl y Yevgueni permanecen de pie ante ella, hombro con hombro, las cabezas gachas, las manos cruzadas en oración. Cada uno a su tiempo, retroceden y se santiguan varias veces.

– Nuestro padre -explica Yevgueni lacónicamente.

Regresan al Zil. Al salir de una curva muy cerrada, Mijaíl se encuentra frente a un control militar. Bajando el cristal de la ventanilla pero sin parar, se golpea el hombro izquierdo con la mano derecha, indicando alto rango, pero los centinelas no se dejan impresionar. Lanzando un juramento, Mijaíl se detiene, y Temur, el mediador, salta del coche de atrás y besa a uno de los soldados, que a su vez le devuelve el beso y lo abraza. El convoy puede continuar. Alcanzan la cima. Un exuberante paisaje se abre ante ellos.

– Dice que nos queda una hora más de viaje -traduce Hoban-. A caballo, dice, se tardarían dos días. Ahí es donde estaría en su ambiente, en los tiempos de los jodidos caballos.

Un llano en un valle, centinelas, un helicóptero con las aspas en rotación, un muro de montañas. Yevgueni, Hoban, Tinatin, Mijaíl y Oliver montan en el primer helicóptero con una caja de vodka y un retrato de una anciana triste con un cuello de encaje blanco que ha viajado con ellos desde Moscú, perdiendo algún que otro pedazo del marco de yeso. El helicóptero remonta una cascada, sigue un camino de caballos, escala por el muro de montañas y desciende entre picos blancos hasta posarse en un valle verde con forma de cruz. En cada brazo de la cruz se asienta una aldea, y un viejo monasterio de piedra se alza en el centro, entre viñedos, establos, ganado pastando, bosques y un lago. El grupo se apea torpemente, Oliver el último. Los montañeses, hombres y niños, se aproximan hacia ellos, y Oliver sonríe al comprobar que los niños son en efecto castaños. El helicóptero despega de nuevo y se lleva consigo el atronador ruido de los motores al otro lado de la cima. Oliver percibe olor a pinos y a miel y oye el susurro de la hierba y el borboteo de un arroyo. Una oveja desollada pende de un árbol. De un hoyo sale humo de leña. Sobre la hierba se han extendido vistosas alfombras tejidas a mano. Numerosas cuernas y calabazas huecas llenas de vino esperan amontonadas en una mesa. Los aldeanos se congregan alrededor. Yevgueni y Tinatin los abrazan. Hoban se sienta en una roca, el teléfono al oído y la caja negra a sus pies, sin abrazar a nadie. El helicóptero regresa con Zoya y Paul y otras dos hijas con sus maridos, y vuelve a marcharse. Mijaíl y un gigante barbudo, provistos de sendas escopetas de caza, se adentran en el bosque. Oliver se deja llevar por el grupo hacia una granja de un solo piso construida de madera que se halla en el centro de un prado en pendiente. Dentro, en un primer momento reina una total oscuridad. Gradualmente ve una chimenea de ladrillo, una estufa metálica. Huele a alcanfor, espliego y ajo. En los dormitorios, los suelos están sin alfombrar y de las paredes cuelgan charros iconos con los marcos desportillados: el santificado Jesús de niño, mamando del pecho cubierto de su madre; Jesús clavado a la Cruz, pero estirando tan alegremente sus miembros que de hecho emprende ya el vuelo hacia lo alto, y ahí lo tenemos. Jesús recién llegado a casa sano y salvo, sentado a la diestra de Dios Padre.

– Lo que Moscú prohíbe, los mingrelios lo quieren -dice Hoban en nombre de Yevgueni, y bosteza. Añade-: Faltaría más.

Aparece un gato, y todos le hacen alharacas. La anciana triste enmarcada en yeso desmenuzable debe ocupar su lugar sobre la chimenea. Los niños esperan a la entrada para ver las maravillas que Tinatin ha traído de la ciudad. En el pueblo, alguien ha puesto música. En la cocina, alguien canta, y es Zoya.

– ¿Estarás de acuerdo conmigo en que canta como un ganso? -pregunta Hoban.

– No -responde Oliver.

– Entonces te has enamorado de ella -constata Hoban con satisfacción.

El festejo se prolonga durante dos días, pero Oliver no descubre hasta el final del primero que asiste a una reunión de negocios de alto nivel entre los ancianos del valle. Antes aprende otras muchas cosas. Que cuando se caza un oso, conviene disparar a los ojos, porque un blindaje de barro seco les protege el resto del cuerpo. Que en las celebraciones es costumbre derramar vino en la tierra para alimentar los espíritus de nuestros antepasados. Que los vinos mingrelios proceden de muchas clases distintas de uva, con nombres como Koloshi, Paneshi, Chodi y Kamuri. Que brindar con cerveza equivale a echarle una maldición a la persona por la que se brinda. Que los antepasados de los mingrelios no son otros que los legendarios argonautas que, bajo el mando de Jasón, construyeron una gran fortaleza a menos de veinte kilómetros de allí con el objeto de albergar el Vellocino de Oro. Y hablando con un sacerdote de mirada vesánica que no parece saber siquiera que ha existido la Revolución Rusa, Oliver averigua que, para santiguarse, debe primero juntar el pulgar y otros dos dedos -o quizá eran sólo el pulgar y el meñique, ya que su mano tenía los dedos demasiado torpes para verlo claramente- y apuntarlos hacia arriba para indicar la Santísima Trinidad, y entonces tocarse la frente y a continuación los lados derecho e izquierdo del vientre, de modo que no vea la cruz del diablo al mirar hacia abajo.

– Otra solución, es meterse un trébol por el culo -aconseja Hoban en voz baja, y luego repite el chiste en ruso para instruir a su interlocutor telefónico.

La reunión de negocios, a la que Oliver asiste, resulta ser una consecuencia del Gran Sueño de Yevgueni, y ese Gran Sueño consiste en unir las cuatro aldeas del valle cruciforme en una sola cooperativa vinícola que, aunando las tierras, el trabajo y los recursos, y reconduciendo los cauces de agua, y empleando las técnicas de países como España, produzca el mejor vino no sólo de Mingrelia, no sólo de Georgia, sino del mundo entero.

– Costará muchos millones -informa Hoban lacónicamente-. Quizá billones. No tienen la más repajolera idea. «Debemos construir carreteras. Debemos construir presas. Debemos comprar maquinaria y levantar un almacén en el valle.» ¿Y quién pagará toda esa mierda? -La respuesta es, como se sabrá, Mijaíl y Yevgueni Ivánovich Orlov. Yevgueni ha hecho venir ya a vinicultores de Burdeos, La Rioja y el valle de Napa. Han opinado unánimemente que las vides son magníficas. Sus espías han registrado las temperaturas y precipitaciones, medido los ángulos de las laderas, tomado muestras de tierra y analizado el índice de concentración de polen en el aire. Expertos en irrigación, ingenieros de caminos, exportadores e importadores han confirmado la viabilidad del plan. Yevgueni conseguirá el dinero, anuncia a los aldeanos, a ese respecto pueden estar tranquilos-. Dará a estos gilipollas hasta el último rublo que ganemos -corrobora Hoban.

Anochece deprisa. Por encima de las cumbres, el cielo adquiere un intenso color rojo sanguíneo y momentos después se oscurece. Farolillos encendidos penden de los árboles, suena la música, la oveja desollada gira sobre el fuego. Unos cuantos hombres empiezan a cantar, otros forman un círculo y baten palmas, un grupo de muchachas ejecuta una danza. Fuera del círculo, los ancianos conversan entre sí, aunque Oliver ya no los oye y Hoban ha dejado de traducir. Se desata un altercado. Un anciano amenaza a otro con su escopeta. Las miradas se centran en Yevgueni, que bromea, consigue unas risas aisladas y avanza un paso hacia quienes lo escuchan. Abre los brazos. Primero reprende, luego promete. A juzgar por los aplausos, debe de haber sido una promesa sustancial. Los ancianos se apaciguan. Hoban, agrandándose con la oscuridad, se apoya contra un cedro mientras musita tiernamente por su teléfono mágico.

En Casa Single la tensión es audible. Las mecanógrafas de remilgada indumentaria procuraban no hacer ruido. La Sala de Transacciones, barómetro de la moral de la empresa, es un hervidero de rumores. ¡Tiger va fuerte esta vez! ¡Single se juega aquí el todo por el todo! El Tigre se apresta a caer sobre la presa del siglo.

– ¿Dices, pues, que Yevgueni está animado? Excelente -comenta Tiger con tono enérgico en una de las improvisadas reuniones informativas posteriores a las escapadas de Oliver al Salvaje Este.

– Yevgueni es un tipo fuera de lo común -responde Oliver con lealtad-. Y Mijaíl lo apoya en todo.

– Bien, bien -dice Tiger, y se sumerge de inmediato en la espesura de los costes operacionales y las salidas a Bolsa.

En una carta, Tinatin insta a Oliver a ponerse en contacto con aún otra pariente lejana más, esta vez una muchacha llamada Nina, profesora en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos e hija de un violinista mingrelio ya fallecido. Interpretándolo como una indirecta de la madre de Zoya para que Oliver desvíe en otra dirección su impresionable mirada, Oliver manda en el acto una carta a la viuda del violinista y es invitado a tomar el té en Bayswater. La viuda es una actriz retirada con un amplio vestido, que tiene por costumbre echarse atrás el pelo con el dorso de la mano; su hija Nina, en cambio, es una joven de cabello negro y ojos abrasadores. Nina accede a dar clases de lengua georgiana a Oliver, empezando por su hermoso pero desalentador alfabeto, pero le advierte que tardará años en aprender a hablar.

– ¡Cuantos más años, mejor! -exclama Oliver con galantería.

Nina es una persona altruista por naturaleza, y sus lazos con Georgia y Mingrelia se han fortalecido con el exilio. La conmueve la incondicional admiración de Oliver por todo aquello que es más querido para ella, aunque providencialmente nada sabe de petróleo, chatarra, sangre o sobornos por valor de setenta y cinco millones de dólares. Oliver la mantiene en la ignorancia. Pronto Nina comparte su cama. Y si Oliver es consciente de que en un tortuoso sentido Zoya ha servido de estímulo a esa unión, no se siente culpable, ¿qué razón habría para ello? Lo alegra pensar que, acostándose con Nina, se distancia de la depredadora esposa de un importante asociado, la mujer cuyo cuerpo desnudo aún se muestra provocadoramente ante él desde una ventana del piso superior de la casa de Moscú. Orientado por Nina, Oliver se rodea de obras de la literatura y el folklore georgianos. Escucha música georgiana y engancha un mapa del Cáucaso en una pared de su postinero y vergonzosamente desordenado piso de un bloque de apartamentos construido en Chelsea Harbour con recursos financieros gestionados por Single.

Y el Cartero es feliz. No feliz feliz, ya que Oliver no ve la felicidad absoluta como un ideal alcanzable. Pero sí activamente feliz. Creativamente feliz. Feliz en su cauto enamoramiento, si es amor lo que siente por Nina. Feliz también en su trabajo, en la medida en que el trabajo consista en visitar a Yevgueni y Mijaíl y Tinatin, y siempre y cuando la insidiosa sombra de Hoban no ande demasiado cerca y Zoya continúe actuando como si él no existiese. Puesto que si antes la triste mirada de Zoya lo devoraba sin cesar, ahora parece no advenir siquiera su presencia. Sale de la cocina cuando Oliver trocea verduras con Tinatin. En los pasillos y escaleras, yendo de habitación en habitación con Paul a remolque, utiliza el cabello a modo de cortina para ocultar el rostro.

– Dile a tu padre que dentro de una semana firmarán todos los documentos -anuncia Yevgueni junto a la mesa de billar paleolítica tras cerciorarse de que no lo oye nadie salvo Hoban, Mijaíl y Shalva-. Dile que cuando todo esté firmado, tiene que venir a Mingrelia a cazar un oso.

– En ese caso, tú tienes que venir a Dorset a cazar un faisán -contraataca Oliver, y se abrazan.

Esta vez no hay correspondencia en mano. Oliver lleva los dos mensajes en la cabeza. En el vuelo de regreso su entusiasmo es tal que medio decide proponer el matrimonio a Nina. Es el 18 de agosto de 1991.

De eso hace ya dos noches, y Nina solloza en georgiano. Solloza por el teléfono, solloza cuando llega al piso de Oliver, solloza mientras permanecen sentados en el sofá uno junto al otro como una anciana pareja, contemplando horrorizados cómo se tambalea la nueva Rusia al borde de la anarquía, su líder aprehendido por la vieja guardia, surgida audazmente de la tumba, los periódicos cerrados, los tanques en las calles de la ciudad, y los personajes de las altas esferas del poder defenestrados en masa de sus puestos, llevándose consigo sus bien urdidas Propuestas Específicas respecto al metal de desecho, el petróleo y la sangre.

En Curzon Street aún es verano pero no trinan los pájaros. Es como si el petróleo, la chatarra y la sangre nunca hubiesen existido. Admitir su existencia es admitir su pérdida. Los libros de la historia reciente se han reescrito de manera tácita; los jóvenes hombres y mujeres de la Sala de Transacciones han sido enviados en busca de otro botín. Por lo demás, no ha ocurrido nada, absolutamente nada. No se ha ido por el desagüe la inversión de decenas de millones; no se han prodigado anticipos a cuenta de las futuras comisiones; no se ha untado la mano a mediadores y funcionarios norteamericanos; no se han abonado las cuotas iniciales del contrato de arrendamiento de los Jumbos con cámara frigorífica. La calefacción, la luz, el alquiler, los coches, los salarios, las gratificaciones, los seguros de enfermedad, los seguros de enseñanza, el teléfono y los gastos de representación de las cinco elegantes plantas de Curzon Street y sus despilfarradores inquilinos no corren peligro. Y Tiger es el menos afectado de todos. Su andar es más ligero, su porte más orgulloso que nunca, su visión más amplia, su traje de Hayward más impecable. Sólo Oliver -y quizá Gupta, el factótum indio de Tiger- conoce el dolor oculto bajo la armadura, sabe lo cerca que está de quebrarse el frágil héroe. Pero cuando Oliver, movido por su incurable compasión, busca un momento para acompañar a su padre en el sentimiento, Tiger responde con una ferocidad que deja a Oliver temblando de muda ira.

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