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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (9 page)

BOOK: Single & Single
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– ¿No te dedicabas aún a la magia, pues? ¿No por aquellas fechas?

– No.

– Y cuando volviste, ¿cuánto tiempo hacía que no eras residente del Reino Unido a efectos tributarios?

«Vamos a borrarte del registro de contribuyentes -había dicho Brock-. Reaparecerás con el nombre de Hawthorne, residente de regreso tras una estancia en Australia.»

– Tres años. No, cuatro -respondió Oliver, rectificándose para acentuar su anodina naturaleza-. Más bien cuatro.

– Así pues, cuando acudiste a Arthur eras residente en el Reino Unido a efectos tributarios pero trabajabas por cuenta propia. Como mago. Casado.

– Sí.

– Y Arthur te ofreció una taza de té, cabe esperar, ¿o no, Arthur?

Un momento de hilaridad para recordarnos el gran interés de los banqueros en el toque humano por delicadas que sean las decisiones que se ven obligados a tomar.

– No tenía suficiente dinero en la cuenta para eso -repuso Toogood para demostrar que tampoco él se quedaba a la zaga en cuanto a humanidad.

– Son los antecedentes lo que quiero conocer, Ollie, ¿comprendes? -explicó Pode-. Dijiste a Arthur que deseabas poner algo de dinero en fideicomiso, ¿no? Para Carmen.

– Así es.

– Y Arthur aquí presente, dando por sentado que te referías a una suma modesta, te sugirió sensatamente que considerases la posibilidad de invertir ese dinero en bonos del Tesoro o en una sociedad de crédito hipotecario o un seguro-ahorro. ¿Para qué pasar por las interminables complicaciones de una cuenta fiduciaria en toda regla? ¿Correcto, Ollie?

Carmen cuenta seis horas de vida. Oliver se halla en una de las antiguas cabinas telefónicas rojas que los concejales de Abbots Quay insisten en conservar para deleite de los turistas extranjeros. Lágrimas de alegría y alivio bañan su rostro. «He cambiado de idea -dice a Brock entre sollozos-. Acepto el dinero. Todo me parece poco para ella. La casa para Heather y lo que sobre para Carmen. Siempre y cuando no sea para mí, lo acepto. ¿Es eso corrupción, Nat?» Y Brock contesta: «Es la paternidad, Oliver.»

– Correcto -asintió Oliver.

– Pero te mantuviste firme en tu decisión de abrir una cuenta fiduciaria, por lo que veo. -Otra ojeada al bloc amarillo-. Una cuenta fiduciaria con todas sus implicaciones.

– Sí.

– Ése era tu planteamiento. Querías guardar el dinero en sitio seguro para Carmen y tirar la llave, dijiste a Arthur. Tomas nota de todo, Arthur. Hay que reconocer que no se te escapa una. Querías tener la absoluta certeza, Ollie, de que ocurriera lo que ocurriese en el futuro, a ti, a Heather o a cualquier otra persona. Carmen dispondría de sus ahorros.

– Sí.

– Metidos en una cuenta fiduciaria. Inaccesibles. Esperándola hasta que sea una mujer, se case o haga lo que sea que hagan las jóvenes cuando ella alcance la madura edad de veinticinco años.

– Sí.

Un remilgado reajuste de las bifocales. Labios apretados de beato en misa. Las yemas de dos dedos para volver a poner en su sitio con toda delicadeza una de las líneas paralelas de cabello negro. Reanudación.

– Y te habían informado, o eso dijiste a Arthur aquí presente, de que era posible abrir una cuenta fiduciaria con una cantidad simbólica y aumentarla siempre que a ti o a alguna otra persona os sobrase un poco de dinero.

Para aliviar un repentino picor en la punta de la nariz, Oliver se la frotó enérgicamente con la palma de la enorme mano, los dedos extendidos hacia arriba.

– Sí.

– ¿Y quién te informó de eso, Ollie? ¿Quién o qué te incitó a acudir a Arthur aquel día, una semana después del nacimiento de Carmen, y decir «Quiero abrir una cuenta fiduciaria», concretamente una cuenta fiduciaria, hablando además del tema con pleno conocimiento, según las notas de Arthur?

– Crouch.

– ¿El mismo señor Geoffrey Crouch, que reside en Antigua y con quien mantienes contacto a través de sus abogados de Londres? Fue Crouch, pues, quien primero te aconsejó abrir una auténtica y legítima cuenta fiduciaria para Carmen.

– Sí.

– ¿Cómo?

– Por carta.

– ¿Del propio Crouch?

– De sus abogados.

– ¿Sus abogados de Londres o sus abogados de Antigua?

– No lo recuerdo. La carta también está incluida en el expediente, o debería. En su momento entregué toda la documentación pertinente a Arthur.

– Quien la archivó puntualmente -corroboró Toogood con satisfacción.

Pode consultaba su hoja amarilla.

– Dorkin amp; Woolley, un acreditado bufete con oficinas en la City. El señor Peter Dorkin es apoderado del señor Crouch.

Oliver decidió mostrar un poco de temperamento. Temperamento anodino.

– Y entonces ¿por qué lo preguntas?

– Una simple verificación de los antecedentes, Ollie. Para mayor certeza.

– ¿Es ilegal o qué?

– Ilegal ¿qué? -repuso Pode.

– La cuenta de Carmen. Lo que se ha hecho. Los antecedentes. ¿Es ilegal?

– En absoluto, Ollie -ahora a la defensiva-, nada más lejos. No existe la menor ilegalidad ni irregularidad alguna. Salvo que, según parece, en Dorkin amp; Woolley tampoco conocen personalmente al señor Crouch, ¿comprendes? Bueno, eso no es algo nuevo, supongo. -Le preocupaba el rigor semántico-. Es irregular, quizá, pero no nuevo. En todo caso, tu señor Crouch lleva desde luego una vida muy recluida.

– No es
mi
señor Crouch; lo es de Carmen.

– Sin duda lo es. Y también es su fiduciario, según veo.

Toogood detectó otra afrenta en esa observación.

– ¿Qué tiene de raro que Crouch sea fiduciario? -preguntó, muy ofendido, a los dos hombres de Londres simultáneamente-. Crouch aportó el dinero. Él dispuso la creación del fideicomiso. Un amigo de la familia, parte del entramado de los Hawthorne. ¿Qué tiene de raro que quiera asegurarse de que los ahorros de Carmen se administren como es debido? ¿Por qué no va a llevar una vida recluida si es ése su deseo? También yo llevaré una vida recluida algún día. Cuando me jubile.

Lanxon, el alto y robusto, decidió volver a la carga. Apoyando un abullonado codo en la mesa, inclinó su voluminosa humanidad, pipa en mano y estropajoso tupé al frente, un agente de seguridad de la cabeza a los pies.

– Así pues -dijo, entornando los ojos para añadir sagacidad a su expresión-, por consejo del señor Crouch, abriste la cuenta de Carmen Hawthorne, constando tú mismo, el señor Crouch y Arthur aquí presente como fiduciarios, con una aportación inicial de quinientas libras, cantidad que dos semanas después se vio incrementada con otras ciento cincuenta mil libras, gracias a la generosidad del señor Crouch. ¿Es eso? -Había acelerado el ritmo.

– Sí.

– ¿Ha entregado el señor Crouch más dinero a tu familia, que tú sepas?

– No.

– ¿No ha entregado más dinero o no sabes si lo ha hecho?

– No tengo familia. Mis padres murieron. No tengo hermanos. Por eso adoptó Crouch a Carmen, supongo. No había nadie más.

– Excepto tú.

– Sí.

– ¿Y a ti personalmente no te ha dado nada? ¿Directa o indirectamente? ¿No obtienes ningún beneficio de Crouch?

– No.

– ¿Ni ahora ni nunca?

– No.

– ¿Tampoco en el futuro, según tus previsiones?

– No.

– ¿Has hecho alguna vez tratos con él, has tenido relaciones comerciales con él, le has pedido dinero prestado, aunque sea de manera indirecta, por mediación de los abogados?

– No a todas las preguntas.

– ¿Quién pagó, pues, la casa de Heather, Oliver?

– Yo.

– ¿Con qué?

– Con dinero.

– ¿Sacado de un maletín?

– Sacado de mi cuenta corriente.

– ¿Y cómo reuniste ese dinero, si no es indiscreción? ¿A través de Crouch, quizá, a través de sus abogados, de sus oscuras actividades económicas?

– Lo ahorré en Australia -contestó Oliver con aspereza, y empezó a sonrojarse.

– ¿Pagabas el impuesto sobre la renta al fisco australiano durante tu estancia allí?

– Todos mis ingresos eran eventuales. Puede que me aplicasen alguna retención. No lo sé.

– No lo sabes. ¿Y naturalmente no llevabas ninguna contabilidad? -dijo Lanxon, y miró a Pode de soslayo con expresión perspicaz.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque no me apetecía recorrer quince mil kilómetros a dedo con los libros de contabilidad en la mochila, sencillamente por eso.

– No, ya, es de suponer -admitió Lanxon, dirigiendo otra mirada a Pode, esta vez mucho menos perspicaz-. ¿Con cuánto dinero, pues, volviste de Australia, Ollie? ¿Cuánto ahorraste, por así decirlo?

– Después de pagar la casa para Heather y los muebles y la furgoneta y el equipo lo había gastado prácticamente todo.

– ¿Tuviste alguna
otra
ocupación en Australia? ¿Nunca te dedicaste a la compra y venta de algo, de lo que podríamos llamar
mercancías
o, digamos…,
sustancias…
?

No pasó de ahí. Toogood se apresuró a atajarlo. Toogood cargó con todo el peso de la imputación. Levantándose parcialmente de la silla, apuntó su porcino dedo índice al corazón de Lanxon.

– ¡Eso es un atropello, Walter! Ollie es mi estimado cliente. Retíralo ahora mismo.

Oliver fijó la mirada en un segundo plano mientras Pode y Toogood aguardaban en incómodo silencio a que Lanxon saliese por su cuenta del atolladero, cosa que hizo recurriendo a sus farragosas insidias.

– Entretanto, pues -recapituló Lanxon-, tenemos a Ollie y Arthur a cargo del fideicomiso; tenemos a un curioso abogado de Londres que estampa el sello en todo lo que decidís, y tenemos al
señor Crouch,
que vive recluido en su casa de la isla antillana de Antigua y, como de costumbre, nadie puede localizar, ni siquiera sus abogados.

Oliver permaneció callado, limitándose a observarlo dar palos de ciego, como era propio de esa clase de gente.

– ¿Has estado alguna vez allí? -preguntó Lanxon, alzando aún más la voz.

– ¿Dónde?

– En su casa. En Antigua. ¿Dónde va a ser?

– No.

– Imagino que poca gente ha puesto allí los pies, ¿verdad? Eso suponiendo, claro está, que exista dicha casa.

– ¡Estás tomando el rábano por las hojas, Walter, ni más ni menos! -reprochó Toogood, indignado ya en grado sumo-. Crouch no es un simple sello en manos de un abogado; es un hombre con una mente privilegiada para las finanzas, comparable en cualquier momento a la de un agente de bolsa y a veces incluso superior. Oliver y yo nos ponemos de acuerdo sobre la estrategia, se la comunicamos a Crouch por mediación de sus abogados, recibimos su aprobación. Dime algo más en regla que eso. -Con un brusco giro en la silla, apeló a Pode, que tenía mucho peso en el banco-. La central fue informada en su día de todo esto, Reg. Lo revisó el Departamento Jurídico; lo enviamos por puro trámite al Departamento de Investigaciones Penales, y nadie dijo ni pío. Lo revisó el Departamento de Cuentas Fiduciarias. El Departamento de Ingresos ni se inmutó. La central nos felicitó y nos animó a seguir adelante. Y eso hicimos. Con gran acierto, aunque no esté bien que yo lo diga. En menos de dos años, las ciento cincuenta mil libras iniciales se han convertido en ciento noventa y ocho mil, y siguen en aumento. -Con igual vehemencia, se volvió hacia Lanxon-. No ha cambiado nada excepto las cifras. Esa cuenta es un asunto de la sucursal y debe administrarse a nivel local. Por Oliver y por mí como titulares locales, que es lo lógico y normal. Ha variado sólo la suma de dinero, no el acuerdo básico. El acuerdo básico se estableció hace dieciocho meses.

Oliver retrajo lentamente los miembros e irguió el tronco.

– ¿Qué cifras? -preguntó-. ¿En qué han cambiado? ¿Qué me ocultáis? Soy el padre de Carmen, y no sólo un fiduciario de su cuenta.

Pode tardó una eternidad en responder. O quizá la demora existiese sólo en la mente de Oliver. Quizá Pode respondió en el acto, y la mente de Oliver, tras registrar las palabras de Pode, pasó la cinta a baja velocidad una y otra vez hasta asimilar la enormidad del mensaje.

– Ollie, en la cuenta de tu hija Carmen se ha ingresado una gran suma de dinero, tan exorbitante que en un principio el banco supuso que se trataba de un error. A veces se cometen errores. Por ejemplo, dinero institucional abonado en la cuenta equivocada. Un baile de dígitos. Millones de libras depositadas en una improbable cuenta personal hasta que nos ponemos en contacto con el banco de procedencia y aclaramos el asunto. Pero en este caso el banco de procedencia sostiene que la cantidad de dinero correcta ha sido transferida a la cuenta correcta. Sumándose al saldo acreedor de la cuenta fiduciaria de Carmen Hawthorne. El o la donante permanece en el anonimato por expresa voluntad. En cuestiones de confidencialidad bancaria, los suizos son inamovibles. Para ellos, la ley es la ley. El código ético es el código ético. «De un cliente», y lo demás podemos ya darlo por supuesto. Sólo están en situación de garantizarnos que el dinero procede de una cuenta legítima y operativa desde hace tiempo y que tienen sobrados motivos para confiar en la integridad del cliente. A partir de ahí, tropezamos con un muro infranqueable.

– ¿Cuánto? -dijo Oliver.

– Cinco millones treinta libras -respondió Pode sin vacilar-. Y nos gustaría saber de dónde han salido. Nos hemos puesto en contacto con los abogados de Crouch. De él no, nos aseguran. Les hemos preguntado si acaso el señor Crouch podría arrojar alguna luz en cuanto a la identidad del benefactor de Carmen. En estos momentos el señor Crouch se encuentra de viaje, nos dicen. Nos avisarán a su debido tiempo. Hoy en día estar de viaje no es excusa, francamente. De manera que si Crouch no envió el dinero, ¿quién lo envió? ¿Y cómo llegó a sus manos, para empezar? ¿Quién quiere hacer una aportación de cinco millones treinta libras al fideicomiso de tu hija sin ser un fiduciario, ni informar previamente a los fiduciarios, ni revelar su identidad? Pensamos que quizá tú podrías sacarnos de dudas, ¿comprendes, Oliver? Por lo visto, nadie sabe nada. Tú eres nuestra única opción.

Pode calló para dejar hablar a Oliver, pero Oliver nada tenía que decir. Había vuelto a replegarse. Estaba encorvado dentro del abrigo, la larga cabellera negra hacia atrás, los ojos grandes y castaños con la mirada fija en un punto lejano, la yema de un ancho dedo sobre el labio inferior. En su memoria se proyectaron escenas sueltas de la pésima película que había sido su vida hasta aquel entonces: una villa de fachada lisa a orillas del Bósforo; colegios, y fracasos en todos ellos; una sala de interrogatorios de paredes blancas en el aeropuerto de Heathrow.

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