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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (5 page)

BOOK: Single & Single
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– Si no se juega al toma ésa, por nosotros no hay inconveniente, ¿verdad, Sammy? -Accionó por tercera vez la llave. El motor cobró vida con un estertor remiso y vacilante-. Hasta luego, Elsie. Dile, por favor, que le telefonearé mañana. Por la mañana. Antes de irme a trabajar. Y tú para de hacer gilipolleces -ordenó a Sammy-. No te des esos golpes en la cabeza; es una tontería.

Sammy dejó de golpearse la cabeza. Elsie Watmore se quedó mirando la furgoneta, que zigzagueó pendiente abajo entre las casas de la ladera hasta el puerto y dio dos vueltas a la rotonda antes de enfilar la carretera de circunvalación, despidiendo humo por el tubo de escape. Y mientras la observaba, le asaltó como siempre una creciente ansiedad que no podía, ni quizá quería, contener. No por Sammy, que era lo extraño, sino por Ollie. Era el temor de que no regresase. Cada vez que Ollie salía de la casa, a pie o en su furgoneta -incluso cuando se llevaba a Sammy al Legión para echar una partida de billar-, tenía la impresión de decirle adiós para siempre, igual que cuando su Jack se hacía a la mar.

Perdida aún en sus ensoñaciones, Elsie Watmore abandonó el soleado porche y en el vestíbulo descubrió, para su sorpresa, que Arthur Toogood seguía al teléfono.

– El señor Hawthorne tiene actuaciones hasta la noche -le informó con desdén-. Vendrá tarde. Le telefoneará mañana si encuentra un hueco en su agenda.

Pero Toogood no podía esperar hasta el día siguiente. Con carácter absolutamente confidencial, se veía obligado a facilitarle su número de teléfono particular, que ni siquiera constaba en la guía. Ollie debía llamarlo en cuanto llegase, por tarde que fuese, ¿entendido, Elsie? Toogood trató de sonsacarle dónde actuaba Ollie, pero ella mantuvo las distancias. El
señor
Hawthorne había mencionado quizá un hotel de lujo en Torquay, admitió con displicencia. Y una discoteca en el albergue del Ejército de Salvación a las seis. O era tal vez a las siete; lo había olvidado. Y si no lo había olvidado, lo hizo ver. En algunos momentos no deseaba compartir a Ollie con nadie, y menos con un rijoso director de sucursal bancaria de pueblo que en la última entrevista para hablar de las condiciones de su crédito le propuso que puntualizasen los detalles en la cama.

– ¡Toogood! -repitió Oliver, exasperado, mientras giraba en la rotonda-. Papeleo de rutina. Una charla amistosa. Menudo capullo está hecho. ¡Mierda! -Se había pasado la salida a la carretera. Sammy soltó una sonora y áspera carcajada-. ¿Qué queda por firmar? -preguntó Oliver, dirigiéndose a Sammy de igual a igual, que era como le hablaba siempre-. Ella tiene ya la casa. Tiene el jodido dinero. Tiene a Carmen. Lo tiene todo menos a mí, como ella quería.

– Entonces se ha quedado sin la mejor parte, ¿no? -exclamó Sammy con tono jocoso.

– La mejor parte es Carmen -gruñó Oliver, y Sammy se mordió la lengua por un rato.

Ascendieron a paso de tortuga por una cuesta. Un camión impaciente los obligó a pisar el bordillo. La furgoneta no tiraba en las subidas.

– ¿Qué vamos a hacer hoy? -preguntó Sammy cuando le pareció prudente.

– Menú A: Bota bota la pelota, las cuentas mágicas, encuentra el pajarito, molinetes, esculpir un cachorro, origami y adivina quién te dio -explicó Oliver. Sammy lanzó un desesperado lamento de película de terror-. ¿Qué pasa ahora?

– ¿Y platos giratorios no?

– Si queda tiempo, incluiremos los platos; sólo si queda tiempo.

Los platos giratorios eran la especialidad de Sammy. Había ensayado el número día y noche, y si bien nunca conseguía hacer girar un solo plato, se había convencido de que era un fuera de serie. La furgoneta entró en una lúgubre zona de viviendas de protección oficial. Un amenazador cartel prevenía del riesgo de infarto, pero no dejaba claro el remedio.

– A ver si ves los globos -indicó Oliver.

Sammy estaba ya atento. Apartando la pelota roja, se levantó del asiento sin desabrocharse el cinturón de seguridad y extendió un brazo. Cuatro globos, dos verdes y dos rojos, pendían mustios de una ventana del piso superior del número 24. Tras subir la camioneta a la acera con una brusca sacudida, Oliver entregó las llaves a Sammy para que comenzase a descargar y se dirigió hacia la casa por el corto camino de cemento, los faldones de su abrigo gris lobo ondeando alrededor agitados por la tonificante brisa marina. Una desangelada banderola pegada al cristal esmerilado de la puerta rezaba: feliz cumpleaños mary jo. De dentro emanaba olor a tabaco, bebé y pollo frito. Oliver tocó el timbre y lo oyó sonar por encima de los gritos de guerra de la chiquillería enloquecida. La puerta se abrió de golpe y dos niñas menudas vestidas de fiesta se quedaron mirándolo con la respiración entrecortada. Oliver se quitó la boina e hizo una profunda reverencia oriental.

– Soy el tío Ollie -declaró con extrema solemnidad pero sin llegar a asustar-, mago extraordinario. A su entera disposición, señoras. Llueva o brille el sol. Tengan la bondad de guiarme hasta el organizador.

Un hombre de cabeza rapada apareció detrás de ellas. Llevaba una camiseta de malla y tatuajes en el primer nudillo de cada dedo salvo los meñiques. Oliver lo siguió hasta la sala de estar, y en cuanto entró, tomó nota del escenario y el público. En su breve vida reciente había trabajado en mansiones, establos, salas comunales, playas abarrotadas de gente, e incluso bajo la marquesina de una parada de autobús, en un paseo marítimo, con un viento de fuerza ocho. Había ensayado por las mañanas y actuado por las tardes. Había trabajado ante niños pobres, niños ricos, niños enfermos y niños hospicianos. Al principio permitía que lo arrinconasen junto al televisor y la
Encyclopaedia Britannica.
Pero con el tiempo había aprendido a imponerse. Aquella tarde las condiciones eran precarias pero tolerables. Seis adultos y treinta niños apiñados en una reducida sala de estar, los críos sentados en el suelo frente a él formando un semicírculo, los adultos en una fotografía de grupo, todos en un único sofá, los hombres en el asiento y las mujeres, descalzas, encaramadas en el respaldo por encima de ellos. Agachándose e irguiéndose una y otra vez, Oliver abrió las maletas y extendió sus bártulos sin despojarse del abrigo gris lobo. Utilizando sus pliegues a modo de pantalla, montó con afectada gravedad, ayudado por Sammy, la jaula del canario evanescente y la lámpara de Aladino, que al frotarse se llenaba de valiosos tesoros. Y cuando se puso en cuclillas para dirigirse a los niños a su misma altura -ya que por principio nunca hablaba hacia abajo sino sólo hacia arriba o a nivel-, con las colosales rodillas junto a las orejas y las manos sudorosas colgando pesadamente de ellas, parecía una especie de mantis religiosa, en parte profeta, en parte insecto gigante.

– Hola a todos -empezó con una voz inesperadamente dulce-. Soy el tío Ollie, un hombre de facultades misteriosas, grandes habilidades y poderes mágicos. -Hablaba sin engolamiento pero sí con cierta afectación. Su sonrisa, libre de su habitual reclusión, era un afable resplandor-. Y aquí a mi derecha se encuentra el gran y no muy diestro Sammy Watmore, mi inestimable ayudante. Un aplauso para él, por favor… ¡Ay!

«Ay» para el momento en que le muerde
Rocco
el mapache, cosa que
Rocco
siempre hace llegado ese punto, ante lo cual Oliver salta por los aires y vuelve a caer con increíble soltura a la vez que, con el pretexto de contener a
Rocco,
acciona disimuladamente el ingenioso resorte oculto en la tripa del mapache. Y cuando por fin
Rocco
entra en vereda, también él es presentado ceremoniosamente, y a continuación pronuncia un florido discurso de bienvenida a los niños, haciendo especial mención de Mary Jo, la niña agasajada por su cumpleaños, que es delicada y preciosa. Y de ahí en adelante la misión de
Rocco
consiste en demostrar a los niños que en realidad su amo es un pésimo mago, para lo cual asoma el hocico desde el interior del abrigo gris lobo y exclama: «¡Chicos, tendríais que ver lo que hay aquí dentro!», y en el acto empieza a lanzar naipes -todos ases-, un canario de peluche, una bolsa con sándwiches a medio comer y una botella de plástico de apariencia dañina marcada con el rótulo alpiste. Y después de poner en evidencia a Oliver como mago -aunque no con total éxito-,
Rocco
lo pone en evidencia como acróbata, agarrándose a su hombro y lanzando alaridos de pánico mientras Oliver, con inesperada agilidad, brinca por el exiguo escenario de la sala de estar montado en la pelota roja, con los brazos extendidos y los faldones del abrigo gris lobo agitándose a sus espaldas. Casi choca con estanterías, mesas y el televisor y pisa las puntas de los pies a los niños más cercanos, acompañado en todo momento por el griterío de
Rocco,
que le advierte de que ha rebasado el límite de velocidad, ha adelantado a un coche de policía, avanza derecho a una reliquia familiar de incalculable valor, va contra dirección en una calle de sentido único. A esas alturas de la función un resplandor inunda la sala y un resplandor envuelve también el porte de Oliver. Echa atrás la cabeza, el rostro sonrojado, los rizos negros de su abundante melena flotando sobre sus hombros como los de un gran director de orquesta, las fluidas mejillas radiantes de agotador placer, la mirada de nuevo juvenil y limpia, y ríe, y los niños ríen aún más fuerte. Entre ellos es el Príncipe del Resplandor, el increíble espantanublados. Es el torpe bufón que, por tanto, debe protegerse. Es un dios hábil capaz de invocar la risa, y hechizar sin destruir.

– Y ahora, princesa Mary Jo, quiero que cojas la cuchara de madera que te ofrecerá Sammy… Dale la cuchara de madera, amigo mío. Y quiero, Mary Jo, que remuevas en esta olla muy despacio y con total concentración. Sammy, acércale la olla. Gracias, Sammy. Bien. Todos habéis visto ya el interior de la olla, ¿no es así? Todos sabéis que la olla está vacía, salvo por unas pocas cuentas sueltas y aburridas que de nada sirven a hombre o animal alguno.

– Y todos saben también que tiene un doble fondo, gordinflón estúpido -grita
Rocco, y
recibe clamorosos aplausos.

– ¡
Rocco,
eres un hurón peludo y apestoso!

– ¡Mapache! ¡Mapache! ¡No hurón! ¡Mapache!

– Cállate de una vez,
Rocco.
Mary Jo, ¿habías sido princesa alguna vez? -Con un minúsculo gesto de negación, Mary Jo nos informa de que carece de experiencia previa en cuestiones de realeza-. En ese caso quiero que pidas un deseo, Mary Jo, un deseo grande, maravilloso y muy secreto. Tan grande como gustes. Sammy, ahora mantén esa olla muy quieta. ¡Ay!…
Rocco,
si vuelves a hacer eso, te…

Pero Oliver, pensándolo mejor, decide no concederle a
Rocco
una segunda oportunidad. Agarrando a
Rocco
por la cabeza y la cola, se lo lleva a la boca y le da un mordisco brutal y catártico en la tripa. De inmediato, entre las carcajadas y chillidos de terror de su público, escupe un convincente pedazo de piel de mapache que ha extraído de algún recóndito escondrijo del abrigo.

– ¡Je, je! ¡Ji, ji! ¡No me has hecho daño! -se burla
Rocco,
haciéndose oír por encima de los aplausos.

Pero Oliver no le presta la menor atención. Ha reanudado el número.

– Niños y niñas, quiero que miréis todos dentro de esa olla y vigiléis las cuentas sueltas y aburridas por mí. ¿Pedirás un deseo para nosotros, Mary Jo?

Un tímido gesto de asentimiento nos indica que Mary Jo pedirá un deseo para nosotros.

– Ahora remueve despacio, Mary Jo, y espera un poco a que la magia surta efecto. Remueve esas cuentas sueltas y aburridas. Ya has pedido el deseo, ¿verdad, Mary Jo? Un buen deseo requiere su tiempo. ¡Ah, magnifico! ¡Divino!

Oliver retrocede de un salto teatral, con los dedos extendidos para protegerse la vista del esplendor de su creación. Ante nosotros aparece la princesa con el atavío que como tal le corresponde: un collar de cuentas plateadas alrededor del cuello y una diadema plateada en la cabeza.

– ¿Le viene bien que le pague en monedas, jefe? -pregunta el hombre de la cabeza rapada, y a continuación saca veinticinco libras de una bolsa de gamuza y, contándolas, las deposita una a una en la mano abierta de Oliver.

Contemplando la colecta de monedas, Oliver se acuerda de Toogood y el banco, y nota que se le revuelve el estómago sin saber por qué, a no ser por el tufo a irregularidad que desprende el comportamiento de Arthur Toogood, un tufo cada vez más intenso.

– ¿Podemos jugar al billar el domingo? -sugiere Sammy, de nuevo en la carretera.

– Ya veremos -responde Oliver, cogiendo una de las agujas de salchicha que han recibido de propina.

El segundo compromiso de Oliver en la tarde de aquel viernes tuvo lugar en el salón de banquetes del Majestic Hotel Esplanade de Torquay, donde su público se componía de veinte niños de buena familia con voces que le traían recuerdos de su niñez, una docena de madres aburridas con vaqueros y perlas, y dos estirados camareros con sucias pecheras postizas que entregaron disimuladamente a Sammy un plato con sándwiches de salmón ahumado.

– Nos ha parecido una actuación sensacional -comentó una distinguida dama mientras extendía un cheque en la sala de bridge-. ¡Y sólo por veinticinco libras! Lo encuentro baratísimo. No sé de
nadie
que haga
nada
por veinticinco libras en estos tiempos -añadió, enarcando las cejas y sonriendo-. No debe de quedarle un solo minuto libre en su agenda, ¿verdad?

Ignorando la finalidad de su pregunta, Oliver masculló unas palabras ininteligibles y se puso de mil colores.

– Bueno, al menos
dos
personas han telefoneado durante la función preguntando por usted -dijo ella-. A no ser que haya llamado dos veces el mismo hombre. Me he tomado la libertad de pedir a la telefonista que dijese que estaba usted
con las manos en la masa…
¿he hecho mal?

El edificio del Ejército de Salvación, en las afueras del pueblo, era una fortaleza contemporánea de ladrillo rojo con esquinas curvas y aspilleras para proporcionar un amplio campo de tiro a los Soldados de Jesús. Oliver había dejado a Sammy al pie de West Hill, porque Elsie quería que merendase a su hora. En la sala de actos, treinta y seis niños sentados alrededor de una larga mesa esperaban para comerse las patatas fritas en cajas de cartón que había repartido un hombre con un chaquetón de borreguillo que imitaba la piel de castor. De pie ante la cabecera de la mesa estaba Robyn, una mujer pelirroja con un chándal verde y unas llamativas gafas.

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