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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (2 page)

BOOK: Single & Single
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Un vibrante resplandor amarillo disipó aquellas imágenes, y Winser lanzó un grito de dolor. Unas manos encallecidas le habían agarrado las muñecas y se las habían retorcido en direcciones opuestas detrás de la espalda. Su grito reverberó de monte en monte hasta extinguirse. Otras manos le levantaron la cabeza, en un principio con deferencia, casi como haría un dentista, y al instante, sujetándolo del pelo, se la volvieron bruscamente cara al sol.

– Aguantadlo en esa posición -ordenó una voz en inglés, y Winser, con los ojos entornados, atisbo el semblante preocupado del signor D’Emilio, un hombre canoso de la edad de Winser.

«El signor D’Emilio es nuestro asesor de Nápoles», había dicho Hoban con el abominable acento nasal ruso-norteamericano que había adquirido Dios sabía dónde. «Muchísimo gusto», había contestado Winser con una tibia sonrisa, empleando el mismo sonsonete que Tiger cuando éste no tenía intención de dejarse impresionar. Inmovilizado en la arena, traspasado por el dolor de brazos y hombros, Winser lamentó sinceramente no haber mostrado respeto al signor D’Emilio cuando tuvo ocasión.

D’Emilio se paseaba cuesta arriba. Winser habría deseado pasear con él, del brazo, como buenos amigos, y reparar entretanto cualquier impresión errónea que hubiese podido causar anteriormente. Pero lo obligaron a permanecer arrodillado, la cara vuelta hacia el sol abrasador. Cerró los ojos con fuerza pero los rayos del sol continuaron anegándolos en resplandor amarillo. Aunque arrodillado, tenía el tronco ladeado y erguido, y el dolor que penetraba por sus rodillas era el mismo que taladraba sus hombros en corrientes alternas. Le preocupaba su cabello. Nunca le había atraído la idea de teñírselo y de hecho desdeñaba a quienes lo hacían. Pero cuando su peluquero lo convenció de que probase un tinte provisional para ver cuál era el efecto, Bunny lo conminó a perseverar. «¿Qué crees tú que siento, Alfred, yendo por ahí con un hombre de pelo blanco como la leche por marido?», preguntó Bunny. «¡Pero, cariño, ya tenía el pelo así cuando nos casamos!», adujo Winser. A lo que ella repuso: «Para mi desgracia.»

Debería haber seguido el consejo de Tiger y ponerle un piso a Bunny en algún sitio, Dolphin Square, el Barbican. Debería haberla despedido como secretaria y mantenido como amiguita sin sufrir la humillación de ser su marido. «¡No se case con ella, Winser; cómprela! A la larga sale siempre más a cuenta», le aseguró Tiger, y luego les obsequió una semana de luna de miel en Barbados. Abrió los ojos. Se preguntó adonde había ido a parar su sombrero, un postinero panamá que había comprado en Estambul por sesenta dólares. Vio que lo llevaba puesto su amigo D’Emilio, para entretenimiento de los dos turcos de traje oscuro. Primero rieron los tres a una. Luego se volvieron los tres a una y, desde el lugar elegido a medio camino de lo alto de la cuesta, contemplaron a Winser como si éste representase una escena. Los tres con expresión adusta, interrogativa. Espectadores, no participantes. Bunny observándolo mientras él le hacía el amor. ¿Qué tal ahí abajo? ¿Te lo pasas bien? Venga, tú a lo tuyo, que estoy cansada. Winser echó un vistazo al chófer del jeep en el que había viajado el último trecho desde la falda del promontorio. Ese hombre tiene una cara afable; él me salvará. Y una hija casada en Esmirna.

Con cara afable o sin ella, el chófer se había dormido. En el Land Rover de color negro mortuorio, de los turcos, estacionado algo más abajo, un segundo chófer permanecía en su asiento mirando al frente, boquiabierto y ensimismado, sin ver nada.

– Hoban -dijo Winser.

Una sombra le cubrió los ojos, y a juzgar por lo alto que estaba ya el sol, quienquiera que la proyectase debía de hallarse muy cerca de él. Le entró somnolencia. Buena idea. Despierta en otra parte. Bajando la vista, miró a través de las pestañas pegoteadas por el sudor y vio un par de zapatos de piel de cocodrilo que asomaban de las perneras de un elegante pantalón blanco de dril con vueltas. Alzó la vista e identificó el rostro negro e inquisitivo de monsieur François, otro más de los sátrapas de Hoban. «Monsieur François es nuestro agrimensor; se encargará de tomar las medidas de los terrenos propuestos», había anunciado Hoban en el aeropuerto de Estambul, y Winser, neciamente, saludó al agrimensor con la misma sonrisa tibia que había dedicado al signor D’Emilio.

Uno de los zapatos de piel de cocodrilo se movió, y Winser, en su sopor, se preguntó si monsieur François se proponía asestarle un puntapié; pero por lo visto no era ésa su intención. Acercaba algo oblicuamente a la cara de Winser. Un dictáfono, decidió Winser. Los ojos le escocían a causa del sudor. Quiere que dirija unas palabras tranquilizadoras a mis seres queridos para cuando les exijan un rescate por mí: Tiger, le habla Alfred Winser, el «último Winser», como usted me llamaba, y quiero hacerle saber que me encuentro perfectamente, no hay por qué preocuparse, todo va sobre ruedas. Son buena gente y me tratan a cuerpo de rey. He aprendido a respetar su causa, sea cual sea, y cuando me liberen, cosa que, según me han prometido, harán de un momento a otro, la defenderé con denuedo en los foros de opinión internacionales. Ah, y espero que no le importe, pero les he asegurado que también usted hablará en favor de ellos, pues resulta que están muy interesados en beneficiarse de su poder de persuasión…

Lo acerca a mi otra mejilla. Lo mira con la frente arrugada. No es un dictáfono, pues; es un termómetro. No, tampoco. Es un aparato para tomarme el pulso, para cerciorarse de que no estoy a punto de desmayarme. Vuelve a guardárselo en el bolsillo. Sube con paso enérgico por la cuesta para reunirse con los dos empleados de pompas fúnebres turco-alemanes y el signor D’Emilio, cubierto con mi panamá.

Winser advirtió que, con las tensiones de descartar lo inaceptable, se había orinado encima. Una pegajosa mancha de humedad se había formado en la cara interior de la pernera izquierda del pantalón de su traje tropical, y nada podía hacer para ocultarla. Estaba desvalido, aterrorizado. Estaba transportándose a otros lugares. Estaba sentado tras su escritorio de la oficina a altas horas porque no resistía la idea de esperar levantado una noche más a que Bunny regresase malhumorada y sonrojada de casa de su madre. Estaba en Chiswick con una amiga regordeta que amó en otro tiempo, y ella le ataba las manos a la cabecera de la cama con trozos del cinturón de una bata que guardaba en un cajón de la mesilla. Estaba en cualquier parte, donde fuese, menos en lo alto de aquel promontorio del infierno. Estaba dormido pero seguía de rodillas, con el tronco ladeado y erguido, rabiando de dolor. Debía de haber esquirlas de conchas o piedras entre la arena, porque notaba pinchazos en las rótulas. Cerámica antigua, recordó. Abundan los restos de cerámica romana en estos montes y, según se dice, hay también vetas de oro. Precisamente el día anterior en Estambul, en el despacho del doctor Mirsky, había planteado ese tentador argumento de venta a la comitiva de Hoban durante su elocuente exposición del proyecto de inversión de Single. Esas pinceladas de color despertaban interés en los inversores ignorantes, especialmente los rusos patanes. «¡Oro, Hoban! ¡Tesoros, Hoban! ¡Una civilización antigua, tenga en cuenta ese gancho!» Había pronunciado una alocución brillante, provocativa, con una oratoria de gran virtuosismo. Incluso Mirsky, a quien Winser consideraba en secreto un arribista y un estorbo, se había dignado aplaudir. «Vuestro plan es tan legal, Alfred, que debería estar prohibido», bramó, y a continuación, con una estridente carcajada polaca, le dio tal palmada en la espalda que a Winser casi se le doblaron las rodillas.

– Por favor, señor Winser, tengo instrucciones de hacerle un par de preguntas antes de matarlo.

Winser no concedió importancia al comentario. Hizo oídos sordos. No se dio por aludido.

– ¿Está en buenas relaciones con el señor Randy Massingham? -preguntó Hoban.

– Lo conozco.

– ¿Cómo de buenas son sus relaciones con él?

¿Qué quieren oír?, se decía Winser con desesperación. ¿Muy buenas? ¿Casi inexistentes? ¿Moderadamente buenas? Hoban repetía la pregunta con vociferante insistencia.

– Haga el favor de describir el grado exacto de su relación con el señor Randy Massingham. Con voz alta y clara, por favor.

– Lo conozco. Somos colegas. Trabajo para él como abogado. Tenemos un trato formal muy agradable, pero no somos amigos íntimos -balbució Winser, dejándose abiertas todas las puertas por si acaso.

– Hable más alto, por favor.

Winser repitió parte de lo que acababa de decir, alzando la voz.

– Lleva una elegante corbata de críquet, señor Winser. Haga el favor de describirnos qué representa esa corbata.

– ¡Esto no es una corbata de críquet! -De improviso Winser había encontrado redaños-. ¡Es Tiger el jugador de críquet, no yo! ¡Se ha equivocado de hombre, pedazo de idiota!

– Probando -dijo Hoban a alguien del grupo situado unos metros más arriba.

– Probando ¿qué? -preguntó Winser con brío.

Hoban leía de un devocionario encuadernado en piel marrón que mantenía abierto ante el rostro, ladeado para no obstruir el cañón de la automática.

– Pregunta -declamó con el tono festivo de un pregonero-. Dígame, por favor, quién fue el responsable de la captura en alta mar la semana pasada del buque
Free Tallinn,
que había zarpado de Odessa con rumbo a Liverpool.

– ¿Qué sé
yo
de cuestiones de transporte? -replicó Winser con hostilidad, su ánimo todavía alto-. Somos asesores financieros, no transportistas. Si alguien tiene dinero y necesita asesoramiento, viene a Single. Cómo ha conseguido el dinero es asunto suyo. Siempre y cuando mantenga una actitud adulta.

«Actitud adulta» para herir el amor propio. «Actitud adulta» porque Hoban era un pipiolo, apenas recién salido del cascarón. «Actitud adulta» porque Mirsky era un polaco engreído y fantoche, por muy «doctor» que se hiciese llamar. Además, doctorado ¿dónde? ¿En qué? Hoban volvió a lanzar una ojeada cuesta arriba, se humedeció un dedo con la lengua y pasó la página del devocionario.

– Pregunta: ¿Quién proporcionó a la policía italiana información referente a un convoy especial de camiones que regresaba a Italia desde Bosnia el 30 de marzo de este año? Conteste, por favor.

– ¿Camiones? ¿Qué sé yo de
camiones
especiales? ¡Tanto como usted de críquet, eso sé! Pídame que recite los nombres y fechas de los reyes de Suecia; tendrá más posibilidades.

¿Por qué Suecia?, se preguntó Winser. ¿Qué pintaba allí Suecia? ¿Por qué pensaba en suecas rubias, muslos níveos, panecillos suecos, películas pornográficas? ¿Por qué se obstinaba en vivir en Suecia cuando estaba a punto de morir en Turquía? Daba igual. Los ánimos no lo habían abandonado aún. Manda a la mierda a este payaso, con o sin pistola. Hoban pasó otra página del devocionario, pero Winser se le adelantó. Al igual que Hoban, bramó a pleno pulmón:

– ¡No lo sé, imbécil! Déjese ya de preguntas, ¿me oye?

Hasta que lo tumbó una descomunal patada de Hoban en el lado izquierdo del cuello. Winser no tuvo noción del recorrido, sino sólo de la llegada. El sol se apagó; vio la noche y notó la cabeza cómodamente recostada en una oportuna roca y supo que una porción de tiempo había desaparecido de su conciencia, una porción de tiempo que no deseaba recuperar.

Entretanto Hoban había reanudado su lectura.

– ¿Quién instrumentó la confiscación simultánea en seis países de todos los barcos y propiedades que pertenecían directa o indirectamente a First Flag Construction Company de Andorra y sus empresas filiales? ¿Quién facilitó información a la policía internacional, por favor?

– ¿Qué confiscación? ¿Dónde? ¿Cuándo? No se ha confiscado nada. Nadie ha informado de nada. ¡Está loco, Hoban! Loco de atar. Loco, ¿me oye?

Winser yacía aún en tierra, pero en su frenesí forcejeó para ponerse nuevamente de rodillas, pataleando y retorciéndose como un animal caído, tratando por todos los medios de encoger las piernas y colocar los pies bajo el cuerpo, y consiguió sólo levantarse parcialmente y desplomarse otra vez de costado. Hoban continuaba con sus preguntas, pero Winser se negaba a oírlas; preguntas sobre comisiones pagadas en vano, sobre autoridades portuarias en teoría dispuestas a cooperar que después resultaron hostiles, sobre sumas de dinero transferidas a cuentas bancarias días antes de que dichas cuentas fuesen embargadas. Pero Winser nada sabía de aquello.

– ¡Todo eso es mentira! -exclamó-. Single es una asesoría seria y honrada. Los intereses de nuestros clientes son lo primero para nosotros.

– Arrodíllese y escuche bien -ordenó Hoban.

Y Winser, gracias a su recién hallada dignidad, logró de algún modo arrodillarse y escuchar. Atentamente. Y aún más atentamente. Tan atentamente como si Tiger en persona reclamase su atención. Nunca en su vida había escuchado de manera tan enérgica, tan diligente, la melodiosa música ambiental del universo como en aquel momento, en su afán por ahogar el único sonido que rehusaba rotundamente oír, el chirriante y monótono dejo ruso-norteamericano de Hoban. Reparó complacido en los chillidos de las gaviotas que competían con el lamento lejano de un almuecín, el rumor del mar bajo la brisa, el tintineo de las embarcaciones de recreo mientras las aparejaban para el inicio de la temporada. Vio a una muchacha de su juventud, arrodillada y desnuda en un campo de amapolas, y tuvo miedo, tanto ahora como entonces, de tender la mano hacia ella. Con aquella pasión aterrorizada que brotaba de él, adoró todos los sabores, texturas y sonidos de la tierra y el cielo, a condición de que no fuesen la horrísona voz de Hoban pronunciando con estentóreos gritos su sentencia de muerte.

– Consideramos esto un castigo ejemplar -proclamaba Hoban, ciñéndose a la declaración preparada que llevaba escrita en el devocionario.

– Más alto -ordenó lacónicamente monsieur François desde su posición, unos metros más arriba, y Hoban repitió la frase.

– Sin duda esta muerte es también una venganza. Por favor. No seríamos humanos si no tomásemos venganza. Pero pretendemos asimismo que este gesto se interprete como una solicitud formal de compensaciones. -Todavía más alto. Y más claro-. Y tenemos la sincera esperanza, señor Winser, de que su amigo el señor Tiger Single y la policía internacional comprendan el significado de este mensaje y extraigan las conclusiones debidas.

Seguidamente leyó a voz en grito lo que Winser supuso que era el mismo mensaje en ruso, en consideración a aquella parte de su público cuyo inglés no diese quizá la talla. ¿O era acaso polaco, para ilustración del doctor Mirsky?

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